Novela motivo de escándalo en Suecia durante años, el malsano néctar de la planta Sensitiva amorosa impregna todas las páginas de este libro que toma su título de dicha especie vegetal imaginaria, y que con su desbordado lirismo, sus entonces audaces referencias sexuales, su elaborado e innovador lenguaje y su estética decadente provocó confusión e indignación entre sus contemporáneos.

¿Conduce la posesión física irremediablemente al desamor y al hastío? ¿Qué fuerzas inconscientes gobiernan nuestros impulsos eróticos y provocan su muerte? ¿Es que sólo en el silencio y la distancia puede florecer el amor? Los sucesivos episodios de esta atípica novela plantean con una extraordinaria penetración psicológica estas cuestiones que, si bien no escandalizan como hace un siglo, son aún capaces de causar un profundo impacto en el lector de hoy.

Con Sensitiva amorosa, Hansson, al igual que su compatriota y coetáneo Strindberg, rompió con las convenciones sociales y artísticas, creando una única y personal prosa poética que hoy es considerada una de las cumbres de la literatura sueca.

Ola Hansson

Sensitiva Amorosa

I

«…No me queda ahora más que un único interés: disfrutar del sexo opuesto y estudiarlo. Todas las raíces que han hecho a mi ser brotar de la vida y que le han permitido extraer de ella su alimento, se han secado y marchitado, una tras otra. Todas excepto una sola, y sólo ésta ha crecido y se ha hinchado de savia, se ha alargado y expandido, y es ahora una malla de finas ramificaciones que por sí misma me sujeta a la vida. Todos los demás órganos de mi ser, gradualmente, uno tras otro, han dejado de funcionar. Los canales que transportaban la sangre del corazón de la existencia hacia sus vasos se han taponado, se han paralizado y reducido a conductos muertos. Todos, excepto uno, a través del que disfruto del sexo opuesto y lo estudio, el cual ha adquirido una ulterior diferenciación en su estructura para convertirse en un frágil mecanismo dotado de ruedas y engranajes microscópicos, finos como la tela de una araña. He hecho de este estudio y este disfrute un arte exquisito, y no tengo otro objetivo ni otro interés en esta vida que llevar este arte a la perfección.

Para individuos como yo, llega siempre, más pronto o más tarde, un momento en el que uno está cansado de todas las relaciones reales con las mujeres. Hay mucho de banal y doloroso en esos vínculos, sean de la índole que sean. Ya he tenido más que suficiente de todo eso, y ahora me dedico a disfrutar de las mujeres a distancia, estudiándolas y estudiándome a mí mismo, y de esta forma puedo eliminar todos los aspectos triviales inherentes a las relaciones entre los sexos, así como gozar de la esencia pura sin el mal sabor de los aditivos.

Hay algo terriblemente penoso en la empresa de ambicionar y conseguir a una mujer, algo que provoca repulsión y dolor de principio a fin. Primero los tenemos ahí, a los dos, al hombre y la mujer, frotándose mutuamente como dos gatos en celo, y cada secreta mirada que ambos intercambian revela, en su lúbrico brillo o lánguida acuosidad o timidez vergonzante, esa atracción sexual que ensucia físicamente a ambos. Siempre he sentido repugnancia ante la visión de ese cortejo obsceno y absurdo que hace sonreír malévola y cínicamente a todo el mundo y que constantemente me recuerda a las ampulosas maneras amorosas del gallo que se pavonea ante su bobalicona gallina. Y cuando se han alcanzado la maravillosa dicha y el éxtasis derivados del patético acto de la cópula, la historia se acaba y ya no hay mucho más que añadir, pues en el noventa y nueve por ciento de los casos, más pronto o más tarde, uno se encuentra cara a cara frente a un ser al que no se ha visto nunca ames, y al que mucho menos se conoce o se ha deseado alguna vez, y uno se despierta un hermoso día compartiendo cama con una mujer extraña, de la cual no se reconoce un solo rasgo ni de su rostro ni de su alma. Si se trata de tu amante sin el consentimiento expreso de nuestro Señor, te espera el doloroso y desagradable trámite de la ruptura; y si has entablado una relación socialmente regulada, entonces has de vivir el resto de tu vida en intimidad con ese ser desconocido al que jamás has deseado pero que ahora se te pega como un cardo. Por muy en profundidad que hayas estudiado a una mujer, por mucho que creas conocerla por dentro y por fuera, nunca podrás estar completamente seguro de que un día no vaya a cambiar de piel como una anguila, hasta que ella, tal como es ahora, y aquella que una vez conociste y amaste, se te antojen tan distintas como la noche y el día. Verás, las personas no son algo fijo e inmutable: uno no puede aferrarse a ellas o decir que son de esta manera o de tal otra. En su ser tienen lugar continuamente procesos secretos, que metamorfosean su cuerpo y su alma minuto a minuto: procesos que ocurren en ti y en aquellos que en esta vida has amado y abrazado con ternura, procesos que ni tú ni ellos comprendéis. ¿Eres tú el que ve las cosas con otra mirada, o es el otro el que ha cambiado y se ha convertido en alguien distinto? No lo sabes. Lo único que sabes es que esta persona, que se acercó cada vez más hasta que se incorporó a ti, y tú a ella, de repente se ha desprendido y ahora se halla muy lejos de ti, corno un objeto indiferente u odioso, con el que no quieres tener nada que ver o del que huyes con aversión.

Esto es lo que la experiencia me ha enseñado, y ahora ya no quiero correr el riesgo de entregarme a la vida en cuerpo y alma, pues las mujeres nos hacen más mal que bien. Pero puesto que para mí el sexo lo es todo, y la vida sin él estaría vacía de contenido y significado -nunca he podido entender cómo se puede vivir, si no-, he aprendido a disfrutarlo de otra forma, a mi manera, para poder beber el vino puro sin el poso.

Todas las mujeres que me encuentro en los paseos y en los teatros, y dondequiera que la vida nos lleva a los que solemos deambular sin rumbo por ella [1]: no quiero ni acercarme ni dirigirles la palabra, pues entonces de esas cabezas hermosas o distinguidas emergerá enseguida toda su estupidez y las demás miserias que van aparejadas y todo se irá al garete. Pero yo las disfruto, con todo mi cuerno y toda mi alma, con la vista y el olfato, con mis sensaciones y pensamientos. Individualizo de entre la muchedumbre a cada una de ellas y busco su yo más profundo, el aroma de su ser, los matices de su rostro, los rasgos característicos de su figura y el fugaz bouquet de su carácter; lo capturo todo en un gesto, una mirada, una expresión de los ojos, en la manera de caminar, en cualquier pequeño detalle que nadie más apreciaría, pero que revela toda su individualidad. O bien sondeo los abismos de esta personalidad oculta con mis más agudas reflexiones. Y cuando la mujer se halla ante mí, única entre las demás, con los frágiles pero nítidos rasgos distintivos en su piel, en su mirada, en su cerebro y su corazón, me dedico a disfrutarla.

¿Y qué importa si no la tengo abrazada a mí? No podría estar más próxima de lo que está ahora, y quien algún día la tenga entre sus brazos no llegará a estar tan cerca de ella, pues yo conozco su esencia, sus profundidades más íntimas, soy capaz de reconocerlas en sus más puros matices externos e internos, y de este modo la he poseído, sin que ella lo sepa, en mayor medida de lo que ningún otro hombre podría hacerlo contando con su consentimiento.

Esta es la razón por la que puedo amar a cuantas mujeres quiera, a todas las que voy conociendo, y disfrutar de ellas simultáneamente, ya que son las tonalidades de su ser lo que yo amo y aquello de lo que disfruto en cada una de ellas, y esto varía de una a otra.

Para empezar tenemos a las que encajan en un tipo, de las que yo disfruto como tales: las de carnes firmes, robustas y ágiles, de cabello negro, espesas cejas y cutis de cera, que evocan exquisitos vestidos de seda negra y dorada; las morenas esbeltas y algo larguiruchas con mejillas arreboladas y suaves corno el albaricoque, que traen a la mente los pétalos aterciopelados y húmedos de la violeta; las rubias de formas exuberantes y fragancia cálida y dulce; las menudas y delgadas de piel clara, semejantes a rosas de té o tulipanes; las de pelo lacio y raya en medio, con ojos del azul del nomeolvides y rostro del color de las fresas con nata, á l'anglaise, [2] y que hacen pensar en las flores que adornan los balcones de los hogares de clase media en alguna callejuela apartada de una gran ciudad… Y así muchas otras.

Y por otro lado están -y éstas son a las que yo más amo y de las que más disfruto- aquéllas de innumerables matices, las que no se pueden clasificar en ningún grupo, sino que viven cada una su singular e independiente idiosincrasia, y que en su apariencia externa tienen alguna enigmática cualidad bajo la cual se pueden rastrear los matices peculiares de su vida intelectual y afectiva. Cuando me topo con una mujer de esta índole, me olvido de todo lo que me rodea y no me doy por satisfecho hasta haber conseguido comprenderla de verdad. La coloco en la mesa de disección, hurgo en ella con mente inquisitiva y fundo mis emociones más íntimas en ella. La examino hasta la última partícula y llego a ver el núcleo de su ser con mi intuición. Y así finalmente logro poseerla por completo, de la forma en que salió del misterioso y gran taller de la naturaleza, en su complejidad y unidad. Porque son sobre todo los detalles peculiares de una persona los que enigmáticamente me seducen. Aquellas que otros consideran feas pueden resultarme las más interesantes, y aquellas que pasan por bellas se me pueden antojar tan inexpresivas como una pizarra vacía…

Verás, en el suelo sobreexplotado de la sociedad moderna crece una hierba extraña y singular llamada Sensitiva amorosa. Las nervaduras de sus hojas rebosan aceites mórbidos. Tiene un aroma empalagoso, y su color es desvaído, como la luz que entra a través de las cortinas en el cuarto de un enfermo, y rosáceo como el destello de un atardecer moribundo. Si buscas en tu propia vida y en la de tus amistades, encontrarás muchas variedades de esta planta. Y si yo fuera tú, recogería unas cuantas y las vendería en el mercado…».

II

Éramos tres viejos buenos amigos que durante largo tiempo habíamos tenido una relación muy cercana y nos habíamos visto a diario (de modo que nos conocíamos bien por dentro y por fuera), pero a los que la vida nos había conducido después por caminos distintos. Ahora nos habíamos encontrado de nuevo tras muchos años de separación, durante los cuales no habíamos sabido nada cada uno de los otros dos, al margen de rumores y de lo que, de pasada, habíamos oído en boca de amistades comunes con las que alguna vez nos habíamos topado en nuestra trayectoria vital.

Por azar, nuestros caminos se habían cruzado de nuevo -el destino tiene estos pequeños caprichos-, y el que vivía en el lugar del encuentro nos había invitado a cenar a los otros dos, de modo que de nuevo estábamos juntos como antaño. Poco a poco nos habíamos ido poniendo sentimentales, todos los recuerdos borrados de nuestra antigua amistad habían resurgido del olvido, y nuestra entera juventud de súbito aparecía ante nuestros ojos como un silencioso y latente espejismo, doblemente mágico al divisarse en la lejanía.

Habíamos tomado un carruaje: la ciudad quedaba ya a nuestras espaldas y recorríamos lentamente la orilla del mar. Era un día de primavera temprana, cerca del atardecer: la franja de mar brillaba bajo el sol de la tarde, la neblina se cernía sobre los campos, los árboles estaban reverdeciendo, y el silencio era tan profundo como sólo puede serlo en la soledad de la llanura; tan sólo las alondras cantaban en el cielo azul.

Los recuerdos emergían del pasado, uno detrás de otro: tan pronto alegres como melancólicos. Se transformaban en palabras y visiones, y juntos los revivíamos con la dulzura y la tranquilidad de la tarde de primavera que nos envolvía, como sólo ocurre en la memoria, una vez la vida ha soltado sus cadenas y nos ha dejado en libertad.

Un nombre me vino a los labios, no sé cómo ni por qué, un nombre de una persona que antaño los tres habíamos conocido bien, y comenzamos a hablar de su suerte.

Hacía un par de años que se había prometido con una joven que tenía todas las cualidades imaginables y el mundo entero a sus pies: y tras unos meses de compromiso, él lo rompió sin que nadie supiera la razón. La muchacha lo aceptó, y para consolarse de su desgracia pronto encontró a otro que -como todo el mundo comentó- supo apreciar mejor su suerte: un funcionario de provincias muy bien situado. Ninguno de nosotros la conocía a ella, y dando palos de ciego hacíamos conjeturas acerca de la conducta de él.

– Es inútil intentar adivinarlo -dijo el que se sentaba enfrente de mí-, nadie más que él mismo sabe qué fue lo que le empujó a comportarse de ese modo, y si él lo contara, seguramente nadie lo entendería, y quizá menos aún aquella que más derecho tendría a una explicación. Todavía recuerdo que, cuando recibí sus participaciones de compromiso, vaticiné para mis adentros que había un noventa y nueve por ciento de probabilidades de que acabaran separándose, a pesar de que yo no tenía la menor idea de cómo era ella ni de qué aspecto tenía. Simplemente sabía que personas como él o como nosotros no podemos atarnos de por vida. Para nosotros el matrimonio es un juego de azar, una apuesta alta con cartas bajas. Son ciertas menudencias las que gobiernan nuestras vidas y dan lugar a los puntos de inflexión: esos pequeños detalles impredecibles e inapreciables a primera vista, y que uno no descubre hasta que es demasiado tarde. Nuestro amigo encontró una mujer en cuyo entero ser externo e interno, él, de naturaleza sensible y delicada, reconoció sus necesidades y sueños secretos. Debió de ser como una nota aguda de violín que estremeció toda su alma y todos sus sentidos, lo más hondo de su ser. Pero olvidó que bajo esos inquietantemente débiles toques del arco se ocultan notas discordantes que acechan del modo más sigiloso. Y así un hermoso día oyó una falsa nota, y la disonancia se hizo mayor y más intensa, minuto a minuto, y por mucho que se tapara los oídos y se retorciese de angustia, ello no le sirvió de nada, hasta que finalmente la melodía se rompió por completo y se convirtió en una insoportable mezcolanza de sonidos estridentes y chirriantes; ante lo cual él no tuvo más remedio que huir. Pudo ser una palabra, una inflexión de la voz, una expresión del rostro o un movimiento del cuerpo; pudo ser cualquier cosa, algo externo a ella que cambió el modo en que él la veía: quizás pura y simplemente una asociación de ideas sin fundamento, o un repentino cambio en las emociones de él con el que ella nada tenía que ver y del cual él mismo no era responsable, al igual que cuando, por una cuestión puramente física y sin razón aparente, tenemos sensaciones imaginarias de olor y gusto que nos resultan desagradables. Pero esta impresión de repugnancia, que quizá en principio no tenía absolutamente nada que ver con ella, bastó para que él sintiera tanto rechazo como ante cualquier objeto inmundo, de modo que tuvo que liberarse de ella: y ello no deja de ser un misterio, para todos y para él mismo.

»Un joven conocido mío me contó un episodio de su propia vida similar a éste. Se había enamorado de una muchacha, y ella le correspondía. Se veían a diario, en relación libre e íntima, y se daban todas las condiciones para que llegaran a conocerse hasta donde es humanamente posible. Él la sentía más cercana cada día, y sentía asimismo cómo su propio ser se adentraba en el de ella más y más, y cómo parecía haber encontrado su sitio en el corazón de ella. Entonces una noche, en una reunión, otra persona, hacia la cual él desde el primer momento había albergado una especie de sentimiento hostil, de esos que no pueden nunca explicarse del todo pero que son sumamente intensos, cortejó a la joven. Y a él le pareció, con o sin razón, que a ella le complacían aquellas banales palabras. Ante esto sintió primero una suerte de lacerante herida en lo más profundo de su corazón, un insoportable golpe en sus emociones, y a continuación se le antojó que algo de esta persona repelente se había infiltrado en ella, fusionándose en cuerpo y alma. Algo de ese elemento desconocido de su rival, que chocaba con su propio carácter, se había comunicado a su amada, y así de pronto él sintió repulsión ante ella, ante su visión y su presencia, la misma y rotunda antipatía inexplicable e incontrolable que sentía hacia su rival.

»Era como si el cuerpo y el alma de ella se vieran envueltos y llenos de una nueva sustancia con la cual él no podía mezclarse sin apartarse con repulsión en un reflejo instintivo, como cuando los sentidos, las glándulas del gusto y del olfato, captan algo repugnante.

»Conozco también a una muchacha a la que ocurrió algo similar. Se había prometido con un joven, y ambos estaban tan ardientemente enamorados como es posible en esta vida: parecían estar hechos el uno a la medida del otro. Un día él la llevó a su casa para presentarle a sus progenitores. Y ocurrió entonces que a ella le sobrecogió un violento y repentino rechazo hacia el rostro del padre, y cuando luego lo vio al lado del hijo, le pareció percibir -quizá con fundamento, pero pudo también simplemente haber sido su imaginación- en esa cara hinchada y repulsiva algo en común con los rasgos faciales de su amado. Pronto no vio en ellos nada más que eso: todas los pequeños y peculiares matices que ella había ido descubriendo en su rostro y que le eran tan queridos porque sólo ella los conocía y, por lo tanto, le pertenecían a ella y a nadie más, todos ellos habían desaparecido, y no quedaba nada sino esa indefinida semejanza con el padre. No podía explicar en dónde radicaba esa semejanza o en qué consistía, pero la notaba. De hecho, sólo ella la veía, siempre que estaba junto a él, y no podía pensar en otra cosa: la idea la perseguía de día y de noche, le hacía sufrir y sentir asco, y siguió creciendo hasta convertirse en una obsesión informe que acabó ocupando toda su vida, todos sus sentidos y pensamientos, igual que esos soniquetes que una y otra vez se nos vienen a la cabeza en noches febriles, sin que podamos librarnos de ellos, pues se suben como un íncubo al pecho y nos hacen sudar y encogernos, nos lastiman tanto como si fueran un cuchillo hurgando en una herida a medio cerrar y nos zumban en el cerebro como una mosca en un espacio infinito y vacío de sonido.

El sol brillaba en el horizonte, grande y dorado. El cielo palidecía. El frescor de la noche ya se sentía en el aire, y se hizo un silencio aún mayor en los campos.

– Yo también… -prosiguió nuestro amigo al cabo de un rato-. A vosotros os lo puedo contar, pues ahora soy capaz de pensar en el asunto sin atormentarme y hablar de ello sin vergüenza. Yo mismo viví una vez una experiencia que ha hecho que todas estas historias me resulten familiares y las pueda comprender muy bien. Un verano hace algunos años, después de un invierno de duro y monótono trabajo, estaba cansado física y anímicamente, harto de la vida urbana de soltero y de la compañía de la gente, y quería alejarme de todo ello. Partí sin rumbo fijo y al final me establecí en un alejado rincón campestre, situado en un paraje idílico junto a un bosque y un lago. Era como un mundo aparte, sin relación alguna con el mundo del que yo provenía, y sin perturbación alguna del exterior. Me sentía como saliendo de un salón de baile al aire fresco de la noche, mareado, con la sangre y los nervios ardiendo y el ruido aún retumbando en la cabeza. Y me parecía caminar por un gran vacío que me envolvía y me abrumaba produciéndome vértigo. Los días pasaban y yo tenía algo así como una sensación imperturbable de verano y de descanso, de cielo azul y de aire impregnado de una cálida luz, una impresión de frescor bajo la verde claridad de los árboles, como cuando una mano femenina te acaricia la frente febril. Vagabundeé por los alrededores durante días y días, me convertí en un animal del bosque, en una planta campestre, y sentía cómo silenciosamente resucitaba el niño que llevaba dentro, como cuando una planta quemada por el sol y enterrada en el polvo poco a poco eleva sus hojas marchitas tras ser regada. Los últimos años quedaban muy atrás, en la oscuridad, renqueantes y agónicos, y era como si de pronto saliera a la luz del sol y mi gélido ser se derritiera. Y cuando ya atardecía, cuando el sol se había ocultado y todo quedaba en silencio y la azul noche estival se cernía sobre el campo, me ponía tan sentimental como sólo puede ponerse uno en esos inolvidables días de la primera juventud.

»Cuando una de esas noches volví a casa tras haber pasado todo el día fuera, encontré en la mesa una tarjeta de invitación de uno de los próceres del lugar, un terrateniente danés con cuya familia me topaba a menudo en mis excursiones: probablemente me veían como una rara avis, dado que durante semanas había vivido como un ermitaño sin más contacto humano que el de mis anfitriones, modestos aparceros de la finca en que me alojaba.

»No me entusiasmó en absoluto la carta, pues yo quería estar en paz a solas y hasta entonces me había encontrado muy a gusto: sentía que aquello iba a acabarse. Pero acudí a la invitación. Había allí gente de los alrededores, entregándose a sencillas distracciones burguesas. Ni me divertía ni me aburría, pero cuando más tarde me marché para casa y, a solas conmigo mismo, pude reflexionar sobre lo que había ocurrido, sobre aquello en lo que estaba a punto de embarcarme y sobre lo que vendría después, sentí una gran desazón. Detecté con cruel ironía todos los síntomas fácilmente reconocibles del enamoramiento: me conocía a mí mismo demasiado bien como para saber que ya estaba enamorado y que no podía hacer nada al respecto salvo dejar que todo siguiera su curso. Pero me atemorizaba esta nueva atracción, que probablemente enseguida se convertiría en pasión; y entonces, adiós a los días felices. La cosa estaba clara, no había sino dos opciones: huir o entregarme en cuerpo y alma a lo inevitable. Escogí esto último.

»Y según pasaban los días y se acercaba el otoño, nuestro amor de verano maduró y alcanzó su esplendor. Nuestras almas se entrelazaron del mismo modo que dos árboles contiguos entrelazan sus raíces y copas. Y el bosque se oscurecía, el sol brillaba con fuerza y todas las luces y sombras y contornos se intensificaban, cuando, una tarde de septiembre en que todo el paraje se mostraba como un país de ensueño a la luz de la luna, intercambiamos en silencio nuestras primeras confesiones en una mirada: ésa que para mí es el culmen y la quintaesencia del amor, y que hace que todo lo viene después parezca pobre y vacío a su lado. Todos guardamos algún momento de nuestra vida que valoramos y amamos más que nada: para mí es ese instante en que aquella mujer y yo, mirándonos a los ojos, hallamos reposo mutuo en nuestros corazones. De buen grado cambiaría todas mis experiencias de embriaguez y todas mis noches voluptuosas por esta sola mirada silenciosa y llena de lágrimas que hizo de mi placer algo tan exquisito y tan tremendamente delicado que se transformó en dolor.

»Cuando echo la vista atrás y pienso en mi juventud, soy capaz de comparar y evaluar mis distintas experiencias. Y creo poder afirmar que, de todos mis encaprichamientos, éste ha sido el más intenso, quizá el único al que puedo darle el elevado título de "amor". Y sin embargo sólo hizo falta una pequeña y lamentable casualidad para transformar por completo mis sentimientos más hondos, para que se volvieran tan distintos como lo es la noche del día.

»Una hermosa mañana de septiembre acompañé a mi amiga danesa al prefecto del condado, que pertenecía a nuestro círculo social y que residía no muy lejos. Un carruaje esperaba a la puerta, y justo cuando entrábamos en el patio, salió de la oficina una muchacha conducida por dos hombres. Un jornalero llegó corriendo y se apresuró a decirnos que se trataba de la infanticida sobre cuyas horribles fechorías circulaban por toda la región rumores espeluznantes. Lo había confesado todo y se había confirmado que el crimen había sido cometido, si bien en un momento de enajenación, pero aun así en las circunstancias más odiosas, y la pobre detenida iba ahora a ser trasladada a la prisión del condado a la espera de sentencia. Llevaba un vestido negro y mugriento, cuya falda le caía torcida, dejando al descubierto en un lado la enagua y en el otro una gastada bota y una media sucia tapándole la pantorrilla: había algo débil y dejado en ese joven cuerpo femenino que provocaba repugnancia. Y su rostro… fue el rostro lo que vi, fue el rostro a lo que mi mirada se quedó adherida como con un parche, ese horrible rostro ceniciento, hinchado por el llanto, surcado de lágrimas y que el remordimiento y otras muchas emociones habían ya arrasado y deformado… y además los ojos, rodeados de negro e inyectados en sangre, sin brillo, de pétrea mirada fija, como si constantemente tuvieran ante sí la imagen del crimen y como si expresaran un sofocado grito de angustia.

»Y junto a ese rostro tenía ante mí otro, inocente, fresco, sonrosado, y sin embargo semejante al primero: no podía, y aún no puedo, decir de qué forma, pero esos dos rostros guardaban un parecido, se fundían en uno solo y yo no podía separarlos. Y así como en los cimientos de una nueva casa hay esporas de hongos que se reproducen y crecen y acaban invadiendo todo el edificio, y furtiva, maliciosa e insidiosamente van carcomiendo la madera, así esta semilla plantada por el azar hizo brotar una planta venenosa que se enredó en mis emociones y las echó a perder por completo y sin remedio.

El carruaje había dado la vuelta. Los tejados y chapiteles de la ciudad se recortaban como nítidas siluetas de papel negro sobre el reflejo rojizo y ahumado del sol poniente, y entre éste y el fresco cielo azul blanquecino sobre nuestras cabezas, ambos con hermosos matices, se formó una estrecha y sedosa franja verde, en la cual lucía una única y gran estrella.

»¿De qué sirve intentar construir una vida, cuando estamos gobernados por fuerzas que desconocemos, y cuando ocurre que no sabemos más de nuestras emociones secretas de lo que saben acerca del proceso de formación de sus células los bulbos y brotes que ahora mismo están germinando a nuestro alrededor?»

III

Una tarde de mayo acompañamos a los recién casados, nuestro amigo y su joven esposa, hasta el barco que había de llevarles en su luna de miel. Él tenía el aspecto de una persona enormemente afortunada, en éxtasis ante una serie de maravillas inconcebibles: parecía como si no se reconociera a sí mismo en ese nuevo mundo, y su semblante, palabras y maneras se veían iluminados por un halo de calma. Y ella… Ella brillaba como un cálido día de primavera, cuando la vida se desborda de sus cauces en una profusa explosión de flores y perfumes.

Cuando el barco se alejó del muelle, nos pareció a los que nos quedábamos en tierra que el cielo se nublaba y que, más allá del mar, existía un soñoliento país mágico hacia el que ellos se dirigían y que nosotros nunca veríamos, mientras nos embargaba una gran sensación de soledad.

Tres meses más tarde, en una noche de luna de agosto, ellos regresaron, desembarcando en el mismo lugar del que habían partido, y fuimos a su encuentro. Ahora él se nos antojó intranquilo, transmitía la sensación de que estuviera por abandonarlo todo, y tanto la mueca de la boca como la expresión de los ojos parecían indicar que le daba vueltas a un doloroso enigma que le atormentaba, sin que pudiera liberarse de él o encontrarle solución.

Volvieron a su casa, y pasó un año, y dos, sin que supiéramos gran cosa de ellos, hasta que un día, un hermoso día, llegó una larga carta, enviada a uno de nosotros pero dirigida a los dos. Decía lo siguiente:

«Pronto hará años desde la última vez que nos vimos, y apenas he respondido a vuestras amables cartas con algunas pobres líneas, pero no debéis enfadaros por eso. No me he encontrado bien durante estos dos años. La ansiedad me ha consumido y me ha envenenado la sangre, volviendo mi alma tan sensible como un nervio al desnudo. Las pocas veces que me he dispuesto a escribiros, inmediatamente después de coger la pluma la he tirado al suelo y he saltado de la silla diciéndome que no tenía nada que decir. Si ahora por fin lo hago es debido a que en este momento tengo la dolorosísima sensación de que a mi alrededor todo ha estallado y se ha derrumbado. Me siento enfermo, vacío y solo.

»A mi mujer y a mí no nos van bien las cosas. Pero por duro que sea, sigo bendiciendo el momento en que pedí su mano, pues junto a ella he saboreado lo mejor de la vida, aunque sea tan sólo por unas pocas semanas, y pienso que alguien que haya experimentado un solo y fugaz instante de felicidad no tiene derecho a quejarse, pues esto basta para compensar toda una vida de desdicha.

»Ella vino a mí y se entregó de un modo inconsciente, irreflexivo, y la entrega la hizo prisionera en cuerpo y alma. Era capaz de adivinar mis deseos más secretos incluso antes de que cobraran forma, cuando apenas se podían vislumbrar vagamente en mis gestos o miradas, adivinaba todos mis caprichos y los satisfacía prontamente como se hace con un niño. Se mostraba a sí misma sin reservas y sin ser consciente de ello: podía pasarse horas sentada frente a mí, tan sólo mirándome, y el silencio revelaba sus pensamientos mejor que cualquier palabra. Me casé con ella sin, en realidad, amarla más de lo que hubiera podido amar a otras mujeres que había conocido, sencillamente porque me conmovía su devoción, sentía lástima por ella y estaba cansado de mis relaciones de soltero.

»Yo era por completo consciente de esa frialdad en mis sentimientos, pero ella lograba sacar de mí más ternura de la que verdaderamente había, y me hacía feliz el verla feliz a ella. Nunca en mi vida he sentido tanta paz y equilibrio, algo comparable a lo que se siente en una mañana de verano, con el canto de la alondra, el frescor del rocío y el sol del amanecer.

»Todo esto duró dos meses, mientras continuábamos rumbo al Sur y el esplendor de la primavera meridional nos envolvía. Viajamos por el Rin, descansamos junto al verde y resplandeciente lago Lemán, pasamos rápido por San Gotardo y por las laderas del sur de los Alpes, acompañados del bramido de las cascadas que cuelgan de la montaña como blancos velos, y nos dirigimos hacia la llanura lombarda, ese infinito complejo de jardines en los que las ciudades se hallan esparcidas como villas. En esta multitud cambiante de rostros humanos y de paisajes, avistados fugazmente y en passant [3] desde las ventanillas de los trenes, desde la cubierta de un barco, o en las tables d'hôte [4] de restaurantes, nos fundíamos uno con otro cada vez en mayor grado. Era como si mezcláramos nuestra sangre. Yo estaba como un niño con zapatos nuevos, feliz y en calma: algo bueno emergía dentro de mí, como cuando del tocón de un árbol podrido sale un nuevo brote.

»Una hermosa mañana de finales de junio arribamos a Bellagio, una pequeña localidad encaramada sobre el empinado promontorio que el lago Como rodea con sus azules brazos. Nos sentíamos tan a gusto en ese lugar, que allí nos establecimos. Dábamos largos paseos por la montaña o bien cogíamos una barca para recorrer la playa: los días fluían apaciblemente sin que nosotros nos diéramos cuenta de cómo el tiempo iba pasando. Después de la comida de mediodía solíamos sentarnos un rato bajo los árboles a la orilla del lago que estaba enfrente del hotel: el calor se adensaba a nuestro alrededor y buscábamos el mayor frescor que proporcionaba aquella tenue luz verdosa. Un buen día hallamos nuestro sitio habitual ocupado por una pareja de recién llegados, a quienes ya había visto en la table d'hôte. Él parecía un oficial inglés, y la joven era a todas luces su hija. Ésta poseía uno de esos rostros femeninos que, por la redondez aterciopelada de sus contornos, recuerdan a preciosos camafeos y a los cuales el contraste entre los ojos grandes y oscuros como pintados al pastel y el exuberante cabello rubio ceniza otorga un exquisito refinamiento, como el de un raro destello de colorido en una flor vulgar. Y junto a este rostro, de piel semejante a la harinosa pulpa de las manzanas de verano, tenía ante mí el de mi esposa, regordete, lozano y tan trivial como el de una niña. Y percibí cómo ante ese paisaje de aguas azules y luz blanca, de plata fundida y casas blanco-azuladas en medio de la oscura y frondosa vegetación, ante ese paisaje tan claro y brillante como la luz del sol que asoma tras las cortinas tras el primer despertar matutino, percibí cómo, mientras una de estas dos damas, gracias a su ágil inteligencia y a sus emociones refinadas, era capaz de apreciar la esencia de dicho paisaje, su aroma más sutil y su perfume más fugaz, del mismo modo que se aprecia una exquisita fragancia o un vino añejo, la otra en cambio simplemente se abalanzaba sobre él como un niño glotón que satisface su hambre con aborrecible gula.

»Casi sentí entonces el peso de un enorme y punzante error. Comencé a notar cómo los vínculos se aflojaban e iba retrayéndome en mí mismo de nuevo, separándome del otro ser con el que me había fusionado. Me sentía otra vez yo mismo como antaño, había recuperado mi anterior personalidad y mi antiguo parecer. Todo lo que me rodeaba volvía a ser como antes. Una luz se extinguió dentro y fuera de mí: la situación me recordaba a cuando la sala de concierto se ilumina de nuevo y se llena de un rumor de voces una vez terminada la pieza que todos hemos estado escuchando en silencio y a oscuras. Pero, por encima de todo, tenía la sensación de que algo con lo que había crecido se soltaba de mí por completo: era como si me levantara de la cama después de un contacto puramente físico, sintiendo tanta vergüenza, ridículo y asco como después de una noche de intimidad con una extraña.

«Proseguimos nuestro viaje, yendo sin rumbo de un lado a otro, y ella cada vez más se me antojaba una desconocida que me acompañaba en mi periplo y a la que pagaba el alojamiento y demás gastos. Su ruidoso entusiasmo hacia todo lo que nos encontrábamos chirriaba junto a mi refinado estado de ánimo. Me avergonzaba y me parecía pueril. Su agresiva devoción hacia mí me parecía ordinaria y grotesca, de modo que la trataba como una de esas baratijas que se acepta comprar por no decir que no. Mi irritación y mi sarcasmo hacia ella no hacían más que crecer, y ni con la mejor voluntad del mundo era capaz de ofrecerle más de lo que se ofrece a la primera que pasa. Naturalmente, no tuvo más remedio que acabar dándose cuenta de que mi actitud para con ella había cambiado. Al principio lo afrontó con su carácter cándido y sencillo, y consideró que se trataba de algo sin importancia, meros arranques esporádicos de mal humor que de ningún modo habían de tomarse en serio. Pero después se dio cuenta de que sus explosiones de afecto y sus manifestaciones de ternura se estrellaban sin remedio contra mi frialdad, que yo las machacaba y arrojaba a la basura como algo inservible: percibí entonces su perplejidad, noté cómo me dirigía largas y asombradas miradas infantiles que herían mi conciencia enferma. Y más tarde, cuando se convenció de que la cosa iba en serio y de que yo la trataba como a un fardo pesado y molesto, de modo tan frío, mecánico y sin ganas como cuando se realiza una tarea monótona, en ese momento se ensimismó. A menudo la veía mirando al infinito con una expresión de desesperanza y melancolía, atormentada por un doloroso problema al que no hallaba solución. Por fin -cuando ya estábamos de vuelta en nuestra casa en el campo-, en una ocasión en que mi irritación y mi sarcasmo hacia ella habían sido especialmente groseros e hirientes, tuvo lugar un cambio repentino y violento en sus emociones, como debido a una suerte de instantáneo y definitivo proceso mental. Me pareció que ella había hecho acopio de todo su carácter en aquella mirada de orgullo y resuelto desprecio que me lanzó y que sostuvo, clavándola en mí como un aguijón, cruelmente desafiante y compasiva a partes iguales.

»Ya había sido todo bastante incómodo mientras estábamos de viaje, mas no lo notábamos tanto entonces. El cambio continuo de gente y de escenario nos había ofrecido siempre algo nuevo en que ocupar nuestro pensamiento y nuestra atención. Mientras esto había durado, nos fue posible vivir cada uno en nuestro mundo sin vernos constantemente forzados a una íntima confrontación en la que no tuviéramos más remedio que ponernos de acuerdo. Pero la situación se ha hecho insoportable al regresar, una vez nos hemos quedado a solas, y día tras día nos hemos tenido el uno al otro como única compañía. ¿De qué serviría una explicación? Ella seguiría sin entenderme del mismo modo que yo no me entiendo a mí mismo. Pues, ¿qué sé yo de este proceso interior mío, de su estructura o de sus causas? Probablemente no se trata sino de una alteración, causada por una necesidad natural, de mis conductos orgánicos y mis células, una reorganización que es un efecto inexorable de una causa dada, invisible, indescriptible y sin posibilidad de prevención. Pero me doy cuenta de que ella espera algo de mí, y ello me hace sufrir. Mi cabeza busca ávida y ansiosamente una salida, pero no la encuentra. Nuestra futura vida en común se muestra ante mí con una enigmática mueca de burla: tengo que cerrar los ojos para no verla, y aun así la sigo viendo.

»La vida se ha torcido para nosotros dos, y No puedo amar la vida ni tampoco despreciarla. Mi sarcasmo ha sido silenciado y la risa se me congela en los labios. Sentado en medio de la existencia, no siento sino horror, pues allí siempre he imaginado encontrarme con la mirada bizca de un loco al que todos hemos de seguir, sin voluntad y a ciegas como sonámbulos».

IV

Fue en el barco de vapor rumbo al Sur desde Lucerna, una mañana de principios de julio. La ciudad quedaba ya bastante lejos al fondo, vasta, elegante, y tan delicada como una exhibición de relucientes casitas de muñecas en un escaparate o como una deliciosa pieza de confitería esculpida con filigranas. El lago de Lucerna comenzaba a recortarse y serpentear entre las cada vez más escarpadas paredes rocosas. El aire, que jugueteaba sobre las cumbres de las montañas y las cimas de los Alpes, se empapaba del frescor de la nieve perpetua antes de deslizarse por las laderas y correr como una enérgica brisa sobre aquel sumidero color verde botella y el pequeño objeto que, como un punto con una estela negra, sobre él se movía.

Había mucha gente en la cubierta superior, bajo un toldo que aleteaba sobre sus cabezas: componían esa extraña y cosmopolita sociedad en miniature, [5] que constantemente es destrozada y reconstruida en cada tren y cada barco en la gran pensión internacional que es Suiza. Yo estaba sentado en uno de los bancos de en medio, y en diagonal frente a mí, en el banco que circundaba la cubierta, me fijé en una joven pareja que había hecho el viaje de Lausana a Lucerna en el mismo tren que yo, se había alojado en el mismo hotel, y ahora continuaba la travesía en el mismo barco. Por el registro del hotel me había enterado de que él era un profesor de un pueblecito costero del norte de Alemania, y basándome en una serie de pequeñas observaciones, había llegado a la conclusión de que eran unos recién casados en luna de miel.

El estaba de pie con el rostro inclinado sobre su Baedeker [6]. Ella contemplaba sentada el paisaje, con los codos en la barandilla y la barbilla apoyada en la palma de la mano. Sentada allí frente a mí, se la veía envuelta por una calma virginal, una armónica pureza, que me había impresionado desde el primer momento en que la vi. Tenía un aire de distinción del que no era consciente; su busto mostraba una firme turgencia; su perfil, un trazo uniforme. Cuando en un momento dado volvió su rostro hacia mí, me encontré con unos ojos de mirada fija, tranquila y prolongada, unos ojos que miraban hacia los míos con cierta noble naturalidad y sencillez, con esa especie de sincera confianza medio titubeante que tiene mucho de súplica. El, por el contrario, era de esos seres que dan la sensación de ser a partes iguales unos pedantes y unos vulgares charlatanes. Su aspecto era mustio. El traje le colgaba como un saco, como mal cortado. Su húmedo cabello negro lucía espeso en la nuca y sobre el cuello de su chaqueta, pero era ralo en la parte superior, dejando una calva en el centro y dos entradas en ambas sienes. Su rostro tenía algo de la insulsez de una húmeda esponja, y lo remataban una barba poco poblada y unas gafas que cubrían unos penetrantes ojos miopes.

Mantenía la cara inclinada sobre su Baedeker, y de vez en cuando levantaba la cabeza y fruncía los ojos de modo que se le formaban arrugas de piel fláccida en torno a las esquinas de los ojos, escudriñaba algún punto en la lejanía, para a continuación hacerle a su esposa una observación histórica o topográfica que subrayaba con tono doctoral a fin de destacar su importancia o interés. Ella asentía distraída o con impaciencia y me fijé en que, cada vez que él levantaba la cabeza y miraba a lo lejos guiñando los ojos, una nube negra se cernía sobre el rostro de ella en un acceso de dolor antes siquiera de que él hubiera dicho ni media palabra, como si ella supiera de antemano lo que se avecinaba y sufriera anticipadamente por ello. Esto, observé, ocurría una y otra vez, y me pareció que este fenómeno, en apariencia tan insignificante, encerraba como la semilla de una planta toda la historia de aquel matrimonio y del destino de aquella joven. Enseguida me encontré inmerso en la historia de estos dos completos extraños. Y mientras el vapor continuaba su marcha por las aguas color verde botella del lago de Lucerna, que formaban angostos pasajes entre acantilados rocosos cada vez más recios, con los esbeltos y yermos riscos del Monte Pilatus erigiéndose a la derecha, y las poderosas verdes laderas del Rigi a la izquierda, durante toda la travesía me dediqué, desde una posición de observador neutral, a contemplar cómo la vida de aquellos dos se desarrollaba ante mí con todas sus imágenes e intimidades. No había sacudida psíquica o matiz emocional de aquella mujer que se me escapase. Era como si la conociese desde niña, como si hubiera vivido junto a ella toda la vida, y por ello entendiera esa expresión de dolor en su rostro cada vez que él levantaba la cabeza de su Baedeker, miraba en lontananza con sus ojos de miope y le hacía el correspondiente comentario histórico o topográfico. Me daba también la impresión de que nos habríamos entendido como dos viejos amigos a poco que yo me hubiera acercado a estrecharle la mano.

Me parecía verla deambular por las sinuosas callejuelas de su ciudad natal, entre estilos arquitectónicos de todas las épocas, pasando bajo escalonados gabletes del período hanseático y construcciones medievales con esas vigas que aparecen rematadas por fantásticos relieves. La veía caminar en diagonal por la gran plaza, desierta y vacía bajo el sol, hasta el puerto, hasta el paseo marítimo, y allí detenerse y apoyarse en la pared del muelle para mirar al mar, una silueta recortada a contraluz en el pálido cielo. Era casi al anochecer, a punto de ponerse el sol, con las gaviotas gritando y revoloteando en círculos. El inmenso Báltico emitía destellos verdes, y su propia alma virginal se asemejaba a esa infinita superficie cambiante bajo la luz del sol, sobrevolada por el grito de las gaviotas: vasta, vacía, henchida de calma, con suaves cambios de humor y pensamientos que tristemente revoloteaban y gritaban, para enseguida callarse de nuevo y quedar en paz.

Durante las noches de otoño la familia se sienta alrededor de la lámpara de labor en el salón, amplio y de techos bajos, de ventanas pequeñas y amueblado con una elegancia anticuada similar al aroma que despide la fruta almacenada para el invierno. Las mujeres están sentadas a la mesa camilla, trabajando en silencio. El anciano cónsul se halla apartado en la penumbra fumando una pipa y recostado en su cómoda butaca. Rara vez cae una palabra, con pesadez y sin fondo, al silencio, y el silencio inmediatamente la agarra con mayor firmeza. El chaparrón golpetea a ráfagas los cristales, y el viento llega veloz desde el mar, embiste las paredes de la casa y aúlla a través del hueco de la chimenea como si quisiera entrar. Ella alza la cabeza de tanto en tanto y estira el brazo, con el codo cansado y dolorido, y deja caer la labor en el regazo y escucha asustada y extrañada, como si oyera un reproche o una advertencia, como si el peligro la acechara o como si estuviera a punto de perder algo, algo que fuera a marcharse para no volver, o como si sintiera dentro de sí ese extraño y callado lamento, ese repentino grito ahogado de la tormenta cuando recorre la ciudad y se interna en la noche.

Una noche, él se encuentra como otras veces allí, en el círculo que rodea la lámpara, en medio de la estancia amplia y de techos bajos. El viejo cónsul fuma su pipa en la penumbra. Las mujeres, sentadas, se inclinan sobre su labor, mientras él habla. De vez en cuando ella alza la cabeza y le mira largamente con ojos muy abiertos. Es tan diferente a todo lo que hasta entonces ha visto… Completamente distinto a los jóvenes de la ciudad. Sus modales son más relajados y, al mismo tiempo, más respetuosos. No ha dicho una sola palabra acerca del tiempo o el vendaval en toda la noche. Ha venido directamente del gran mundo a este apartado rincón y no habla de nada que no sean asuntos importantes, de nada que sea banal u ordinario. Aborda los temas más difíciles del saber como si se tratara del abecedario, y cita a ilustres personalidades como si fueran amigos íntimos. De súbito, misteriosamente, aparecen ante ella todos los secretos y misterios que alberga el mundo exterior, todo aquello que ella no puede siquiera imaginar pero que la llena de una vaga melancolía y una dulce inquietud cada vez que piensa en ello. Le parece casi estar en medio de ese mundo desconocido con el que comienza a familiarizarse. Ese mundo le ha llegado a través de él, y sin que ella se dé cuenta, se confunde ahora con él, sin que ella sea ya capaz de disociarlos. Y al tiempo que en ella crece esta nueva vida que la conversación de él hace florecer cada vez con mayor esplendor, empieza a sentirse unida a él. Unida desde luego por algo puramente impersonal, sus propios y más hondos sueños, pero de todos modos unida a él. Y así el día en que oye la primera indirecta de una de sus hermanas, se ve invadida por un sentimiento de orgullo, casi como si hubiera recibido una merecida alabanza.

La noche de bodas, el viaje juntos, todo en apenas unos días; y mientras se encuentra sentada en el vapor que discurre por el lago de Lucerna con el codo en la barandilla y la barbilla apoyada en la mano, se pregunta si sigue siendo la misma persona que hace poco vivía con su padre y su madre en una pequeña y apartada ciudad a orillas del Báltico, o si más bien es él quien ha cambiado, el que ahora hunde la cara en su Baedeker, el de la figura fofa y el traje informe de cuello manchado, el del insulso rostro de esponja y ojos entrecerrados de miope. Ahora que ella está en medio de las maravillas de la naturaleza, ahora que el mundo exterior la rodea y puede verlo con sus propios ojos, tocarlo sólo con alargar la mano y disfrutar de su esencia con todos los sentidos, ahora lo que antes era una unidad se desintegra. Ahora él se distingue del mundo, se contrapone a él como si fuera ajeno al mismo, aunque él no es ya quien era antes, sino otro ser totalmente desconocido para ella, una repugnante larva que con su rancia frialdad repta por su mano, un extraño que le produce repulsión. De noche, un bruto animal; de día, un pedante maestro de escuela con la cabeza llena de datos históricos y topográficos cuidadosamente clasificados en casilleros y estantes. Durante días y días le tortura la expectativa de tener que oír la frase siguiente, y todas las noches, cuando ella ya se ha acostado y en el hotel reina el silencio, se encoge llena de asco y angustia, a la espera del momento en que le toque sentir junto a su rostro el de él, frío y húmedo como el de una viscosa sanguijuela, y su mano temblorosa buscándola a tientas… Se siente como esas personas que sueñan que alguien las persigue y corren y corren para salvarse sin, a pesar de ello, poder moverse ni un centímetro, y quieren gritar y no pueden abrir la boca…

Como observador de la persona y el destino de esta joven, no me limité a mirar hacia atrás, sino también hacia el futuro: y vi cómo aquel espasmo de dolor se grabaría poco a poco en su fresco y noble semblante hasta convertirse en un indeleble rictus de tristeza en el labio superior; vi cómo su expresión clara y tranquila se hundiría cada vez más, por medio de una arteria inagotable, en ese pozo de dolor que había comenzado a fluir en su ser más íntimo; y cómo esa mirada se vería empañada por un sordo y perplejo sentimiento de desamparo, como si la parte más sagrada de su alma fuera profanada por unas brutales manos que se dedicaran a arrancarle los velos uno a uno.

Desembarcaron en Vitznau, a fin de subir al monte Rigi para ver el amanecer.

V

¿Qué es esto, este miedo perpetuo, esta opresión del espíritu, esta lacerante llaga en el ser que causa tanto dolor como un afilado bisturí hurgando en las trémulas fibras de carne de una herida reciente, esta angustia vital generalizada que asuela a tantos de nuestra generación? ¿Qué es, cuál es su esencia y su origen? ¿Una mera propensión fisiológica, un secreto proceso patógeno de la sangre y los nervios? De acuerdo, pero, ¿cuáles son esas oscuras latitudes en las que la mirada interior busca con tanta ansiedad algo que siente amenazante y al acecho? ¿Cuál es, para ser precisos, la composición de este estado anormal pero constante del espíritu, cuál es la oculta fuente de veneno de la que toma su alimento? ¿Qué clase de parásito monstruoso es el que se ha adherido al núcleo del organismo emocional para poner ahí sus huevos y reproducirse? ¿Es la decadencia la que se ha acercado al hombre contemporáneo, es la muerte la que le persigue como si fuera su propia sombra, caminando a sus espaldas con paso silencioso, exhalándole al cuello su gélido aliento, es esa calavera andante la que le aproxima a la cara sus blancas mandíbulas desdentadas y sus negras y huecas cuencas oculares? ¿O se trata del destino, del cruel y demente destino que alza su cabeza de Gorgona ante el fatalista moderno? ¿O bien se trata del concreto espectáculo de la lucha por la existencia, la apisonadora imparable del tiempo y los millones de insectos humanos que son pisoteados hasta la muerte? ¿Es quizá la propia naturaleza enferma del universo la que el hombre moderno con su aguda sensibilidad percibe dentro de sí?

A esa persona, cuya historia voy más abajo a relatar, la angustia le había despojado de todo lo que hace a un ser humano crecer y formar parte de la vida. Era como si una espora micótica se hubiera escondido en el esperma de su padre y en el óvulo de su madre, y después de la fecundación hubiera comenzado a crecer en el embrión para después invadir todo el tejido celular, incrustándose en él tan a fondo que era capaz de hacer brotar alguna que otra raicilla en todas las manifestaciones de su actividad, en toda percepción, toda sensación, todo estado de ánimo, todo pensamiento, todo acto de voluntad y todo impulso de acción. Había consumido su infancia en una cavilación angustiosa y febril, y su juventud en espasmódicos e impotentes esfuerzos por atrapar el momento presente: quería disfrutarlo con todo su ser, abandonarse tranquilamente a él como un ave en su nido, o moverse dentro del mismo como pez en el agua, pero siempre se le desmenuzaba entre los dedos. Era como la medusa que, tras relucir con esplendor en las profundidades marinas, al ser sostenida en la mano no es sino una masa viscosa: le parecía siempre haber olvidado algo, algo que estaba obligado a hacer, aunque no podía recordar el qué por mucho que se atormentase hasta transpirar sudores fríos; le parecía que algo le estaba esperando, no sabía dónde ni el qué, pero la vida y el futuro se lo traerían en forma de desgracia, de modo que ya casi lo sentía agónicamente como una abrasadora herida en el corazón. Esa sensación se alojaba en su interior como un ascua palpitante, y no podía librarse de ella siquiera una fracción de segundo, pues incluso cuando aún no se había tornado en angustia consciente, habitaba en su inconsciente como una opresión nerviosa, pesada y convulsa. Podía con todas sus fuerzas abandonarse al trabajo o al placer, concentrar todo su ser en la actividad de su cerebro o sus sentidos, mas aun así, quizás en el preciso instante en que todos sus más lúcidos pensamientos convergían en un único vértice afilado y brillante, en un ansiado punto focal, o cuando el material al rojo estaba listo para ser moldeado en la fragua del cerebro, quizás en medio de un intimísimo trato carnal, la ansiedad emergía dentro de él y le paralizaba. Se sentía repentinamente vacío, frío, agotado, algo así como una cadena que se tensa en torno a una rueda y luego se afloja cuando de súbito ésta gira en sentido contrario. Por la noche solía despertarse con el corazón encogido y gimiendo de ansiedad, cuando las alucinaciones lanzaban fuertes destellos y se extinguían sin ruido ante él como un relámpago previo al trueno. Era como si toda esa silenciosa oscuridad que le rodeaba fuera una única masa reptante, como si el fantasma de la existencia le acechara en la almohada, susurrándole y risoteando como un loco. Cuando se hallaba en alegre compañía o con un grupo de gente, en medio de alguna conversación que le captara el interés, la angustia podía súbitamente hacer acto de presencia: y entonces le parecía que algo en lontananza le exhortaba e invocaba, algo que presagiara un infortunio, algo sobre lo que debía meditar y averiguar qué era. Esto invadía toda su vida emocional como un cáncer, provocando que la maquinaria de sus sentimientos se parase o funcionara anómalamente, y haciéndole tener miedo de la alegría que encendía su mente hasta el delirio y desnudaba sus nervios, pues ésta enseguida mostraba su reverso, que era la angustia y le dejaba siempre una sensación de desasosiego, mientras él apretaba la tristeza y la adversidad contra su regazo igual que lo hace una hembra con sus crías enfermas. La angustia goteaba su veneno sobre las cosas triviales y cotidianas, así como sobre los sucesos clave de su destino; fagocitaba su amor y todos los demás aspectos de su vida: y esto es lo que paso a relatar ahora.

Él creía haber llegado a un punto en que podía resistir críticamente cualquier faible [7] hacia el otro sexo y retirarse a tiempo, ya que había empezado a vivir la vida a una edad muy temprana y ahora se aproximaba a la treintena: cuando, durante una estancia veraniega en un pequeño y apartado balneario de Smáland, se le cruzó en el camino una joven que habría de enseñarle que las maneras del dios Amor son siempre impredecibles, así como resucitaría una vez de entre los muertos y sacaría a la luz ese doloroso amasijo de intensos sentimientos que es la auténtica pasión. De acuerdo con un fenómeno psicológico extraño e inexplicable, y sin embargo bastante frecuente, dicha mujer a la que la pasión le había unido con tanta fuerza, era totalmente opuesta a él tanto en lo externo como en lo interno. El, con su figura esbelta, su rostro de mignon [8], y su atuendo cuidado con una meticulosidad casi excesiva, recordaba una delicada figurita de porcelana de Dresde; mientras que ella pertenecía a esa clase de mujeres de concentrada fuerza y pasiones reprimidas, de formas que casi poseen la dureza elástica del acero, abundantes pero al mismo tiempo firmes. Su cabeza noble, engastada en un robusto cuello, emergía bellamente torneada entre unos hombros algo elevados que daban a su busto un aspecto poderoso. El pelo negro y opaco le caía hacia un lado sobre una de esas frentes bajas y delicadas que son propias de las féminas; tenía la mitad inferior de la cara particularmente desarrollada; una pelusilla oscura sobre el labio superior; y unos ojos de color gris oscuro, no demasiado grandes, cuyo turbio brillo insinuaba una intensa vida sexual, al igual que había una peculiar sensualidad en su caminar y en sus gestos, en sus palabras y en su mirada. Naturalmente, no pasó mucho tiempo hasta que él, con su ojo entrenado en aquellos asuntos, y su agudo intelecto, notara que ella era capaz de ver en su interior y se sentía atraída por él: incluso entonces, en las primeras fases de esa relación, antes de que ninguna promesa ni ninguna señal de tierno y mutuo afecto hubieran sido expresadas verbalmente o a través de miradas o gestos, cuando él constataba que cada vez iban estando más cerca el uno del otro, lo hacía con una sensación de miedo y de inquietud que invadía su estado de ánimo y recorría a la velocidad del rayo todo su ser.

Una docena de huéspedes del balneario habían salido a dar su habitual paseo matutino en un caluroso día de plena canícula. Traspasaron la cerca de la linde del bosque, se desviaron de la carretera principal y se adentraron en el pinar desperdigándose a la buena de Dios, por parejas o en grupos. Él y ella se habían mantenido a cierta distancia de los demás, según solían, de modo meramente instintivo y como por acuerdo tácito, a fin de poder estar más juntos y al mismo tiempo evitar que alguien les espiara. Pronto todos los demás desaparecieron en diferentes direcciones. Ellos dos caminaban solos por una vereda que serpenteaba entre los pinos, y, como una gran cabaña de techo bajo y aire denso, el bosque los envolvía de manera asfixiante: a través de ese enorme tejado apuntalado por los árboles a modo de pilares gigantescos, el sol trazaba pinceladas y puntos de color en la suave y tupida alfombra que las cortezas y espinas formaban en el suelo. Caminaron durante un buen rato sin intercambiar palabra, mientras en su interior hervía un tumulto de sentimientos y emociones, hasta que, como sin querer, se detuvieron en un claro cubierto de brezo en la cima de una pequeña colina que, iluminada por el sol en medio de la penumbra del bosque, se asemejaba a una cabeza calva. En torno a ellos reinaba el silencio, y estaban solos, él y ella, sintiendo como si el mundo se hubiera quedado deshabitado y los únicos supervivientes fueran ellos dos, él y ella, Adán y Eva en el Paraíso. El silencio, y el calor, y el aroma seco y dulzón del brezo les arropaban como una gruesa manta y les hacía apretarse el uno contra el otro. Mientras la complicada maquinaria de la existencia civilizada zumbaba vertiginosa en torno a ellos como una hélice, el motor básico de los instintos primitivos se puso en marcha con gran potencia y ruido en los abismos subterráneos de su ser: hasta que les invadió algo así como un ardiente anhelo, el voraz deseo sexual de las fieras, del macho y de la hembra, de nuestros primeros ancestros deambulando y apareándose en la selva primigenia. El no se dio cuenta de que la había rodeado con el brazo ni de que aun antes, abandonándose a la pasión, había susurrado su nombre: sintió su firme y exuberante cuerpo femenino apretarse fuertemente contra él, al tiempo que le acercaba su cálido rostro y su boca húmeda y trémula y le miraba con aquellos ojos grandes, ardientes y turbios. No habría hecho falta sino un solo momento más de delirio, un grado más de ardor, una sola leve oscilación de la balanza, para que se hubieran arrojado al suelo y, de modo brutal, hubieran saciado su apetito. Pero hubo algo que de pronto disipó la niebla de su mente y le hizo echarse atrás: más tarde habría de reflexionar sobre ello, analizando cuál había sido su estado anímico en ese instante decisivo y durante el camino de vuelta, que hicieron estrechamente entrelazados y con ella en un callado arrebato, mirándole y deteniéndose a cada paso para abrazarse a su cuello y ofrecerle sus húmedos y temblorosos labios. Y entonces halló el núcleo y corazón de todo aquello: el miedo. ¿De qué? De todo y de nada. La voz que, suavemente y en tono de advertencia, le decía al oído su nombre: angustia.

Nada de esto cambió cuando después se reunieron con los demás. Allí sentado en silencio entre ellos, oyendo su parloteo, temblaba y se estremecía de deseo, y era consciente de llevar dentro de sí una cosa que a ellos les faltaba y que desconocían: estaba solo con su enorme y secreta dicha. Mas, frente a la alegre despreocupación de los otros, algo le seguía royendo las entrañas: una sensación de desagrado, la desazonante conciencia de no ser libre, sino de estar atado a partir de entonces y de verse compelido a comportarse de determinada manera, sin posibilidad de variar su conducta a voluntad. A menudo, cuando se encontraba con la mirada henchida de júbilo o de ensueño por ella, sentía una suerte de rencor en el corazón, le dolía el ver en esa mirada la convicción íntima de que sus vidas se hallaban irremisiblemente unidas y la creencia -como si fuera lo más natural del mundo y no pudiera ser de otra forma- de que él sentía lo mismo que ella: de modo que se retraía en su protectora ansiedad, como un erizo asustado y maltratado. Por la noche, bajo la fresca y mágica luz de la luna, este lacerante estado de ánimo se diluía en una fría calma, pero cuando más tarde se quedaba a solas consigo mismo, le sobrecogía una violenta y repentina reacción que le hacía casi desplomarse en un gélido terror bajo el efecto de esta angustia salvaje que le azotaba: como cuando muy tarde en la noche uno da vueltas en la habitación, solo y sumido en cavilaciones, y de pronto al volverse percibe un rostro desconocido aplastado contra el cristal de la ventana.

Cada día que pasaba esa sensación de angustia se agudizaba y se hacía más corrosiva, tanto más cuanto que el compromiso ya había sido anunciado y se había fijado fecha para la boda. En estas dos ocasiones se le había presentado como una poderosa ola que podría haber menguado y retrocedido, pero que se había instalado en su corazón como una turbia marejada que crecía de nuevo y aún con más fuerza cada vez que, en compañía de su prometida o de otra persona, reparaba en algún detalle -como una elocuente sonrisa, una insinuación, algún arreglo del traje de boda, miradas indiscretas o cualquier otra menudencia- que apretara aún más fuerte el nudo y, por así decirlo, le acercara un paso más al definitivo e indisoluble vínculo. La médula de su amor había sido devorada trozo a trozo, y no le restaba nada más que la idea obsesiva de que estaba atado a aquella mujer y de que la desgracia acechaba tras la puerta, de modo que no le quedaba otro remedio que huir. En los momentos en que la angustia amainaba de puro agotamiento y su alma atormentada caía abatida, le parecía estar fuera de todo y que la situación no le concerniera en absoluto: esa conciencia de que el proceso de disolución se completaría por sí solo era lo único que consolaba su espíritu; su espíritu que, por lo demás, no era sino una herida constantemente removida y hurgada.

El fin del verano había llegado y era su última noche juntos. Sentados en un banco en el soportal, mientras dentro, en el salón, alguien tocaba el piano, la tierra constituía un oscuro y pequeño disco bajo un cielo que se cernía como un gran buitre luminoso. La luna llena roja se alzaba con su dibujo al carboncillo sobre el lindero del bosque, y en todo el paraje reinaba esa pesada calma que se asemeja a un sordo e inefable dolor de corazón. Paró la música y por unos segundos se hizo un silencio tan penoso y acuciante que parecía contener una sofocada agonía dentro de sí. Entonces de súbito ella se abalanzó hacia él echándole los brazos al cuello en un sollozo de deseo, de ternura, de dolor, tan violento, apasionado y directo como el aullido de una hembra en la selva en un arranque primitivo e inconsciente. En ese instante él percibió dentro de sí todo el implacable y misterioso tormento de la existencia, que emanó hacia ella en forma de irrefrenable sentimiento de compasión. Mas al momento siguiente se halló contemplando el gigantesco panorama de la vida y el mundo expandiéndose con calma hasta dimensiones colosales, las cumbres graníticas de las montañas coronando los valles, los grandes ríos fluyendo caudalosos hacia los océanos, y las metrópolis bullendo como pequeños hormigueros en un enorme bosque. Se buscó a sí mismo, pero no halló ni rastro. Hasta que de un fogonazo la imagen cambió y se transformó en un remolino de agua hirviendo que bajaba por un precipicio y que los esperaba, a él y a ella, para transportarlos a la otra orilla: entonces de repente notó al insidioso fantasma a sus espaldas, y creyó que su intención era escabullirse aprisa entre ambos, y con tono de advertencia y voz ronca susurrar su nombre. Así que la soltó, dio un paso atrás y se vino abajo, agotado, débil y exangüe.

– ¿Qué te ocurre?

– Oh, es que es nuestra última noche.

Algún tiempo después él le devolvió por correo el anillo y otros regalos que ella le había hecho, informándola de que, por razones que ella nunca sería capaz de entender, debía romper la relación, y suplicándole al tiempo que lo perdonara. Como respuesta recibió de vuelta su anillo y sus regalos de compromiso, pero ni una sola palabra.

VI

¡Mi viejo amigo!

Este año recibes mi carta anual de modo un tanto extemporáneo. De no ser porque te conozco tan bien, nunca la habría enviado, sino que tras escribirla -pues en efecto necesitaba escribirla, y por qué no iba a hacerlo teniendo en cuenta que para mí supone una necesidad y un placer- la habría roto o quemado o guardado en el fondo del cajón de mi escritorio. De esa manera nadie habría tenido acceso a ella con la salvedad de mí mismo, en una de esas contadas ocasiones en que me dedico a leer mis viejas cartas, lo que me sirve para recordar con doloroso detalle lo que ha sido mi último y agonizante brillo crepuscular de vida afectiva. Pero ahora voy a enviarla y serás tú quien la reciba, ya que tengo la completa certeza de que no te reirás de mí como haría cualquier otro que no me conozca tanto, sino que al contrario comprenderás que es precisamente lo mejor y más hondo de mi persona lo que brilla bajo estas líneas con el intenso y rápido centelleo de las azules llamas de un fuego antes de extinguirse en la madera carbonizada; y lo comprenderás de inmediato, desde el primer instante. Porque tú sabes en qué clave se ha tocado la sinfonía de mi vida, conoces ese tema que aparece una y otra vez en las distintas melodías de mis emociones, y eres capaz de capturar la vibración silenciosa e indefinible de mi personalidad, pues en ti ésta ha hallado resonancia. Y yo, que te hice mi primera confidencia con la temblorosa timidez de un joven de veinte años, por qué no habría de hacerte también la última, ahora que soy mayor y estoy solo y hastiado…

Había cenado en el mismo sitio en el que llevaba diez años cenando, en compañía de prácticamente la misma gente; había intercambiado con la camarera las mismas palabras que durante esos diez años había repetido casi todos los días; había caminado por las calles que conozco de memoria con todos sus postes y señales, con todos sus baches; y había visto las mismas caras detrás de cada ventana. Me había sentado como de costumbre en la mecedora a fumar mi cigarro antes de atacar la enorme pila de cuadernos de examen que estaba esperándome sobre la mesa de trabajo, exactamente del mismo modo en que durante esos diez años me había sentado a fumar el cigarro contemplando similares cuadernos de examen, en la misma habitación con los mismos muebles, con los mismos pensamientos cotidianos y el mismo humor de siempre. Pero entonces, de repente… No sé qué lo motivó: claro que eso nunca se puede saber, porque suele ser algo imperceptible e indescifrable; pudo haber sido sin más algún ruido procedente de la calle, una tonalidad de luz, el perfume de alguna de mis plantas, una peculiar colocación de los objetos en la estancia, o cualquier otra cosa: no sé qué fue. Tampoco era capaz de ver con claridad la infinita multitud de ideas e imágenes que en un segundo pasaron por mi mente, o discernir en qué momento una enlazaba con otra, pues iban tan veloces como un rayo de luz al iluminar una habitación oscura. Ni tampoco sé en qué suerte de grandes nebulosas me parecía desaparecer y ser aniquilado, ya que se esfumaban en el mismo momento en que se expandían sin medida hacia el infinito. Había tan sólo una sensación de que todo se detenía, se clarificaba y se hacía más profundo, una sensación de que algo dolorosamente dulce se dilataba en lo más hondo de mi ser hasta causarme una especie de ardor bajo los párpados, Y a continuación me di cuenta de que así es como muy a menudo me había sentido muchos años atrás, cuando el corazón se me ablandaba ante el recuerdo, y de que no había tenido un solo momento como ése en todos estos diez años, y de que había llegado a creer que esos días habían terminado para siempre. Y en este mismo y preciso instante, la gris luz otoñal se transmutó por completo, se convirtió en algo misteriosa y mágicamente absorbente, como antaño solía mostrarse ante mí en mis melancólicas horas solitarias. Era como si diez años vacíos, sombríos e indolentes hubieran sido borrados de mi vida y nunca hubieran existido. Y en este momento hice lo que solía hacer antaño cuando mi alma me desbordaba: me puse el abrigo y salí a la calle.

Era un sábado de finales de octubre, un día gris y tranquilo con el aire cargado de cálida humedad. Una leve bruma envolvía la ciudad y había impregnado el pavimento. En algunos comercios las lámparas de gas ya estaban encendidas y brillaban tenuemente tras las empañadas ventanas. Dejé atrás las calles principales y su ruido penetrante y ensordecedor, y a medida que me aventuraba hacia las afueras de la ciudad, cuyas dos largas hileras de casas pequeñas y pobres se abrían ante mí, me iba viendo envuelto en una calma cada vez mayor, tanto más honda y densa si se compara con el fragor sordo que dejaba a mis espaldas y el traqueteo de algún que otro carro con cereales que se dirigía a la ciudad. Pasé ante la fonda de verano. Habían colocado tablillas en las vidrieras. Los árboles tenían las tonalidades amarillentas y rojizas del otoño tardío o habían dejado ya caer las hojas al césped marchito y húmedo y habían trenzado sus negras ramas desnudas sobre el fondo gris. Dentro del cementerio, bajo la parda bóveda de los árboles, las tumbas refulgían en blanco con húmedas vetas grises, salpicadas de musgo y cubiertas de hiedra verde oscura. Se divisaba alguna que otra figura femenina poniendo flores en una tumba o sentada inmóvil y absorta en un banco o apoyada sobre una verja. Me pareció que todos sus melancólicos pensamientos se expandían en la calma que reinaba sobre aquel lugar, impregnando el gris aire otoñal de una sorda melancolía. Las casas comenzaban a escasear, y las que había estaban rodeadas de parcelas cada vez más grandes. Donde el pavimento terminaba, el camino agreste iniciaba su discurrir por el litoral, entre un mar grisáceo y vacío y los cenicientos y vastos campos. Algunos niños permanecían sentados a la puerta de una casa, con los pies clavados en la arena. En los campos había alguna persona arando o recolectando tubérculos. Desde el pueblo que tenía ante mí llegaba el rumor de una trilladora. Aún más a lo lejos tañían las campanas de una iglesia, y en todo aquel paisaje de finales de otoño, a lo largo de aquellas plomizas y llanas tierras, en aquel aire cálido y húmedo y en aquella melancólica paz, había algo de esa calma ilusionada propia de los domingos de mi infancia. Y me dio por pensar en la fresca arena esparcida sobre los suelos recién fregados de mi hogar, y una imagen evocaba otra, y ésta se fundía en otra nueva al igual que en un diorama. [9] Vi aquellos caminos atestados de la gente que con sus trajes dominicales se dirigía hacia la iglesia, y los vi reunirse en el cementerio situado junto a sus muros. Podía oír el murmullo de los fieles tras las oraciones del sacerdote, así como las notas del órgano. Toda la vida que bullía en aquellas casas y en las calles del pueblo pasó ante mí en imágenes. En mi conciencia surgieron asuntos triviales, después de haber permanecido bien ocultos bajo las capas de posteriores experiencias; episodios en los que no había pensado durante décadas cobraron forma de nuevo en mi memoria con toda su claridad original, y en torno a mí alcancé a ver rostros que no era capaz de reconocer. Todo aquello que quedaba tan atrás en mi vida y se hallaba tan enterrado en mi subconsciente pujaba y salía a la superficie junto con el estado de ánimo dominical de mi infancia.

Cuando regresé a casa era ya de noche. Cerré la puerta y bajé la persiana, pues era tal la sensación de solemnidad que llenaba mi espíritu, que deseaba estar completamente solo: nada en el exterior podía estar en consonancia con mi estado de ánimo. Me senté enfrente de la chimenea y mientras esa envolvente realidad que acababa de revelárseme se escapaba hacia la lejanía como un suspiro en la niebla, de pronto me encontré sumido en un nuevo mundo de recuerdos que se levantaban de entre los muertos y cobraban vida de nuevo. Ahora era mi juventud, mi atormentada, angustiosa y lacerante juventud la que tomaba forma, cercándome con una atmósfera similar a la de una noche de septiembre en el campo iluminado por la luna: se abalanzaba sobre mí, me arrastraba y sofocaba, oprimía mi agónico espíritu, de tal modo que me parecía verme a mí mismo deambular por caminos y parajes desolados como un pordiosero hambriento, llamando a puertas que nadie había de abrirme, al igual que Lázaro, mendigando en banquetes las migajas de los ricos, pidiendo un solo mísero bocado de aquello que para mí constituía una necesidad vital. Y dejando atrás el júbilo de la música, la algarabía del baile y la fastuosa melodía de la riqueza, me vi saliendo a la noche como un perro apaleado o un apestoso recluso.

Ante mí pasaron todas las mujeres que había conocido a lo largo de mi vida, todas aquellas a las que había mirado a los ojos con una mezcla de curiosidad y súplica. Y todas ellas pasaron de largo, con indiferencia o lástima en la mirada. Ni una sola se detuvo o se acercó a mí: todas huyeron hacia otra vida o se refugiaron en otras personas. Sus finales habían sido tanto felices como tristes: unas se equivocaron y otras encontraron a la persona adecuada. Pero yo me quedé solo, mientras todos los demás caminaban emparejados. Y me pregunté a mí mismo, con ansiedad y congoja repentinas, qué clase de vida era ésa, sin haber sido amado por una mujer ni una sola vez, ni siquiera un instante.

Entonces me pareció ver dos ojos mirándome con ansiosa curiosidad, dos ojos oscuros y llenos de profundo ardor, que desde la lejanía se aproximaban más y más. Y en torno a ellos se iba formando gradualmente, primero un rostro, luego una figura, y por último todo un ser. Lo contemplé como si estuviera ocurriendo en ese preciso momento, pese a que hacía casi veinte años de aquello.

Una vez cuando era estudiante alquilé una habitación a la viuda de un funcionario de provincias. Ésta había perdido tempranamente a su marido y a su hijo y se había mudado a la ciudad a fin de vivir del pequeño capital que su esposo le había dejado, recluida en la pobreza hasta el fin de sus días, a solas con sus recuerdos y su melancolía, sin preocuparse del mundo exterior ni de la gente, pues éstos no podían ya ofrecerle nada. En mi segundo año de residencia en dicho lugar, durante una de las visitas que a veces hacía a mi casera, conocí a una joven de pueblo a la cual sus padres habían enviado a la ciudad para estudiar algo, ahora no recuerdo qué. Nos encontramos en cinco o seis ocasiones, pero nunca intercambiamos más palabras que las usuales entre dos jóvenes que acaban de conocerse. Y no hubo nada entre nosotros -o por lo menos yo no noté nada, como te puedes figurar, ya que nunca te hablé de ello- que se apartara del camino principal por el que transitan los destinos humanos. Después de, me parece, aproximadamente medio año, se mudó a otra parte pero, por lo que supe, seguía visitando de vez en cuando a la anciana viuda, aunque nunca coincidí con ella desde que abandonó la casa. Un día casi de invierno, al anochecer, recibí un mensaje de la casera invitándome a visitarla. Yo acababa de regresar a casa tras una alegre jornada. Me hallaba sumido en esa agradable somnolencia en la que uno se pone sentimental con suma facilidad, y me había sentado a soñar a la luz del crepúsculo. Y ya sabes cómo en ese estado de ánimo te dejas acariciar por los recuerdos, pues toda amargura ha desaparecido y sólo queda una sensación de dulzor, y te pones a construir los castillos en el aire bajo el resplandor lunar, fascinador y falso, de la fantasía. Cuando llegué -¡con qué viveza puedo aún verlo todo!-, observé que era un reducido piso con tres habitaciones pequeñas y atestadas de muebles y alfombras: esa especie de nido cálido y recogido que invita a cobijar a un pájaro tímido y solitario, un típico hogar de viuda, en el que los recurrentes pensamientos melancólicos iban andando de puntillas, en el que los mismos recuerdos acechaban constantemente desde cada oscuro rincón; un lugar silencioso, tan silencioso, que uno sin darse cuenta comenzaba a hablar en susurros, y tan acogedor que hacía sentirse tan a gusto como cuando se está sentado junto a la chimenea en una lluviosa tarde otoñal. La anciana se hallaba recostada en el sofá, iluminada por el centelleo rojizo de la lámpara en la penumbra y ocupada en su labor; y un poco más allá, donde la luz era muy tenue, percibí, estando aún en la antesala, a la joven sentada en una otomana, en silencio y con las manos en el regazo, ataviada con un vestido negro y el rostro pálido, desapasionado, pensativo y con una lacia mata de pelo castaño oscuro peinado con raya en medio que le caía sobre la frente estrecha. Pero lo que ahora veo con una nítida y extraña claridad es el inquieto interrogante que mostraban aquellos ojos oscuros, ardientes pero diáfanos, y en cuyas profundidades había más raciocinio que sentimiento, mientras nos estrechábamos la mano: aún recuerdo haber mantenido su mano en la mía durante más tiempo de lo habitual, aunque entonces no comprendí por qué. Mas ahora lo entiendo, y esta noche he sentido cómo algo se iluminaba y clarificaba en mi interior, como cuando una repentina luz se enciende en la oscuridad para ayudar a alguien extraviado: la certeza, al menos durante un breve instante, de haber sido de verdad amado por una mujer. En aquel momento supe, con más seguridad que si me lo hubieran formulado con palabras y promesas, que aquella tímida plegaria y aquel tembloroso interrogante eran la expresión dolorosa del amor. Pues las palabras no son sino sonidos, y las promesas, burbujas relucientes, mientras que una mirada es la confesión directa y silenciosa del alma, la manifestación visible de los sentimientos imperturbables del ser humano.

Fue como una revelación, y al igual que Saulo, me vi cegado por la luz.

Cuando el último rescoldo rojizo de la chimenea se hubo apagado, me desperté en la oscuridad y medio mareado encendí la lamparilla y vi los cuadernos de examen y la tarea pendiente para esa noche. Entonces sentí tanta repugnancia que ignoré todo aquello, pues no me veía capaz de desgarrar el velo de emoción que envolvía mis pensamientos. Se me antojaba que algo grandioso me había ocurrido aquel singular día, algo así como una resurrección de lo mejor de mí mismo. A partir de aquel momento (que para mí llegó pronto) en el que perdí el contacto con la vida que me rodeaba y en el que se me rompió el último hilo de esperanza en el futuro, no tuve otro mundo que el de los recuerdos, y a través de él reviví toda mi corta y penosa juventud. Todas mis experiencias se convirtieron en algo rebosante de belleza, alegría y esplendor, pictórico de colores y perfumes. Más tarde, cuando también esto hubo terminado y me hallé ante mis recuerdos con una sensación de frío y de vacío y no había ya experiencias que me proporcionaran nuevo material, entonces me hundí en esta vida vacua y letárgica, poblada sólo por los mismos pensamientos cubiertos de polvo y las mismas emociones exangües día tras día: esta vida que he estado llevando durante los últimos diez años y a la que mañana volveré de nuevo.

Esto es para mí como unas vacaciones, y no sé por qué no habría de disfrutarlas del mejor modo posible, aunque tenga cuarenta años, el rostro surcado de arrugas y mi cabello empiece ya a encanecer, y ello aunque todos me tildaran de viejo loco si se enteraran. Por supuesto que lo que me ha ocurrido no es más que, lo de vez en cuando, le pasa a un viejo y pelado arbusto expuesto al sol cuando, un día de finales de otoño, florece de nuevo, aunque los brotes vayan a marchitarse con la siguiente helada nocturna.

Tu amigo,

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VII

Habían salido solos una tarde de julio, en medio de una naturaleza, por así decirlo, febril. Salvajes ráfagas de frío perforaban el sofocante calor. En lo alto del cielo reinaba la tormenta. Las nubes se escabullían como fantásticas aves gigantescas y los pálidos destellos de los relámpagos estivales parpadeaban sobre el horizonte septentrional. El sol se había puesto, pero las nubes arrojaban reflejos metálicos sobre la apagada llanura del paisaje que, en amplia perspectiva, se abría ante ellos, detenidos en el lindero del bosque.

Él se hallaba sentado en el tocón de un árbol y dirigía la vista alternativamente hacia ella, apoyada de pie contra un tronco, y hacia el paisaje. Se le antojaba que este último, ya casi en penumbra e iluminado sólo por un gélido resplandor semejante al del acero, le miraba con los ojos entorna dos de un loco. Sentía como si le hubieran abierto el cráneo y su cerebro hubiera quedado expuesto, al desnudo, para ser atravesado por una fina y afilada pieza de frío metal. La fiebre que afectaba a la naturaleza hervía en su propia sangre: fuego y escalofríos; de pronto un intenso ardor, luego un vértigo desatinado y cortante como una lámina de hielo. Ante él se agolpaban visiones de distinto signo, ora placenteras, ora delirantes.

Y le parecía que ella encarnaba el mismo espíritu maligno del paisaje, ahí, reclinada sobre el árbol y mirando al tendido. Veía cómo la forma de ella se disolvía y los rasgos de su rostro se aflojaban. Su tez era de un gris mortecino: el proceso de disolución había comenzado en su organismo. Observaba el frío y voraz brillo de sus pequeños ojos descoloridos y la fría y voraz sonrisa que circundaba sus finos y descoloridos labios. Le parecía notar una unidad en su ser, algo que se escondía debajo de todo eso, muy en el fondo, y empleaba todas sus fuerzas mentales para intentar acercarse y averiguar qué era. Así como el cirujano hunde su bisturí en el cuerpo y efectúa una incisión alrededor del tejido enfermo, él hundía su mente en aquella sonrisa a fin de extraer el misterio de su ser y descubrir su peculiar estructura. Pero el bisturí siempre se le escapaba de las manos en el momento decisivo, sin importar con cuánto ansioso empeño hubiera entregado su ser al de ella: instantes después, ya se hallaban tan separados el uno de otro como de costumbre. Él seguía sentado en el tocón del árbol. Ella seguía apoyada en el tronco de otro, mientras él contemplaba nuevamente la sonrisa que rodeaba esos labios, finos y descoloridos, pero que denotaban una sensualidad cruel e insaciable, como si se excitaran ante el correr de la sangre o lascivamente soñaran con una eterna noche de pasión desenfrenada.

Aquel que es inducido a un estado de hipnosis, concentra todo su ser en un punto al mirar fijamente el prisma, paralizando todos los demás órganos y bloqueando todos los canales a través de los cuales se reciben las sensaciones del mundo externo; todos sus sentidos, su alma y su cerebro funcionan sin otra conexión con el exterior que la magnética y sonámbula relación con el hipnotizador, como en una densa niebla poblada de fuegos fatuos que, al parpadear, distorsionan todo en proporciones enormes y grotescas. De ese mismo modo él había fijado la vista mucho rato en aquella misteriosa sonrisa de esfinge, hasta tal punto que ahora se aferraba a ella con la mirada de su corazón, con las más delicadas fibras de su ser, sin conocimiento ni voluntad. Y todo el mundo que antes lo circundara con normalidad ahora estaba ahí en esa sonrisa, como una fantástica oscuridad con intensos chispazos de luz que hacía que los objetos asumieran nuevas y extrañas dimensiones, como si hubieran crecido informes o se les hubiera dado la vuelta o los hubieran puesto de canto. Quería adentrarse en persona por esas zonas secretas en las que residía aquella alma femenina, caminar por sus senderos, ver las mismas imágenes que ella y sumergirse en los mismos sentimientos. Lo anhelaba con el escalofrío de un terror voluptuoso.

El verano pasó, y el otoño, y el invierno.

Una tarde tormentosa del mes de marzo la encontró sola en casa. Se hallaba recostada en un escabel junto a la ventana, y él se sentó a sus pies. El viento de marzo soplaba con fuerza en las calles. Se oían portazos, el chirriar de los postes, el aullido de los gatos callejeros. El rostro reclinado de ella reflejaba el titilar de la llama de la lámpara, y ante él sus ojos aparecieron como dos trazos fosforescentes. De pronto notó cómo una mano temblorosa le acariciaba el cabello. Se abrazó a su cintura, y presa de una angustiosa emoción miró fija y directamente su sonrisa, congelada y entumecida en sus finos labios incoloros, que lucían espectrales a la luz de la lámpara. Ella tembló y se estremeció en sus brazos, y entonces él pudo ver, en las profundidades de su sonrisa, como a lo lejos, una imagen, una orgía retozante, la espeluznante visión de la muerte danzando con desgarbados esqueletos y desnudos femeninos a la manera de Jordaens. [10]

Mas esa imagen que él viera por primera vez, como en la lejanía, en algún recóndito lugar de su sonrisa, se le aproximaba más y más cada día que pasaba. Al poco tiempo empezó a ver esa sonrisa en todas las mujeres que se cruzaban en su camino. Se la encontraba a su lado en la cama cada vez que se despertaba durante la noche, refulgiendo con brillo fosforescente en la oscuridad. Por fin, le pareció que había llegado al límite, que había traspasado un umbral para adentrarse en su sonrisa, más y más adentro, hasta que se sintió apresado por ella, la sintió en su piel y en sus venas: y tenía la forma de un escalofriante deseo que era imposible satisfacer sin que sus propios huesos se hallaran de pronto cimbreándose en medio de aquella orgía juguetona, aquella espeluznante danza de la muerte con desgarbados esqueletos y desnudos femeninos a la manera de Jordaens que giraban en torno a él jadeando, sin aliento y rebosantes de lujuria, en una amalgama de cálido sudor y frío cadavérico.

Un caluroso día de verano en el que había salido a pasear, se paró en seco y se quedó detenido en medio de la calle. Todos los transeúntes habían salido corriendo de la manera más apresurada, como huyendo del infierno, y al mismo tiempo se hizo un silencio total: parecía que los pies de éstos no rozaran ya el suelo o que todos los sonidos hubieran desaparecido del mundo. Como humo negro desaparecieron a lo lejos, agrupados y encogidos en pequeñas partículas que se encaminaban hacia los cuatro puntos cardinales. Entonces, de súbito, el cielo se oscureció hasta hacerse de noche, pero al mismo tiempo se vio salpicado por un infinito número de chispas fosforescentes, y alrededor de cada una de ellas se formaba un rostro, un rostro de mujer, el rostro sonriente de ella. Era una multitud de rostros sonrientes que revoloteaban sin cesar, hasta que se agolparon para formar una única efigie gigantesca que, con su cruel e insaciable sonrisa, llenaba todo el universo.

Con los ojos cerrados, rechinando los dientes y agitando los brazos, permaneció ahí detenido en medio de la calle. Algunos viandantes se hicieron cargo de aquel perturbado.

VIII

Un mediodía de principios de verano, un nutrido grupo de amigos nos hallábamos sentados en una pérgola en la terraza de un restaurante. Las mesas, bancos y macetas acababan de ser trasladadas fuera, por primera vez en la temporada. Cualquier resto de frío o de luz mortecina estaba a punto de desaparecer: el cielo tenía ya el cálido matiz azul del pleno verano. La luz del sol iluminaba espléndidamente la ciudad, y el zumbido de invisibles insectos resonaba en el aire. El adoquinado se recalentaba y los toldos de las tiendas estaban medio echados. La conversación saltaba de un tema a otro, y de modo abrupto cambiaba su objeto, o bien se perdía en palabras aisladas o en un silencio, como un riachuelo que fluye hasta llegar al mar. Un caballero se acercó e intercambió saludos con uno de los miembros del grupo, y entonces la conversación cambió de golpe y comenzó a dar vueltas en torno a su persona, como cuando una araña teje la red alrededor de una mosca. Su conducta indecente, un tipo de conducta prohibida, era un secreto conocido, así que enseguida nos encontramos hablando sobre este delicado asunto en términos muy generales. Uno daba su opinión y otro la suya; lo único que recuerdo es un comentario de este tenor:

– Una cosa es que dicho tipo de relación entre dos individuos del mismo sexo sea, en toda su crudeza física, repugnante y brutal. Pero lo que me gustaría recalcar con vehemencia, ya que hemos abordado esta cuestión, es que no todo caso debe ser juzgado del mismo modo como si no hubiera diferencias, porque ocurre que un hombre puede intimar con una persona de su mismo sexo sintiendo una emoción que no es burdamente física, sino de una naturaleza completamente distinta y también mucho más honda que la simple amistad. Sea esta relación natural o no -podemos darle el calificativo que prefiramos-, lo más importante es que se trata de un fenómeno psicológico.

»Hace tres o cuatro años tuve una relación muy cercana con una persona, que a todos os es completamente desconocida y cuyo nombre no voy a mencionar: y en una ocasión me relató un episodio de su vida que me hizo familiarizarme con el asunto de que estamos tratando, y pensar en el mismo con gran hondura y seriedad. Y si he de ser totalmente sincero acerca de mis ideas y sentimientos, a partir de entonces no he podido evitar ver ese tipo de relaciones de forma muy distinta a como las veía con anterioridad. Pues antes, al igual que la mayoría de la gente, no me paraba a reflexionar sobre ellas, sino que simplemente dejaba brotar las ideas mecánicamente de acuerdo con el modo de pensar tradicional, en lugar de examinar cada caso en detalle a fin de ver si sólo se trataba de un caparazón sin nada dentro, o por el contrario tenía un núcleo de vida y realidad. Debo hacer notar de entrada que la persona de la que hablo era una de las más puras que jamás haya conocido. Se trataba de una de esas personas que, en las profundidades de su ser, alberga una densa y melancólica bruma de emociones, de la cual emergen pensamientos saturados de un vago dolor, como cuando en un día de otoño tardío se divisa a un caminante solitario que surge de la niebla para luego desaparecer de nuevo en ella. Era tan delicado como el satén blanco, y en su alma se arremolinaban las luces y las sombras, al igual que el viento cuando azota los trigales, o el mar cuando a principios de año se muestra como una sonrisa luminosa pero un día, de repente, te mira con un enorme ojo melancólico, sólo porque una pequeña nube ha tapado el sol. Pero lo que de verdad se alojaba en el interior de su refinada naturaleza era un penoso e irremediable sentimiento de soledad.

»E1 destino se precipitaba sobre la humanidad como cuando la tormenta barre la noche, la lluvia cae a raudales y los relámpagos se azotan unos a otros hasta formar un solo rayo. Y él, entre asustado y abatido por el cansancio, se hallaba postrado en medio de la vida, y con ojos llenos de miedo y de tristeza buscaba a su alrededor alguien a quien poder unirse con intimidad y afecto verdaderos. Si acaso encontraba con quien poder fundirse del todo, sin que ni una sola partícula de su natural patológicamente sensible sintiera repulsión o se retrajera, entonces era como si de las profundidades de su ser brotaran de súbito manantiales caudalosos y comenzaran a fluir. Y en su fuero interno caía de rodillas y apoyaba la cabeza en aquella persona para desvanecerse en una seguridad dolorosamente placentera, mientras notaba cómo la vida seguía corriendo rauda por el exterior.

»Se trataba de una persona de una fineza y hondura nada comunes: esto es lo que, por encima de todo, quiero subrayar, antes de pasar a relatar lo que él mismo me contó y que tiene conexión directa con el tema que estamos debatiendo.

»En aquella época en que nos conocimos, esta persona tenía una peculiar relación con otra persona del mismo sexo, una relación que naturalmente nadie conocía salvo él mismo y que consistía exclusivamente en los vaivenes secretos de sus emociones. El otro era, sencillamente, un muchacho de catorce años que servía las mesas del restaurante donde nos reuníamos para almorzar: un joven frágil pero bien constituido, de cabeza noble y rostro de niña, de rasgos suaves y cutis pálido, con un semblante trigueño en el que destacaban unos aterciopelados ojos oscuros, de color azul noche y con delicados destellos. Había en su expresión y en su mirada algo de mujer y de paloma, algo sensible, bondadoso y conmovedoramente tímido, algo que yo prácticamente jamás había visto. Junto a él se sentía constantemente una especie de miedo a tocar su frágil nervadura, y había que tener un cuidado casi angustioso en modular la voz adecuadamente, ya que el menor tono de dureza, imperceptible para uno mismo, pero que este muchacho instintivamente registraba, le producía una dolorosa tensión, y era como si una nube ensombreciera aquel rostro semejante a los pétalos de una mimosa. Y entonces uno mismo sentía ese dolor, se arrepentía y se reprochaba a sí mismo algo que no había podido evitar o que no tenía ningún motivo para reprocharse.

»¿Qué nombre deberíamos darle a la relación que mi amigo mantuvo durante varios meses con ese joven, al sentimiento que hacia él albergaba? Lo ignoro, y él mismo lo ignoraba: no se trataba pura y simplemente de amistad, y mucho menos de un crudo y antinatural impulso sexual. Sus sentimientos más bien tenían que ver con los tiernos celos que nos unen a nuestro mejor amigo durante la infancia, esa necesidad codiciosa de tenerle en exclusiva y el orgullo de saber que uno es la persona que mantiene con él una relación más estrecha. Sin embargo, al mismo tiempo, era algo más. A menudo le consumía un afligido anhelo simplemente por ver al otro, y si por casualidad lo avistaba de lejos, se desviaba sin motivo aparente hacia una calle paralela para evitar encontrarse con él. Se retorcía de dolor por el deseo de decirle algunas palabras amables, pero en cuanto tenía la oportunidad de hacerlo, se quedaba sin habla, tartamudeaba y enrojecía. Sentía que su mirada era como un imán atraído sin remedio hacia el lugar en que su intuición le decía que él otro se hallaba, pero a la hora de la verdad no se atrevía a dirigirla hacia ese punto, por el miedo tan propio del enamorado a que su secreto se descubra y todo constituya motivo de escarnio. Sufría todos los tormentos propios de los celos cuando interceptaba una sonrisa o una mirada amable hacia cualquier desconocido, así como la comezón causada por ese suave rencor que se siente cuando la joven que nos agrada parece preferir a otro. Como henchido de una gran y secreta felicidad, se le veía alegre si una tarde era capaz de decir tan solo unas palabras que hicieran feliz al muchacho, y así poder vislumbrar en los ojos de éste aquella devota atención que sin embargo le provocaba la inquietud de no haber correspondido plenamente. A base de enfermizas cavilaciones se ponía después nervioso sospechando que, de una u otra forma, había herido la sensible naturaleza del joven con algún comentario que ahora no podía recordar, o con cierto tono de voz que, pensaba él, había sonado severo. Por la noche, al regresar a casa, si alguna de estas ideas le rondaba por la imaginación, daba vueltas en su cuarto durante horas y horas, sin descanso.

»En resumidas cuentas: mostraba casi todos los primeros síntomas inconscientes del enamoramiento. Mas al mismo tiempo sus sentimientos encerraban la misma triste compasión y la misma lacerante sensualidad que, en una poderosa corriente magnética, le atrajeron hacia las mujeres que había amado. Y cuando miraba ese semblante y esos ojos de sensitiva, se sentía aniquilado por un nirvana de tristeza, en el cual sólo oía esa melodía tocada en sordina que es la vida: tan incisivamente amenazadora y silenciosa como la noche cuando cae repentinamente en derredor, y en ella se oye de pronto un sollozo que no se sabe de dónde ni de quién proviene.

IX

Era ya noviembre, los árboles aparecían despojados de sus hojas que, mojadas y sucias, se pudrían en el suelo. El parque se quedaba vacío a estas alturas del año: mi amigo y yo estábamos solos, caminando por los senderos que serpenteaban aquí y allá. Una húmeda neblina de finales de otoño se cernía pesadamente sobre las ramas; parecía como si el aire gris hubiera descendido y presionara sobre la delgada red de ramajes, y la humedad brotara a gotas que se hinchaban, se desprendían y caían. Era casi de noche, esa hora final de la tarde antes del ocaso. Nos deteníamos de vez en cuando. A nuestro alrededor todo estaba mojado y silencioso. El silbido de una locomotora en la lejanía rasgaba la calma, e inmediatamente después el chillido de un niño, agudo y aislado, como la estela de un cohete que quiebra el aire en su ascenso, pierde velocidad, se para y desaparece, y el silencio y la atmósfera gris, se cerraban de nuevo sobre el corte. Era como si el silencio se encarnara en esas mismas gotas que caían una tras otra, aquí y allá, grandes y pesadas.

Llegamos a un terraplén que bordeaba el parque y se abría a una amplia y desolada panorámica sobre los campos y el mar. Una esquina daba a una plazoleta, y allí percibimos de súbito la presencia de una figura femenina cuyo contorno se recortaba suavemente sobre el fondo grisáceo, alta y estilizada, irguiéndose contra el viento, inmóvil y solitaria en medio del silencioso y triste paisaje de noviembre. Se giró lentamente cuando pasamos a su lado, y en su rostro, en el dibujo de sus labios y en sus ojos azul oscuro, había algo de la misma tristeza sombría y dolorosa que la atmósfera otoñal circundante. Miré hacia atrás al doblar la avenida. Se hallaba aún en la misma posición, inmóvil, solitaria, alzándose contra el viento gris, una melancólica visión de finales de otoño y la encarnación de un estado de ánimo crepuscular.

Mi compañero empezó a relatarme un episodio de su vida. Miraba al frente con una sonrisa ausente y hablaba en voz baja. Era como si sus palabras no fueran dirigidas a mí, sino más bien como si el paisaje de finales de otoño y el recuerdo del verano le hubieran colmado de una emoción que ahora desbordaba las márgenes de su alma y brotaba convertida en palabras tan melancólicas y pesadas como el silencioso y solitario salpicar de las gotas en derredor.

– Estoy viendo en este momento un rostro de mujer con mayor claridad de lo que nunca lo vi desde la última vez que lo tuve ante mí en carne y hueso. No sé quién era ella ni cuál era su nombre, y nunca intercambiamos una sola palabra, y sin embargo este ser ha sido, durante todo un verano, el centro de todos mis pensamientos y emociones, lo único que para mí significaba la vida. Cuando en mis horas solitarias -y éstas son las únicas de las que ahora me es dado disfrutar- hurgo en el ayer y en mis experiencias pasadas, tratando de ordenarlas y clasificarlas (sabes a qué me refiero, es más o menos como cuando organizas tus viejas cartas y recuerdos), entonces esos dos meses conforman para mí una unidad. Y cuando abro el sobre que lleva esa fecha, no hay sino un retrato de una mujer desconocida y sin nombre que, sin embargo, ha estado tan cerca de mi espíritu como quizá no lo han estado aquellas con las que durante años he tenido un contacto diario. Si no nos hubiéramos encontrado, tal vez esos dos meses habrían sido borrados de mi vida como si nunca hubieran existido. Ahora de nuevo vuelvo a ese recuerdo como a algo maravilloso que se ha esfumado y desaparecido para siempre.

»La primera vez que la vi -hace ya dos años-, me había establecido en H. a fin de nadar, descansar y revitalizarme con el sol veraniego y el aire del mar. Había sido un día fresco, en el que un húmedo cielo azul oscuro asomaba entre negras y esponjosas masas de nubes que, a baja altura, se precipitaban con el viento sobre el mar y la ciudad: a ratos lucía el sol y a ratos caía un chaparrón. Avanzada la tarde, se había instalado una calma absoluta y bajo una reluciente puesta de sol me dirigí al muelle, en medio de un fresco silencio inundado de vaporosos perfumes que la lluvia había liberado de las flores y la vegetación estivales, de intensos colores en el aire y en el agua suavizados por la humedad; todo era la cegadora fiesta de aroma y colorido que, como sabes, traen esas noches de junio. Como sin duda recordarás, a cierta distancia del muelle hay una plazoleta, y una escalera conduce por el muro a una gran explanada con adoquines y un túmulo de piedras, a la que los lugareños han dado el romántico nombre de "Promontorio de los suspiros", y donde en las noches de verano suelen sentarse los jóvenes que desean entregarse con calma a la ensoñación y al romance, dejando que sus sentidos sean mecidos por el murmullo de las olas y refrescados por la salina brisa. Había mucha gente. Me senté en uno de los adoquines: todo el mundo estaba en silencio, sólo de vez en cuando se oía alguna palabra suelta, dicha en voz baja, que emergía del ambiente y que ni esperaba ni recibía respuesta. Era como si cada uno de nosotros estuviera inmerso en sus pensamientos y no nos atreviéramos a molestarnos mutuamente con conversaciones banales y cotidianas. Llevaba un buen rato ahí sentado cuando, al volver la cabeza, de pronto vi dos ojos posados en mí. Al principio no vi nada salvo esos dos ojos: no sólo mi vista, sino todo mi ser quedó de una vez atrapado y retenido. Era como si me arrastraran y absorbieran y algo me inclinase hacia delante, como si todos mis sentidos y pensamientos habitaran en las profundidades de esos ojos y yo no tuviera ya existencia independiente o verdadera. Cuando esto se acabó y me recompuse y recuperé mi raciocinio y mi capacidad de análisis, lo único que vi, de ese rostro de mujer que tenía ante mí, fueron sus ojos. Eran de color gris oscuro, y mostraban unas pupilas casi anormalmente dilatadas, como inquisidoras y aterradamente desvalidas, y en su expresión había algo indefinible que soy incapaz de identificar y que nunca he sabido describir con palabras, pero que ahora reconozco en estos árboles desnudos, en esta atmósfera brumosa, en aquella mujer solitaria a lo lejos, y en el caer sucesivo de estas grandes, pesadas y aisladas gotas de lluvia. Y en la medida en que pude liberar mi propia mirada, descubrí que tenía una cabeza pequeña y un cuerpo delicado, un traje negro y un rostro pálido al que un rictus alrededor del fino labio superior daba un aire de melancolía. Era como una hermosa flor blanca que exhibe al sol otoñal su belleza enfermiza, en medio de una naturaleza moribunda. Aún no sé cuánto tiempo estuvimos así, sentados y con la cabeza vuelta el uno hacia el otro, mirándonos a los ojos, pues en momentos como ése se pierde el contacto con todo lo que nos rodea y el tiempo flota sobre nosotros como un tenue susurro. Cayó la noche, todos los colores se apagaron, había ya oscurecido y ella se había marchado. Me levanté; me sentía como cuando uno se despierta tras un largo y agradable sueño y permanece la sensación interior de descanso y alivio. Me encaminé hacia casa, y poco a poco conecté otra vez con la realidad, que nuevamente se cernía en torno a mí. Pero a cada cosa que me encontraba, veía u oía, me parecía que esa realidad externa se dividía, diluyéndose y desapareciendo como la niebla matutina. De manera inconsciente sabía que tenía algo a lo que agarrarme y con lo que ser feliz, algo que nadie podía ver ni entender mejor que yo, solamente yo, y que por lo tanto era mío y nada más que mío.

«Aquello acabó siendo una relación de amor que duró tres meses enteros, una relación de amor sin acontecimientos externos, sin contacto físico, sin una sola palabra. ¿Me creerás y me entenderás de veras si te digo que nunca he conocido a una mujer tan íntimamente como a ésa, que no hay punto de comparación con ninguna de todas las que he poseído físicamente y a las que he susurrado palabras en esos precisos instantes, si es que existen, en que las almas son forzadas a abrirse? Verás, había estado deambulando todo un invierno, dejando pasar los días, las semanas, los meses, dejando pasar todo y sólo aferrándome a lo que me parecía digno de ser mirado con más atención. Había tenido muchas relaciones sexuales con mujeres, sobre todo de las baratas, en un par de ocasiones causadas por la pura atracción. Y en todas ellas el objetivo y el fin eran los mismos, y una vez satisfecho mi deseo, todo había terminado: lujuria, un acto brutal, relajo, a menudo repugnancia, en el mejor de los casos una vaga melancolía al recordarlo, voila tout. [11] Cuando llegaba a la casa de baños, mis sentidos estaban ahítos, y no era capaz de ver a ninguna mujer sin desnudarla mentalmente y sentir asco ante la idea del banal acto del apareamiento, esa miserable y voraz coronación de todas las bendiciones del amor. Ante mí se aparecía esa imagen con la claridad de una alucinación, y, sin poder librarme de ella, sentía repulsión hacia la mujer y repulsión hacia mí mismo. Pero al mismo tiempo deseaba con más fervor e impaciencia que nunca sentir esas puras y silenciosas vibraciones tonales que sólo una mujer es capaz de evocar en el alma de un hombre.

»Todas las noches, hacia la hora de la puesta de sol y del crepúsculo, me dirigía al muelle. Tenía casi la certeza de que la hallaría sentada en el mismo lugar en el que la vi por primera vez, y me decepcionaba bastante el no encontrarla allí, cosa que ocurrió en algunas contadas ocasiones. Me sentaba a poca distancia de ella; el reflejo del sol poniente reposaba como un tenue fulgor arriba en el cielo, mientras abajo se veía ya todo oscuro. La superficie del mar dibujaba un nítido trazo en el nocturno horizonte septentrional. Ella miraba al frente, sola e inmóvil, su silueta recortada contra el agua y el aire. Entonces se volvía hacia mí lentamente, y yo de pronto sentía, de modo instintivo y antes de verla, cómo sus ojos se clavaban en mí. Sin que ninguno de los que se sentaban alrededor se diera cuenta de nada, nos poseíamos el uno al otro con toda la amplitud con que dos seres humanos pueden poseerse. ¿Es en realidad el acto físico de la cópula entre hombre y mujer algo más íntimo que esta fusión del ser de dos personas en que las emociones se mezclan y se fertilizan unas a otras y los pensamientos se entrelazan y dan fruto?

»Llegó la noche, y todos se levantaron y se fueron, uno tras otro; el lugar se iba quedando cada vez más vacío, las piedras deshabitadas. Cuando también ella se hubo marchado y yo mismo me dirigí a casa, tenía la sensación de albergar un secreto en mi interior, un secreto que nadie, salvo otra persona más, conocía; algo que, por así decirlo, me esperaba y que sería capaz de transportarme hacia lo lejos y por una eternidad. Ese algo crecía dentro de mí, llenaba mi ser, proporcionándome nuevas emociones y una nueva perspectiva, de modo que todo lo que me rodeaba, todo lo que hasta ahora era como si no existiese, cambiaba de aspecto y cobraba interés para mí, se convertía en carne de mi carne y sangre de mi sangre: el agua en que me bañaba, el sol ardiente y cegador, el estival cielo azul, las flores, las plantas, las calles, las casas, lo más ínfimo y lo más grandioso. Era como si de súbito me fueran revelados nuevos secretos que antes parecía no haber percibido. Las palabras que escuchaba adquirían un nuevo sonido y un nuevo significado, y las mismas personas que las pronunciaban se me antojaban seres que hasta ahora no conocía. Esa nueva y extraña cosa que llevaba dentro de mí, sin del todo comprender qué era, crecía y se hinchaba de repente: sentía en mi sangre escalofríos de lacerante voluptuosidad; los párpados me ardían y se humedecían; mi mirada se agrandaba; mis pensamientos, saturados de emoción, arrojaban un rayo de luz sobre el secreto de la existencia y se transformaban en visiones; y yo temblaba y me retorcía ante la violenta necesidad de dejarme caer de bruces al suelo y llorar, llorar por todo y por nada, o llorar sin saber por qué. Cuando me preguntaba por la causa y el origen de este estado de ánimo, de esta compasión por todo y por todos, que había sustituido a mi habitual indiferencia, la única respuesta que se me ofrecía era esa mujer triste de rictus melancólico y de mirada dolorosamente inquisitiva, ese extraño amor, hermoso y enfermizo como el cutis de un convaleciente; cuando su lacerante dulzura se mostraba con mayor intensidad y plenitud, se convertía en un melancólico anhelo de abrazarnos fuertemente, ella y yo, como dos fieras asustadas en medio de la tormenta, dejando a la vida, la triste, cruel y espantosa vida, seguir su precipitado curso al margen de nosotros.

Oscurecía. Sobre la ciudad se condensaba un leve vapor, y las gotas seguían cayendo pesadamente en el silencio.

– Y pasaron los días, y el verano se esfumó, y llegó el otoño. Una noche de septiembre -precisamente una noche como ésta, con una húmeda y pesada niebla sobre el mar y siendo mis pensamientos tan turbios como el aire-, mientras nos hallábamos como de costumbre allí sentados sobre los adoquines y prácticamente solos, ocurrió que nos sonreímos, con una afligida sonrisa de triste impotencia, como si los dos nos hubiéramos dado cuenta, en el mismo y preciso instante, de que ya habíamos saboreado lo mejor de la vida y del amor y de que no nos quedaba nada por ofrecernos el uno al otro, de que todo había acabado y de que cualquier palabra que intercambiásemos constituiría un sacrilegio: ahora no nos era dado sino, cada uno por nuestra cuenta, conservar aquel recuerdo.

»A la mañana siguiente me marché.

»Pero también había habido una suerte de gratitud en su mirada».

Ola Hansson

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