Soltera y embarazada, la joven Fawn Bluefield huye de su comunidad de granjeros en busca del anonimato de la ciudad. Durante el largo y peligroso viaje, se encuentra con el poder y la magia del “andalago” Dag, quien patrulla con sus compañeros a la caza de los temibles dañiespectros conocidos como “malicias”. Las dificultades y sus mutuas soledades les llevarán a un romance imposible entre humanos pertenecientes a grupos que no pueden mezclarse.

Lois Mcmaster Bujold

Encantamiento

Capítulo 1

Fawn llegó a la casa del pozo un poco antes del mediodía. Más que una granja, menos que una posada, estaba situada cerca de la carretera recta que había estado recorriendo durante dos días. La explanada delantera estaba abierta a los viajeros, delimitada por un semicírculo de viejas casetas de troncos, con el prometido pozo cubierto en medio. Para disipar toda duda, alguien había clavado a uno de los postes un cartel con un dibujo del pozo, y debajo una lista de los productos que la granja vendía, con sus precios. Cada línea cuidadosamente escrita tenía debajo un dibujito y, al lado, hileras de círculos coloreados representando monedas, para quienes no podían leer las palabras ni los números. Fawn podía, y también sabía hacer cuentas, habilidades que le había enseñado su madre junto a cientos de otras tareas domésticas. Si soy tan lista, ¿qué hago metida en este embrollo? Frunció el ceño ante el inoportuno pensamiento.

Apretó los dientes y buscó el monedero en el bolsillo de su falda. No pesaba mucho, pero ciertamente podría comprar algo de pan. El pan le sentaría bien. Esa mañana había intentado comer el cordero seco que llevaba en la bolsa y había vomitado, otra vez, pero necesitaba algo que le ayudara a combatir la horrible fatiga que casi le impedía caminar, o nunca llegaría a Glassforge. Miró la explanada vacía y la campana de hierro con una cuerda colgando invitadoramente y luego alzó la vista hacia los ondulados campos más allá de los edificios. En una ladera distante, iluminada por el sol, más o menos una docena de personas recogía heno. Indecisa, rodeó la granja y llamó a la puerta de la cocina.

En el escalón, había un gato atigrado que la miró sin levantarse. La oronda tranquilidad del gato calmó a Fawn, así como el buen estado de las viejas tejas de la casa y de los cimientos de piedra, de modo que cuando una mujer de mediana edad abrió la puerta, el corazón de Fawn casi no latía acelerado.

—¿Sí, niña? —dijo la mujer.

No soy una niña, sólo soy baja, Fawn se tragó la frase; las arrugas en torno a los amistosos ojos de la mujer le decían que los años reales de Fawn le seguirían pareciendo pocos.

—¿Venden pan?

La granjera miró alrededor, vio que estaba sola.

—Sí; pasa.

Un ancho hogar a un extremo de la estancia la calentaba más que el verano, y estaba lleno de cazuelas colgando de ganchos de hierro. Apetitosos aromas de jamón con judías, maíz y pan y fruta cocida se mezclaban en el aire húmedo, la comida del mediodía en preparación para el grupo que cortaba heno. La granjera apartó el trapo que cubría una hilera de hogazas recién hechas en un día de trabajo que sin duda había empezado antes del alba. A pesar de sus náuseas, la boca de Fawn se hizo agua, y cogió una hogaza que la mujer le dijo que estaba amasada con miel y nueces. Fawn sacó una moneda, envolvió el pan en su pañuelo, y se lo llevó fuera. La mujer caminaba a su lado.

—El agua está buena y es gratis, pero la tendrás que sacar tú —le dijo, mientras Fawn arrancaba un trozo de pan y lo mordisqueaba—. El cazo está en el gancho. ¿Hacia dónde vas, niña?

—A Glassforge.

—¿Sola? —La mujer frunció el ceño—. ¿Tienes familia allí?

—Sí —mintió Fawn.

—Pues debería darles vergüenza. Hay rumores de un grupo de ladrones en el camino de Glassforge. No te deberían haber dejado ir sola.

—¿Hacia el sur o hacia el norte de la ciudad? —preguntó Fawn, preocupada.

—Hacia el sur, he oído, pero nadie dice que se vayan a quedar allí.

—Yo sólo voy hasta Glassforge. —Fawn puso el pan en el banco junto a su bolsa, quitó el pestillo de la manivela, y dejó caer el pozal hasta que se alzó un chapoteo que levantó ecos de las frescas paredes de piedra del pozo. Hizo girar la manivela.

Lo de los ladrones no eran buenas noticias. Aun así, era un peligro concreto. Cualquier tonto sabía que no había que acercarse. Cuando Fawn empezó su desgraciado viaje seis días atrás, había viajado en carros cuando pudo, en cuanto se alejó de casa lo bastante para no arriesgarse a encontrar a alguien que la conociera. Todo había ido bien hasta aquel tipo que había dicho cosas que la habían hecho sentirse muy incómoda, y que acto seguido la manoseó y toqueteó. Fawn había conseguido liberarse, y el hombre no había querido abandonar su carro y su inquieto tiro para seguirla, pero en otras circunstancias quizá no hubiera sido tan afortunada. Después de aquello, se había escondido de los carros que pasaban hasta asegurarse de que llevaban a bordo una mujer o una familia.

Los bocados de pan ya le estaban asentando el estómago. Puso el pozal en el banco y tomó el cazo de madera que la mujer le alargó. El agua sabía a hierro y a huevos viejos, pero era clara y estaba fría. Mejor. Descansaría un poco en este banco, a la sombra, y quizá por la tarde cubriría más distancia.

Desde la carretera al norte sonaron cascos de caballo y tintinear de arneses. Ningún crujido ni gemido de ruedas, pero sí muchos cascos. La granjera alzó la vista, entrecerrando los ojos, y cogió la cuerda atada al badajo de la campana.

—Niña —dijo—, ¿ves esos manzanos viejos al lado de la explanada? ¿Por qué no vas y te subes a uno y esperas en silencio hasta que veamos qué es esto, eh?

Fawn pensó varias respuestas, pero se decidió por un «Sí, señora». Empezó a atravesar la explanada, se volvió, cogió su hogaza, y luego trotó hacia el pequeño huerto. El árbol más cercano tenía unos tablones clavados en el tronco como una escalera, y subió por ellos rápidamente entre ramas cubiertas de hojas y pequeñas y duras manzanas verdes. Su vestido estaba teñido de un azul apagado, su chaqueta era marrón; se confundiría con las sombras aquí igual de bien que a la orilla del camino. Se apoyó contra una rama, escondió las manos pálidas y bajó la cara, sacudió la cabeza, y atisbo entre la cascada de rizos negros que caía sobre su frente.

El grupo de jinetes entró en la explanada, y la granjera relajó los hombros. Soltó la cuerda de la campana. Debía haber docena y media de caballos, de colores variados, pero todos ellos esbeltos y de largas patas. Los jinetes llevaban ropas oscuras, alforjas y mantas atadas tras el arzón, y —Fawn contuvo el aliento— largos cuchillos y espadas colgando de los cintos. Muchos también llevaban arcos desencordados a la espalda, y aljabas llenas de flechas.

No todos eran hombres. Una mujer se destacó del grupo, bajó de su caballo, y saludó a la granjera con una inclinación de cabeza. Vestía como el resto, con pantalones de montar y botas y un largo chaleco de cuero, y llevaba el pelo gris acero trenzado y recogido en un apretado moño en la nuca. Los hombres también llevaban el pelo largo: algunos en trenzas o atado en coletas, decoradas con cuentas de vidrio o metal brillante o hilos de colores, algunos recogido en moños sencillos como la mujer.

Andalagos. Toda una patrulla de ellos, aparentemente. Fawn los había visto sólo una vez antes, cuando fue con sus padres y hermanos al mercado de Lumpton a comprar simiente especial, frascos de cristal, aceite de roca y cera y tintes. Aquella vez no fue una patrulla, sino un clan de mercaderes de las tierras salvajes alrededor de Dead Lake, que traían buenas pieles y cuero y extraños productos del bosque y objetos de metal trabajado y cosas más secretas: medicinas, o quizá venenos sutiles. Se rumoreaba que los Andalagos practicaban la magia negra.

Abundaban otros rumores, menos inverosímiles. Los Andalagos no se asentaban en un sitio, sino que se movían de campamento en campamento dependiendo de las necesidades de la estación. Ningún hombre entre ellos poseía tierras, para dividirlas cuidadosamente entre sus herederos, sino que consideraban que toda la tierra era de toda su gente. Un hombre poseía sólo las ropas que llevaba, sus armas, y las piezas que cazaba. Cuando se casaban, una mujer no se convertía en ama de la casa de su marido, obligada a cuidar de sus ancianos suegros; en vez de eso el hombre iba a vivir a las tiendas de la madre de su esposa, y se convertía en hijo de su familia. Había también rumores susurrados de sus extrañas costumbres de cama que, irritantemente, nadie contaba a Fawn.

En una cosa todo el mundo estaba de acuerdo. Si sufrías el ataque de un dañiespectros, llamabas a los Andalagos. Y no les escamoteabas su justo pago una vez te habían librado del peligro.

Fawn no estaba totalmente segura de creer en dañiespectros. Pese a todo lo que se decía, ella nunca se había encontrado con uno en la vida, ni tampoco a nadie que lo hubiera hecho. Parecían ser tan sólo cuentos de fantasmas, inventados para divertir al público sensato y asustar al crédulo. Sus hermanos mayores la habían asustado demasiadas veces como para que cayera en la trampa.

Se quedó inmóvil de nuevo al darse cuenta de que uno de los patrulleros se estaba acercando a su árbol. Parecía distinto de los demás, y le llevó un momento darse cuenta de que no llevaba el pelo oscuro largo y trenzado, sino cortado en una desaliñada melena. Pero era alarmantemente alto, y muy delgado. Bostezó y se estiró, y algo brilló en su mano izquierda. Al principio Fawn pensó que era un cuchillo, y luego se dio cuenta con un leve escalofrío de que el hombre no tenía mano izquierda. El destello provenía de algún tipo de garfio o pinza, pero bajo la manga larga no pudo ver cómo lo llevaba sujeto a la muñeca. Para su consternación, caminó hasta la sombra justo bajo ella, agachó el largo cuerpo, apoyó cómodamente la espalda contra su árbol, y cerró los ojos.

Fawn se sobresaltó y casi cayó del árbol cuando la granjera hizo sonar la campana. Dos toques fuertes y luego tres, repetidos: sin duda una señal o llamada, no una alarma, porque durante todo el rato estuvo hablando animadamente con la patrullera. Ahora que los ojos de Fawn se habían acostumbrado a distinguirlos en sus extraños atavíos, pudo ver a tres o cuatro mujeres más entre los hombres. Un par de hombres estaban en el pozo, ocupados sacando el pozal y vertiendo agua en el abrevadero de madera del lado opuesto al banco; otros llevaban a los caballos por turnos para que bebieran. Un muchacho apareció a la carrera desde detrás de las casetas cuando sonó la campana, y la granjera lo envió al granero junto a varios patrulleros. Dos de las mujeres más jóvenes siguieron a la granjera al edificio principal, y salieron al cabo con paquetes envueltos en tela, obviamente más de la buena comida de la granja. Los demás salieron del granero acarreando sacos de lo que Fawn supuso sería grano para los caballos.

Se reunieron de nuevo junto al pozo, donde tuvo lugar una breve y enérgica conversación entre la granjera y la patrullera de pelo gris. Terminó con un cálculo de los sacos y paquetes, a cambio de monedas y de algunos pequeños artículos sacados de las alforjas de la patrullera que Fawn no alcanzó a ver, para aparente satisfacción de ambas partes. La patrulla se dispersó en pequeños grupos en pos de algo de sombra en el patio para compartir la comida.

La jefa de la patrulla caminó hasta el árbol de Fawn y se sentó con las piernas cruzadas junto al hombre alto.

—Has tenido una buena idea, Dag.

Un gruñido. Si el hombre abrió los ojos, Fawn no lo vio; su campo de visión, obstaculizado por las hojas, le mostraba dos óvalos, uno liso y gris, el otro enmarañado y oscuro. Y un par de piernas muy, muy largas, estiradas, enfundadas en botas.

—¿Qué te ha dicho tu amiga? —preguntó el hombre. Su voz grave sonaba cansada, o quizá fuera ronca por naturaleza—. ¿Se confirma que hay una malicia, o no?

—De momento sólo hay rumores de bandidos, pero también un montón de desapariciones en los alrededores de Glassforge. No se han encontrado cuerpos.

—Mm.

—Toma, come —le alargó algo, jamón entre pan a juzgar por el apetitoso aroma que se alzó hasta Fawn. La mujer bajó la voz—. ¿Sientes algo ya?

—Tu sentido esencial es mejor que el mío —masculló él con la boca llena—. Si tú no sientes nada, seguro que yo tampoco.

—Experiencia, Dag. Yo he asistido quizá a nueve cacerías en mi vida. Tú has estado en… ¿cuántas? ¿Quince? ¿Veinte?

—Más, pero las otras fueron pequeñas. Encontronazos afortunados.

—Afortunados, ja, y las pequeñas cuentan como las otras. Hubieran sido grandes al año siguiente. —Tomó un bocado de su comida, masticó, y suspiró—. Los niños están emocionados.

—Lo he notado. Van a empezar a pelearse entre sí si se ponen aún más nerviosos.

Un gruñido, probablemente de aquiescencia.

La voz ronca cobró una repentina cualidad apremiante.

—Si encontramos la guarida de la malicia, pon a los jóvenes detrás.

—No puedo. Necesitan la experiencia, igual que nosotros en su día.

Un murmullo:

—Hay experiencias que no necesita nadie.

La mujer ignoró esto último, y dijo:

—He pensado en poner a Saun contigo.

—Ahórramelo. A menos que me toque guardia de campamento. Otra vez.

—Esta vez no. La gente de Glassforge ha ofrecido un grupo de hombres para ayudar.

—Ah, ahórranoslo a todos. Granjeros torpes, peores que los niños.

—Es su gente la que se ha perdido. Tienen derecho.

—Dudo que puedan siquiera con bandidos de verdad —tras un momento, añadió—: O lo hubieran hecho ya —y al cabo de otro—: Si fueran bandidos de verdad.

—He pensado dejar a los de Glassforge encargados de sujetar los caballos, principalmente. Si es una malicia, y si ha crecido tanto como Chato teme, necesitaremos a toda nuestra gente en primera línea.

Un breve silencio.

—Mala elección de palabras, Mari.

—El pozal está ahí. Chapúzate la cabeza, Dag. Sabes lo que he querido decir.

La mano derecha hizo un gesto.

—Sí, sí.

Con un «uuf», la mujer se levantó.

—Come. Es una orden, si lo prefieres.

Yo no estoy nervioso.

—No —suspiró la mujer—. No, nervioso no estás —se alejó dando zancadas.

El hombre se recostó de nuevo. Lárgate, pensó Fawn con resentimiento. Tengo que hacer pis.

Pero al cabo de unos minutos, justo antes de que las necesidades de su cuerpo la obligaran a mostrar un coraje que no deseaba, el hombre se levantó y fue tras la jefa de la patrulla. Sus pasos eran tranquilos pero largos, y llegó al otro lado del patio antes de que la jefa lanzara una mirada de soslayo e hiciera un vago gesto con la mano. Fawn no vio cómo aquello podía tomarse como una orden, pero de algún modo todos los de la patrulla se levantaron y se movieron, empaquetando alforjas, apretando cinchas. Estaban montados y en camino en cinco minutos.

Fawn se deslizó tronco abajo y atisbo. El hombre manco —que al parecer cabalgaba en retaguardia— estaba mirando por encima del hombro. Ella se escondió de nuevo hasta que el sonido de los cascos se desvaneció, y luego soltó el tronco del manzano y fue en busca de la granjera. Su bolsa, notó con alivio al pasar, estaba intacta en el banco.

Dag miró hacia atrás, preguntándose de nuevo por la pequeña granjera que había estado tímidamente escondida en el manzano. Allí, sí… Ahora bajaba, pero aun así no pudo verla claramente. Aunque unas pocas ramas y hojas no podían esconder a su sentido esencial una chispa vital tan brillante a esa distancia.

Su imaginación conjuró una imagen de su pulcra granjita atacada por los hombres de barro de una malicia, toda su alegre rutina convertida en cenizas y sangre y humo de matadero. O peor —y esta vez no fue la imaginación, sino la memoria la que suministró la visión—, una ruina como los Llanos Occidentales más allá del Gray River, a menos de seiscientas millas de aquí. No tan lejos para él, que había recorrido la distancia a pie o a caballo una docena de veces, pero a inmensa distancia para los horizontes de estos lugareños. Millas interminables de llanura desnuda, tan devastada que ni siquiera las rocas podían aguantar y se desmoronaban en polvo gris. Cruzar esa vasta llaga extraía la esencia del cuerpo, al igual que un desierto resecaba la boca, y demorarse allí era igualmente letal. Mil años de escasas lluvias acababan de empezar a modelar los Llanos en algo parecido a un paisaje de nuevo. Ver las verdes tierras onduladas de esa muchacha arrasadas así…

No si puedo evitarlo, Chispita.

Dudaba que se volvieran a encontrar, o que ella supiera lo que los extraños clientes de su ¿madre? iban a intentar hacer por ella y los suyos. Aun así, no podía echarle a ella las culpas de su cansancio por esta tarea interminable. La gente del campo que entendía sólo en parte los métodos lo llamaba magia negra, necromancia, y se apartaba de los patrulleros por las calles. Pero aceptaban igualmente el regalo de seguridad que se les hacía. De modo que de nuevo, otra vez, compraremos la muerte de esta malicia con la de uno de los nuestros.

Pero no más de uno, no si él podía evitarlo.

Dag golpeó con los talones los costados de su montura y galopó en pos de su patrulla.

La granjera miró pensativa mientras Fawn recogía su hatillo, apretaba las correas, y se lo echaba nuevamente al hombro.

—Hay casi un día de cabalgada hasta Glassforge desde aquí —señaló—. Más si vas andando. Es posible que te pase algo malo en el camino.

—Está bien —dijo Fawn—. No he tenido problemas para encontrar sitios donde dormir.

Lo cual era cierto. Era fácil encontrar un rinconcito en el que echarse a dormir fuera de la vista, y acostarse era una rutina sencilla consistente en extender la manta y tenderse, sin lavarse ni cepillarse, vestida. Los únicos problemas que había encontrado en la oscuridad eran los mosquitos y las garrapatas.

—Puedes dormir en el granero. Salir mañana temprano —haciéndose sombra con la mano, la mujer miró camino abajo por donde los patrulleros habían desaparecido hacía un rato—. No te cobraría por eso, niña.

Su sincera preocupación por el bienestar de Fawn se reflejaba claramente en su cara. Fawn estaba dividida entre una cólera injusta y el deseo de estallar en llanto, dos bultos incómodos en su estómago y su garganta. No tengo doce años, mujer. Pensó en decir eso, y más cosas. Tenía que empezar a practicarlo antes o después: Tengo veinte años. Soy viuda. Las frases aún no acudían fácilmente a sus labios.

Aun así… la oferta de la granjera le cautivaba la mente. Quedarse un día, hacer un trabajo o dos o seis y mostrar lo útil que podía ser, quedarse otro día, y otro… Los granjeros siempre necesitaban más gente, y Fawn sabía cómo mantenerse ocupada. Lo primero que planeaba al llegar a Glassforge era buscar trabajo. Aquí había mucho trabajo, tareas familiares, no extrañas e intimidantes.

Pero Glassforge había sido el objetivo en su imaginación durante semanas. Detenerse antes parecía como rendirse. Y una ciudad le ofrecería más intimidad, ¿no? No necesariamente, se dio cuenta con un suspiro. Dondequiera que fuera, la gente acabaría conociéndola antes o después. Quizá todo era igual, quizá realmente no había nuevos horizontes en ningún sitio.

Reunió su desfalleciente determinación.

—Gracias, pero me esperan. Se preocuparán si llego tarde.

La mujer sacudió la cabeza, a la vez aceptando el argumento y como despedida.

—Ten cuidado, entonces —volvió a su casa y a su avalancha de tareas, deberes que probablemente la mantenían ocupada desde antes del alba hasta el ocaso.

Una vida así hubiera tenido yo, si no hubiera sido por Sunny Sawman, pensó Fawn sombríamente, mientras volvía a la recta carretera. La hubiera aceptado por Sunny Sawman, y nunca hubiera pensado en otra.

Bueno, ahora he pensado en otra, y no voy a dejar de pensar en ella. Vamos a ver Glassforge.

De nuevo evocó la desgastada furia que sentía hacia Sunny, el rastrero, estúpido, malvado… estúpido bobo, y dejó que le enderezara la espalda. Era bueno saber que era útil para algo, de algún modo. Se volvió hacia el sur y echó a caminar.

Capítulo 2

Las hojas del año anterior estaban húmedas y podridas bajo sus pies, y mientras Dag trepaba por la empinada pendiente en la oscuridad, su bota resbaló. De inmediato, una mano fuerte y preocupada asió su brazo derecho.

—Haz eso otra vez —dijo Dag en un susurro agradable—, y te dejaré inconsciente de una paliza. Deja de intentar protegerme, Saun.

—Lo siento —susurró Saun, soltando la presa. Tras una pausa, añadió—: Mari dice que ya no te pone con las chicas porque eres el sobreprotector.

Dag se tragó una maldición.

—Bueno, eso no te atañe. Inconsciente. Y ensangrentado.

Intuyó el destello de la sonrisa de Saun en las sombras del bosque. Treparon unas pocas yardas más, encontrando asideros entre las rocas y raíces y arbolillos.

—Para —musitó Dag.

Una pregunta casi inaudible a su derecha.

—Estaremos sobre ellos en la cresta. Lo que puedes ver te puede ver a ti, y si hay algo ahí arriba con sentido esencial, parecerás una antorcha entre los árboles. Bájalo, chico.

Un gruñido de frustración.

—Pero no puedo ver a Razi ni a Utau. Apenas te veo a ti. Pareces una brasa bajo un puñado de cenizas.

—Yo vigilo a Razi y Utau. Mari nos tiene a todos en la cabeza, tú no tienes que hacerlo. Sólo tienes que vigilarme a mí —se deslizó tras el joven y le asió el hombro derecho, masajeando. Deseó poder hacerlo en los dos lados a la vez, pero su toque pareció bastar; la tensión brillante empezó a desvanecerse en Saun, tanto en el cuerpo como en la mente—. Bájalo. Bájalo. Así. Mejor. —Y tras un momento—. Lo harás bien.

Dag no tenía ni idea de si Saun lo iba a hacer bien o desastrosamente, pero Saun evidentemente le creyó, con aterradora seriedad; la brillante ansiedad se atenuó aún más.

—Además —añadió Dag—, no llueve. No podemos tener un desastre sin lluvia. Es obligatoria, en mi experiencia. De modo que todo va bien. —Un mal chiste, pero en esas circunstancias funcionó; Saun soltó una risita.

Soltó al muchacho, y siguieron trepando.

—¿Está ahí la malicia? —murmuró Saun.

Dag se detuvo de nuevo, inclinándose en las sombras para coger con el garfio una planta a su izquierda. La sostuvo bajo la nariz de Saun.

—¿Ves esto?

La cabeza de Saun retrocedió con una sacudida.

—Es hiedra venenosa. Quítamela de la cara.

—Si estuviéramos cerca de la guarida de la malicia, ni siquiera la hiedra venenosa seguiría viva. Aunque admito que sería de las últimas en morir. Ésta no es la guarida.

—Entonces, ¿qué hacemos aquí?

Tras ellos, Dag podía oír a los hombres de Glassforge coronar la cresta y empezar a bajar por el barranco por el que él y la patrulla estaban trepando. La segunda oleada. Ni siquiera Saun se las arreglaba para armar tanto ruido. Mejor que Mari atacara antes de que sus ayudantes cubrieran la distancia que les separaba, o no habría sorpresa.

—Chato cree que el grupo de ladrones ha sido infiltrado, o peor, corrompido. Si cogemos a un hombre de barro, nos llevará a su creadora.

—¿Los hombres de barro tienen sentido esencial?

—Algunos. Si una malicia atrapa a alguno de nosotros, lo toma todo. El sentido esencial. Métodos y habilidades con las armas. La localización de nuestros campamentos… Probablemente el primer humano que cogió fue un bandido, intentando esconderse en las colinas, y por eso hace lo que está haciendo. Ninguno de los nuestros ha desaparecido, de modo que todavía tenemos ventaja. Un patrullero no deja que una malicia lo coja vivo si puede evitarlo —o a su compañero. Eran suficientes lecciones para una noche—. Trepa.

Se agacharon al llegar a la cresta.

Saun montó hábilmente el arco. Con menos habilidad pero igual rapidez, Dag sacó y montó el suyo, más corto, adaptado. Se quitó el garfio enroscado a la muñequera de madera sujeta al muñón de su muñeca izquierda, y lo sustituyó por la base del arco. Lo ajustó bien, aseguró, el cierre, y metió el garfio en la bolsa de su cinturón. Soltó la correa que cerraba la vaina y se aseguró de que su gran cuchillo se pudiera desenvainar suavemente. Era apenas un poco más incómodo de lo que habría sido llevar el arco en la mano izquierda, y ahora al menos no podía dejarlo caer.

En el fondo del barranco, Dag podía ver el claro a través de los árboles: tres o cuatro mortecinos fuegos de campamento, tiendas, una vieja cabaña con la mitad del techo hundida. Bultos de hombres tendidos en mantas, como abrojos rozando su sentido esencial. Los leves destellos de un guardia, despierto en el bosque, y de alguien volviendo de la trinchera. Los borrones soñolientos de unos cuantos caballos trabados un poco más lejos. Palabras de los sentidos del cuerpo, para algo que sus ojos no podían ver, ni su mano tocar. Quizá veinticinco hombres en total, contra los dieciséis de la patrulla y la docena de voluntarios de Glassforge. Empezó a estudiar los fogonazos de vida, buscando cosas con forma de hombre que… no lo fueran.

Se oían los sonidos nocturnos del bosque: el croar de las ranas arbóreas, el chirrido de los grillos, el zumbido de otros insectos sin identificar. Un leve susurro esporádico entre las hierbas. Cualquier animal más grande habría sido espantado por el ruido del campamento, o atraído, dependiendo de cómo enterraran los ladrones sus desperdicios. Dag escudriñó con su sentido esencial más allá del decreciente perímetro de la patrulla, pero no encontró carroñeros nerviosos.

Entonces, demasiado pronto, sonó un aullido sobresaltado lejos a su derecha, en el círculo de patrulleros. Gemidos, gritos, el resonar de metal contra metal. El campamento se agitó. Ya está, allá vamos.

—Más cerca —dijo secamente Dag a Saun, y se adelantó deslizándose pendiente abajo para disminuir la distancia.

Para cuando hubo reducido la distancia a apenas veinte pasos y encontró un hueco entre los árboles por el que disparar, sus objetivos estaban levantándose servicialmente. Más lejos aún a su derecha, una flecha incendiaria trazó un alto arco y cayó sobre una tienda; en pocos minutos, podría incluso ver a qué disparaba.

Dag dejó que tanto el miedo como la esperanza se desvanecieran de su mente, junto a la inquietud por la naturaleza interna de aquello a lo que se enfrentaban. Sólo eran objetivos. Uno a uno. Ése. Y ése. Y en la confusión de sombras parpadeantes…

Dag soltó otra flecha, y se vio recompensado por un gañido a lo lejos. No tenía idea de a qué había acertado ni dónde, pero lo que fuera se movería más despacio ahora. Se detuvo a observar, y le satisfizo ver que la siguiente flecha de Saun también se desvanecía en la oscuridad más allá de la cabaña y devolvía un carnoso thunk que pudieron escuchar desde donde estaban. A su alrededor, por los bosques, la patrulla ardía de excitación; en un momento, su cabeza estaría tan llena de ellos como la de Mari, si no se controlaban.

La ventaja de los veinte pasos es que era una distancia buena, corta, rápida para disparar. La desventaja era el poco tiempo que les costaba a tus objetivos llegar a tu posición…

Dag maldijo cuando tres o cuatro grandes siluetas se les echaron encima desde la oscuridad. Bajó el brazo del arco y sacó su cuchillo. Echando un vistazo a la derecha, vio a Saun sacar su larga espada, asestar un mandoble, y descubrir que una hoja larga que daba gran ventaja a caballo se veía muy entorpecida en un bosque espeso.

—¡No puedes cortar cabezas aquí! —gritó Dag por encima del hombro—. ¡Tienes que dar estocadas! —gruñó mientras doblaba el brazo con el arco y hundía su hombro en el atacante más cercano, arrojando al hombre colina abajo.

Detuvo una hoja que parecía venir de la nada con la guarda de bronce de su empuñadura, y con un chirrido estremecedor de metal contra metal se acercó para asestar un buen rodillazo a la entrepierna. Estos hombres se creerían bandidos, pero aún luchaban como granjeros.

Saun levantó la pierna y la usó de palanca para liberar su hoja de un objetivo; el grito del hombre se ahogó en su garganta, y el acero al retirarse hizo un feo sonido de succión. Saun siguió a Dag hacia el campamento de los bandidos. Razi y Utau, a su derecha e izquierda, les seguían, acercándose a medida que descendían, cerniéndose como halcones.

En el claro, Saun volvió a sus mandobles favoritos. Que eran espectacularmente sangrientos cuando conectaban, y le dejaban totalmente desprotegido cuando no. Un objetivo consiguió agacharse, y se incorporó blandiendo una maza de mango largo y cabeza de hierro. El ruido de calabaza rota que hizo al golpear el pecho de Saun revolvió el estómago de Dag. Dag saltó dentro del letal radio del objetivo, lo aferró con el brazo del arco, y le apuñaló. Horrores húmedos se derramaron sobre su mano; retorció el cuchillo y empujó al objetivo para liberarlo. Saun yacía de espaldas, retorciéndose, con la cara oscureciéndose.

—¡Utau! ¡Cúbrenos! —gritó Dag; Utau, jadeando, asintió y asumió una posición defensiva, con la hoja lista.

Dag se agachó junto a Saun, soltó el cierre del arco y lo dejó caer, y puso la cabeza de Saun en su regazo, deslizando su mano derecha sobre la zona del golpe.

Costillas rotas y respiración entrecortada, corazón detenido por el golpe. Dag permitió a su sentido esencial, que había extinguido casi del todo para bloquear la agonía de sus objetivos, emerger por completo, y lo hizo fluir hacia el chico. El dolor fue inmenso. Primero el corazón. Se concentró allí. Una unión peligrosa, si los órganos así uncidos decidían detenerse ambos en lugar de funcionar. La sensación ardiente y pesada en su pecho era reflejo de la del muchacho. Vamos, Saun, baila conmigo… Un aleteo, un tartamudeo, un latido maltrecho. Más fuerte. Ahora los pulmones. Una bocanada, dos, tres, y el pecho se alzó de nuevo, otra vez, y finalmente se estabilizó en sincronía. Bien, así, ahora el corazón y los pulmones seguirían solos.

La reverberación ensordecedora de las muertes de los objetivos de Saun todavía se agitaba en el organismo del chico, mal bloqueada. Mari tendría trabajo con eso, luego. Odio pelear contra humanos. Con pena, Dag dejó que el dolor fluyera de vuelta a su fuente. El muchacho caminaría doblado en dos durante un mes, pero viviría.

El mundo volvió a sus sentidos. Alrededor del claro, los bandidos empezaban a rendirse a medida que los hombres de Glassforge irrumpían gritando desde los bosques. Dag cogió su arco y se puso en pie, mirando alrededor. Más allá de la tienda ardiente vio a Mari. ¡Dag!, su boca se movió, pero el grito se perdió entre el ruido. Alzó dos dedos, señaló con ellos al lado opuesto del claro, y los golpeó contra su brazal. Dag giró la cabeza.

Dos bandidos habían roto el perímetro y se alejaban corriendo. Dag agitó su arco en señal de que había entendido y gritó a su enlace de la izquierda:

—¡Utau! ¿Te llevas a Saun?

Utau hizo un gesto aceptando al herido compañero de Dag. Dag dio la vuelta para perseguirlos, intentando reajustarse el arco mientras corría. Para cuando lo consiguió, ya estaba más allá de la luz de los fuegos. Más cerca…

El caballo casi le derribó; saltó a un lado apenas un instante antes de ser arrollado. Ambos fugitivos iban montados, un hombre grande delante y uno enorme detrás.

No. El segundo no era un hombre.

Mareado por la excitación, la persecución, y las consecuencias de la herida de Saun, Dag se inclinó un momento, luchando por controlar su respiración. Su mano se alzó para comprobar la funda de los cuchillos gemelos que colgaba bajo su camisa, un bulto tranquilizador contra su pecho. Murmullo oscuro, cálido, mortal. Hombre de barro. Te tenemos. Tú y tu creadora sois nuestros…

Detestaba rastrear a caballo, pero no iba a alcanzarles a pie, ni siquiera con la doble carga. Se calmó de nuevo, abajo, abajo, ¡nuestros!, abajo, maldita sea, y llamó a su caballo. A Mocasín le llevaría varios minutos atravesar los bosques desde el escondido punto de reunión de la patrulla. Se arrodilló y se sacó, de nuevo el arco, lo desmontó y lo guardó, y buscó la más útil de sus manos postizas, un sencillo garfio con una lengua plana de metal flexible sujeta a su curva externa que podía actuar como una pinza. Sacando un palito empapado en resina de la caja de lata del bolsillo de su chaleco, la colocó en la pinza y la encendió. Mientras ardía la llama, gateó arriba y abajo estudiando las pisadas. Cuando estuvo seguro de poder reconocerlas, se incorporó.

Su presa casi había atravesado el límite de su sentido esencial para cuando su montura llegó, bufando, y Dag subió a la silla. Donde iba un caballo, otro podía seguir, ¿verdad? Espoleó a Mocasín tras ellos a una velocidad que hubiera hecho que Mari le cubriera de insultos por arriesgar su tonto cuello en la oscuridad. Míos.

Fawn avanzaba con dificultades.

Ahora que dejaba las llanuras y entraba en las colinas del sudeste, la carretera recta no era tan llana como lo había sido desde Lumpton, ni tan recta. Sus suaves pendientes y curvas estaban intercaladas con extrañas cuestas a través de estrechos barrancos que cortaban la roca, o con bajadas por pontones de madera que reemplazaban puentes de piedra derruidos cuyos restos yacían como huesos viejos entre dos puntos imposibles de cruzar de un salto. El camino esquivaba torpemente viejas avalanchas, o mojaba sus pies y los de ella en torrenteras.

Fawn se preguntó cuándo llegaría por fin a Glassforge. No podía estar mucho más lejos, aunque hubiera ido lenta esa mañana. El último trozo de pan bueno no le había sentado mal, al menos. El día amenazaba volverse cálido y pegajoso más tarde. Aquí la carretera estaba agradablemente en sombra, con bosques a ambos lados.

Hasta el momento esa mañana había pasado un carro de granjeros, una caravana de mulas, y un pequeño rebaño de ovejas, todos yendo en dirección contraria. No había encontrado a nadie más durante casi una hora. Ahora alzó la vista y vio un caballo yendo hacia ella, a cierta distancia por la carretera. También yendo en dirección contraria, por desgracia. Se apartó cuando se acercó. No sólo iba hacia el norte, sino que además llevaba dos jinetes. Montaban a pelo. El animal avanzaba con dificultades, casi tan cansado como Fawn, su pelaje marrón sin cepillar manchado de costras saladas de sudor seco, con abrojos enredados en las crines y cola negras.

Los jinetes parecían tan cansados y maltrechos como el caballo. Un hombre grande que no parecía mucho mayor que ella montaba delante, con chaqueta arrugada y barba incipiente. Tras él se agarraba su compañero, más grande. El segundo hombre tenía rasgos bulbosos, largas uñas sin cortar tan llenas de mugre que parecían negras, y expresión vacua. Sus ropas eran demasiado pequeñas y parecía llevarlas como si fueran una ocurrencia de última hora: una camisa raída abierta, arremangada, pantalones que no llegaban a la caña de sus botas. Era difícil adivinar su edad. Fawn se preguntó si sería un idiota. Ambos parecían volver a casa tras una noche de borrachera, o peor. El joven llevaba un gran cuchillo de caza, aunque el otro parecía desarmado. Fawn pasó de largo con una breve inclinación de cabeza, sin saludarles, aunque por el rabillo del ojo vio que las cabezas de ambos se giraron. Siguió caminando, sin mirar atrás.

El ruido decreciente de los cascos se detuvo. Ella arriesgó una mirada por encima del hombro. Los dos hombres parecían discutir, con voces demasiado bajas para que ella pudiera entenderles, excepto un repetido «¡Ama quiere!», en tonos acuciantes por parte del idiota y un arisco e irritado «¿Por qué?» del otro. Ella bajó la cara y aceleró el paso. Los cascos sonaron de nuevo, pero en lugar de alejarse, se hicieron más fuertes.

El animal se puso a su lado.

—Buenos días —dijo el más joven en un tono que quería ser alegre.

Fawn miró hacia arriba. Él se dio un amable tironcillo del pelo rubio, pero su sonrisa no llegó a sus ojos. El idiota sólo la miraba, tenso.

Fawn combinó una cortés inclinación de cabeza con un ceño fruncido, empezando a pensar Por favor, que venga un carro. Vacas. Otros jinetes, cualquier cosa. No me importa en qué dirección.

—¿Vas a Glassforge? —preguntó él.

—Me esperan —dijo ella secamente. Marchaos. Daos la vuelta y marchaos.

—¿Familia allí?

—Sí. —Sopesó si inventarse algunos enormes hermanos y tíos en Glassforge, o sólo recolocar a los de verdad. La plaga de su vida, y casi deseaba tenerlos aquí ahora.

El idiota golpeó a su amigo en el hombro, con mala cara.

—No habla. Sólo coge —su voz salió indistinta, como si su boca tuviera la forma incorrecta por dentro.

Un carro de estiércol sería maravilloso. Uno con mucha gente encima, mejor.

—Pues hazlo tú —saltó el hombre joven.

El idiota se encogió de hombros y se deslizó desde la grupa del caballo. Aterrizó con más limpieza de lo que Fawn esperaba. Ella apretó el paso; cuando él rodeó el caballo hacia ella, echó a correr frenéticamente.

Los árboles no ayudarían. Cualquier cosa a la que ella pudiera trepar, él también podría. Para desaparecer de su vista el tiempo suficiente como para esconderse en los bosques, tendría que sacar a su perseguidor una ventaja imposible. ¿Podría mantener la distancia hasta que ocurriera un milagro, tal como alguien cabalgando por aquella curva de delante?

Se movía más rápido de lo que había supuesto para un hombre de su tamaño. Antes de su tercer paso o respiración, unas manos enormes se cerraron en torno a sus brazos y la alzaron en el aire, todavía moviendo los pies. A esa distancia ella vio que sus uñas no estaban sucias, sino que eran completamente negras, como garras. Se le clavaron a través de la chaqueta cuando la hizo girar.

Gritó tan alto como pudo:

—¡Dejadme en paz! ¡Soltadme! —seguido de alaridos que le destrozaron la garganta.

Pateó y luchó con todas sus fuerzas. Era como luchar contra un roble, y con los mismos resultados.

—Ves, ahora está toda alterada —dijo el joven, disgustado. Él también se bajó del caballo, se quedó un momento mirando, y se sacó la cuerda que le sujetaba los pantalones—. Tendremos que atarle las manos. A menos que quieras que te saque los ojos.

Buena idea. Fawn lo intentó. Fue inútil: las manos del idiota siguieron sujetándole las muñecas, tensas sobre la cabeza. Se retorció y mordió un brazo desnudo y peludo. La piel del gigantón tenía un peculiar olor y sabor, como a pelo de gato, no tan horrible como había esperado. Su satisfacción cuando hizo sangre duró poco; la hizo girar y, aun sin mostrar emoción alguna, le dio un bofetón que le echó atrás la cabeza y la tiró al suelo, con sombras negras y púrpuras bailando en su campo de visión.

Todavía le zumbaban los oídos cuando la incorporaron y ataron, y luego la levantaron en vilo. El idiota se la dio al joven, que había vuelto a subir al caballo. Le empujó las faldas y la colocó erguida ante él, poniéndole los brazos en torno a la cintura. El sudoroso torso del caballo era cálido bajo sus piernas. El idiota tomó las riendas para guiarlos, y empezó a caminar de nuevo, más rápido.

—Así es mejor —dijo el hombre que la sujetaba, con su aliento agrio soplando en su oreja—. Siento que te pegara, pero no deberías haber intentado escapar de él. Ven, te lo pasarás mejor conmigo —una mano subió y le apretó un pecho—. Huh. Más madura de lo que pensé.

Fawn, jadeando y todavía temblando por el susto, se lamió un hilillo húmedo que le corría por la nariz. ¿Eran lágrimas, sangre, o ambas cosas? Tiró disimuladamente de la cuerda que le ataba dolorosamente las muñecas. Los nudos parecían muy apretados. Pensó si gritar más. No, podrían pegarle otra vez, o amordazarla. Mejor fingir estar aturdida, y si pasaban junto a alguien al alcance de la voz, aún estaría en posesión de su voz y sus piernas.

Este esperanzado plan duró diez minutos, cuando, antes de que nadie más apareciera, se salieron de la carretera por un camino escondido. La presa del hombre joven se había convertido en un abrazo casi indolente, y sus manos le recorrían el torso. Cuando empezaron a subir una cuesta, él se echó hacia delante cuando ella resbaló hacia atrás, apartó el hatillo, y le sujetó la espalda más estrechamente contra él, dejando que los movimientos del caballo les frotaran uno contra otro.

Por mucho que este flagrante interés la asustara, no estaba segura de que la indiferencia del idiota no la asustara más. El joven era perverso de maneras predecibles. El otro… ella no tenía ni idea de lo que pensaba, si es que pensaba algo.

Bueno, si esto va a donde parece que va, al menos no pueden dejarme embarazada. Gracias, estúpido Sunny Sawman. Como lado bueno, éste era un precipicio, pero tenía que conceder el punto. Odiaba los temblores de su cuerpo, que informaban de su miedo a su captor, pero no podía evitarlo. El idiota los adentró más en los bosques.

Dag se puso de pie en los estribos cuando los gritos distantes levantaron ecos en los árboles desde el ancho barranco, tan altos y fieros que apenas pudo distinguir palabras: ¡…paz! ¡Soltadme!

Espoleó su caballo a un trote, ignorando las ramas que les golpeaban y arañaban. Las extrañas marcas que había leído en la carretera un par de millas atrás se hicieron de golpe mucho más preocupantes. Había estado siguiendo a su presa al límite absoluto de su sentido esencial durante horas, mientras el agotamiento de la noche llenaba su cuerpo y su mente, esperando que le llevaran a la guarida de la malicia. Su sospecha de que se había añadido una nueva preocupación a su fardo le heló el vientre mientras los gritos continuaban.

Se asomó a un altozano y tomó un rápido atajo por una torrentera con el caballo casi patinando sobre los cuartos traseros. Su presa quedó por fin a la vista en un pequeño claro. ¿Qué…? Cerró la boca y se acercó al galope, sin preocuparse de no hacer ruido. Frenó a diez pasos, bajó de un salto, dejó que su mano realizara los movimientos de encordar y montar y asegurar su arco sin ser consciente de ello.

Estaba meridianamente claro que no estaba interrumpiendo los escarceos de nadie. El hombre de barro, arrodillado e inexpresivo, sujetaba los hombros de una figura que se debatía, oculta por su camarada. El otro hombre intentaba, a la vez, bajarse los pantalones y separar las piernas de la cautiva, que le pateaba valientemente. Maldijo cuando un pie pequeño hizo blanco.

¡Sujétala!

—No tiempo parar —gruñó el hombre de barro—. Hay que seguir. No tiempo para esto.

—¡No llevará mucho tiempo si… la sujetas… bien! —consiguió finalmente colocar las caderas dentro del ángulo de las patadas.

Dioses ausentes, ¿era una niña lo que estaban sujetando contra el suelo? El sentido esencial de Dag amenazaba con hervir; distraído o no, el hombre de barro debía reparar pronto en él incluso si el otro estaba de espaldas. La figura del medio emergió brevemente, cara congestionada y rizos negros agitándose, el vestido medio arrancado por arriba y medio arremangado por abajo. Un destello de pechos dulces como manzanas golpeó los ojos de Dag. Oh. La pequeña forma redondeada no era una niña después de todo. Pero estaba indefensa como si lo fuera, en todo caso.

Dag contuvo su furia y tensó el arco. Esas nalgas agitadas color de luna tenían que ser el blanco más justo jamás presentado a su puntería. Y por una vez en su condenada vida, parecía que no llegaba tarde. Consideró esta maravilla durante el tiempo que le costó ajustar la tensión para asegurarse de que la flecha no pasaría a través y alcanzaría a la niña. Mujer. Lo que fuera.

Soltó.

Estaba cogiendo otra flecha antes de que la primera alcanzara su blanco. La perfección del thunk, justo en mitad de la nalga izquierda, fue incluso más satisfactoria que el grito sorprendido que siguió. El bandido se sacudió y se apartó de la chica, aullando y tratando de alcanzar la flecha por detrás, girando a un lado y a otro.

Ahora el peligro no se había reducido a la mitad, sino duplicado. El hombre de barro se puso bruscamente en pie, viendo a Dag por fin, y arrastró a la chica frente a su torso como un escudo. Su altura y la corta estatura de ella frustraron su propósito; Dag envió su siguiente flecha a la pantorrilla de la criatura. Le dio de refilón, pero dolió; el hombre de barro dio un salto.

¿Tendría seso suficiente como para amenazar a su prisionera para intentar detener a Dag? Dag no esperó a averiguarlo. Con los labios retirados en una fiera sonrisa, sacó su cuchillo de guerra y se lanzó hacia delante. La muerte iba tras sus pasos.

El hombre de barro lo vio; el miedo asomó a la cara abultada y abotargada. Con una sacudida llena de pánico, lanzó a la chica, que gritaba, hacia Dag, se dio la vuelta, y huyó.

Con el arco todavía entorpeciéndole el brazo izquierdo y el cuchillo en la mano derecha, Dag no tenía modo de cogerla; lo mejor que se le ocurrió fue abrir los brazos para que no resultara magullada o herida. Perdió el equilibrio con el impacto, y ambos cayeron al suelo.

Durante un instante ella quedó sobre él, sin aliento, la blandura de su cuerpo apretada contra él. Inhaló, emitió un gañido ahogado, y empezó a arañarle la cara. Él intentó encontrar palabras para calmarla, pero ella no se lo permitía; finalmente se vio obligado a soltar su arma y quitársela de encima. Con dos enemigos vivos aún en el terreno, tendría que lidiar con ella después. Rodó para alejarse, cogió su cuchillo, y se puso en pie de un salto.

El hombre de barro había trepado de nuevo al caballo del bandido. Dio un tirón a las riendas e intentó atropellar a Dag. Dag esquivó, empezó a dar la vuelta a su cuchillo para lanzarlo, lo pensó mejor, lo dejó caer de nuevo, metió la mano en su aljaba, que llevaba ahora al frente, y sacó una de sus pocas flechas restantes. La colocó, apuntó.

No.

Que la criatura siga corriendo, hasta la guarida. Dag podía recuperar la pista si tenía que hacerlo. Un prisionero herido pondría a prueba los límites de lo que podía manejar ahora mismo. Un prisionero al que, con toda seguridad, se le iba a hacer hablar. El caballo desapareció por la tenue pista que se alejaba del claro, paralela al curso de un arroyo cercano. Dag bajó el arco y miró alrededor.

El bandido humano también había desaparecido, pero por una vez rastrearlo no iba a ser un problema. Dag señaló a la chica, que ahora estaba de pie a unas pocas yardas y luchaba para reajustar su roto vestido azul.

—Quédate ahí —siguió el rastro de sangre.

Más allá de un telón de arbolillos y matorral que circundaba el claro, las gotas de sangre se hicieron más grandes. Junto a los peñascos del arroyo, una figura yacía boca abajo y en silencio en un charco rojo, con los pantalones por las rodillas y la flecha de Dag apretada en la mano.

Demasiado quieta. Dag apretó los dientes. El hombre había intentado claramente sacarse el astil de la carne a la fuerza, y al hacerlo debía haberse cortado una arteria. ¡No era un tiro a matar, maldita sea! No tenía la intención de serlo. Buenas intenciones, ¿dónde nos hemos visto antes? Dag dio la vuelta al cuerpo con el pie. La pálida cara sin afeitar parecía terriblemente joven en la muerte, aun oscurecida por la suciedad. No se le podrían sacar respuestas a éste; ya había llegado a la última de sus traiciones.

—Dioses ausentes. Más niños. ¿No se acaban nunca? —musitó Dag.

Alzó la mirada y vio a la mujer-niña de pie a unas pocas yardas en el rastro de sangre, mirándolos a ambos. Tenía los ojos marrones y enormes, como una cierva aterrorizada. Al menos ya no gritaba. Miró frunciendo el ceño a su difunto atacante, y un Oh mudo se adivinó en sus labios magullados y mordidos. Un moretón lívido empezaba a aparecerle en un lado de la cara, subrayado por cuatro rojos surcos paralelos.

—¿Está muerto?

—Por desgracia. E innecesariamente. Si se hubiera quedado quieto y esperado ayuda, lo hubiera llevado prisionero.

Ella lo miró de arriba, y más arriba, a abajo, con miedo. La coronilla de su cabeza morena, cuando estaban juntos, le llegaba más o menos a la mitad del pecho, juzgó Dag. Azorado, escondió la mano del arco en su costado, un poco por detrás del muslo, y envainó su cuchillo.

—¡Sé quién eres! —dijo ella súbitamente—. ¡Eres el Andalagos patrullero que vi en la casa del pozo!

Dag parpadeó, y parpadeó otra vez, y dejó que su sentido esencial, protegido del golpe de esta muerte, emergiera de nuevo. Ella llameó en su percepción.

—¡Chispita! ¿Qué estás haciendo tan lejos de tu granja?

Capítulo 3

El alto patrullero miraba a Fawn como si la reconociera. Ella arrugó la nariz, confusa, sin entender sus palabras. A esta distancia y ángulo, pudo ver por fin el color de sus ojos, que resultaron ser de un inesperado tono dorado metálico. Parecían muy brillantes en su cara huesuda, contra la piel bronceada de su rostro y su mano. Varios arañazos marcaban sus mejillas, frente y mandíbula, la mayoría sólo enrojecidos pero algunos sangrando. Yo he hecho eso, ay madre.

Más lejos, el cuerpo de su potencial violador yacía sobre las desgastadas rocas de la orilla del arroyo. Un poco de su sangre, aún líquida, goteaba en la corriente, desapareciendo en el agua clara en finos hilos rojos que se diluían a rosa y desaparecían. Había estado ardiente, densa, aterradoramente vivo hacía sólo unos minutos, cuando había deseado su muerte. Ahora que veía cumplido su deseo, no estaba segura.

—Yo… Lo… —empezó, moviendo la mano insegura para indicar, bueno, todo, y luego estalló—: Siento haberte arañado. No sabía qué pasaba —luego añadió—: Me asustaste.

Creo que he perdido la cabeza.

Una sonrisa indecisa curvó los labios del patrullero, haciéndole parecer por un momento como otra persona. No tan… amenazador.

—Estaba intentando asustar al otro tipo.

—Funcionó —admitió ella, y la sonrisa se afianzó brevemente antes de huir de nuevo.

Él se palpó la cara, miró los rastros rojos en las puntas de sus dedos como sorprendido, luego se encogió de hombros y la miró. El peso de su interés le resultó chocante, como si nadie en toda su vida la hubiera mirado antes, mirado de verdad; en su actual y tembloroso estado, no era una sensación agradable.

—¿Estás bien… dentro de todo? —preguntó él gravemente. Su mano derecha trazó un gesto interrogativo. La otra la mantenía al costado, con el corto y poderoso arco mantenido en ángulo por su pierna—. Aparte de la cara.

—¿Mi cara? —Sus dedos trémulos rozaron la zona donde el idiota la había golpeado. Aún un poco dormida, pero empezaba a doler—. ¿Se nota?

Él asintió.

—Oh.

—Esos arañazos no tienen buen aspecto. Tengo algo en mis alforjas para limpiarlos. Ven, vámonos, ven a sentarte, hum… lejos.

De eso. Miró el cadáver y tragó saliva.

—Muy bien —y añadió—: Estoy bien. Dejaré de temblar dentro de un minuto, seguro. Soy una estúpida.

Con la mano abierta, no acercándose nunca a menos de tres pasos de ella, la guió hacia el claro como alguien pastoreando patos. Señaló a un leño caído, fuera de la zona de su reciente pelea y fue hacia su caballo, un esbelto castaño que ramoneaba tranquilamente las hierbas, con las riendas colgando. Ella se dejó caer pesadamente y se dobló en dos, abrazándose, meciéndose un poco. Tenía la garganta en carne viva, le dolía el estómago, y aunque ya no jadeaba, aún sentía que no podía recuperar el aliento, o que lo había recuperado pero sin ritmo.

El patrullero dio la espalda deliberadamente a Fawn, hizo algo para desmontar su arco, y rebuscó en sus alforjas. Más ajustes de algún tipo. Se volvió de nuevo, echándose al hombro la correa de una cantimplora, y con un par de paquetes envueltos en tela bajo el brazo izquierdo. Fawn parpadeó, porque parecía haber recuperado de súbito la mano izquierda, rígidamente curvada en un guante de cuero.

Se sentó junto a ella con un gruñido de cansancio, dispuso las largas piernas. A esta distancia olía, no desagradablemente, a sudor seco, humo, caballo, y fatiga. Dejó los paquetes y le alargó la botella.

—Primero, bebe.

Ella asintió. El agua estaba tibia e insípida pero parecía pura.

—Come —le alargó un trozo de pan del paquete de tela.

—No puedo.

—No, en serio. Dará a tu cuerpo algo que hacer aparte de temblar. Los cuerpos son fáciles de distraer. Inténtalo.

Dudosa, tomó el pan y lo mordisqueó. Era muy buen pan, aunque ya un poco seco, y le pareció reconocer su origen. Tuvo que tomar otro sorbo de agua para bajarlo, pero sus incontrolados temblores se redujeron. Miró la rígida mano izquierda mientras él abría el segundo paquete, y decidió que debía ser de madera tallada, para disimular.

Él humedeció un trozo de tela con líquido de una botella pequeña (¿medicina de los Andalagos?), y levantó la mano derecha hacia su dolorida mejilla izquierda. Ella dio un respingo, aunque el fresco líquido no escocía.

—Lo siento. No quiero dejarlos sin limpiar.

—No. Sí. Quiero decir, bien. Está bien. Creo que el idiota me arañó cuando me pegó —garras. Eso habían sido garras, no uñas. ¿Qué tipo de nacimiento monstruoso…?

Él apretó los labios, pero su toque se mantuvo firme.

—Lamento no haber llegado antes, señorita. Vi que había pasado algo atrás en la carretera. He estado siguiendo a esos dos toda la noche. Mi patrulla atacó el campamento de su banda un par de horas después de medianoche, en las colinas al otro lado de Glassforge. Me temo que los llevé directos hacia ti.

Ella movió la cabeza, sin negarlo.

—Yo iba por la carretera. Simplemente me cogieron como quien coge una… cosa perdida, y la reclama como suya sin más —su ceño se frunció aún más—. No… no simplemente. Primero discutieron. Qué raro. El que estaba… hum… al que disparaste, ése no quería llevarme, al principio. El otro insistió. Pero luego no estaba interesado en mí en absoluto. Cuando… justo antes de que vinieras —y añadió en un susurro, sin esperar respuesta—. ¿Qué era?

—Un mapache, diría yo —dijo el patrullero.

Dio la vuelta a la tela, ocultando la sangre marrón, y la humedeció de nuevo, dedicándose al siguiente corte.

La extraña respuesta parecía tan ajena a su pregunta que decidió que no debía haberla oído bien.

—No, me refiero al hombre grande que me pegó. El que huyó de ti. No parecía estar bien de la cabeza.

—Más cierto de lo que crees, señorita. He estado cazando esas criaturas toda mi vida. Al final las distingues. Era una cosa fabricada. Confirma que una malicia, tu gente la llamaría un dañiespectro, ha emergido cerca de aquí. La malicia crea esclavos con forma humana para sí, para luchar o hacerle el trabajo sucio. También con otras formas, a veces. Hombres de barro, los llamamos. Pero la malicia no los puede crear de la nada. De modo que coge animales y los remodela. Al principio con crudeza, hasta que se hace más grande y más lista. No puede crear vida en absoluto, la verdad. Sólo muerte. Sus esclavos no duran mucho, pero a ella no le importa.

¿Le estaba tomando el pelo, como sus hermanos? ¿Viendo cuánto podría tragarse una tonta niña campesina? Parecía totalmente sincero, pero a lo mejor era simplemente muy bueno contando trolas.

—¿Me estás diciendo que los dañiespectros son reales?

Fue su turno de parecer sorprendido.

—¿De dónde vienes, señorita? —preguntó con renovada cautela.

Empezó a nombrar el pueblo más cerca de la granja de su familia, pero lo cambió a «Lumpton Market». Era una ciudad más grande, más anónima. Se enderezó, intentando que la frase Soy viuda saliera con naturalidad de sus labios magullados.

—¿Cómo te llamas?

—Fawn. Saw… field —añadió, y se estremeció.

No había querido el nombre de Sunny ni el de su familia, y ahora se había quedado con un poco de ambos.

—Fawn. Adecuado[1] —dijo el patrullero, ladeando la cabeza—. Esos ojos deben ser de nacimiento.

Ahí estaba de nuevo esa atención concentrada, incómoda. Intentó contraatacar:

—¿Cómo te llamas tú? —aunque pensó que ya lo sabía.

—Respondo al nombre de Dag.

Ella esperó un momento.

—¿No hay más?

Él se encogió de hombros.

—Tengo un nombre de tienda, un nombre de campamento, y un nombre de territorio, pero Dag es más fácil para gritar —la sonrisa relució pasajera de nuevo—. Cuanto más corto mejor, en el campo de batalla. ¡Dag, abajo! ¿Ves? Si fuera más largo, podría haber sido demasiado tarde. Ah, así está mejor.

Ella se dio cuenta de que había respondido a la sonrisa. No sabía si era su charla o el pan o sólo estar sentada tranquilamente, pero su estómago había dejado de temblar por fin. Se sentía acalorada y cansada y vacía.

Él tapó la botellita.

—¿No deberías usarlo tú también? —preguntó ella.

—Oh. Sí. —Volvió de nuevo la tela y la pasó descuidadamente por su cara. Se dejó la mitad de los cortes.

—¿Por qué me llamaste Chispita?

—Cuando estabas escondida en el manzano ayer, fue así como pensé en ti.

—No creí que me hubieras visto. ¡No miraste arriba!

—No actuabas como si quisieras que te vieran. Me pareció de buena educación corresponder —dijo, y añadió—: Creía que esa bonita granja era tu hogar.

—Era bonita, ¿verdad? Pero sólo me detuve allí a por agua. Iba camino a Glassforge.

—¿Desde Lumpton?

Y señala al norte.

—Sí.

Al menos no dijo nada del tipo Es un largo camino para unas piernas tan cortas. Sí, dijo, inevitablemente:

—¿Tienes familia allí?

Casi dijo sí, y luego se dio cuenta de que él tenía probablemente la intención de llevarla con ellos, lo cual podía resultar embarazoso.

—No. Voy a buscar trabajo —enderezó la espalda—. Soy una viuda del heno.

Un lento parpadeo; su cara quedó inexpresiva durante un instante bastante largo. Finalmente dijo, en un tono extrañamente cauteloso:

—Perdona, señorita… ¿sabes lo que significa «viuda del heno»?

—Viuda reciente —dijo enseguida, y dudó—. Una vez vino una mujer a nuestro pueblo desde Glassforge. Se instaló como costurera y haciendo cuerdas y redes. Tenía un niño precioso. Mis tíos la llamaban viuda del heno —otra pausa demasiado silenciosa—. Es correcto, ¿no?

Él se rascó la maraña de su pelo oscuro.

—Bueno… sí y no. Es un término de granjeros para una mujer embarazada o con un hijo a cuestas, pero sin marido a la vista. Es más educado que, hum, términos menos educados. Pero no es del todo amable.

Fawn se sonrojó.

—No quería avergonzarte —dijo él con tono todavía más contrito—. Sólo pensé que debía asegurarme.

Ella tragó saliva.

—Gracias. —Parece que dije la verdad a mi pesar.

—¿Y tu hijita? —dijo él.

—¿Qué? —dijo Fawn bruscamente.

Hizo un gesto hacia ella.

—La que llevas.

Puro pánico le cortó el aliento. ¡No se me nota! ¿Cómo lo sabe? ¿Y cómo sabía, de todos modos, si el fruto de ese estúpido, estúpido y profundamente resentido frenético revolcón con Sunny Sawman en la boda de su hermana en primavera iba a ser niño o niña, de todos modos?

Él pareció darse cuenta de que había cometido un error, sin saber muy bien cuál. Su gesto vaciló, convirtiéndose en un gesto serio, con la mano abierta.

—Fue lo que atrajo al hombre de barro. Tu estado. Es casi seguro la razón por la que se te llevaron. Si la violación pareció improvisada, es porque probablemente lo fue.

—¿Cómo puedes… qué… por qué?

Sus labios se abrieron un momento, y luego cambió visiblemente lo que iba a decir a:

—Ahora ya no te pasará nada —recogió las telas.

Cualquier otro hubiera anudado las esquinas, pero él las rodeó con un trozo de cuerda que de algún modo consiguió anudar con una mano.

Apoyó la mano derecha en el tronco y se levantó con un empujón.

—Necesito subir ese cuerpo a un árbol o apilar algunas piedras encima para que los carroñeros no lo encuentren antes de que otros puedan recogerlo. Quizá tuviera familia —miró a su alrededor vagamente—. Luego tengo que decidir qué hacer contigo.

—Llévame de vuelta a la carretera. O indícame por dónde ir. La encontraré.

Él negó con la cabeza.

—Puede que éstos no sean los únicos fugitivos. Puede que no todos los bandidos estuvieran en el campamento que conquistamos, o podrían tener más de un escondrijo. Y la malicia todavía está ahí fuera, a menos que mi patrulla se me haya adelantado, lo que no creo posible. Mi gente estaba peinando las colinas al sur de Glassforge, y ahora me parece que la guarida está al nordeste. Éste no es buen momento para que tú, especialmente, andes vagando sola —se mordió el labio y siguió como hablando consigo mismo—. El cuerpo puede esperar. Tengo que llevarte a un sitio seguro. Retomar el rastro, encontrar la guarida, volver con mi patrulla tan rápido como pueda. Dioses ausentes, estoy cansado. Sentarse ha sido un error. ¿Crees que podrás cabalgar a la grupa?

Entre el murmullo, casi no oyó la pregunta. Yo también estoy cansada.

—¿En tu caballo? Sí, pero…

—Bien.

Volvió a su montura y cogió las riendas, pero en lugar de volver con ella, la llevó hacia el arroyo. Ella le siguió, en parte por curiosidad, en parte porque no quería perderlo de vista.

Evidentemente decidió que un árbol sería más rápido para resguardar su presa. Lanzó una cuerda a través de la horquilla de un gran sicómoro que colgaba sobre el arroyo, usando el caballo para izar el cuerpo. Trepó para asegurarse de que el cadáver estaba bien asegurado y para recuperar la cuerda. Se movía con tanta eficiencia que Fawn apenas reparó en los movimientos adicionales y los ajustes que tenía que llevar a cabo por falta de una mano.

Dag espoleó su cansado caballo hacia la última cresta y se vio recompensado al otro lado por el hallazgo de un camino con roderas que discurría por el lecho del arroyo.

—Ah, bien —dijo en voz alta—. Ha pasado algún tiempo desde que patrullé esta zona, pero recuerdo una granja bastante grande en la cabecera de este valle.

La muchacha, a su grupa, seguía demasiado callada, el mismo silencio cauteloso que había mantenido desde que él comentara su embarazo. Su sentido esencial, extendido al máximo de su sensibilidad en busca de amenazas ocultas, se veía asediado por sus revueltas emociones; pero los pensamientos que las guiaban eran, como siempre, opacos. Quizá había sido indiscreto. Los granjeros que sabían algo del sentido esencial de los Andalagos tendían a llamarlo el mal de ojo, o magia negra, y acusaban a los patrulleros de leer mentes, estafar en el comercio, o cosas peores. Siempre causaba problemas.

Si encontraba suficiente gente en la granja, la dejaría a su cuidado, con un serio aviso sobre la mitad-cacería-mitad-guerra que estaba teniendo lugar ahora mismo en sus colinas. Si no había bastante gente, debía tratar de convencerlos para que se fueran a Glassforge o a algún otro sitio donde estuvieran a salvo entre más gente hasta que esta malicia aprendiera mortalidad. Si conocía a los granjeros, no querrían irse, y suspiró esperando una discusión deprimente y desagradecida.

Pero el mero pensamiento de una mujer embarazada, de cualquier edad o altura, vagabundeando despreocupadamente por los alrededores de la guarida de una malicia le provocaba horror. No era raro que le hubiera parecido tan brillante a su sentido esencial, con tanta vida dentro como llevaba. Aunque sospechaba que Fawn era apenas un poco menos vivida antes de concebir. Atraería la atención de una malicia como el fuego atraía a las polillas.

Para cuando se hubieron aclarado con la definición de viuda del heno, él estuvo seguro de que no tenía que ofrecerle condolencias. Las costumbres de cama de los granjeros no tenían mucho sentido, a veces, a menos que uno creyera las teorías de Mari sobre la confusión de sus embarazos con la idea de que poseían la tierra. También dedicaba comentarios bastante ácidos a la falta de control de las granjeras sobre su propia fertilidad.

Generalmente junto a sermones a los patrulleros jóvenes de ambos sexos sobre la necesidad de mantener los pantalones abrochados mientras estuvieran en territorio de granjeros.

A los patrulleros viejos, también.

Había una llamativa ausencia de detalles sobre un marido muerto en la narración de Fawn. Dag podía entender que la pena a veces dejara a alguien sin palabras, pero la pena también parecía faltarle. Cólera, miedo, una tensa determinación, sí. Los efectos del terrible ataque que acababa de sufrir. Soledad y nostalgia. Pero no la angustia de un alma partida en dos. También faltaba, extrañamente, la profunda satisfacción que la procreación solía provocar en las mujeres Andalagos que había conocido. Granjeros, bah. Dag sabía por qué su propia gente estaba un poco loca, pero ¿qué excusa tenían los granjeros?

Salió de su ensimismamiento cuando dejaron los bosques y vieron la granja del valle. De inmediato se sintió inquieto. Lo primero que le llamó la atención fue la ausencia de vacas, caballos y cabras; luego, la cerca del prado, rota. Después, la ausencia de perros de granja, que ya deberían estar ladrando irritantemente a su caballo. Se puso de pie en los estribos mientras cabalgaban por el camino. La casa y el granero, ambos de tablas de madera gris, estaban en pie —y abiertos—, pero una hebra de humo se alzaba de las cenizas y escombros de una caseta.

—¿Qué pasa? —preguntó Fawn, las primeras palabras que había pronunciado en una hora.

—Problemas, me parece —dijo él, y añadió al cabo de un momento—: Problemas que ya han pasado. —No había nada humano hasta donde Dag podía percibir; ni tampoco nada inhumano—. Este lugar está completamente desierto.

Detuvo el caballo frente a la casa, pasó una pierna sobre el cuello del animal, y bajó de un salto.

—Adelántate. Toma las riendas —dijo a Fawn—. No bajes aún.

Ella se adelantó desde su sitio sobre las alforjas, mirando alrededor con los ojos muy abiertos.

—¿Y tú?

—Voy a echar un vistazo.

Recorrió rápidamente la casa, una estructura de dos pisos con añadidos construidos sobre añadidos. El lugar parecía carente de todos los objetos pequeños de valor. Las cosas demasiado grandes para acarrear —camas, arcones— habían sido derribadas o partidas. Todas las ventanas de cristal estaban destrozadas. Dag sabía lo difícil que habría sido conseguir esas mejoras, la granjera ahorrando esperanzadamente para poder traerlas desde Glassforge, empaquetadas en paja por las carreteras llenas de roderas. La despensa de la cocina no contenía comida.

No había animales en el granero; quedaba heno, podía faltar algo de grano. Tras el granero, en el montón de estiércol, encontró por fin los cadáveres de tres perros de granja, destrozados a cuchilladas. Miró la caseta al pasar, los maderos chamuscados sobresaliendo de la ceniza como huesos negros. Alguien tendría que registrarlos buscando otros huesos, más tarde. Volvió a su caballo.

Fawn miraba inquieta a su alrededor a medida que se daba cuenta de los detalles. Dag se apoyó contra el cálido hombro de Mocasín y le pasó la mano por el pelaje.

—Este lugar ha sido saqueado por los bandidos, o por alguien, hace cosa de tres días, me parece —le dijo—. No hay cadáveres.

—Eso es bueno… ¿verdad? —dijo ella, con la inquietud creciendo en sus ojos oscuros al parecer a causa de la expresión que asomaba a su rostro. Él no podía creer que fuera otra cosa aparte de agotamiento.

—Quizá. Pero si la gente hubiera huido, o les hubieran hecho huir, las noticias ya habrían llegado a Glassforge. Mi patrulla no sabía nada de esto ayer por la tarde.

—¿Entonces adonde fueron? —preguntó ella.

—Capturados, me temo. Si esta malicia ya está intentando tomar como esclavos a los granjeros, está creciendo muy deprisa.

—¿Qué? ¿Esclavos para qué?

—No estoy seguro de que la malicia lo sepa aún. Tienen una especie de instinto. Pero lo averiguará bastante rápido. No me queda tiempo. —Se estaba mareando por la fatiga. ¿También se estaría volviendo estúpido por la fatiga?

—Daría casi cualquier cosa por dos horas de sueño ahora mismo —dijo—, excepto dos horas de luz. Necesito retomar el rastro, mientras haya luz para verlo. Creo… —dijo más despacio—. Creo que este lugar es tan seguro como cualquiera y más que muchos. Ya lo han atacado, no queda nada de valor… no volverán enseguida. Estoy pensando que podría dejarte aquí, en todo caso. Si alguien viene, diles… no. Primero, si alguien viene, escóndete, hasta estar segura de que son gente de bien. Entonces sal y diles que Dag tiene un mensaje para su patrulla, que cree que la malicia tiene la guarida al nordeste de la ciudad, no al sur. Si vienen los patrulleros, ¿crees que sabrás guiarles a donde lleva el rastro? Y al cuerpo de ese muchacho… del bandido… —añadió, en el último instante.

Ella miró hacia las colinas boscosas.

—No estoy segura de poder volver a encontrar el sitio, por el camino que tomaste.

—Hay una ruta más fácil. Esta senda… —indicó con un gesto el camino por el que habían venido— se une a la carretera recta a unas cuatro millas. Gira a la izquierda, y creo que el camino que tomó tu hombre de barro hacia el este está unas tres millas más allá.

—Oh —dijo ella con más seguridad—, eso sí que lo puedo encontrar.

—Entonces, perfecto.

Ella no tenía miedo, maldición y condenación. Él podría cambiar eso… ¿Quería volverla loca de miedo, dejarla helada, incapaz de reaccionar? Ella ya estaba bajando del caballo, contenta por poder hacer algo.

—¿Por qué son tan peligrosos los hombres de barro? —preguntó, mientras él recogía las riendas y se preparaba para montar de nuevo.

Él dudó durante un largo momento.

—Te devoran —dijo al fin. Cuando han terminado de hacer todo lo demás, claro.

—Oh.

Atemorizada, impresionada. Y, lo que era más importante, le creyó. Bueno, no había sido una mentira. Quizá haría que tuviera cuidado. Encontró el estribo y se aupó, intentando no pensar demasiado en el contraste entre la dura silla y una cama de plumas. Quedaba un colchón de plumas intacto en la granja. Se había fijado especialmente, apartando de su mente la fantasía de caer de bruces sobre él. Hizo girar al caballo.

—¿Dag…?

Se volvió de inmediato, mirando por encima del hombro. Grandes ojos marrones le miraron desde una cara como una flor maltrecha.

—No dejes que te devoren a ti.

Sus labios se curvaron hacia arriba involuntariamente; ella le dedicó una brillante sonrisa por debajo de las contusiones. Le provocó una curiosa sensación en el estómago, que prudentemente decidió no identificar. Envalentonado pese a todo, alzó su mano tallada en un saludo y galopó de vuelta al sendero.

Sintiéndose abandonada, Fawn vio desaparecer al patrullero por el túnel de árboles en la linde de los campos. El silencio de los edificios, vacíos de gente y animales, era fantasmagórico y opresivo, cuando fue consciente de él. Miró hacia arriba. El sol todavía no había llegado a su cénit. Parecía que habían pasado años desde el alba.

Suspiró y entró en la casa. La recorrió entera, levantando ecos con sus pisadas, sintiéndose como si estuviera irrumpiendo en el duelo de un extraño. El caos dejado por los bandidos parecía demasiado, visto todo de una vez. Volvió a la cocina y se quedó allí, temblando un poco. Bueno, si la casa era demasiado, ¿qué había de una sola habitación? Puedo arreglar una habitación, sí.

Se dispuso a ello y empezó por enderezar todo lo que aún aguantaría en pie, el estante y la mesa y un par de sillas. Lo irreparable lo sacó, apilándolo en una esquina del porche. Luego barrió el suelo de platos y cristales rotos, y de harina derramada y comida reseca. Barrió el porche también, ya que estaba.

Bajo una alfombra vieja, ignorada por los invasores, encontró una trampilla con un asa de cuerda. Sacudió la alfombra en la baranda del porche, volvió, y miró preocupada la trampilla. Me parece que Dag no vio esto.

Se mordió el labio, luego cogió un cubo con el asa rota que había fuera, recogió algunas brasas ardientes de los restos de la caseta (o lo que hubiera sido), y los usó para encender un pequeño fuego en el hogar de la cocina. Encendió con él un cabo de vela que encontró al fondo de un cajón. Levantó la trampilla, estremeciéndose cuando las bisagras chirriaron, tragó saliva y miró la escala que descendía a la negra oquedad. ¿Podría haber alguien aún escondido allí abajo? ¿Arañas enormes…? ¿Cadáveres? Respiró hondo y bajó.

Cuando se dio la vuelta y alzó la vela, sus labios se abrieron con asombro. El sótano estaba forrado de estanterías, y en ellas, intactas, había hileras e hileras de frascos de cristal, muchos de ellos sellados con lacre y cubiertos de tela sujeta con cordeles. Una despensa para una granja llena de gente hambrienta. Un año de trabajo bien alineado; Fawn sabía exactamente cuánto trabajo suponía, también, porque hacer las conservas y sellarlas había sido una de sus tareas más satisfactorias en casa. Ninguno de los frascos estaba etiquetado, pero no tuvo dificultad en identificar sus contenidos. Fruta en conserva. Pepinillos. Maíz agridulce. Carne en adobo. Un barril en una esquina resultó contener varios sacos de harina. Otro estaba lleno de las manzanas de la cosecha del año pasado, acolchadas con paja, ya muy arrugadas y sólo aptas para cocinar, pero no podridas. Se sintió animada e impulsada a la acción.

La mayoría de los frascos eran grandes, para mucha gente, pero encontró tres más pequeños, uno de una oscura fruta púrpura, otro de maíz agridulce, y otro de lo que esperó fuera carne guisada, y los sacó a la luz, junto a un pañuelo lleno de harina. Una sola sartén de hierro, que encontró en una esquina bajo un estante caído, era todo lo que quedaba de los utensilios de la casa, pero con algo de ingenio pronto se las apañó para cocer en ella tortas de pan ácimo sobre el fuego. El frasco de carne resultó ser, probablemente, cerdo cocido hasta no ser más que hebras con cebolla y hierbas aromáticas, que calentó tras sacar las tortas de la sartén.

Se recuperó de días de magras raciones y luego, saciada, separó una porción para cuando Dag volviera. Claramente, a juzgar por el comportamiento de la jefa de su patrulla y por su constitución, debía ser el tipo de hombre que tenías que capturar y amarrar para hacerle recordar cómo comer. ¿Era simplemente despistado, o es que vivía hasta tal punto dentro de su cabeza que no notaba las necesidades de su cuerpo? ¿Y qué más había dentro de esa cabeza? Parecía obsesionado. Considerando el valor casi inconsciente del que había hecho gala hasta el momento, era inquietante pensar en qué podría temer tanto como para impulsarle tan incesantemente. Bueno, yo fuera tan alta como un árbol, quizá sería valiente también. Un árbol delgadito. Tras pensarlo un poco, envolvió la carne y las conservas en el pan para que él pudiera comer mientras cabalgaba, porque cuando volviera, probablemente seguiría teniendo prisa.

Si volvía. No lo había dicho, en realidad. El pensamiento le generó un punto frío y decepcionado en el vientre. Estás siendo una idiota. Ya vale. La cura para pensamientos malos y tristes era el trabajo, cierto, pero estaba muy cansada.

En otra de las habitaciones encontró un costurero abandonado que también había escapado a la atención de los bandidos, probablemente porque la costura que lo cubría parecía ser nada más que trapos. Se les habían escapado todas las herramientas útiles que contenía, tijeras afiladas y buenos dedales y una colección de finas agujas de hierro. ¿Eran los hombres de barro del dañiespectro, de la malicia, todos hombres? ¿No había mujeres de barro? Al parecer no.

Decidió que cosería algunos de los rajados jergones de plumas en pago por la comida, para que no pareciera que la habían robado. Coser no era lo que se le daba mejor, pero unas costuras rectas serían sencillas de hacer, y terminaría con el desorden de las plumas que flotaban por todas partes. Sacó los jergones al porche para tener luz, y para poder vigilar el camino a la espera de un alto… de quien viniera. La aguja y el hilo y el trabajo repetitivo y preciso crearon un ritmo tranquilizador bajo sus manos. En la quietud, su mente volvió al terror de esa mañana. Pensar en ello le hizo sentirse de nuevo enferma y temblorosa. Como alternativa, desvió sus pensamientos hacia los Andalagos.

Un granjero para un Andalagos no quería decir alguien que cultivaba los campos; quería decir cualquiera que no fuera un Andalagos. Gente de la ciudad, barqueros, mineros, molineros… bandidos…, evidentemente todos eran granjeros a ojos de Dag. Pensó en las implicaciones. Había oído una historia sobre una chica en Coshoton que había sido seducida por un Andalagos de paso, un mercader, se decía. Había ido al norte tres veces tras él, a tierras de los Andalagos, y había sido traída de vuelta los tres veces por los suyos; al final se ahorcó en los bosques. Había una advertencia en esa historia. Fawn se preguntó qué lección se suponía que tenías que aprender de ella. Bueno, Las chicas deben alejarse de los Andalagos era la que se pretendía, obviamente, pero quizá la real era Si algo no funciona una vez, no te limites a repetirlo dos veces más, intenta otra cosa. O quizá fuera No te rindas tan pronto. O Aléjate de los bosques.

La anónima muchacha había muerto de amor frustrado, susurraba, pero Fawn se preguntó si no sería más bien de rabia frustrada. Admitió para sí que había albergado sentimientos parecidos tras aquella horrible conversación con Sunny el Estúpido, pero no era que quisiera morir, era que quería hacerle sentir tan mal como la había hecho sentirse a ella. Y había sido bastante descorazonador darse cuenta de que no estaría viva para disfrutar de su venganza, y más descorazonador aún sospechar que a él se le pasaría la culpa bien pronto. Mucho antes de que a ella se le pasara lo de estar muerta, en todo caso. Y esa noche no hizo nada, después de todo, y al día siguiente se le ocurrieron otras ideas. De modo que quizá la auténtica lección era Espera a la mañana, después del desayuno.

Se preguntó si la chica ahorcada también estaría embarazada. Luego se preguntó de nuevo cómo el hombre alto lo había sabido, al parecer sólo mirándola con aquellos ojos de oro reluciente que a veces eran fríos como el metal y otras veces cálidos como el verano. Hechiceros, ja. Dag no parecía un hechicero. (¿Y qué aspecto tenía un hechicero, de todos modos?). Parecía un cazador muy cansado que había pasado demasiado tiempo lejos de casa. Cazando cosas que le daban caza a él.

Una niña. Quizá él sólo lo había supuesto. Una probabilidad del cincuenta por ciento no era nada mala, para aparentar tener razón más tarde. Aun así era una idea que le daba ánimos. Conocía a las niñas. Un niño, por muy inocente que fuera, le hubiera recordado demasiado a Sunny. No había previsto ser madre tan pronto, pero si tenía que serlo, iba a intentar ser una buena madre. Se frotó el vientre con gesto ausente. No te traicionaré. Una atrevida promesa. ¿Cómo iba a proteger a un niño cuando no podía ni salvarse a sí misma? Y también, a partir de ahora, tendré más cuidado. Cualquiera podía cometer un error. El truco estaba en no cometer el mismo error dos veces.

Al final se quedó sin tela que coser, paciencia para pensar, ni voluntad de quedarse despierta. Las magulladuras de la cara le latían. Llevó los jergones reparados dentro y apiló cuatro de ellos en una esquina de la cocina, porque la habitación de al lado era aún un desastre y no tenía la energía necesaria para acometer su limpieza. Se dejó caer agradecida sobre la pila de jergones. Tuvo apenas tiempo de percibir su olor mohoso, y pensar que necesitaban airearse, cuando sus ojos se cerraron.

Fawn despertó al oír ruido de pisadas en el porche de madera. ¿Ya volvía Dag? Todavía había luz. ¿Cuánto tiempo había dormido? Soñolienta, se incorporó, ansiosa por mostrarle los tesoros escondidos en el sótano y por escuchar lo que había encontrado él. Sólo entonces se dio cuenta de que había demasiadas pisadas fuera.

Si estuviera en el sótano no la habrían visto. Hubiera podido arrojar un par de jergones allí abajo. Tuvo apenas tiempo de pensar ¿De qué sirve no cometer dos veces el mismo error cuando los nuevos errores te matan igualmente?, cuando los tres hombres de barro derribaron la puerta.

Capítulo 4

Cuando el tenue sendero que estaba siguiendo colina arriba se convirtió en algo más parecido a una senda, Dag decidió que era hora de dejarla. Sentido esencial o sentido común o puros nervios, no podía decirlo, pero desmontó y guió a su caballo hasta un pequeño claro fuera de la vista del sendero. Apenas necesitó depositar una sugestión de no alejarse; Mocasín, a pesar de toda su resistencia montaraz y su genio, estaba tan cansado que tropezaba. Como Dag. Sintiéndose culpable, ató las riendas fuera del alcance de los cascos delanteros, pero le dejó puesta la silla. Odiaba dejar su montura tan mal atendida, pero si regresaba con prisas no habría tiempo de ocuparse de los arreos. Ni de dudar en reventar al animal, si la necesidad era lo bastante urgente. Mañana, o pasado, todos descansaremos bien. De un modo u otro.

No volvió a la senda, sino que trazó un rumbo paralelo, alejado unos doce pasos de ella por la maleza. Iba despacio, caminando como un ciervo, pisando con deliberación, constantemente alerta. Apenas una milla más allá tuvo ocasión de alegrarse por su prudencia; se quedó muy quieto en una zona de broza y hiedra silvestre mientras dos figuras se acercaban abiertamente por el camino.

Hombres de barro. Un zorro y un conejo, supuso, y apenas necesitó sus sentidos internos para saberlo; eran bastos, quizá los primeros intentos, y mostraban señales de sus orígenes animales en la piel, las orejas, sus caras y narices deformes. Era muy tentador intentar algo con esa combinación, despertar sus auténticas naturalezas y dejar que siguieran su curso, pero el intento destruiría su escondite, quizá le revelaría ante su ama más allá. No era momento para juegos. Los dejó pasar a desgana, agradecido porque sus torpes nuevas formas incluyeran limitaciones humanas en su sentidos del olfato a cambio de las ventajas humanas de tener manos y habla.

Supo que se acercaba a la guarida por la ausencia de pájaros. Éste es un día de ausencias. Retrajo todavía más su sentido esencial cuando las primeras hierbas amarillentas y moribundas empezaron a crujir bajo sus pies. No esperaba esto hasta dentro de unas millas. La guarida estaba mucho más cerca de la carretera recta de lo que había creído posible. Enviar sus primeras marionetas humanas a buscar presas tan lejos de su bastión inicial era alarmantemente inteligente para una malicia tan —supuestamente— joven. ¿Cómo se nos pudo pasar esto?

Sabía cómo. Somos muy pocos, con demasiado terreno que cubrir y nunca con tiempo suficiente. Expande el terreno de los rastreos, acelera las búsquedas, y te arriesgas a dejarte pistas sin ver. Ve despacio y con cuidado, y te arriesgas a no llegar a tiempo a todos los lugares críticos. Bueno, éste lo hemos encontrado. Es un éxito, no un fracaso.

Quizá.

Para cuando llegó a un oteadero se arrastraba como un caracol, casi sobre el vientre, sin atreverse apenas a respirar. Todas las hierbas y matorrales a su alrededor estaban muertos y quebradizos, el suelo bajo sus rodillas dolorosamente estéril, y su sentido esencial, estrechamente contenido, temblaba por el efecto del aura de la malicia. Ciertamente, está aquí.

Al fondo de una torrentera rocosa, un riachuelo torcía desde su derecha, corría justo bajo él, y trazaba un meandro a la izquierda. Ni una sola planta viviente alegraba la hendidura hasta donde podía ver en cualquier dirección, aunque los huesos muertos de algunos árboles todavía se erguían como centinelas. Había algo parecido a un campamento, a orillas del riachuelo: tres o cuatro hogueras de campamento, ahora apagadas y frías, montones de víveres robados desperdigados por todas partes. Al otro lado de la torrentera, un par de caballos inquietos estaban atados a árboles muertos. Caballos reales, naturales hasta donde Dag podía decir. Mal cuidados, por supuesto.

El lugar podía acomodar a veinticinco o cincuenta hombres, pero estaba hombre de barro dormido en un montón de trapos como en un nido. Dag se preguntó si algunos de los ausentes serían hombres que su patrulla había capturado la noche anterior. Lo cual querría decir que la patrulla podría llegar en cualquier momento, un pensamiento agradable. No se permitió dejarse llevar por la esperanza.

A mitad de la pendiente opuesta de la torrentera, una plataforma de piedra saliente creaba una cueva, quizá de sesenta pies de largo y protegida en la entrada por un suave saliente de piedra gris que se erguía hasta casi tocar la plataforma. Desde donde estaba no podía decir lo profunda que era. Salían senderos desde ambos lados, abajo hacia el riachuelo y por la pendiente opuesta.

La malicia estaba dentro, por ahora. ¿Era móvil ya, o todavía sésil? Y si ya era móvil, ¿habría pasado su primera muda? Y si no lo había hecho, ¿cuántas ganas tendría de conseguir los materiales humanos necesarios para conseguirlo? El primer cuerpo de una malicia después de eclosionar era incluso más torpe y contrahecho que el de un hombre de barro, lo que generalmente parecía irritarla.

Dag se abrió la camisa y sacó sus cuchillos de vínculo. Se pasó la correa por la cabeza y miró un momento las hojas gemelas. El cuero cosido estaba desgastado por el uso y oscurecido por sudor viejo. Pasó un dedo por las empuñaduras revestidas de cuerda, una azul, otra verde, desenvainó y contempló seis pulgadas de hoja de hueso pulido. La tocó con los labios. Murmuraba vieja mortalidad.

¿Es éste el día en que tu muerte queda redimida, Kauneo, mi amor? La he llevado en torno a mi cuello durante tanto tiempo. Como tú quisiste, así lo quiero yo. Esta malicia era maligna, grande y creciendo rápidamente. Sería casi digna de ella, pensó Dag. Casi.

Sacó la segunda hoja de hueso, vacía, y colocó ambas juntas. Vienen de dos en dos, oh, sí. Una para ti y una para mí. Las guardó de nuevo.

Mari también llevaba cuchillos de vínculo, y también Utau y Chato, regalos de mortalidad de patrulleros antes de ellos. Él sabía que el juego que llevaba Mari ahora era herencia de uno de sus hijos, y tan queridos para ella como éstos lo eran para Dag. La patrulla iba bien surtida. Quien usaba los suyos en una malicia no era generalmente un asunto de echarlo a suertes, ni de heroísmo, ni de honor: el primero que podía, lo hacía. Como pudieran. Tan eficazmente como fuera posible. No faltarían otras oportunidades más tarde.

La esencia de Dag se estremecía ante el drenaje al que la sometía la presencia de la malicia, un efecto que se comunicaría a su cuerpo si se quedaba mucho tiempo allí. Jóvenes patrulleros sensibles quedaban tan afectados por su primer encuentro con una malicia que les podía llevar semanas recuperarse. Dag había sido uno de ellos. Una vez.

Ahora: ve. De vuelta al caballo, y a galopar como un loco al punto de reunión.

Pero… Había tan pocas criaturas en el campamento. Era una oportunidad para un golpe de mano, por así decir. Abajo por la torrentera, cruzar corriendo el riachuelo, trepar a la cueva… Todo podía acabar en unos minutos. En el tiempo que costaría traer aquí a la patrulla, la malicia podía traer también refuerzos (¿y dónde estaban ahora, qué maldades estarían haciendo?), convirtiendo el ataque en una lucha potencialmente costosa sólo para recobrar una proximidad que él tenía ahora mismo. Dag pensó en Saun. ¿Habría sobrevivido a la noche?

Pero con su sentido esencial anulado, Dag no podía ver cuántos hombres u hombres de barro podían estar escondidos en la cueva con la malicia. Si entraba a la carga sólo para ofrecer la cabeza al enemigo, los problemas a los que se tendría que enfrentar su patrulla serían muchísimo peores. Y además yo estaré muerto. En cierto modo, se alegraba de que la perspectiva todavía pudiera inquietarle. Al menos un poco.

Bajó el rostro, luchó para controlar su respiración acelerada, y se preparó para retirarse. Torció los labios en una mueca. Mari estará muy orgullosa de mí.

Empezó a apartarse del borde de la torrentera, pero se quedó quieto de nuevo. Por un camino al otro lado aparecieron tres hombres de barro. El primero era un… ¿dónde habría encontrado la malicia un lobo por esta zona? Dag creía que los granjeros habrían diezmado a los lobos en la región, pero esta zona de colinas imposibles de arar era un reservorio para todo tipo de cosas. Como podemos ver. Sus ojos se abrieron más al reconocer al segundo de la fila, el hombre-mapache de esa mañana. El tercero, aún más grande, debió de haber sido alguna vez, un oso negro. Un destello de una familiar tela azul oscuro sobre el hombro del gigantesco hombre-oso le dejó sin aliento.

Chispita. Han encontrado a Chispita. ¿Cómo…?

Se dio cuenta de que una línea más o menos recta por las colinas desde aquí hacia la granja del valle era el lado corto de Un triángulo. Él había recorrido dos lados largos, desde la granja hasta donde había perdido el rastro del hombre-mapache, y luego hasta aquí.

Apuesto a que la han encontrado porque fueron a buscarla. También explicaba el resto de la ausente compañía de la malicia; como los dos que se había cruzado en el sendero, todos habían sido enviados a peinar las colinas en busca de la presa que se les había escapado. Y la malicia y sus hombres de barro ya sabían de la existencia de la granja del valle si la habían saqueado recientemente. Debían haberlo sabido hacía tiempo; su respeto por el ingenio de la malicia aumentó un grado más, por dejar un objetivo tan tentador tranquilo y sin asustar, durante tanto tiempo. ¿Cuánta fuerza habría cobrado, para atreverse a moverse ahora abiertamente? ¿O la llegada de la patrulla de Chato la había hecho salir?

La figura de azul, colgando boca abajo, se sacudía y luchaba. Golpeó la espalda de su captor con pequeños y fuertes puños, sin efecto visible, excepto por el hombre-oso echándosela más arriba en el hombro y aterrándole los muslos con más fuerza.

Estaba viva. Consciente. Sin duda aterrorizada.

No lo bastante aterrorizada. Pero Dag podía suplir la diferencia. Abrió la boca para acallar su respiración agitada; el corazón le martilleaba en el pecho. Ahora la malicia tenía justo lo que necesitaba para su siguiente muda. Dag sólo tenía que entregarle un patrullero Andalagos —y además uno muy experimentado— como postre, para que sus poderes estuvieran completos.

No estaba seguro de si temblaba de indecisión o sólo de miedo. Miedo, decidió. Sí, podía volver con la patrulla y traerlos a la carga, seguir las reglas, estar seguro. Porque los Andalagos tenían que ganar, cada vez. Pero Fawn podría estar muerta para cuando volvieran.

O en unos minutos. Los tres hombres de barro desaparecieron tras el muro de roca. Así que al menos habría tres dentro. O podría haber diez.

Entrar y salir de la cueva… No. Sólo tenía que entrar.

No sabía por qué su cerebro todavía intentaba alocadamente calcular los riesgos, porque su mano ya se estaba moviendo. Dejando el arco y la aljaba y el equipo innecesario. Colocando las fundas de sus cuchillos de vínculo. Cambiando el garfio-pinza de su muñequera de cuero por el cuchillo de acero. Probando a desenvainar su cuchillo de guerra.

Se alzó y bajó por la pendiente de la torrentera, deslizándose desde las rocas a los arroyuelos tan silenciosamente como una serpiente.

Todo había sucedido tan rápido…

Fawn colgaba cabeza abajo, mareada y con náuseas. Se preguntó si el golpe que había recibido al otro lado de la cara haría un moratón a juego con el primero. El ancho hombro del hombre de barro parecía golpearle el estómago al andar incesantemente, sin detenerse ni siquiera cuando ella vomitó violentamente por su espalda. Dos veces.

Cuando Dag volviera a la granja del valle —sí Dag volvía al la granja del valle—, ¿sería capaz de leer los hechos a partir del desastre que su pelea había creado en la cocina? Era un rastreador, sin duda tendría que notar las pisadas de mermelada de ciruelas que había hecho dejar a sus captores por el suelo mientras se lanzaban a por ella. Pero parecía demasiado esperar que el hombre la rescatara dos veces en un día; totalmente embarazoso, de hecho. Imaginando el ridículo, intentó de nuevo liberarse de la presa del enorme hombre de barro, golpeándole la espalda con los puños. Podía haber estado golpeando arena para lo que le sirvió.

Debería reservar sus fuerzas para mejor oportunidad.

¿Qué fuerzas? ¿Qué oportunidad?

La luz cálida y firme de la tarde de verano dejó paso abruptamente a sombras grises y al fresco aroma de tierra y roca.

Cuando su captor la bajó, tuvo una mareante impresión de una cueva o un nicho medio lleno de pilas de basura. O suministros para la guerra, era difícil decirlo. Luchó contra las sombras oscuras que pasaban ante su vista y se quedó de pie, parpadeando.

Dos más de los hombres-animales se levantaron como para saludar a sus tres escoltas. Se preguntó si iban a caer sobre ella y destrozarla como una jauría de perros devorando un conejo. Aunque no estaba totalmente segura de que el más bajito del centro no hubiera sido un conejo, una vez.

La voz dijo:

Traedla aquí.

Las palabras sonaban más claras que el farfullar de los hombres de barro, pero el tono le hizo sentir que sus huesos se fundían. De pronto no pudo obligarse a mirar hacia la fuente del horrible sonido. Parecía arrancarle a tiras la mente. Por favor déjame ir por favor déjame ir déjamedéjame…

El hombre-oso la cogió por los hombros y la llevó medio en volandas medio a rastras hasta el fondo de la cueva, un corte largo y poco profundo en la ladera. Y la puso frente a frente con el origen de la Voz.

Podía haber sido un hombre de barro, más grande, más alta, más ancha. Su forma era bastante humana, una cabeza con dos ojos, nariz, boca, orejas… Torso ancho, dos brazos, dos piernas. Pero la piel no era ni siquiera como la de un animal, mucho menos como la de un humano. Le hizo pensar en lagartos e insectos y polvo de piedra apelmazado con guano. No tenía pelo. El cráneo desnudo tenía una leve cresta. Estaba desnuda, al parecer inconsciente de ello; los extraños abultamientos de su entrepierna no parecían los genitales de un hombre, ni los de una mujer. No se movía bien, como si fuera la escultura de barro de un niño que hubiera cobrado movimiento, no una criatura viva de hueso y tendón y músculo.

Los hombres de barro tenían ojos de animal en rostros humanos, y parecían inimaginablemente peligrosos. Esto… tenía ojos humanos en el rostro de una pesadilla. No, no de una pesadilla que ella pudiera haber soñado e imaginado. Una de las de Dag, quizá. Atrapada. Atormentada. Y aun así, a pesar de todo su dolor, tan carente de piedad como una piedra. O una avalancha.

La cogió de la camisa, la alzó hasta su cara, y la miró durante un largo, largo momento. Ella estaba llorando ahora, de miedo, sin avergonzarse. Aceptaría el rescate de Dag ahora, sí, o de cualquiera. Volvería con su bandido violador. Haría un trato con cualquier dios que escuchara, prometería cualquier cosa… déjamedéjame…

En un movimiento lento, deliberado, la malicia le levantó la falda con la otra mano, le bajó las bragas hasta las caderas, y le clavó las garras en el vientre.

El dolor fue tan intenso que Fawn pensó por un momento que la había destripado. Sus rodillas se alzaron en un espasmo involuntario, y gritó. El sonido salió tan apretado de su garganta irritada que se convirtió casi en un silencio, un siseo ronco. Bajó el rostro, esperando ver manar la sangre, sus entrañas saliéndose. Sólo cuatro tenues líneas rojas marcaban la pálida piel intacta de su vientre.

¡Déjala! —rugió una voz ronca a su derecha.

La malicia volvió la cara, parpadeando despacio; Fawn también se volvió. La repentina liberación de su camisa la cogió totalmente por sorpresa, y cayó al suelo de la cueva, arañándose las palmas de las manos con la tierra y las piedras, y luego se levantó.

Dag estaba en las sombras, luchando contra tres, no, contra los cinco hombres de barro. Uno retrocedió con la garganta cortada, y otro se acercó. Dag casi desapareció bajo la pila de criaturas que gruñían. Ruidos de lucha, algo se rasgó, Dag gritó, y un lío de correas y madera y un destello de metal golpeó violentamente contra la pared de la cueva. Un hombre de barro le había arrancado la prótesis de su brazo. El hombre de barro retorció el brazo de Dag a su espalda como si también intentara arrancarlo.

Él la miró. Metió su gran cuchillo de acero en el hombre de barro más cercano como si lo clavara en un árbol para recogerlo luego, y se arrancó un saquito de cuero que llevaba cuello, rompiendo la correa.

—¡Chispa! ¡Mira esto!

Lo miró mientras volaba hacia ella y, para su enorme sorpresa, lo cogió al vuelo. Nunca en su vida había cogido… Otro hombre de barro saltó sobre Dag.

—¡Clávaselo! —aulló él, cayendo de nuevo—. ¡Clávaselo a la malicia!

Cuchillos. El saquito contenía dos cuchillos. Sacó uno. Estaba hecho de hueso. ¿Cuchillos mágicos?

—¿Cuál? —gritó frenéticamente.

—¡La punta por delante! ¡Donde sea!

La malicia empezaba a avanzar hacia Dag. Sintiéndose como si su cabeza flotara a tres pies sobre su cuerpo, Fawn hundió profundamente el cuchillo de hueso en el muslo de la cosa.

La malicia se volvió hacia ella, aullando sorprendida. El sonido pareció partirle el cráneo. La malicia la cogió por el cuello esta vez, y la alzó, contorsionando la horrible cara.

—¡No! ¡No! —gritó Dag—. ¡El otro!

Todavía asía el saquito con una mano; la otra estaba libre. Tenía quizá un segundo antes de que la malicia la sacudiera hasta romperle el cuello, como un pinche matando un pollo. Sacó la otra hoja de hueso de su vaina y la hundió frente a sí. Resbaló sobre algo, quizá una costilla, y luego penetró, pero sólo un par de pulgadas. La hoja se rompió. ¡Oh, no…!

Estaba cayendo, cayendo como desde una gran altura. Se dio un golpe tremendo contra el suelo. Se levantó de nuevo, con todo dándole vueltas alrededor.

Ante sus ojos, la malicia se estaba deshaciendo. Le caían trozos como pedazos de hielo de un tejado. Su horrible voz plañidera subió y subió cada vez más alto, desvaneciéndose pero dejándole un dolor lacerante en los oídos.

Y desapareció. Frente a ella quedó una pila de tierra amarilla, maloliente. El primer cuchillo, el del mango azul que no había funcionado, estaba en el suelo frente a ella. Todo estaba en silencio, a menos que se hubiera quedado sorda.

No, porque a su derecha se oyó de nuevo movimiento. Se dio la vuelta, pensando en recoger el cuchillo e intentar ayudar. Su magia podría haber fallado, pero todavía tenía filo y punta. Pero los tres hombres de barro aún en pie habían dejado de intentar destrozar al patrullero y huían, ululando. Uno la atropello en su frenética huida, aparentemente sin intenciones destructivas. Esta vez, se quedó a cuatro patas. Jadeando. Había pensado que su cuerpo debía quedarse sin temblores de puro agotamiento, pero parecía haber una reserva inagotable. Tuvo que apretar los dientes para evitar que le castañetearan, como alguien congelándose. Sentía espasmos en el vientre.

Dag estaba sentado en el suelo a diez pies con una expresión asombrada en el rostro, las piernas de cualquier manera, la boca abierta, jadeando tan violentamente como ella. Su manga izquierda estaba rasgada, y su brazo sin mano sangraba por varios largos arañazos. Debía haber recibido un golpe en la cara, porque uno de sus ojos lagrimeaba y empezaba a hincharse.

Fawn rebuscó hasta encontrar el otro mango de cuchillo, el verde que se había roto dentro de la malicia. ¿Dónde estaba la malicia?

—Lo siento. Lo siento. Lo he roto —estaba llorando, lágrimas y mocos corriéndole por los labios—. Lo siento…

—¿Qué? —Dag alzó la mirada, mareado, y gateó hacia ella con una mano, en extraños saltos lentos, con el brazo izquierdo apretado contra el pecho.

Fawn señaló con un dedo tembloroso.

—He roto tu cuchillo mágico.

Dag miró la empuñadura forrada de verde con expresión desorientada en el rostro, como si lo viera por primera vez.

—No… Está bien… Se supone que tienen que hacer eso. Se rompen así cuando funcionan. Cuando enseñan a la malicia a morir.

—¿Qué?

—Las malicias son inmortales. No pueden morir. Si rompieras su cuerpo en cien pedazos, la… identidad de la malicia huiría a otro agujero y se reharía. Y todavía sabría todo lo que aprendió en esta encarnación, de modo que sería el doble de peligrosa. No pueden morir por sí mismas, de modo que tienes que compartir una muerte con ellas.

—No entiendo.

—Lo explicaré mejor —jadeó— más tarde… —se tendió de espaldas, con el cabello empapado en sudor y desordenado; ojos dilatados, de color de té de sasafrás en las sombras, mirando hacia arriba sin ver—. Dioses ausentes. Lo hemos conseguido. Está hecho. ¡Tú lo has hecho! Qué desastre. Mari me matará. Pero primero me besará, seguro. Nos besará a los dos.

Fawn se sentó sobre los talones, doblada por los espasmos.

—¿Por qué no funcionó el primer cuchillo? ¿Qué le pasaba?

—No estaba activado. Lo siento, no pensé. Tenía prisa. Un patrullero hubiera sabido cuál era cuál al tocarlos. Por supuesto, tú no podías. —Se volvió sobre el lado izquierdo y alargó la mano hacia el cuchillo de la empuñadura azul—. Ése es mío, para mí algún día.

Su mano lo tocó y se retiró bruscamente.

¿Qué…? —abrió los labios, su mirada se intensificó, y alargó de nuevo la mano, con cuidado. La retiró más lentamente esta vez, mientras la excitación enloquecida desaparecía de su cara—. Esto es raro. Es muy raro.

¿El qué? —saltó Fawn, irritada por el dolor y la confusión. Tenía el cuerpo magullado, sentía el cuello como si se lo hubieran arrancado a medias, y su vientre se anudaba en oleadas de dolor—. No me dices nada que tenga sentido, y luego voy y hago tonterías, y no es culpa mía.

—Oh, me parece que esto sí. Son las reglas. El mérito es para el que lo hace, por torpe que sea el método. Felicidades, Chispita. Acabas de salvar el mundo. Mi patrulla estará muy contenta.

Hubiera pensado que le estaba tomando el pelo sin piedad, pero aunque sus palabras parecían alocadas, su tono de voz era sereno y perfectamente serio. Y sus ojos se posaron cálidos sobre ella, sin el más mínimo atisbo de… malicia.

—Quizá es que estás loco —dijo ella enfurruñada—, y por eso nada de lo que dices tiene sentido.

—No sería una sorpresa si lo estoy —dijo él plácidamente. Gruñendo por el esfuerzo, giró y se puso de rodillas, equilibrándose con la mano. Abrió la mandíbula como para estirar el rostro, como si se le hubiera quedado adormecido, y parpadeó lentamente—. Tengo que salir de esta tierra muerta. Está desbaratando mi sentido esencial de mala manera.

—¿Tu qué?

—Lo explicaré más tarde —suspiró— también. Explicaré todo lo que quieras. Te lo debemos, Chispita. Te debemos el mundo —tras una pausa reflexiva, añadió—: También a mucha gente más. No cambia el asunto.

Alargó de nuevo la mano hacia el cuchillo intacto, luego se detuvo, y su expresión se cerró.

—¿Querrías hacerme un favor? Coge eso y llévalo en mi lugar. La empuñadura y los trozos del otro también. Hay que enterrarlo adecuadamente, más tarde.

Fawn intentó no mirar su muñón, que era rosa y abultado j y parecía magullado.

—Por supuesto. Por supuesto. ¿Te han roto la cosa esa para tu mano?

Vio el saquito a unos pocos pies y gateó para recogerlo. No estaba segura de poder tenerse en pie. Recogió los fragmentos en la manga rota de Dag y deslizó el cuchillo intacto en su funda.

Él se frotó el brazo izquierdo.

—Me temo que sí. No se debe arrancar así, en ningún caso. Diría lo arreglará, se le da bien el cuero. No sería la primera vez.

—¿Está bien tu brazo?

Él sonrió brevemente.

—Tampoco se debe arrancar así, aunque ese hombre-oso lo intentó. No tengo nada roto. Mejorará con algo de descanso.

Se puso en pie bruscamente y se quedó un momento con las piernas separadas, oscilando un poco, hasta que pareció seguro de que no caería al suelo. Cojeó lentamente por la cueva, recogiendo primero el roto arnés de su brazo, que se echó al hombro por las correas, y luego, más lejos, su gran cuchillo. Lo limpió en su mugrienta camisa y lo envainó. Hizo girar los hombros y miró a su alrededor un momento, aparentemente no vio nada más que quisiera, y volvió con Fawn.

Sus espasmos empeoraban y casi se dobló en dos al intentar levantarse; él la ayudó. Ella se metió el saquito y la manga enrollada en la camisa. Apoyándose el uno en el otro, salieron hacia la luz.

—¿Qué pasa con los hombres de barro? ¿No nos atacarán otra vez? —preguntó Fawn con miedo cuando salieron al camino que daba a la torrentera muerta.

—No. Para ellos todo termina cuando su malicia muere. Vuelven a sus mentes animales, atrapadas en los cuerpos humanos. Normalmente les entra el pánico y corren. Luego no les va muy bien. Los matamos por piedad cuando podemos. Si no, mueren solos bastante pronto. Es horrible, en realidad.

—Oh.

—Los hombres cuyas mentes la malicia ha atrapado, también se ven libres de la niebla. Vuelven a lo que eran.

—¿Una malicia también esclaviza hombres?

—Cuando sus poderes son mayores. Creo que ésta podría, aunque estaba aún en su primera muda.

—¿Y quedarán… libres? ¿Dónde quiera que estén?

—A veces libres. A veces enloquecen. Depende.

—¿De qué?

—De lo que hicieran durante ese tiempo. Lo recuerdan, ¿comprendes?

Fawn no estaba segura de entenderlo. O de querer entenderlo.

El aire era cálido, pero el sol se ponía entre ramas desnudas, como si el invierno se hubiera mezclado inopinadamente con el verano.

—Este día ha durado diez años —suspiró Dag—. Tengo que salir de esta tierra mala. Mi caballo está demasiado lejos para llamarlo. Creo que cogeremos ésos—. Señaló a los dos caballos atados a los árboles cerca del riachuelo y la guió por el camino en zigzag hasta ellos—. No veo sillas. ¿Puedes montar a pelo?

—Normalmente sí, pero ahora me encuentro bastante mal —admitió Fawn.

Todavía temblaba, y se sentía fría y pegajosa. Contuvo el aliento cuando otro violento espasmo la atravesó. Esto no es bueno. Algo va muy mal. Pensó que se había quedado sin miedo, que había usado la reserva de un año, pero ahora no estaba segura.

—Huh. ¿Crees que irás bien si te llevo delante de mí?

El desagradable recuerdo de su cabalgata con el bandido esa mañana (¿había sido sólo esa mañana? Dag tenía razón, este día era una década) pasó por su mente. No seas idiota. Dag es diferente. Dag, en general, era diferente a cualquier otra persona que hubiera encontrado en su vida. Tragó saliva.

—Sí. Me… Sí, probablemente.

Llegaron a los caballos, Fawn trastabillando un poco. Dag pasó la mano sobre ellos, canturreó algo para sí, y soltó a uno después de quitarle la brida de cuerda. Se alejó al trote, contento al parecer. El otro era una pulcra yegua baya de patas negras y una estrella blanca en la frente; él sujetó la cuerda a su brida para improvisar unas riendas y la guió hasta un tronco caído. Intentaba usar el brazo izquierdo para ayudar, se estremecía, y luego recordaba; lo cual, entre todos los otros dolores de Fawn, hacía que su corazón doliera extrañamente.

—¿Puedes subir tú, o te ayudo?

Fawn se quedó de pie, blanca.

—¿Dag? —dijo en voz baja, asustada.

Su cabeza giró bruscamente ante su tono, y se inclinó hacia ella atentamente.

—¿Qué?

—Estoy sangrando.

Fue hacia ella.

—¿Dónde? ¿Te cortaron? No vi…

Fawn tragó saliva, pensando que su cara estaría escarlata si no hubiera estado verde. En voz todavía más baja, dijo estranguladamente:

—Entre… entre las piernas.

La alegría maníaca que subyacía en su expresión desde la muerte de la malicia desapareció como borrada con un trapo.

—Oh. —Y no pareció necesitar una sola palabra más, lo que era una buena cosa, además de ser asombrosa en un hombre, porque Fawn se había quedado sin nada. Palabras. Valor. Ideas.

Él respiró hondo.

—Todavía tenemos que salir de aquí. Este sitio es letal. Tengo que llevarte, llevarte a otro sitio. Lejos de aquí. Iremos sólo un poco más deprisa, eso es todo. Tendrás que ayudarme. Nos ayudaremos.

Les llevó dos intentos y bastantes torpezas, pero ambos consiguieron subir por fin a la yegua baya, que por fortuna resultó ser una bestia tranquila. Fawn no se sentó a horcajadas, sino de lado sobre el regazo de Dag, con las piernas juntas, la cabeza apoyada en su hombro izquierdo, el brazo en torno a su cuello, dejándole libre la mano derecha para las riendas. Él trinó al caballo, y partieron a paso rápido.

—Quédate conmigo —murmuró contra el pelo de Fawn—. No te dejes ir, ¿me oyes?

El mundo daba vueltas, pero bajo la oreja ella oía el latido tranquilo de un corazón. Asintió tristemente.

Capítulo 5

Para cuando llegaron a la desierta granja del valle, la parte trasera de la falda de Fawn y la delantera de los pantalones de Dag estaban cubiertos de sangre brillante.

—Oh —dijo Fawn con voz avergonzada, cuando la bajó del caballo y se deslizó tras ella—. Oh, lo siento.

Dag alzó lo que esperaba fuera una ceja admirablemente tranquila.

—¿El qué? Sólo es sangre, Chispita. He visto más sangre en mi vida de la que tienes en todo tu cuerpecillo, que es donde esta marea roja tenía que estar, maldición y condenación. No me dejaré llevar por el pánico.

Quería cogerla en brazos y llevarla dentro, pero no confiaba en sus fuerzas. Tenía que seguir moviéndose, o su cuerpo magullado se empezaría a poner rígido. Le pasó el brazo derecho por los hombros y dejando que la yegua se las apañara sola, la guió hasta los escalones del porche.

—¿Por qué está pasando esto? —dijo ella, en voz tan baja y susurrante y dolida que no estuvo seguro de si dirigía la pregunta a él o a sí misma.

Dudó. Sí, era joven, pero sin duda…

—¿No lo sabes?

Ella le miró. El moratón que cubría la parte izquierda de su cara se había oscurecido hasta el púrpura, con costras formándose sobre los arañazos.

—Sí —susurró. Él pensó que había calmado su voz por pura fuerza de voluntad—. Pero pareces saber tantas cosas. Esperaba que tuvieras… una respuesta diferente. Estúpida de mí.

—La malicia te hizo algo. Lo intentó —le falló el valor, y desvió la mirada para decir—: Robó la esencia de tu bebé. La hubiera usado en su próxima muda, pero la matamos antes.

Y yo llegué demasiado tarde para evitarlo. Cinco condenados minutos, si sólo hubiera llegado cinco condenados minutos antes… Sí, y si aquella vez hubiera sido cinco condenados segundos más rápido, ahora aún tendría mano izquierda, y había recorrido ese camino arriba y abajo tantas veces como para cansarse del paisaje. Haya paz. Si hubiera llegado a la guarida mucho antes, podría no haber encontrado nunca a Fawn.

¿Pero qué había ocurrido con su otro cuchillo de vínculo, en aquella terrible pelea? Había estado vacío, pero ahora juraría que estaba activado, y eso no debía haber ocurrido. Trata los desastres uno a uno, viejo patrullero, o perderás la pista. El cuchillo podía esperar. Fawn no.

—Entonces… entonces es demasiado tarde. Para salvar nada.

—Nunca es demasiado tarde para salvar algo —dijo él severamente—. Quizá no sea lo que querías salvar, eso es todo.

Lo cual era ciertamente algo que él necesitaba oír, cada día, pero que no era exactamente lo que ella necesitaba ahora mismo, ¿verdad? Lo intentó de nuevo, porque consideró que ni su corazón ni el de ella debían quedar confusos respecto a este punto:

—Ella se ha ido. Tú no. Tu siguiente tarea es —sobrevivir a esta noche— ponerte mejor. Después de eso, ya veremos.

El crepúsculo moría cuando entraron en la penumbra de la cocina de la granja, pero Dag pudo ver que el desorden era diferente al de antes.

—Por aquí —dijo Fawn—. No pises la mermelada.

—Ah, vale.

—Hay por ahí unos cabos de vela. Sobre el hogar hay algunos más. No, no, no puedo acostarme ahí, mancharé los jergones.

—Parece bastante horizontal, Chispita. Sé que deberías estar echada. Estoy muy seguro de eso —la respiración de ella era demasiado rápida y superficial, su piel estaba demasiado sudorosa, y su esencia tenía un feo tono grisáceo que iba de la mano con daños graves, en su desagradable experiencia.

—Bueno… Bueno, pues busca algo. Para poner encima.

Ahora no era, definitivamente no era, el momento de discutir con la irracionalidad femenina.

—De acuerdo.

Avivó el fuego moribundo, lo alimentó con algunas astillas, y encendió dos velas, dejando una sobre el hogar para ella; tomó la otra para llevar a cabo una exploración rápida. Había un par de cofres y armarios arriba que aún tenían cosas dentro, según recordaba vagamente. Un patrullero tenía que saber improvisar. ¿Qué era lo que la muchacha necesitaba más? Un aborto era un proceso bastante natural, incluso si éste había sido provocado tan antinaturalmente; las mujeres sobrevivían a ellos todo el tiempo, estaba bastante seguro. Sólo deseaba haber hablado más de ellos, o haber escuchado con más atención. Acostarse, correcto, hasta ahí habían llegado. ¿Ponerla cómoda? Una broma cruel… basta. Supuso que estaría más cómoda limpia que sucia; en todo caso, él siempre se sentía agradecido por eso cuando se recobraba de alguna herida grave. ¿Qué pasa, no puedes arreglar el problema real, de modo que arreglarás otra cosa en su lugar?¿Ya cuál de los dos se supone que ayudará eso?

Haya paz. Y un cubo y un pozo con agua limpia, con suerte.

Le llevó más tiempo de lo que le hubiera gustado, durante el cual, para su irritación contenida, ella insistió en tenderse sobre el maldito suelo de la cocina, pero finalmente consiguió un camisón limpio, demasiado grande para ella, algunas viejas sábanas remendadas, algunos trapos para compresas, jabón de verdad, y agua. En un momento de implacable inspiración, venció su reticencia convenciéndola para que le lavara primero la mano, como si él necesitara ayuda.

Ella todavía temblaba, algo que parecía considerar como restos del miedo, pero que él sabía era también parte de la piel helada y de la esencia gris, y lo trató cubriéndola con todas las mantas que pudo encontrar y avivando el fuego. La última vez que había visto a una mujer enroscada sobre el vientre de ese modo, era porque una hoja la había atravesado casi hasta la columna. Calentó una piedra, la envolvió en tela, y se la dio a Fawn para que la apretara contra sí, lo que para su alivio pareció ayudar por fin; los temblores se atenuaron y su esencia se esclareció. Al final quedó acostada pulcramente, como una paciente, relajándose a medida que la piedra la calentaba, parpadeando a la luz de las velas y mirándole cuando se sentó con las piernas cruzadas junto al jergón.

—¿Has encontrado ropas para ponerte? —preguntó—. Aunque imagino que tendrás suerte si encuentras algo que te venga.

—No he mirado aún. Tengo ropa en las alforjas. Que están en mi caballo. En algún lado. Si tengo suerte, mi patrulla lo encontrará y lo llevarán con ellos. Más les vale estar buscándome a estas alturas.

—Si puedes encontrar otra cosa que ponerte, seguro que podré lavarte esas ropas mañana. Siento que…

—Chispita —se inclinó hacia delante, con la voz enronquecida quebrándose—, no te disculpes conmigo por esto.

Ella retrocedió.

Él recuperó el control.

—Porque, sabes, un patrullero llorando es una visión muy ridícula. Se me llena la cara de mocos. Únelo a este ojo que se me está poniendo morado, y tendrás una visión que te revolverá el estómago. Y entonces tendremos otro desastre que limpiar, y no queremos eso ahora mismo, ¿a que no?

Le dio un tironcito en la nariz, una cosa absurda para hacerle a una mujer que acababa de salvar el mundo, pero funcionó para sacarla de su tristeza; sonrió débilmente.

—Muy bien, estamos haciendo grandes progresos. Comida, ¿qué te parece algo de comer?

—No creo que pueda todavía. Come tú.

—Entonces, bebe. Y no discutas conmigo sobre eso, sé que necesitas beber si has perdido sangre. —Estás perdiendo sangre. Aún. Demasiada, demasiado rápido. ¿Cuánto tiempo se suponía que tenía que durar?

Sus exploraciones a la luz de la vela en el asombroso sótano le proporcionaron una caja de sasafrás seco; sin fiarse del agua del pozo, hirvió un poco para un té y lo sirvió para ambos. Tenía más sed de lo que había creído, y sirvió de ejemplo a Fawn, que ella imitó tan dócilmente como un joven patrullero ingenuo. ¿Por qué, por qué hacen siempre lo que les dices? Excepto cuando no lo hacían, claro.

Se sentó contra el muro frente a ella, con las piernas estiradas, y tomó algunos sorbos más.

—Podría ayudarte algo más por dentro, trucos de patrullero con mi sentido esencial, si sólo…

—Sentido esencial —ella se relajó un poco más y le miró gravemente—. Dijiste que me hablarías de eso.

Él soltó el aliento, preguntándose cómo explicarlo a una granjera de modo que no se lo tomara a mal.

—Sentido esencial. Es la percepción de… de todo a nuestro alrededor. Todo lo que está vivo, dónde está, en qué estado. Y no sólo lo que está vivo, aunque eso es lo que más brilla. Nadie sabe seguro si el mundo crea la esencia, o la esencia crea al mundo, pero las malicias absorben esencia para sobrevivir, y su pérdida mata todo lo que hay alrededor de su guarida. En mitad de una zona de daño realmente mala, no es sólo que todo lo que estuvo vivo muere, es que incluso las rocas no mantienen su forma. La esencia es lo que el sentido esencial percibe.

—¿Magia? —dijo ella, dudosa.

Él negó con la cabeza.

—No en el sentido en que los granjeros usan el término. No es que obtengas algo a cambio de nada. Es sólo cómo es el mundo, en el fondo. —Se esforzó más al ver su mirada francamente confundida—. Usamos palabras de la vista y del tacto y de los otros sentidos para describirlo, pero en realidad no es como ninguna de esas cosas. Es como la manera en que sabes… Cierra los ojos.

Ella levantó las cejas, confusa, pero lo hizo.

—Ahora. ¿Dónde está abajo? Señala.

Su pulgar giró hacia el suelo, y los grandes ojos marrones se abrieron de nuevo, todavía confundidos.

—¿Cómo lo sabías? No veías dónde está abajo.

—Lo… —dudó—. Lo sentí. Con todo el cuerpo.

—El sentido esencial es algo parecido. Entonces —tomó otro sorbo de té; las especias calientes le aliviaron la garganta—. Las personas son las cosas más complicadas y brillantes que ve el sentido esencial. Nos vemos mutuamente, a menos que lo bloqueemos para evitar distraernos. Es como cerrar los ojos, o envolver un farol con la capa. Puedes… los Andalagos podemos… sincronizar la esencia de tu cuerpo con la esencia del cuerpo de otro. Si conseguimos armonizarlo bien, casi como deslizarse dentro del otro, puedes dar fuerza, ritmo… Puedes ayudar con las heridas, detener hemorragias, ayudar cuando un cuerpo herido empieza a ir mal, a deslizarse a la zona fría y gris. Llevar al otro de vuelta al equilibrio. Hice algo así por un muchacho patrullero anoche… dioses, ¿sólo anoche? Saun. Tengo que dejar de pensar en él como Saun la Oveja, un día se me escapará y no me perdonará nunca, pero en fin. Un bandido le pegó en el pecho con un martillo durante la pelea, rompió costillas, le detuvo el corazón y los pulmones. Puse mi esencia en sincronía con la suya enseguida, la convencí de que bailara con la mía. Fue un tanto brutal, pero tenía prisa.

—¿Hubiera muerto? ¿De no ser por ti?

—Yo… Quizá. Si él lo cree así, no pienso discutir; quizá consiga que deje de dar esos exagerados golpes de espada, mientras aún está impresionado conmigo. —Dag sonrió brevemente, pero la sonrisa desapareció de nuevo. Más té—. El problema es que… —maldición, no quedaba té—. Estás herida en el útero. Puedo sentirla, como un desgarro en tu esencia. Pero no puedo armonizar para darte nada que te ayude a través de nuestras esencias porque, bueno, no tengo. Útero, quiero decir. No es parte de mi cuerpo ni de su esencia. Si Mari o una de las chicas estuviera aquí, quizá podrían ayudar. Pero no quiero dejarte sola durante ocho o doce horas o lo que cueste encontrar a una y traerla de vuelta.

—¡No, no hagas eso! —Su mano le cogió la pierna, y luego se retiró tímidamente.

Se encogió más sobre el costado. ¿Cuánto le dolería? Mucho.

—Bien. Entonces, eso quiere decir que tenemos que superar esto a la manera de los granjeros. ¿Qué hacen las granjeras en estos casos, lo sabes?

—Se van a la cama. Creo.

—¿No te lo dijeron nunca tu madre o tus hermanas?

—No tengo hermanas, y todos mis hermanos son mayores que yo. Mi madre me ha enseñado muchas cosas, pero no es comadrona. Siempre está muy ocupada con, bueno, con todo. Me parece que el cuerpo se limpia como si fuera una regla muy mala, aunque algunas mujeres parece que luego se ponen enfermas. Creo que es normal si sangras, pero malo si sangras mucho.

—Bueno, dime cuál de las dos cosas estás haciendo, ¿de acuerdo?

—De acuerdo… —dijo, dubitativa.

Su expresión era muy reservada, introvertida. Como si intentara escuchar dolorosamente la canción alterada de su cuerpo con un sentido esencial mutilado. O buscando en vano esa otra luz en su interior, tan brillante y activa esa misma mañana, y ahora oscura y muerta. En general, Dag pensaba que Fawn había estado excesivamente callada desde que dejaran la guarida. Le hacía sentirse inquieto y desesperado.

Se preguntó si tendría que inventarse algunas hermanas propias, para aumentar su autoridad en la materia.

—Mira, soy un patrullero muy experimentado —parloteó en el tenso silencio—. Con una sola mano una vez ayudé a nacer a un bebé en Great Lake Road —espera, ¿era ésta una historia para contar ahora? Quizá no, pero era demasiado tarde para callar—. Bueno, con una sola mano no, entonces aún tenía las dos, pero ambas eran bastante torpes. Afortunadamente, era el cuarto hijo de la mujer, y pudo decirme qué hacer. Lo cual hizo, bastante bruscamente. No le hizo mucha gracia tenerme de comadrona. Me llamó unas cosas… Las atesoré; me fueron muy útiles más tarde, cuando yo tuve que lidiar con jóvenes patrulleros irresponsables. Tenía veintidós años, y luego estaba tan orgulloso de mí mismo como si hubiera hecho yo todo el trabajo. Déjame decirte que el primer bandido al que me enfrenté después de aquello no parecía ni la mitad de aterrador.

Esto le ganó una risita húmeda, como esperaba. Bien, porque si se hubiera decidido por las hermanas ficticias, quizá hubiera preguntado sus nombres, y no creía que sus poderes de invención aguantaran eso. Le parecía que alguien le había sujetado pesas de plomo a los párpados cuando no miraba. La habitación ondulaba desagradablemente.

—Era una dama muy directa. Me dio un ejemplo que nunca olvidaré.

—Eso veo —murmuró Fawn. Y tras un momento de silencio añadió—: Gracias.

—Oh, eres una buena paciente. No tendré que afeitarte por la mañana, y tú no me tirarás las botas a la cabeza porque estás de mal humor y dolorida. Los patrulleros heridos, aburridos y malhumorados son la peor compañía del mundo. Créeme.

—¿De verdad tiran botas?

—Sí. Yo lo hacía.

Bostezó. Sus moratones y magulladuras se estaban despertando. Ahora que recordaba la existencia de sus botas, se inclinó despacio y empezó a desatar los cordones. Había llevado esas botas durante dos, no, cuatro días, porque había dormido con ellas puestas hacía dos noches.

—¿Estarás más cómoda si duermo en el porche? —preguntó.

Fawn le miró por encima de las sábanas, ahora subidas hasta casi sus labios. Labios rosas, mucho más pálidos de lo que le gustaría verlos, pero no grisáceos ni azulados, bien.

—No —dijo ella, en tono curiosamente distante—. Creo que no.

—Bien… —otro bostezo le cortó la palabra, y otros hicieron cola detrás—: Porque no creo… que pudiera atravesar… toda esa mermelada pegajosa de fuera. Aquí se está más blandito. Quédate con la parte de dentro, yo me quedo con la de fuera.

Se dejó caer de bruces sobre el jergón. Supuso que debería volver la cara a un lado para poder respirar. Se volvió hacia Fawn, porque era la mejor vista, y estudió lo que podía ver de ella sobre la colina de tela rellena. Rizos oscuros, piel como un pétalo donde no estaba magullada. Olía infinitamente mejor que él. Un ojo marrón, sorprendido.

—Mamá —murmuró él—, las ovejas están a salvo esta noche.

—¿Ovejas? —dijo ella al cabo de un momento.

—Broma de patrulleros —sobre granjeros, ahora que lo pensaba. No iba a decírselo. Afortunadamente, el cansancio empezaba a impedirle hablar. Se incorporó lo justo para estirarse, apagar la vela de un pellizco, y dejarse caer de nuevo.

—No lo entiendo.

—Bien. Nas noches. —Durante un momento muy intenso, fue melancólicamente consciente del pequeño cuerpo redondeado separado del suyo por apenas un par de capas de tela. Pero fue también un momento muy breve.

Fawn despertó en la oscuridad de la noche, sobre el costado derecho, mirando el muro de la cocina, con un peso sobre el pecho y lo que parecía un cojín largo y abultado apretado contra su espalda. Se dio cuenta de que el peso era el brazo izquierdo de Dag, y debía estar profundamente dormido para haberlo dejado caer así, porque siempre parecía llevarlo sutilmente apartado, fuera de la vista, cuando estaba despierto. Su barbilla le rascaba la nuca, tenía la nariz enterrada en su pelo, y ella sentía sus rizos agitarse con su lenta respiración. Yacía muy sólidamente entre ella y la puerta.

Y entre ella y lo que entrara por la puerta. Había cosas aterradoras ahí fuera. Bandidos, hombres de barro, dañiespectros. Y aun así… ¿no era el alto patrullero el más aterrador de todos? Porque, al final del día, los bandidos, hombres de barro y dañiespectros habían caído ante él, y él todavía caminaba. Cojeaba, en todo caso. ¿Cómo podía alguien más aterrador que cualquier cosa hacer que se sintiera tan segura? Era un acertijo.

Ya que no precisamente atrapada por su amenaza, se sentía aprisionada por su agotamiento. Su intento de salir sin despertarlo fracasó. Siguió una murmurada discusión inconexa en la oscuridad sobre un paseo a la letrina o un orinal (ganó él), el cambio y limpieza de vendajes empapados de sangre (ganó él otra vez), y dónde dormiría él a continuación (difícil decir quién ganó, pero él terminó en el jergón entre ella y la puerta, como antes). A pesar de una nueva piedra caliente, los espasmos decidieron que él se durmiera antes que ella. Pero el inopinado consuelo de su cuerpo huesudo, que envolvía sus dolores como el muro de una fortaleza, hizo que no fuera mucho antes.

Cuando despertó de nuevo era ya pleno día, y estaba sola. La agonía del día anterior en su vientre se había reducido a un dolor sordo y tenso, pero sus vendajes estaban empapados de nuevo. Antes de poder ceder al pánico, sonaron pisadas de botas en el porche, acompañadas, de un silbido alegre y desafinado. Nunca había oído silbar a Dag, pero no podía ser nadie más.

Entró por la puerta, agachándose, y le sonrió, con los ojos dorados brillando a la luz.

Debía haberse lavado en el pozo, porque tenía el pelo mojado y su piel húmeda estaba limpia de sangre y suciedad, haciendo que sus arañazos parecieran más leves y menos alarmantes. También olía mejor, el hedor de la noche anterior —aunque había sido tranquilizador saber exactamente dónde estaba incluso a varios pies de distancia en la oscuridad— reemplazado por el aroma limpio y astringente del jabón casero de la granjera, una áspera pastilla marrón aromatizada con lavanda y menta.

Iba sin camisa, con un par de pantalones grises sin manchas de sangre que claramente no le pertenecían, sujetos a la cintura con un trozo de cuerda. Ella sospechó que le estaban un par de palmos demasiado cortos, pero con las perneras remetidas en las botas no se notaba. Tenía un bronceado desigual, con su piel cobriza más pálida donde solía caer su camisa, aunque no tan pálida como la de ella. Llevaba manga larga también en verano, al parecer. Su colección de moratones era casi tan impresionante como la de Fawn. Pero no era tan huesudo como había temido; sus músculos largos, enjutos, se movían bajo su piel.

—Buenos días, Chispa —dijo alegremente.

La primera tarea del día fueron las repugnantes necesidades médicas, acometidas con un ímpetu tan natural que ella acabó pensando que los coágulos de sangre eran un triunfo más que un horror.

—Los coágulos son buena cosa. Sangre roja fluyendo a borbotones es mala cosa. Pensé que estábamos de acuerdo en eso, Chispa. Esto me dice que lo que fuera que la malicia te destrozó está empezando a curarse. Buen trabajo. Sigue acostada.

Ella yació allí soñolienta mientras él iba y venía. Ocurrieron cosas. Una raída camisa blanca apareció sobre su espalda, demasiado estrecha de hombros y arremangada. Apareció más té, y comida: los restos del pan ácimo que hiciera el día anterior, enrollados en torno a un poco de la carne guisada del sótano. Tuvo que obligarla a comer, pero milagrosamente la comida se le quedó dentro, y de inmediato empezó a sentir que recuperaba fuerzas. Le cambiaba las piedras calientes a intervalos regulares. Después de una excursión algo más larga al exterior, volvió con una tela llena de fresas del jardín de la cocina de la granjera, y se sentó en el suelo junto a ella, compartiéndolas con burlona exactitud.

Despertó de una siesta más larga y lo vio sentado a la mesa de la cocina, contemplando sombríamente el mecanismo de su mano.

—¿Puedes arreglarlo? —preguntó ella indistintamente.

—Me temo que no. No es un trabajo de una sola mano incluso si tuviera aquí las herramientas. Los puntos se han soltado, y la muñequera está rajada. Dirla no puede arreglar esto. Cuando lleguemos a Glassforge, tendré que encontrar un guarnicionero, y quizá un tornero, para que lo arreglen.

Glassforge. ¿Iba a ir aún a Glassforge, cuando la razón de su huida había sido tan abruptamente eliminada? Su vida se había visto trastocada demasiadas veces últimamente, demasiado rápido, para poder estar segura de nada ahora mismo. Se volvió hacia el muro y apretó aún más la piedra —a juzgar por el calor, debía haberla cambiado de nuevo mientras dormía— contra su dolorido vientre, que se vaciaba poco a poco.

Durante las pasadas semanas, había sentido a su hija en forma de miedo, desesperación, vergüenza, agotamiento, y náuseas. No había experimentado aún la famosa sensación de renovación de la vida que se suponía debía sentir, aunque cada noche se iba a dormir esperando notarla. Era inquietante darse cuenta de que este hombre, hallado por casualidad, con sus extraños sentidos de Andalagos, había conseguido una percepción más directa de la breve vida de su hija que ella. El pensamiento dolía, pero apretar la piedra envuelta en trapos contra su frente no ayudó.

Se volvió sobre la espalda y su mirada cayó sobre el saquito de los cuchillos de Dag, junto a la cabecera de su jergón de plumas. El cuchillo intacto de empuñadura azul estaba todavía en su funda, donde ella lo había puesto. El otro —empuñadura verde y fragmentos de hueso— parecía haber sido envuelto de nuevo en un trozo de tela rapiñada de algún sitio, con los extremos anudados con uno de los torpes nudos a una sola mano de Dag. El lino de buena calidad, aunque arrugado y rasgado y probablemente proveniente de la cesta de costura, estaba bordado, un trabajo atesorado para los días de visita.

Alzó la vista y vio que él miraba cómo los examinaba, de nuevo sin expresión en la cara.

—Dijiste que también me hablarías de ésos —dijo ella—. Me imagino que no fue un trozo de hueso cualquiera lo que mató a una malicia inmortal.

—No. En absoluto. Los cuchillos de vínculo son con diferencia la más compleja de nuestras… herramientas. Difíciles y costosos de hacer.

—Imagino que me dirás que tampoco son realmente mágicos.

Él suspiró, se levantó, fue hacia ella y se sentó con las piernas cruzadas a su lado. Tomó pensativamente el saquito en la mano.

—Son de hueso humano, ¿verdad? —dijo ella en voz baja, mirándole.

—Sí —respondió el, un poco distante. Su mirada basculó de nuevo hacia ella—. Tienes que entender que los patrulleros hemos tenido problemas con los granjeros por los cuchillos de vínculo. Malentendidos. Hemos aprendido a no hablar de ellos. Tú te has ganado… hay razones… a ti te lo debo contar. Sólo puedo pedirte que no hables luego de esto con nadie.

—¿Con nadie en absoluto? —preguntó confusa.

Él hizo un gesto brusco con los dedos.

—Todos los Andalagos lo saben. Me refiero a extraños. Granjeros. Aunque en este caso… bueno, ya llegaremos a eso.

Indirectamente, por lo que parecía. Ella frunció el ceño ante estos rodeos tan poco habituales en él.

—Muy bien.

Él tomó aire, enderezó un poco la espalda.

—No son simplemente huesos humanos. Son nuestros, huesos de Andalagos. No son huesos de granjeros, y especialmente no son huesos de niños granjeros secuestrados, ¿está claro? Adultos. Tienen que serlo, por longitud y fuerza. Uno pensaría que la gente se… bueno. Fémures, normalmente, y a veces húmeros. Por eso no solemos invitar a extraños a nuestras ceremonias fúnebres. Algunos de los rumores con peores consecuencias empezaron por gente que echó un vistazo… ¡No somos caníbales, puedes estar segura!

—De hecho eso no lo había oído.

—Lo harás, con el tiempo.

Ella había visto cerdos y vacas en la matanza; podía imaginarlo. Su mente saltó hacia delante, imaginando las largas piernas de Dag… no.

—Es inevitable que sea un poco desagradable, pero todo se hace con respeto, con ceremonia, porque todos sabemos que más tarde podría tocarnos a nosotros. No todo el mundo dona sus huesos; habría más de los que se necesitan, y algunos no sirven. Demasiado viejos o demasiado jóvenes, demasiado delgados o frágiles. Yo tengo intención de donar los míos, si muero lo bastante joven.

El pensamiento provocó a Fawn una contracción en el vientre que no tuvo nada que ver con sus espasmos.

—Oh.

—Pero ése es sólo el cuerpo del cuchillo, la mitad de su creación. La otra mitad, lo que hace posible compartir muerte con una malicia, es la activación. —La breve sonrisa que pretendía ser alentadora no alcanzó sus ojos—. Los activamos con una muerte. Una muerte donada por uno de los nuestros. En la creación, el cuchillo es asignado, unido a la persona que tiene intención de activarlo, de modo que son muy personales.

Fawn se incorporó, cada vez más fascinada y también cada vez más temerosa.

—Sigue.

—Si eres un Andalagos que tiene intención de entregar su muerte a un cuchillo y estás a punto de morir, herido en batalla sin esperanza de recuperarte, o en casa por causas naturales, entonces tú, o más a menudo un camarada o un pariente, tomas el cuchillo de vínculo y te lo clavas en el corazón.

Fawn separó los labios.

—Pero…

—Sí, nos mata. Esa es la idea.

¿Estás diciendo que las almas de la gente van a parar a los cuchillos?

—Las almas no, ¡ja! Sabía que preguntarías eso —se pasó la mano por el pelo—. Ese es otro rumor de granjeros. Crea muchos problemas… Ni siquiera nuestro sentido esencial nos dice dónde van las almas de la gente cuando mueren, pero te prometo que no es a los cuchillos. A ellos va sólo su esencia moribunda. Su mortalidad —empezó a añadir—: Las historias de los Andalagos dicen que los dioses han… Bueno, eso no importa ahora.

Ah, ese rumor lo había oído.

—La gente dice que no creéis en los dioses.

—No, Chispita. Más bien al contrario. Pero eso no tiene que ver. Ese cuchillo —señaló la empuñadura azul— es el mío, vinculado a mí. Lo mandé hacer especialmente. El hueso me fue donado por una mujer llamada Kauneo, que murió en una terrible guerra contra una malicia al noroeste del Lago Muerto. Hace veinte años. La encontramos tarde, y se había hecho muy poderosa. La malicia no había encontrado gente que poder usar en aquel despoblado, pero había encontrado lobos, y… bueno. El otro cuchillo, el que usaste ayer, ése era su cuchillo activado, vinculado a ella. Llevaba su muerte. El hueso fue donado por un tío suyo; nunca lo conocí, pero fue un patrullero legendario en su día, un hombre llamado Kaunear. Probablemente no tuviste tiempo de verlo, pero su nombre y su maldición para las malicias estaban grabados a fuego en la hoja.

Fawn agitó la cabeza.

—¿Maldición?

—Su elección, lo que quería tener escrito en el hueso. Puedes hacer que los creadores pongan cualquier mensaje personal que quepa. Algunos escriben notas de amor para los herederos de sus cuchillos. O a veces chistes malísimos. Depende de ellos. Dos notas, de hecho. En un lado, una para el donante del hueso, la otra para el donante de la muerte del corazón, que se graba después de que el cuchillo se active. Si hay oportunidad.

Fawn imaginó la hoja de hueso que había sostenido entrando lentamente en el corazón de una patrullera moribunda, quizá alguien como Mari, por… ¿quién lo habría hecho? ¿Dag? Veinte años le parecía un tiempo enormemente largo… ¿podría ser tan viejo, quizá cuarenta años?

—Las muertes que compartimos con las malicias —dijo Dag en voz baja— son las nuestras, y no otras.

—¿Por qué? —susurró Fawn, impresionada.

—Porque es lo que funciona. Porque es como funciona. Porque podemos, y nadie más puede. Porque es nuestro legado. Porque si una malicia, cualquier malicia, no se mata cuando emerge, sigue creciendo. Y creciendo. Y se hace más fuerte y más lista y más difícil de matar. Y si alguna vez hay una con la que no podamos, crecerá hasta que todo el mundo sea polvo gris, y luego ella morirá también. Cuando dije que ayer salvaste el mundo, Chispa, no estaba bromeando. Esa malicia pudo haber sido la que lo destruyera.

Fawn se recostó, aferrando las sábanas contra el pecho, asimilando todo esto. Era mucho que asimilar. Si no hubiera visto a la malicia de cerca —el olor a polvo de roca de su fétido aliento todavía parecía estar dentro de su nariz— no estaba segura de poder haberlo entendido del todo. Todavía no lo entiendo. Pero oh, sí lo creo.

—Sólo podemos esperar —suspiró Dag— que se acaben las malicias antes que los Andalagos.

Sujetó el saquito contra su muslo con el muñón y sacó el cuchillo de empuñadura azul. Lo acunó pensativamente durante un momento y luego, con expresión concentrada, lo tocó con los labios, cerrando los ojos. Su cara se arrugó en líneas de preocupación. Colocó el cuchillo entre él y Fawn, y retiró la mano.

—Lo que nos lleva a ayer.

—Clavé ese cuchillo en el muslo de la malicia —dijo Fawn—, pero no pasó nada.

—No. Algo ocurrió, pero este cuchillo no estaba activado, y ahora lo está.

La cara de Fawn se contrajo.

—¿Absorbió la mortalidad de la malicia, entonces? ¿O su inmortalidad? No, eso no tiene sentido.

—No. Lo que creo —la miró desde debajo de las cejas, cauto—, a ver, no estoy seguro del todo, necesito hablar con algunas personas, pero lo que creo es que la malicia acababa de robar la esencia de tu bebé, y el cuchillo la robó de nuevo. No el alma, no vayas a pensar en almas atrapadas… sólo su mortalidad —y añadió entre dientes—: Una muerte sin nacimiento, muy extraño.

Los labios de Fawn se movieron, pero no emitió ningún sonido.

—Así que aquí estamos —siguió él—. El cuerpo de este cuchillo me pertenece, porque Kauneo me legó sus huesos. Pero por nuestras reglas, la activación de este cuchillo, su mortalidad, te pertenece a ti, porque eres su pariente más cercana. Porque tu hija nonata no puede, por supuesto, donarla. Aquí las cosas se vuelven muy… se complican todavía más, porque normalmente no se permite a nadie donar ni otorgar su activación hasta que no sea lo bastante adulto para tener su sentido esencial totalmente desarrollado, a los catorce o quince años, y cuanto más viejo, más fuerte es. Y de todos modos, ésta era una niña granjera. Aun así, ninguna muerte salvo la mía debería haber sido capaz de activar este cuchillo. Esto es un… esto es un lío muy gordo, eso es lo que es, de hecho.

Aunque todavía afectada por su repentino aborto, Fawn había pensado que había dejado atrás todas las decisiones referentes a su desastre personal, y se había sentido agradecida de no tener que enfrentarse más a ello. Era una especie de alivio, enroscado dentro de la pena. Pero al parecer, no era así.

—¿Podrías usarlo para matar a otra malicia? —¿Un poco de redención, en esta cadena de pesares?

—Primero me gustaría llevarlo al mejor hacedor de mi campamento. Ver lo que tiene que decir. Yo sólo soy un patrullero. Esto cae fuera de mi experiencia y conocimientos. Es un cuchillo extraño, podría hacer algo desconocido. Quizá indeseado. O podría no funcionar en absoluto, y como has visto, acercarse a una malicia y que te fallen tus armas se convierte en un pequeño problema.

—¿Qué debemos hacer? ¿Qué podemos hacer?

Él movió la cabeza, bruscamente.

—Dos opciones. La mano derecha, la mano izquierda… Con la mano derecha, podríamos destruirlo.

—¿Pero eso no desperdiciaría…?

—¿Dos sacrificios? Sí. No sería mi primera elección. Pero si lo dices, Chispa, lo romperé aquí mismo ante ti, y todo habrá acabado. —Puso la mano sobre la empuñadura, la cara como una máscara inexpresiva, pero sus ojos buscando en los de ella.

Fawn contuvo el aliento.

—No… no, no hagas eso. Aún no, al menos —y con la mano izquierda, no hay mano izquierda. Se preguntó si su sentido del humor era lo bastante macabro para que se le hubiera ocurrido el mismo pensamiento. Sospechaba que sí.

Tragó saliva y continuó:

—Pero tu gente… ¿les importará lo que piense una granjera cualquiera?

—En este asunto, sí —movió los hombros, como si le dolieran—. Si te parece bien, entonces, hablaré de esto primero con Mari, la jefa de mi patrulla, a ver qué se le ocurre. Después, seguiremos pensando.

—Por supuesto —dijo débilmente. Lo dice en serio, lo de que mi opinión se debe tener en cuenta.

—Lo tomaría como un favor si te hicieras cargo de él hasta entonces.

—Por supuesto.

Él asintió y le alargó el saquito de cuero, dejando que envainara el cuchillo. Pero recogió la bolsa de lino para ponerla junto al arnés de su mano. Sus articulaciones crujieron cuando se levantó y se estiró, y dio un pequeño respingo. Fawn se recostó de nuevo en el jergón y miró de cerca la hoja de hueso. Las tenues líneas marrones grabadas sobre la pálida superficie de hueso decían: Dag. Mi corazón camina con el tuyo. Hasta el fin, Kauneo.

Fawn se dio cuenta de que la mujer Andalagos debía haberlo escrito algún tiempo antes de morir. La imaginó sentada en una tienda Andalagos, alta y grácil como las otras mujeres patrulleras que había visto; la tableta de escritura apoyada sobre el mismo muslo que sabía que algún día llevaría esas palabras, si las cosas se torcían. ¿Habría imaginado este cuchillo, hecho de su médula? ¿Habría imaginado a Dag usándolo algún día para que bebiera la sangre de su corazón? Pero Fawn pensó que nunca podría haber imaginado a una joven granjera imprudente implicándolo en esta extraña confusión, toda una vida —al menos, una vida de Fawn— después.

Frunciendo el ceño, Fawn escondió el cuchillo de nuevo en su funda.

Capítulo 6

Ante la aprobación de Dag, Fawn se durmió de nuevo después de comer. Bien, dejemos que duerma y se recupere de la pérdida de sangre. Ya tenía práctica en traducir los coágulos de los vendajes en una estimación de volumen. Cuando dobló mentalmente la cantidad para compensar el hecho de que ella tenía la mitad de tamaño que la mayoría de hombres de los que había cuidado, se sintió muy agradecido de que la hemorragia se estuviera deteniendo.

Volvió de ver a la yegua baya, que ahora descansaba en los pastos de la parte delantera, cuya cerca había reparado a base de tomar un par de tablones de la cerca de enfrente, para encontrar a Fawn despierta y sentada con la espalda apoyada contra la pared de la cocina. Tenía la cara seria y tranquila, y se pasaba aburrida los dedos por los rizos, abundantes pero enredados.

Le miró.

—¿Tienes un peine?

Él se pasó la mano por el pelo.

—¿Tan mal aspecto tiene?

Su sonrisa fue demasiado débil para su gusto, aunque la broma no merecía más.

—Para ti no. Para mí. Normalmente llevo el pelo recogido, porque si no queda hecho un desastre. Como ahora.

—Tengo uno en mis alforjas —dijo él, sardónico—. Creo. Suele acabar en el fondo. No lo he visto desde hace cosa de un mes.

—Eso sí me lo creo —arrugó un poquito los ojos, y luego se puso seria de nuevo—. ¿Por qué no llevas el pelo arreglado como los otros patrulleros?

Se encogió de hombros.

—Hay muchas cosas que puedo hacer con una sola mano. Trenzar pelo no es una de ellas.

—¿No podría hacértelo alguien?

Él se estremeció.

—No si no hay nadie. Además, ya necesito bastantes favores.

Ella pareció extrañada.

—¿Tan limitada es la oferta?

Él parpadeó. ¿Lo era? Aguda pregunta. Se preguntó si su pasión por demostrar que era capaz de arreglárselas sin ayuda, tomada tan en serio tras su mutilación, era algo que podía dejarse atrás. Es difícil perder las viejas costumbres.

—Quizá no. Miraré arriba, a ver qué encuentro —la miró por encima del hombro—. Tú, tiéndete —ella se recostó obedientemente, aunque hizo un mohín.

Volvió con un peine de madera que encontró tras un arcón derribado. Tenía tantas mellas como un anciano, pero vio que serviría. Ella estaba sentada de nuevo, con la piedra envuelta en tela a un lado: una buena señal.

—Toma, chispa; cógelo —le lanzó el peine, y la estudió cuando ella alzó la mano sorprendida y el peine rebotó contra sus dedos.

Le miró con repentina curiosidad.

—¿Por qué dijiste «¡Mira!» cuando me arrojaste el saquito de los cuchillos?

Es rápida.

—Un viejo truco de entrenamiento de patrulleros. Para las chicas, y algunos otros, que dicen que no pueden coger cosas al vuelo. Normalmente es porque ponen demasiado empeño. La mano sigue al ojo si la mente no la hace tropezar. Si les grito que cojan la pelota, o lo que sea, fallan, porque ésa es la imagen que tienen en la cabeza. Si les digo que cuenten las vueltas, va directa a su mano sin que se den cuenta. Y piensan que soy una maravilla —sonrió, y ella devolvió tímidamente la sonrisa—. No sabía si habías jugado a lanzar cosas con esos hermanos tuyos o no, de modo que elegí la vía más segura. En caso de que fuera la única que teníamos.

La sonrisa de ella se convirtió en una mueca.

—Sólo el juego donde me lanzaban al estanque. Que en invierno no era tan divertido. —Miró el peine con curiosidad, y empezó a desenredarse el pelo.

Tenía el cabello elástico y sedoso y del color de la medianoche, y Dag no pudo evitar pensar en lo suave que sería al tacto. Otra razón para desear tener dos manos. Recordó de nuevo su aroma, tan cercano la noche anterior. Y quizá haría mejor yendo a ver de nuevo a la yegua.

Al final de la tarde, Fawn se quejó por primera vez de que tenía calor, lo que Dag pareció tomar como una buena señal. Él dijo que se estaba asando, colocó un asiento acolchado fuera en el porche, a la sombra, y dejó que se levantara apenas lo necesario para ir a sentarse allí. Ella se acomodó con la espalda contra la pared, mirando la brillante luz del verano. Los campos verdes, y el verde más oscuro de los bosques, parecían engañosamente tranquilos; el caballo pastaba al otro extremo del prado. La caseta quemada había dejado de humear. La ropa de ayer, de ella y de él, estaba tendida al sol sobre la cerca, y Fawn se preguntó cuándo la habría lavado Dag. Dag se sentó en el suelo a su izquierda, estiró las piernas, echó atrás la cabeza, y suspiró cuando la suave brisa les acarició.

—No entiendo por qué se retrasa mi patrulla —comentó él al cabo de un rato, abriendo de nuevo los ojos para mirar camino abajo—. Mari no se suele perder en los bosques. Si no aparecen pronto, tendré que intentar enterrar yo solo a esos pobres perros. Están empezando a oler.

—¿Perros?

Hizo un gesto de disculpa.

—Los perros de la granja. Los encontré ayer tras el granero. Al parecer fueron los únicos animales que no se llevaron. Creo que murieron defendiendo a los suyos. Pensé que debían ser enterrados como es debido, quizá en los bosques, a la sombra. A los perros les debe gustar eso.

Fawn se mordió el labio, preguntándose por qué esto hacía que quisiera estallar en llanto, cuando no había llorado por su propia hija.

El la miró y su expresión se volvió reservada.

—Entre las mujeres Andalagos, una pérdida como la tuya sería un duelo privado, pero no estaría tan sola. Quizá tendría a su hombre, sus amigos, o su familia con ella. Tú me tienes sólo a mí. Si necesitas —inclinó la cabeza, nervioso— llorar, ten la seguridad de que no lo confundiría con debilidad ni cobardía.

Fawn negó con la cabeza, con los labios tensos.

—¿Debería llorar?

—No lo sé. No conozco a las granjeras.

—No es por ser granjera —alargó la mano, que se cerró en un espasmo—. Es por ser estúpida.

Tras un momento, él habló en un tono muy neutral.

—Usas mucho esa palabra. Me hace preguntarme quién solía azotarte con ella.

—Mucha gente. Porque lo era —miró a su regazo, donde sus manos retorcían la tela de su holgado camisón—. Es curioso que pueda contarte esto. Supongo que es porque nunca te había visto antes, ni te volveré a ver —el hombre estaba limpiando sus asquerosos coágulos, después de todo. Antes de ayer, el mero pensamiento la hubiera matado de vergüenza. Recordó la pelea en la cueva, el hombre-oso… el aliento letal de la malicia. ¿Qué era una historia estúpida, comparada con aquello?

Esta vez el silencio de él adquirió una cualidad cómoda, atenta. Sin prisas. Ella sintió que podía llenarlo a su propio ritmo. En los campos, se oía el chirrido de algunos insectos de verano.

Habló en voz baja:

—No pretendía tener un bebé. Quería, quería, otra cosa. Y luego estaba tan asustada, y tan enfadada…

Tanteando el camino tan cuidadosamente como un cazador en los bosques, él dijo:

—Las costumbres de los granjeros no son como las nuestras. Oímos historias y canciones bastante melodramáticas sobre ellos. Tu familia… ¿te echaron? —hizo una mueca.

Fawn no estaba segura de por qué.

Ella negó con la cabeza.

—No. Hubieran cuidado de mí y de la niña, si hubieran tenido que hacerlo. No se lo dije. Me escapé.

La miró sorprendido.

—¿De un lugar seguro? No comprendo.

—Bueno, no pensé que el camino sería tan peligroso. Aquella mujer de Glassforge lo recorrió, después de todo. Me pareció un trato justo, yo a cambio de ella.

Él frunció los labios, miró al camino y preguntó, en voz aún más baja:

—¿Te forzaron?

—¡No! —expulsó el aliento—. No puedo culpar a Sunny el Estúpido por eso, al menos. Quería… a decir verdad, yo se lo pedí.

Él alzó un poco las cejas, aunque algo de tensión desapareció de sus hombros.

—¿Hay problemas con eso, entre los granjeros? A mí me parece lo normal. La mujer invita al hombre a su tienda. Excepto que imagino que no tenéis tiendas.

—Hubiera deseado una tienda. Una cama. Algo. Fue en la boda de su hermana, y terminamos en el prado tras el granero en la oscuridad, escondidos entre el trigo verde, que me pareció que podría haber sido un poco más alto. Yo esperaba que fuera romántico y desenfrenado. En vez de eso, hubo mosquitos y prisas y tuvimos que esquivar a sus amigos borrachos. Dolió, cosa que esperaba, pero no mucho. Sólo pensé que sería… más. Conseguí lo que pedí, pero no lo que quería.

Él se frotó los labios, pensativo.

—¿Qué querías?

Ella tomó aliento, pensando. En lugar de debatirse, que era probablemente lo que había estado haciendo en casa.

—Creo… que quería saber. Eso… lo que hacen un hombre y una mujer… era como una especie de pared que me impedía ser una mujer adulta, aunque ya soy bastante vieja.

—¿Cuánto es bastante vieja? —preguntó él, inclinando la cabeza con curiosidad.

—Veinte —dijo, desafiante.

—Oh —dijo él, y aunque consiguió que su voz no transmitiera diversión, sus ojos dorados chispearon un poco.

Le hubiera molestado, pero las chispas era demasiado bonitas para quejarse, y además estaban las patas de gallo, que flanqueaban las chispitas a la perfección. Agitó las manos en señal de rendición y siguió:

—Era como un gran secreto que todos conocían menos yo. Estaba cansada de ser la más joven, la más pequeña, siempre la niña —suspiró—. Además, estábamos un poco borrachos.

Tras un silencio malhumorado, añadió:

—Dijo que una chica no podía quedarse embarazada la primera vez.

Las cejas de Dag se alzaron aún más.

—¿Y le creíste? ¿Una chica de campo?

—Ya he dicho que fui una estúpida. Pensé que quizá la gente era distinta a las vacas. Pensé que a lo mejor Sunny sabía más que yo. Difícilmente podía saber menos. Y además, nadie hablaba de ello. Al menos conmigo —al cabo de un momento, añadió—: Y… me costó tanto juntar el valor para hacerlo, que; no quise parar.

Él se rascó la cabeza.

—Bueno, entre los míos, intentamos no ser muy rudos cuando hay jóvenes, pero tenemos que enseñar y aprender. Por el peligro de enredar nuestras esencias. Las parejas jóvenes aún lo hacen. No hay nada más embarazoso que el que tus amigos tengan que rescatarte de un enredo de esencias involuntario. O peor, la familia de ella —ante la mirada confusa de Fawn, añadió—: Es un poco como un trance. Te absorbes tanto en el otro que te olvidas de levantarte, de comer, de presentarte a la guardia… Al cabo de un par de horas, o de días, las necesidades del cuerpo te sacan. Pero es bastante incómodo. Y si el sitio no es seguro, es peligroso pasar tanto tiempo sin ser consciente del entorno.

Fue el turno de Fawn de decir «Oh», sin entender. Le miró.

—¿Te pasó…?

—Una vez. Cuando era muy joven. —Sus labios temblaron—. Tendría unos veinte. No es algo que la gente deje que le pase dos veces. Nos cuidamos mutuamente, intentamos que la primera lección no mate a nadie.

¿Un par de días? Creo que yo tuve un par de minutos… Sacudió la cabeza, sin saber si creer su historia. O si la entendía.

—Bueno; aquello, lo que Sunny dijo entonces, no fue lo que me puso tan furiosa. Quizá él tampoco lo sabía. Incluso quedarme embarazada no me puso furiosa, sólo me asusté. De modo que fui a ver a Sunny, porque me pareció que tenía derecho a saberlo. Además, pensé que le gustaba, o incluso que me quería.

Dag empezó a decir algo, pero se detuvo ante la última frase, pareció sobresaltarse, y le indicó con un gesto que siguiera.

—Esto ha tenido que pasarles a otras granjeras. ¿Qué hace tu gente normalmente en estos casos?

Fawn se encogió de hombros.

—Normalmente, la gente se casa. Con prisas. Las familias se reúnen y ponen buena cara, y la vida sigue. Quiero decir, si nadie estaba ya casado. Si él está casado, o ella, entonces supongo que todo se pone peor. Pero no pensé… quiero decir, me había preparado para una cosa, imaginé que podría prepararme para la otra.

»Pero cuando se lo dije a Sunny… no fue como había esperado. No pensé que fuera a estar encantado, pero esperaba que asumiera su parte. Después de todo, yo tenía que hacerlo. Pero —respiró hondo— parece que él tenía otros planes. Sus padres le habían prometido con la hija de un hombre cuyas tierras lindaban con las suyas. ¿He dicho que la familia de Sunny tiene una granja muy grande? Y es el único hijo, y ella era hija única, y lo tenían arreglado desde hacía años. Y yo dije que por qué no me lo había dicho antes, y él dijo que todos lo sabían y que por qué tenía que decírmelo, si yo me ofrecía gratis, y yo dije bueno, pero ahora viene este bebé, y todo se sabría, y nuestros padres nos harían juntarnos de todos modos, y él dijo que no, que el suyo no, que yo no tenía dote, y que haría que tres de sus amigos dijeran que también lo habían hecho conmigo esa noche, y que él se libraría —terminó atropelladamente, con la cara ardiendo. Echó un vistazo a Dag, que estaba sentado mirando hacia el camino con expresión curiosamente vacía pero con los dientes mordiendo el labio inferior—. Y entonces decidí que me daba igual si estaba embarazada de gemelos, que no tomaría a Sunny por marido ni por una apuesta —alzó la barbilla, desafiante.

—¡Bien! —dijo Dag, sobresaltándola. Le miró.

—Me había estado preguntando qué pensar de Sunny el Estúpido —añadió él—, durante toda esta historia. Ahora pienso que habría que hacer un tambor con su piel. Nunca he curtido piel humana, la verdad, pero no debe ser muy difícil. —La miró parpadeando jovialmente.

A ella se le escapó una risa espontánea.

—¡Gracias!

—Espera, ¡aún no lo he hecho!

—No, quiero decir, gracias por decirlo —había sido una oferta en broma. ¿Verdad? Recordó los cuerpos que dejó tendidos ayer y de pronto no estuvo tan segura. Andalagos, después de todo—. No lo hagas de verdad.

—Alguien debería —se frotó la barbilla, en la que empezaba a crecer la barba y que seguramente le picaba, y se preguntó si afeitarse era otra de las cosas que no podía hacer con una mano, o si su navaja estaba en el fondo de sus perdidas alforjas junto con su peine.

—Para nosotros es diferente —siguió—. Para empezar, no podemos mentir sobre estas cosas. Se muestran en tu esencia. Lo cual no quiere decir que mi gente no se busque problemas e infelicidad de otras maneras —dudó—. Puedo entender por qué su familia elegiría creer esa mentira, pero ¿lo hubiera hecho la tuya? ¿Por eso escapaste?

Ella apretó los labios, pero se encogió de hombros.

—Probablemente no. No fue exactamente así. Pero yo hubiera quedado… rebajada. Para siempre. Siempre sería la que… la que fue tan estúpida. Y si me empequeñecía aún más a sus ojos, temía que desaparecería del todo. Supongo que esto no tendrá ningún sentido para ti.

—Bueno —dijo él, despacio—. No. O quizá sí, ampliando el concepto de tener un bebé al de simplemente estar vivo. Me recuerda a cierto patrullero no tan joven que una vez movió el mundo para poder volver a patrullar, aunque había un montón de tareas para una sola mano que necesitaban hacerse en los campamentos. Sus motivos tampoco eran demasiado sensatos.

—Hum —ella le miró de reojo—. Imaginé que podría apañármelas con un bebé, si tenía que hacerlo. Lo que parecía imposible era apañármelas con Sunny el Estúpido y con mi familia.

En el mismo tono distante en que había preguntado sobre Sunny y la violación, él preguntó:

—¿Tu familia fue, hum… cruel contigo?

Le miró un momento algo confusa, intentando imaginar qué se estaría imaginando él. ¿Azotainas con látigos? ¿Que la hubieran encerrado a pan y agua? La noción parecía tan injusta para sus pobres y atareados padres y la querida tía Nattie como lo que Sunny había amenazado decir de ella. Se incorporó, indignada y dolida.

—¡No! —Tras un momento de reflexión, convirtió su negativa en un—: Bueno, mis hermanos pueden ser una plaga. Cuando recuerdan mi existencia, claro. —Se había hecho justicia, pero esto le devolvió a la deprimente idea de que había algo malo en ella. Bueno, quizá lo había.

—Los hermanos pueden serlo —admitió él. Y añadió cautamente—: ¿Y ahora ya podrías volver a casa? Ahora que ya no hay un —su gesto indicó bebé, pero su boca consiguió cambiarlo— un obstáculo.

—Supongo que sí —dijo ella apagadamente.

Él frunció el ceño.

—Espera. ¿Dejaste algún mensaje, o desapareciste sin más?

—Desaparecí, más o menos. Quiero decir que no escribí una nota, ni nada. Pero me imaginé que verían que me había llevado algunas cosas. Si miraban bien.

—¿No estarán frenéticos? Pensarán que puedes estar herida. O muerta. O raptada por bandidos. O quién sabe qué; ahogada, atrapada en una trampa. ¿No confesará el Estú… Sunny, y ayudará en la búsqueda?

La nariz de Fawn se arrugó, dubitativa.

—No es lo que había imaginado —al menos no respecto a Sunny. Aliviada ahora del pánico de su embarazo, imaginó de nuevo la escena que probablemente habría dejado atrás en West Blue, y tragó saliva con aire culpable.

—Tienen que estar buscándote, Chispa. Yo desde luego lo haría, si fuera tu… —mordió la última palabra, fuera la que fuese, abruptamente. Y luego además la masticó y la tragó, como inseguro de su sabor.

Ella dijo, incómoda:

—No lo sé. Quizá, si volviera ahora, Sunny el Estúpido pensará que le mentí. Para atraparle. Por su estúpida granja.

—¿Te importa lo que él piense? ¿Comparado con lo que piense tu familia?

Ella encorvó los hombros.

—Me hubiera importado, una vez. Me parecía… me parecía espléndido. Guapo… —en retrospectiva, la cara de Sunny era redonda y sosa, y sus ojos demasiado aburridos—. Alto… —de hecho era bajo, decidió. Era tan alto como sus hermanos, eso era verdad. Que quizá llegarían a la barbilla de Dag—. Tenía un buen caballo —bueno, eso le pareció, hasta que vio las bestias de largas patas que montaban los patrulleros. Sunny había presumido de caballo, haciéndole hacer cabriolas y trenzados, dando a entender que era un animal inquieto que sólo un experto podría montar. Los patrulleros montaban con tan tranquila eficiencia que ni siquiera te dabas cuenta de cómo lo hacían—. Sabes, es raro. Cuanto más me alejo de él, más parece… encogerse.

Dag sonrió levemente.

—No se está encogiendo. Tú estás creciendo, Chispa. He visto esos estirones en patrulleros jóvenes. Crecen rápido, a veces a toda prisa, cuando tienen que elegir entre hacerse fuertes o caer. Cuesta un poco adaptarse después, te aviso; como cuando creces ocho pulgadas en un año y la ropa ya no te viene.

Un ejemplo que, sospechó ella, no era elegido al azar.

—Eso era lo que quería. Ser adulta, ser de verdad, ser importante.

—Funcionó —dijo él, pensativo—. Indirectamente.

—Sí —susurró ella. Y entonces, de algún modo, por fin, la presa se rompió, y todo escapó—. Duele.

—Sí —dijo él sencillamente, y le rodeó el brazo con los hombros, y la apretó contra sí, porque ella no había llorado en toda la noche ni el día, pero estaba llorando ahora.

Dag estudió la coronilla de Fawn, que era todo lo que podía ver mientras ella lloraba con la cara apretada contra su pecho. Incluso entonces ahogaba sus sollozos, temblando por el esfuerzo de contenerlos. Su certeza de que necesitaba aliviar la tensión sobre su esencia se vio confirmada; si hubiera tenido que explicarlo con palabras, hubiera dicho que las fisuras que la atravesaban parecieron hacerse menos imposiblemente negras a medida que desahogaba su pena, pero no estaba seguro de que esto tuviera sentido para ella. Pena y rabia. Había aquí más erosión del espíritu, que venía de mucho antes de la destrucción de su hija por la malicia.

Su instinto le decía que la dejara llorar, pero tras un rato se preocupó cuando ella se apretó de nuevo el vientre, una señal de que el dolor físico volvía.

—Chist —susurró él, abrazándola—. Chist. No te vayas a poner enferma. ¿Quieres la piedra caliente?

La presa de ella pasó a su manga, apretó.

—No —murmuró. Alzó un momento la cara, blanca y enrojecida donde no estaba amoratada—. Ahora tengo calor.

—Muy bien.

Ella agachó de nuevo la cabeza, recuperando el control de su respiración, pero la tensión de su cuerpo no desapareció.

Dag se preguntó si el abandono de su familia sin una palabra había sido tan asombrosamente despiadado como parecía, o si había algo más en la historia. Pero él venía de un grupo que cuidaba sistemáticamente de los suyos, desde las parejas establecidas pasando por los enlazadores, las patrullas, las compañías y así sucesivamente, en un entramado probado a través de los años. Sin duda yo cuidaría de ti, Chispa, si fuera tu… y su lengua se trabó entre dos opciones, cada una inquietante a su modo: padre o amante. Ya basta. No eres ninguna de las dos cosas, viejo patrullero. Pero era lo único que ella tenía aquí.

Bajó los labios hasta su oreja, rodeada de rizos negros, y murmuró:

—Piensa en algo hermoso pero inútil.

Ella alzó la cara, y sorbió confusa por la nariz.

—¿Qué?

—Hay muchas cosas sin sentido en el mundo, pero no todas ellas son dolorosas. A veces, creo yo, ayuda recordar las otras. Todo el mundo sabe de alguna luz, incluso si lo olvidan cuando están en la oscuridad. Algo —buscó un término que tuviera sentido para ella—, algo que todos piensan que es una tontería, pero que tú sabes que es maravilloso.

Ella se apoyó contra él en silencio durante algún tiempo, y él empezó a buscar otra explicación, o quizá a abandonar el intento por ser, bueno, una tontería, pero entonces ella dijo:

—Asclepias.

—¿Mmm? —Le dio un pequeño apretón para animarla, en caso de que tomara su pregunta por una objeción.

—Asclepias. Son sólo malas hierbas, tenemos que arrancarlas del jardín y de los campos, pero creo que el olor de sus flores es más agradable que el de los rosales trepadores que tanto cuida mi tía. Más dulce que el de las lilas. Nadie más piensa que las flores son bonitas, pero lo son, si las miras de cerca. Rosas y complicadas. Como frondas de zanahoria silvestre, pero gorditas y tímidas, como un puñado de estrellitas. Y el aroma, podría quedarme respirándolo… —se relajó un poco más, desvinculándose de su dolor, siguiendo la visión—. En otoño echa vainas, todas feas y arrugadas, pero si las abres, dentro hay unas hebras como de seda que se echan a volar. Los bichitos de las asclepias hacen con ellas casas y las almacenan en despensas. Los bichitos de las asclepias no son plagas. No muerden, y no! comen otra cosa. Tienen las alas de color naranja oscuro con bandas negras, y patas negras y brillantes… sólo te hacen cosquillas si se te suben a la mano. Yo tuve algunos en una caja. Les daba semillas de asclepia, y les ponía una tela mojada para que bebieran —sus labios, que se habían relajado, se tensaron de nuevo—. Hasta que uno de mis hermanos tiró la caja, y mamá me obligó a soltarlos. Era invierno entonces.

—Mmm. —Bueno, había funcionado, hasta que llegó al epílogo. Pero al menos su cuerpo se relajaba, los temblores iban desapareciendo.

Inesperadamente, ella dijo:

—Tu turno.

—¿Uh?

Le empujó el pecho muy decidida con un dedo.

—Yo te he contado mi cosa inútil, ahora tú me tienes que contar una.

—Bueno, eso parece justo —tuvo que admitir—. Pero no se me ocurre… —y entonces se le ocurrió. Oh. Guardó silencio un momento—. No había pensado en esto desde hace años. Hay un sitio al que ibamos, al que aún vamos, en verano y en otoño, un campo de recolección, en un sitio llamado Hickory Lake, quizá a unas ciento cincuenta millas al noroeste de aquí. Nueces, bayas de saúco, y una raíz de lirio de agua que solemos comer, y que cosechamos y plantamos a la vez. Los Andalagos también cultivamos cosas, a nuestro modo, Chispa. Es un trabajo muy húmedo, pero divertido, si eres un muchacho y te gusta nadar. Quizá podría enseñarte… Sea como sea, yo tenía, oh, quizá ocho o nueve años, y me habían mandado en una barca de pértiga a recoger bayas de saúco en las orillas, por detrás de las islas. No recuerdo por qué iba solo ese día. Hickory Lake está en zona arcillosa y la mayor parte del tiempo está embarrado y marrón, pero en los canales del lago, cuando están tranquilos, el agua es maravillosamente transparente.

»Podía ver hasta el fondo, tan claro como cristal de Glassforge. Las algas se enredaban entre sí como plumas verdes ondulantes. Y flotando en la superficie había hojas planas de lirios de agua, diferentes a los que dan las raíces que nos comemos. No habían sido plantados, no eran útiles, simplemente crecían allí, quizá desde antes de que hubiera Andalagos. Verde oscuro, con bordes rojos, y delgadas líneas rojas en los tallos verdes que se hundían en el agua. Y las flores se acababan de abrir, flotando como soles, tan blancas como… como nada que hubiera visto antes, los pétalos translúcidos y venosos como alas de libélula lechosas, reluciendo en la luz que se reflejaba sobre el agua. En el centro eran de un dorado polvoriento y luminoso, como flores dentro de flores, interminables. Debía haber estado recolectando, pero me quedé mirándolas colgando sobre el borde de la barca, quizá durante una hora. Mirando la luz y el agua bailando a su alrededor como en una celebración. No podía apartar la vista —de pronto tragó aire con dificultad—. Más tarde, en lugares mucho más secos, el recuerdo de aquella hora me bastó para seguir.

Una mano se alzó tímidamente y le tocó la cara con lo que parecía asombro. Un dedo cálido trazó una línea húmeda y fresca sobre su pómulo.

—¿Porqué lloras?

Las respuestas se agolparon en su mente: No estoy llorando, o Sólo estoy captando ecos de tu esencia, o Debo estar más cansado de lo que creí. Dos de ellas eran más o menos ciertas. En vez de eso, su lengua halló toda la verdad.

—Porque había olvidado los lirios de agua —bajó los labios hasta su cabeza, dejando que su aroma le llenara la nariz, la boca—. Y me has hecho recordarlos.

—¿Duele?

—En cierto modo, Chispa. Pero es un buen modo.

Se acurrucó pensativa, apretando la oreja contra su pecho.

—Hum.

El olor de su pelo le recordaba a hierba cortada y pan recién hecho sin ser exactamente ninguna de las dos cosas, mezclado con la fragancia de su cuerpo cálido y blando. Una fina película de sudor brillaba en su labio superior al calor de la tarde. La idea de lamerlo, seguida de una exploración más detallada del sabor de su boca, le pasó rápida por la mente. De repente fue agudamente consciente de lo lleno que estaba su brazo de muchacha joven y redondeada. Y de cómo el calor del día parecía estar concentrándose en su entrepierna.

te queda seso en la cabeza, viejo patrullero, déjala. Ahora mismo. Este no era el momento ni el lugar. Ni la pareja. Había dejado su sentido esencial demasiado abierto a la esencia de ella, muy peligroso. De hecho, para poder repasar todo lo malo que tenía la idea tendría que quedarse sentado abrazándola durante otra hora, lo cual sería un error. Un error muy, muy grave. Respiró hondo y le retiró el brazo de los hombros, a desgana. Su brazo protestó por el súbito vacío que se enfriaba. Ella emitió un maullido decepcionado y se incorporó, parpadeando soñolienta.

—Hace más calor —dijo él—. Es mejor que me ocupe de los perros. —La mano de ella pasó sobre su camisa, cayendo cuando él se levantó, con las articulaciones chimándole—. ¿Estarás bien, descansando aquí fuera un rato? No, no te levantes…

—Entonces tráeme la cesta de costura. Y tu camisa y la manga, si están secas. No estoy acostumbrada a estar sentada sin hacer nada con las manos.

—No son tus remiendos.

—Tampoco es mi casa, mi comida, mi agua, ni mi ropa de cama —se apartó los rizos de los ojos.

—Te lo deben por la malicia, Chispa. Esta granja y todo lo que contiene.

Ella agitó los dedos y le miró con severidad. Él se derritió.

—De acuerdo. La cesta. Pero no te pongas a dar saltos cuando no mire, ¿me oyes?

—La hemorragia casi se ha detenido —dijo ella—. Quizá, después del primer brote, se detendrá rápidamente, igual que empezó.

—Esperémoslo —le dedicó un asentimiento de cabeza para animarla y entró a por la cesta.

Fawn miró a Dag desaparecer tras el granero, y luego se dedicó a la camisa desgarrada. Después buscó en la cesta otros trabajos sencillos que pudiera hacer sin arruinarlos. Era peligroso interferir con el sistema de otra mujer, pero las ropas más gastadas y rotas parecían adecuadas. Este vestido infantil manchado, por ejemplo. Se preguntó cuánta gente habría vivido aquí y dónde habrían ido. Era inquietante pensar que podría estar remendando las ropas de alguien que ya no estaba vivo.

Al cabo de una hora, Dag reapareció. Se detuvo junto al pozo para sacarse la camisa demasiado pequeña que había tomado prestada, y lavarse de nuevo con el trozo de jabón marrón, lo cual le llevó a pensar que enterrar a los perros debía haber sido un trabajo acalorado, feo y maloliente. No imaginaba cómo podría haber manejado una pala con una sola mano, excepto despacio, al parecer. Se le daba muy bien sacar el cubo con la manivela y verter el agua en el abrevadero, eso sí. Acabó por meter toda la cabeza en el cubo, sacudiendo luego el pelo como si fuera un perro. No tenía toallas para secarse, pero ella supuso que le apetecería sentir el agua refrescándole la piel. Se imaginó a sí misma secándole la espalda, con los dedos recorriendo esos largos músculos. Hablando de tener las manos ocupadas. A él no parecía haberle importado que ella le lavara la mano la noche anterior, pero aquello había sido parte de las preparaciones médicas. Le había gustado la forma de su mano, fuerte, de dedos largos y uñas cortas.

Él fue a sentarse al borde del porche, aceptó su camisa con una sonrisa de agradecimiento, la arremangó, y se la puso de nuevo. El sol bajaba hacia las copas de los árboles, hacia el oeste donde el camino desaparecía en los bosques. Se estiró.

—¿Tienes hambre, Chispa? Deberías comer.

—Un poco —dejó a un lado la costura—. Tú también —quizá esta vez podría sentarse a la mesa de la cocina y ayudar con la cena.

Él se enderezó de pronto, mirando camino abajo. Al cabo de un minuto, la yegua al otro extremo del prado alzó la cabeza también, irguiendo las orejas.

Al cabo de otro minuto, una desarrapada comitiva apareció de entre los árboles. Cuatro hombres, uno montando un caballo de tiro y los otros a pie; algunas vacas que caminaban a desgana, atadas en hilera; media docena de ovejas que balaban, mantenidas juntas a base de las amenazas inconexas de un muchacho alto con un palo.

—Creo que alguien ha vuelto a casa —dijo Dag. Sus ojos se estrecharon, pero no salieron más figuras de los bosques—. No hay patrulleros. Maldita sea.

Sin decir palabra, todavía mirando a los hombres y animales en la distancia, se bajó la manga izquierda dejando que le cubriera el muñón. Pero no la manga derecha, notó Fawn conteniendo el aliento. Su cara huesuda perdió la divertida animación de antes, quedando inexpresiva y vigilante de nuevo.

Capítulo 7

La gente de la granja vio a la pareja del porche cuando dejaron el camino, supuso Fawn por el modo en que se detuvieron y les miraron, evaluándolos. El viejo delgado del caballo se quedó atrás, vigilando al joven, que se ocupó en quitar algunos tablones de la cerca y guiar a las ovejas y vacas al pasto. En cuanto los primeros animales entraron, atropellados y quejándose, se pusieron rápidamente a pastar y el resto les siguió de buena gana. Los tres adultos se acercaron cautamente hacia la casa, aferrando herramientas como si fueran armas: una horca, una azada, un gran cuchillo de desollar.

—Si esta gente es de por aquí, acaban de pasar algunos días muy duros, por lo que se ve —dijo Dag, en tono de aviso o de mera observación; Fawn no supo cuál—. Quédate tranquila y en silencio, hasta que estén seguros de que no soy una amenaza.

—¿Cómo pueden pensar eso? —dijo Fawn, indignada.

Enderezó la espalda contra la pared de la casa, arropándose en los abundantes pliegues de su camisón demasiado grande, y frunció el ceño.

—Bueno, hay un cierto precedente, en este caso. Algunos bandidos han dicho ser patrulleros, en el pasado. Normalmente dejamos que los granjeros se ocupen de los bandidos, pero si cogemos a ésos, acabamos con ellos. Los granjeros no siempre lo pueden distinguir. No creo que esta gente nos dé problemas, en cuanto dejen de estar a la que salta.

Dag se quedó sentado en el escalón del porche a medida que los hombres se acercaban, aunque él también estaba más erguido. Levantó su mano derecha hasta la sien en lo que podía ser un saludo, o sólo para rascarse la cabeza, pero en cualquier caso no transmitía amenaza.

—Buenas tardes —dijo.

Los hombres se acercaron con precauciones, al parecer dispuestos a atacar o a huir a la menor provocación. El más viejo, un hombre robusto con algunas canas en el pelo y el tridente en la mano, se adelantó. Miró confuso a Fawn. Ella sonrió y agitó los dedos.

Provisionalmente amable, el hombre robusto respondió con un «Cómo están». Apoyó el tridente en la tierra y continuó más severamente:

—¿Quiénes sois, y qué estáis haciendo aquí?

Dag asintió.

—Soy de la patrulla Andalagos de Mari Redwing. Nos llamaron desde el norte hará un par de días para ayudar con vuestro dañiespectro. Ésta es la señorita Sawfield. Fue raptada ayer en el camino por el dañiespectro al que yo daba caza, y resultó herida. Había esperado encontrar a gente que la ayudara, pero todos se habían ido. No por propia voluntad, al parecer.

Fawn pensó que se había dejado un montón de detalles importantes. Le correspondía hablar sólo de uno:

—Bluefield —corrigió—. Mi nombre es Fawn Bluefield.

Dag la miró por encima del hombro, alzando las cejas.

—Ah, bien.

Fawn intentó despejar los ceños de los granjeros diciendo:

—¿Es ésta su granja?

—Sí —dijo el hombre.

—Me alegro de que pudieran volver. ¿Están todos bien?

Una mirada de agradecimiento en medio de la adversidad apareció en las caras de todos los hombres.

—Sí —dijo de nuevo el portavoz, soltando el aliento—. Demos gracias, esas… esas cosas no mataron a ninguno de los nuestros.

—Por poco —murmuró un hombre de pelo castaño, que parecía primo o hermano del hombre robusto.

Un hombre más joven de brillante pelo cobrizo y pecas se deslizó hacia la izquierda de Dag, mirando su manga vacía. Dag fingió no reparar en la mirada, pero Fawn creyó notar que sus hombros se tensaban un poco. El hombre soltó de golpe:

—Hey, no serás ese tipo, Dag, al que los otros patrulleros están buscando, ¿verdad? Dijeron que no se te podía confundir con otro: un trago largo de hombre, con el pelo corto, ojos brillantes y dorados, y sin mano izquierda —asintió, seguro, examinando al hombre del porche.

La voz de Dag sonó repentinamente confiada y ansiosa.

—¿Han visto a mi patrulla? ¿Dónde están? ¿Están bien? Esperaba que me encontraran antes.

El pelirrojo puso cara rara y dijo:

—Están desperdigados entre Glassforge y ese gran agujero en las colinas que esos locos intentaban que excaváramos, supongo. Buscándote. Cuando no volviste a Glassforge por la mañana, esa terrible vieja dama se puso como si temiera que estuvieras muerto en una zanja por algún lado. Cuatro patrulleros diferentes me dieron tu descripción antes de que saliéramos de la ciudad.

Las comisuras de Dag se alzaron ante la acertada descripción de quien Fawn imaginó que era la jefa de su patrulla, Mari. El muchacho y el flaco barbagrís a caballo, en cuanto repusieron los tablones de la cerca, se acercaron al grupo para mirar y escuchar.

El hombre robusto aferró más fuerte el mango de su tridente, aunque no como amenaza.

—Los otros patrulleros dijeron que debías haber matado al dañiespectro. Dijeron que por eso todos los monstruos, hombres de barro los llaman, escaparon ayer por la noche.

—Más o menos —dijo Dag—. Un gesto de su mano rechazó —o evitó— dar detalles. Hacen bien en viajar con precauciones. Todavía podría haber bandidos por ahí, de eso se tendrá que ocupar la gente de Glassforge. Los hombres de barro que se escaparan de mi patrulla o la de Chato correrán por los bosques, enloquecidos, durante algún tiempo, hasta que mueran. Maté a dos ayer, pero que yo sepa al menos cuatro se escaparon. No les atacarán ahora, pero todavía son peligrosos si se les sorprende o acorrala, como cualquier animal salvaje enfermo. La guarida de la malicia del dañiespectro estaba en las colinas, a menos de ocho millas al este de aquí. Tuvieron suerte de escapar de sus atenciones hasta ahora.

—Vosotros dos parece que no escapasteis de sus atenciones —dijo el hombre robusto, frunciendo el ceño ante sus visibles moratones y arañazos. Se volvió hacia el muchacho—, Oye, Tad, ve a por tu madre —el muchacho asintió seriamente y trotó camino abajo hacia los bosques.

—¿Qué pasó aquí? —preguntó Dag a su vez.

Esto desató una avalancha de narrativa cada vez más enérgica, con los hombres interrumpiéndose entre sí con corroboraciones o discusiones. Unos veinte, o quizá treinta, hombres de barro habían irrumpido desde los bosques hacía cuatro días, aterrorizando y maltratando a los granjeros, y luego llevándoselos a marchas forzadas unas veinte millas al sudeste, hacia las colinas. Los hombres de barro habían mantenido a la gente bajo control por el simple procedimiento de acarrear a los tres niños más jóvenes y amenazar con aplastarles la cabeza contra un árbol si alguien resistía, un detalle que hizo que Fawn contuviera el aliento y que Dag pareciera más inexpresivo que nunca. Llegaron por fin a un rudimentario campamento que ya albergaba a un par de docenas de prisioneros, la mayoría víctimas de los bandidos; algunos llevaban semanas allí. Los hombres de barro, supervisados incómodamente por algunos bandidos humanos, parecían decididos a hacer que sus nuevos esclavos excavaran un misterioso agujero en el suelo.

—No entiendo lo del agujero —dijo el hombre robusto, el hijo mayor del barbagrís y al parecer el jefe de la gente de la granja, cuya familia se llamaba Horseford. El flaco abuelo parecía gruñón y senil, rasgos que parecían previos al ataque de la malicia, pensó Fawn, a juzgar por la manera familiar y amable con que todos trataban sus quejas.

—La malicia, el dañiespectro, estaba probablemente empezando a cavar una mina —dijo Dag, pensativo—. Estaba creciendo rápido.

—Sí, pero el agujero no valía para mina —interpuso el pelirrojo, Sassa. Resultó ser cuñado de la familia, que había ido aquel día a ayudar a acarrear troncos. Parecía menos afectado que el resto, probablemente porque su mujer y su bebé estaban a salvo en Glassforge y se habían ahorrado la horrible aventura—. No tenían suficientes herramientas, para empezar, hasta que los hombres de barro trajeron las que robaron de aquí. Tenían a la gente cavando con las manos y acarreando la tierra en bolsas hechas con sus ropas. Era un desastre.

—Al principio sí, hasta que el dañiespectro cogiera a alguien que supiera hacerlo bien —dijo Dag—. Más tarde, cuando sea seguro, deberían llevar a algunos mineros a ver el sitio. Debe haber algo de valor ahí abajo; la malicia no se hubiera equivocado en eso. En esta zona, imagino que sería hierro o una veta de carbón, quizá con una forja planeada para luego, pero podría ser cualquier cosa.

—Me pregunté si no estarían desenterrando otro dañiespectro —dijo Sassa—. Dicen que se supone que salen del suelo.

Dag enarcó las cejas, y miró al hombre con renovado interés.

—Interesante idea. Cuando dos dañiespectros emergen cerca uno del otro, lo que felizmente no ocurre a menudo, suelen luchar entre sí primero.

—Eso os ahorraría problemas a los Andalagos, ¿no?

—No. Por desgracia. Porque el dañiespectro que gana se hace más fuerte. Es más fácil acabar con ellos de uno en uno.

Fawn intentó imaginar algo más fuerte y aterrador que la criatura a la que se había enfrentado ayer. Cuando estabas al límite del terror que tu cuerpo podía soportar, ¿qué diferencia había si algo era todavía peor? Se preguntó si eso explicaba algo acerca de Dag.

Un movimiento al final del camino atrajo su mirada. Otro caballo de tiro salió de los bosques y trotó pesadamente hasta la granja, con una mujer de mediana edad a la grupa y el desgarbado muchacho detrás. Se detuvieron al otro lado del pozo, la mujer mirando algo fijamente, y luego se unieron a los demás.

El pelirrojo Sassa, quizá más locuaz o más observador que su familia política, estaba terminando el relato del inexplicable tumulto en el campamento el día anterior: la repentina locura y huida de sus captores los hombres de barro, seguida, apenas media hora después, por la llegada desde los bosques al oeste de una patrulla de Andalagos muy alterada. Tras los Andalagos a su vez venía un frenético grupo de amigos y parientes de los cautivos de Glassforge y alrededores. Dejando que los lugareños se cuidaran de los suyos, los patrulleros volvieron a sus preocupaciones de Andalagos, que parecían ser principalmente ir por ahí acabando con todos los hombres de barro que pudieron encontrar, y buscar a su desaparecido Dag, a quien al parecer creían responsable de los extraños acontecimientos.

Dag se frotó la incipiente barba.

—Hum. Imagino que Mari o Chato pensaron que la mina podría ser la guarida. Supongo que siguieron los rastros del escondrijo de los bandidos que atacamos anteanoche. Eso explica dónde estuvieron ayer todo el día. Y gran parte de la noche, por lo que parece.

—Oh, sí —dijo el hombre robusto—. La gente fue llegando a Glassforge toda la noche y también esta mañana, nuestros y vuestros.

La granjera bajó del caballo y se quedó en pie escuchando, recorriendo con la mirada su casa, a Dag, y especialmente a Fawn. Fawn supuso por la charla de los hombres que debía ser la mujer que habían llamado Petti. A juzgar por el gris de su cabello, era de la misma edad que su marido, y tan delgada como él, robusta, dura y fuerte, aunque con aspecto cansado. Ahora se adelantó.

—¿De quién es toda esa sangre en la palangana junto al pozo?

Dag le dedicó una cortés inclinación de cabeza.

—De la señorita S… Bluefield sobre todo, señora. Mis disculpas por usar sus sábanas. Cada vez que paso les echo otro cubo de agua. Intentaré lavarlas mejor antes de irnos.

Irnos, no irme, notó rápidamente una parte de la mente de Fawn, con un estremecimiento de alivio.

—¿Sobre todo? —la granjera ladeó la cabeza y le miró, entrecerrando los ojos—. ¿Cómo fue herida?

—Eso debe decirlo ella, señora.

La cara de la mujer se quedó inmóvil un instante. Miró a Fawn y luego a él, observando el puño de la camisa vacío.

—¿De verdad mataste al dañiespectro que hizo todo esto?

Él dudó brevemente antes de responder, con precisión pero lacónicamente:

—Lo hicimos.

Ella tomó aire y soltó un pequeño bufido.

—No te andes preocupando por mi colada. Vaya una idea.

Se volvió hacia, o contra, sus hombres.

—Venga, ¿qué hacéis todos aquí charlando como tontos? Hay trabajo que hacer antes de que se haga oscuro. Horse, ve a ordeñar a esas pobres vacas, si no se han quedado secas del susto. Sassa, trae leña, si los ladrones dejaron algo en el montón, y si no, corta un poco. Jay, ve apartando y aseando cosas, empieza a arreglar lo que se pueda, y lo que necesite herramientas, ponlo aparte para mañana. Tad, ayuda a tu abuelo con los caballos, y luego ven y ayuda a recoger dentro. ¡En marcha, mientras haya luz!

Se dispersaron a sus órdenes.

Fawn dijo servicialmente, levantándose:

—Los hombres de barro no encontraron su sótano… —y entonces su cabeza pareció vaciarse, latiendo desagradablemente. El mundo no se oscureció, pero a su alrededor bailaron sombras, y apenas fue consciente de un brusco movimiento: una mano fuerte y un brazo truncado cogiéndola y medio guiándola medio acarreándola dentro. Parpadeó para aclararse la vista y se encontró de nuevo en el jergón de plumas, con dos caras cerniéndose sobre ella, la de la granjera preocupada y cauta, y la de Dag preocupada y… ¿cariñosa? El pensamiento la sobresaltó, y parpadeó de nuevo, intentando volver a razonar.

—… acostada, Chispa —estaba diciendo él—. Acostada te iba bien —le apartó un rizo húmedo de sudor de los ojos.

—¿Qué te pasó, niña? —preguntó Petti.

—No soy una niña —murmuró Fawn—. Tengo veinte…

—Los hombres de barro la maltrataron mucho ayer. —La intensa mirada de Dag clavada en ella parecía pedirle permiso para seguir, y ella asintió—. Abortó de un bebé de dos meses. Sangró mucho, pero parece que está parando. Desearía que una de mis patrulleras estuviera aquí. ¿Sabe algo de estas cosas?

—Un poco. Si ha estado sangrando mucho lo mejor es que siga acostada.

—¿Cómo se sabe si… si una mujer va a estar bien, después de esto?

—Si deja de sangrar a los cinco días, es bastante seguro suponer que las cosas se están arreglando dentro, si no hay fiebre. Diez días como mucho. Un bebé de dos meses, bueno, puede pasar. Mucho más de tres meses, entonces ya es más peligroso.

—Cinco días —repitió él, como memorizando el número—. Bien, estamos bien, entonces. ¿Fiebre…? —Negó con la cabeza y se levantó, dando un respingo al frotarse el brazo izquierdo, y siguió la mirada de la granjera por la cocina. Disculpándose con un movimiento de cabeza, quitó el arnés de su brazo de la mesa, lo envolvió, y lo puso a los pies del jergón.

—¿Y qué te maltrató a ti? —preguntó Petti.

—Unas cosas y otras, con los años —respondió él vagamente—. Si mi patrulla no nos encuentra mañana, me gustaría llevar a la señorita Bluefield a Glassforge. Tengo que ir a informar. ¿Hay algún carro?

La granjera asintió.

—Más tarde. Las chicas lo traerán mañana cuando vengan —el resto de mujeres y niños de la familia Horseford estaban en la ciudad con la mujer de Sassa, al parecer, recuperando sus bienes y esperando que sus hombres les dijeran que la granja era segura de nuevo.

—¿Harán otro viaje después?

—Quizá. Depende —se frotó la nuca, mirando a su alrededor como si cien cosas requirieran su atención a gritos y sólo tuviera sitio en su cabeza para diez, lo cual, se imaginó Fawn, era exactamente el caso.

—¿Cómo puedo ayudarla, señora? —preguntó Dag.

Ella le miró como sorprendida por la oferta.

—No lo sé aún. Todo está patas arriba. Sólo… espera aquí.

Salió para examinar su destrozada casa.

Fawn susurró a Dag:

—No va a quedarse tranquila hasta no tener sus cosas de nuevo en orden.

—Lo he sentido —se agachó y recogió el saquito de los cuchillos, a la cabecera del jergón. Sólo entonces se dio cuenta del cuidado que había puesto en no mirarlo en presencia de la granjera—. ¿Puedes esconder esto?

Fawn asintió, se incorporó —despacio— para abrir su hatillo, al pie del jergón. Su otra falda y camisa y ropa interior estaban sobre el vestido bueno que había metido en el equipaje para cuando fuera a buscar trabajo, la apresurada noche en que huyó de casa. Metió el saquito de los cuchillos bien hondo y enrolló de nuevo el hatillo.

Él asintió con aprobación y agradecimiento.

—Es mejor no mencionar el cuchillo a esta gente, me parece. Sería incómodo. Ése más que otros —y, entre dientes—: Ojalá Mari estuviera aquí.

Oyeron las rápidas pisadas de la granjera sobre las tablas de madera en el piso de arriba, y esporádicos gemidos, sobre todo «¡Mis pobres ventanas».

—Me he dado cuenta de que te has dejado muchas cosas en tu historia —dijo Fawn.

—Sí. Y apreciaría que tú también lo hicieras.

—Lo prometí, ¿no? Yo tampoco quiero hablar de ese cuchillo con nadie, desde luego.

—Si hacen demasiadas preguntas, o demasiado indiscretas, les preguntas tú sobre sus problemas. Normalmente eso les distraerá, cuando tienen tanto que contar como ahora.

—¡Ah, así que eso es lo que estabas haciendo fuera! —En retrospectiva, se dio cuenta de cómo Dag le había dado la vuelta a la conversación de modo que se enteraron de muchos de los problemas de los Horseford, pero los Horseford se habían enterado de muy pocas cosas a cambio—. ¿Otro viejo truco de patrullero?

Una comisura de su boca se alzó.

—Más o menos.

La granjera bajó cuando su hijo Tad volvió del granero, y tras pensarlo un momento envió al muchacho y a Dag a que limpiaran escombros y cristales rotos por la casa. Revisó su cocina y bajó a su sótano, del que emergió con algunos tarros para la cena, al parecer mucho más tranquila. Tras disponer los tarros en hilera sobre la mesa —Fawn casi la veía contar estómagos y planear mentalmente la comida—, se volvió y miró a Fawn con el ceño fruncido.

—Tendremos que meterte en una cama de verdad. La habitación de Birdy, me parece, cuando Tad quite los cristales. Aparte de eso no estaba muy mal —y luego, tras una pausa, en voz mucho más baja—. ¿Ese patrullero ha contado la verdad sobre ti?

—Sí, señora —dijo Fawn.

La cara de la mujer se arrugó con suspicacia.

—Porque esos arañazos de su cara no se los hizo un hombre de barro, me parece.

Fawn no reaccionó enseguida, y luego dijo:

—¡Oh! Esos arañazos. Quiero decir, sí, fui yo, pero fue un accidente. Lo confundí con otro bandido, al principio. Todo se aclaró enseguida.

—Los Andalagos son gente rara. Hechiceros negros, dicen.

Fawn se incorporó sobre un codo para decir, acaloradamente:

—Deberían estar agradecidos si lo son. Porque los dañiespectros son aún más negros. Yo vi uno, ayer. Más cerca de lo que la tengo a usted. ¡Cualquier cosa que los patrulleros tengan que hacer para acabar con ellos me parece bien!

Los pensamientos de Petti parecieron oscurecerse.

—¿Fue eso lo que… el dañiespectro… te dañó?

—¿Si me hizo abortar?

—Sí. Porque las chicas no suelen abortar sólo porque las golpeen, o se caigan escalera abajo, o cosas así. Aunque he visto a algunas intentarlo. Simplemente acaban siendo madres magulladas.

—Sí —dijo Fawn secamente, acurrucándose de nuevo—. Fue el dañiespectro. —¿Eran estas preguntas indiscretas? Aún no, decidió. Hasta Dag había ofrecido algunas explicaciones, suficientes para satisfacer sin provocar más preguntas—. Fue muy malo. Peor que los hombres de barro, incluso. Los dañiespectros matan todo lo que tocan, al parecer. Tendrían que ver su guarida, más tarde. Los bosques están muertos en una milla a la redonda. No sé cuánto tardarán en crecer de nuevo.

—Hum —Petti se dedicó a abrir tarros, oliéndolos para ver su estado y rescatando el lacre roto para lavarlo y reutilizarlo después—. Esos hombres de barro ya fueron bastante malos. El día de antes de que nos llevaran a la excavación parece que había una mujer con un niño enfermo, que fue a ellos e insistió en que la dejaran ir para conseguir ayuda. Insistió e insistió, llorando y gimiendo, para que la dejaran. En vez de eso, mataron al niño. Y se lo comieron. Estaba como loca cuando llegamos allí. Todos lo estaban. Hasta los bandidos, que tampoco creo que estuvieran cuerdos del todo, parecían conformes con eso.

Fawn se estremeció.

—Dag dijo que los hombres de barro se comen a la gente. No estaba segura de creerle. Hasta… hasta después —cuadró los hombros—. Los Andalagos dan caza a esas cosas. Van a buscarlas.

—Hum. —La mujer frunció el ceño mientras intentaba preparar la comida según su rutina habitual y se veía entorpecida por falta de utensilios y recipientes. Pero improvisó y siguió adelante, como Fawn había hecho. Al cabo de un rato añadió, desde el otro lado de la estancia—: Dicen que los Andalagos pueden encantar la mente de la gente.

—Escuche una cosa —Fawn volvió a incorporarse sobre el codo, con fiereza—. Yo digo que ese Andalagos me salvó ayer la vida. Al menos dos veces. No, tres veces, porque me hubiera desangrado en los bosques intentando huir si él hubiera muerto en la pelea. ¡Luchó contra cinco de los hombres de barro! Me cuidó toda la noche pasada cuando no podía moverme del dolor, y se llevó mis coágulos de sangre sin quejarse ni una vez, y limpió su cocina y reparó su cerca y enterró a sus perros como es debido en el bosque a la sombra y no tenía que hacer nada de todo eso —y el recuerdo de los lirios de agua le rompe el corazón—. He visto a ese hombre hacer más bien con una sola mano en un día que a cualquier otro con dos manos en una semana. O nunca. ¡Si ha encantado mi mente, desde luego lo ha hecho de la manera más difícil!

La granjera había alzado ambas manos para defenderse de esta acalorada defensa, medio riéndose.

—¡Basta, basta, me rindo, niña!

—¡Ja! —Fawn se dejó caer de nuevo—. De modo que no quiero oír más de esos dicen que.

—Hum. —La sonrisa de Petti desapareció, pero no compartió con Fawn lo que ahora ensombrecía sus pensamientos.

Fawn se quedó tendida en silencio en su jergón hasta que el ocaso llevó a los hombres dentro. Entonces hicieron que Tad se llevara el jergón de plumas, y usaron el espacio para montar una mesa sobre caballetes. Pusieron bancos improvisados —tablones sobre tocones de árbol— para sustituir a las sillas. Petti le dijo a Dag que pensaba que Fawn estaría bien sentada para cenar con la familia. Ya que la alternativa parecía ser Petti llevándole la cena a algún solitario rincón de la casa, Fawn accedió con decisión.

La comida fue abundante, aunque sencilla e improvisada, devorada a la tenue luz de las velas y del fuego al final del largo día de verano. Todo el mundo se iría a la cama inmediatamente después, no sólo ella, pensó Fawn. Hacía calor en la sala, y al principio la conversación fue escasa y práctica. Todos estaban agotados, con las mentes llenas de los recientes problemas en sus vidas. Ya que todo el mundo estaba comiendo sobre todo con las manos, la leve torpeza de Dag no se notaba, como observó Fawn con satisfacción. Nadie pensaría que la falta de su mano le molestaba en lo más mínimo, a menos que te dieras cuenta de que nunca alzaba su muñeca izquierda sobre el borde de la mesa. Habló sólo para animar a Fawn, sentada junto a él, a que comiera, aunque fue bastante firme al respecto.

—Has sido muy amable al ayudar a recoger todo el cristal roto —dijo la granjera a Dag.

—No es molestia, señora. Ahora podrán dormir todos tranquilos, al menos.

—Te ayudaré a conseguir ventanas nuevas, Petti, en cuanto las cosas se calmen un poco —ofreció Sassa.

Ella dedicó una mirada de agradecimiento a su cuñado.

—Gracias, Sassa.

El abuelo Horseford rezongó:

—En mis tiempos nos bastaba con tela aceitada extendida en los marcos —a lo cual su canoso hijo se limitó a responder:

—Toma un poco más de pan ácimo, Pa. —La tierra podría ser aún del viejo, al menos de nombre, pero estaba claro que la casa era de Petti.

Inevitablemente, supuso Fawn, la conversación derivó al análisis de los desastres de los últimos días. Dag, que a los ojos de Fawn parecía cansado, lo cual no era raro, no fue muy locuaz; vio cómo usaba con éxito cuatro veces seguidas su táctica de contestar a una pregunta con otra. Hasta que Sassa le comentó, suspirando:

—Una pena que tu patrulla no llegara un día antes. Podrían haber salvado a ese pobre niño al que se comieron.

Dag no se estremeció exactamente. Fue un leve descenso de sus párpados, una ligera inclinación neutral de la cabeza. Un cambio en su cara, de cansada a inexpresiva. Y silencio.

Fawn se enderezó, ofendida por él.

—Cuidado con lo que deseas. Si la patrulla de Dag hubiera llegado antes de que yo… nosotros… antes de que el dañiespectro muriera y los hombres de barro huyeran, hubiera habido una lucha tremenda. Hubiera muerto mucha gente, incluyendo al niño.

Sassa, frunciendo el ceño, se volvió hacia ella:

—Sí, pero… ¿devorado? ¿No te afecta aún más? A mí sí.

—Es lo que hacen los hombres de barro —murmuró Dag.

Sassa le miró, desconcertado.

—¿Es que estás acostumbrado?

Dag se encogió de hombros.

—Pero era su hijo.

—Todo el mundo es hijo de alguien.

Petti, que había estado mirando su plato con aire de cansancio, alzó la mirada ante esto.

En tono de jovial especulación, Jay dijo:

—Si hubieran llegado cinco días antes, no nos hubieran atacado a nosotros. Y nuestras vacas y ovejas y perros aún estarían vivos. Ya que deseas algo, desea eso, ¿por qué no?

Con una mueca que no consiguió pasar por una sonrisa, Dag se levantó de la mesa. Dedicó a Petti una inclinación de cabeza.

—Discúlpeme, señora.

Cerró suavemente la puerta de la cocina tras él. Las pisadas de sus botas sonaron en el porche, luego desaparecieron en la noche.

—¿Qué le ha picado? —preguntó Jay.

Petti tomó aliento.

—Jay, hay días que creo que tu madre debió dejarte caer de cabeza cuando eras un bebé, de verdad.

Él parpadeó, confundido ante su mueca de enfado, y dijo, más como protesta que como pregunta:

—¿Qué?

Por primera vez en horas, Fawn se encontró de nuevo helada, helada y temblando. Su decaimiento no escapó a la atención de la observadora Petti.

—Vamos, niña, deberías estar en la cama. Horse, ayúdala.

Horse, menos mal, era mucho más tranquilo que sus parientes jóvenes; o quizá su mujer le había hablado sobre sus extraños huéspedes en privado. Guió a Fawn a través de la casa en penumbra. La falta de luz esta vez no se debía a que se estuviera mareando, aunque le latía la cabeza otra vez. Petti los siguió con una vela dentro de una taza a guisa de candelero improvisado.

La planta baja de uno de los añadidos consistía en dos pequeñas habitaciones frente a frente. Horse guió a Fawn al interior de una de ellas, donde su jergón de plumas había sido extendido sobre un armazón de madera. El roto somier de cuerdas entrelazadas había sido reanudado recientemente, quizá por Dag y Tad. A través de las pequeñas ventanas sin cristales se colaba la húmeda brisa nocturna veraniega. Fawn decidió que éste debía ser el dormitorio de alguna de las hijas; las chicas llegarían a casa probablemente mañana, con el carro.

En cuanto el traslado se completó con éxito, Petti echó a Horse. Torpemente, Fawn se cambió los vendajes, medio escondiéndose bajo una manta ligera que apenas necesitaba. Petti no comentó nada, aparte de un «dámelos» y un «toma». Un día atrás, reflexionó Fawn, hubiera dado cualquier cosa por cambiar a su extraño ayudante varón por una mujer desconocida. Ahora, el deseo se veía extrañamente invertido.

—Horse y yo dormimos en el cuarto de enfrente —dijo Petti—. Puedes llamar si necesitas cualquier cosa esta noche.

—Gracias —dijo Fawn, intentando sentirse agradecida.

Supuso que no la entenderían si pedía de nuevo el suelo de la cocina. El suelo y a Dag. ¿Dónde intentarían enviar a Dag a dormir estos descorteses granjeros? ¿En el granero? La idea la puso de mal humor.

Pisadas largas e inconfundibles sonaron en el pasillo, seguidas por un par de golpes en la puerta.

—Adelante, Dag —dijo Fawn, antes de que Petti pudiera decir nada.

Él entró. Llevaba una pila de ropa seca en el brazo izquierdo, la colada que Fawn había visto colgada de la cerca del prado antes, el vestido azul de Fawn y sus bragas de lino; debajo tenía sus pantalones y ropa interior, tan espectacularmente ensangrentados ayer. Llevaba su hatillo bajo el brazo.

Puso el hatillo en una esquina limpia del cuarto, con sus ropas limpias encima.

—Aquí tienes, Chispa.

—Gracias, Dag —dijo sencillamente.

La sonrisa de él aleteó en su cara como la luz sobre el agua; desapareció en un instante. ¿Nadie daba nunca las gracias a los patrulleros? Empezaba a preguntárselo seriamente.

Dedicando un cauto gesto de cabeza a Petti, Dag se acercó a la cama y le puso la palma de la mano sobre la frente.

—Caliente —comentó. Sustituyó la palma por el interior de la muñeca. Fawn intentó sentir su pulso a través de sus pieles, como antes había escuchado su corazón, sin éxito—. Pero no febril —añadió él para sí.

Retrocedió un poco, apretando los labios. Fawn recordó esos labios respirando sobre su pelo la noche anterior, y de súbito sólo deseó que le dieran y darles un beso de buenas noches. ¿Era tan malo? De algún modo, la presencia ceñuda de Petti decía que sí.

—¿Qué has visto fuera? —preguntó.

—A mi patrulla no —suspiró él—. Al menos no en una milla a la redonda.

—¿Crees que todavía estarán buscando al otro lado de Glassforge?

—Puede ser. Parece que va a llover; una tormenta de verano hacia el oeste. Si yo me hubiera quedado atascado en una zanja, no lo sentiría, pero odio pensar que vayan corriendo en la oscuridad por los bosques húmedos, temiendo por mí, cuando yo estoy a salvo y cómodo bajo techo. Luego me lo harán pagar, supongo.

—Ay, madre.

—No te preocupes, Chispa; otro día será al contrario. Y entonces será mi turno de mostrar, ah, mi sentido del humor —sus ojos brillaron de un modo que le dio ganas de echarse a reír.

—¿De verdad iremos mañana a Glassforge?

—Ya veremos. Según cómo estés por la mañana.

—Ya estoy mucho mejor. Ahora sólo sangro como en una regla normal.

—¿Quieres la piedra caliente otra vez?

—No, ya no la necesito, de verdad.

—Bueno. Entonces que duermas bien.

Ella sonrió tímidamente.

—Lo intentaré.

Su mano empezó a moverse hacia ella, pero luego cayó de nuevo a su costado.

—Buenas noches.

—Buenas noches, Dag. Que duermas bien también.

Le dedicó un último saludo con la cabeza, y salió; la granjera se llevó la vela consigo, cerrando la puerta con firmeza tras de sí. Un lejano relámpago de la tormenta de verano que Dag había mencionado se vio a través de la ventana, demasiado lejos para oír siquiera el trueno, pero aparte de eso todo era oscuridad y silencio. Fawn dio la vuelta y trató de obedecer la orden de Dag.

—Espera —murmuró la granjera, y ya que ella llevaba la única vela, fundiéndose en un charquito en la taza de barro, Dag esperó. Ella le adelantó y le guió hasta la cocina. Otra vela, y las últimas brasas de la chimenea, dejaban ver la mesa de caballetes y los bancos apartados contra las paredes, y los platos y recipientes de la cena apilados junto al fregadero para que se secaran, junto a un cubo de agua fresca.

La granjera miró a su alrededor en las sombras y suspiró.

—Me ocuparé del resto por la mañana, supongo —pero se contradijo al ponerse a cubrir las escasas sobras de la comida, incluyendo una pila de pan ácimo que aparentemente había cocido pensando en el desayuno.

—¿Dónde le parece que duerma, señora? —preguntó Dag cortésmente. No con Fawn, obviamente. Intentó no recordar el aroma de su pelo, como el verano en su boca, o la calidez de su joven cuerpo respirando bajo su brazo.

—Puedes usar uno de los jergones que remendó la pequeña; ponlo donde quieras.

—En el porche, quizá. Puedo vigilar por si viene mi gente, si es que vienen desde los bosques durante la noche, y no despertar a nadie en la casa. Si llueve puedo entrarlo a la cocina.

—Está bien —dijo la granjera.

Dag miró por la ventana a la oscuridad, extendiendo su sentido esencial. Los animales, desperdigados por el prado, estaban tranquilos, algunos pastando, otros medio dormidos.

—La yegua no es mía en realidad. La encontramos en la guarida del dañiespectro y la usamos para salir de allí. ¿Sabe a quién puede pertenecer?

Petti negó con la cabeza.

—No es nuestra, en todo caso.

—Si la monto hasta Glassforge, estaría bien que no me detuvieran por robar caballos antes de haber podido explicarme.

—Pensé que vosotros los patrulleros cobrabais por matar dañiespectros. Podrías pedirla como pago.

Dag se encogió de hombros.

—Ya tengo un caballo. Al menos, eso espero. Si nadie viene a reclamar éste, desearía que se lo pudiera quedar la señorita Bluefield. Tiene buen carácter y paso fácil. Lo cual es parte de lo que me hace pensar que no era un caballo de los bandidos, o al menos no durante mucho tiempo.

Petti hizo una pausa, mirando su reserva de comida.

—Una muchacha agradable, esa señorita Bluefield.

—Sí.

—Uno se pregunta cómo se metió en este lío.

—No me corresponde a mí contarlo, señora.

—Sí, me he dado cuenta de que haces eso.

¿El qué? ¿Que no contaba historias?

—Los jóvenes sufren accidentes —siguió ella—. Veinte años, ¿eh?

—Eso dice ella.

no tienes veinte años —fue a arrodillarse junto al fuego, atizando las brasas para la noche.

—No. No desde hace mucho tiempo.

—Podrías coger la yegua y reunirte con tu patrulla esta noche, si tan preocupado estás por ellos. La muchacha estará bien aquí. La acogeré hasta que esté curada.

Ayer ése había sido exactamente su plan. Parecía mucho tiempo atrás.

—Es muy amable al ofrecerlo. Pero prometí que la llevaría sana y salva a Glassforge, que es adonde iba. También quiero que Mari le eche un vistazo. La jefa de mi patrulla; ella podrá decir si Fawn se está curando bien.

—Sí, imaginé que dirías algo así. No estoy ciega —suspiró, se levantó, se volvió a mirarle cruzando los brazos—. ¿Y luego qué?

—¿Perdón?

—¿Tienes idea de lo que le estás haciendo? ¿Ahí parado, con esos pómulos bien en el aire? No, imagino que no.

Dag pasó de sentirse cauto a confuso. Ya había notado que la granjera era astuta y observadora; pero no entendía la ansiedad que se entreveía en ella en este asunto.

—Sólo quiero su bien.

—Claro que sí —ella frunció fieramente el ceño—. Tuve un primo, una vez.

Dag inclinó la cabeza levemente, animándola a seguir, dividido entre la curiosidad y la nada mágica premonición de que fuera a donde fuese con ese cuento, él no quería seguirla.

—Un buen muchacho, muy agradable; guapo, también —continuó Petti—. Consiguió trabajo de mozo de establo en el hotel ese de Glassforge donde siempre se quedan vuestras patrullas, cuando pasan por aquí. Había una patrullera, joven, llegó con su patrulla. Muy bonita, muy alta. Muy amable. Muy amable con él, pensó.

—Los jefes de patrulla tratan de evitar que pasen estas cosas.

—Sí, eso tengo entendido. Lástima que no pudieran. No le costó mucho enamorarse perdidamente de la chica. Se pasó todo el año siguiente esperando que su patrulla volviera. Lo cual hicieron. Y ella fue amable de nuevo con él.

Dag esperó. Incómodo.

—Al tercer año la patrulla volvió, pero ella no. Parece que sólo estaba de visita, y que había vuelto con los suyos, muy al oeste de aquí.

—Es normal, para entrenar a patrulleros jóvenes. Los enviamos a otros campamentos durante una estación o dos, o más. Aprenden otras costumbres, hacen amistades; si tenemos que combinar fuerzas a toda prisa, siempre es más fácil si hay patrulleros que saben las rutas y territorios de otros. A los que se entrenan para ser jefes los enviamos a los siete territorios. De ésos se dice que han rodeado el lago.

Ella le miró.

—¿Y tú has rodeado el lago?

—Dos veces —admitió él.

—Hum —movió la cabeza, y continuó—: Se le ocurrió ir tras ella, presentarse voluntario para unirse a los Andalagos.

—Ah —dijo Dag—. Eso no funcionaría. No es asunto de orgullo o de mala voluntad, entiéndalo; simplemente tenemos métodos y habilidades que no se pueden compartir.

—Quieres decir que no se trata sólo de orgullo o mala voluntad, me parece —dijo la mujer, con voz seca.

Dag se encogió de hombros. No es mi historia. Déjalo, viejo patrullero.

—Acabó por encontrarla. Como dices, los Andalagos no lo quisieron. Volvió a los seis meses, con la cola entre las piernas. Derrotado y melancólico. No miraba más a las otras chicas. Bebía. Era como si, al no poder enamorarse de ella, se hubiera enamorado de la muerte.

—No hay que ser un granjero para eso. Señora —dijo Dag fríamente.

Ella le lanzó una mirada dura.

—Sea como sea. Después de eso nunca se asentó. Al final se puso a trabajar con los barqueros, abajo en el Grace River. Tras un par de estaciones oímos que se había caído de la barca y se había ahogado. No creo que fuera adrede; decían que había ido a hacer pis por la borda, estando borracho. Descuidado, pero es un tipo de descuido que no le pasa a otros.

Quizá ése era el problema con sus propios planes, pensó Dag. Nunca había sido lo bastante descuidado. Si hubiera tenido veinte años en vez de treinta y cinco cuando la oscuridad se lo tragó, todo podría haber acabado de otro modo…

—Nunca supimos más de aquella patrullera. Supongo que para ella él fue sólo un capricho pasajero. Pero ella fue el fin del mundo para él.

Dag se mantuvo en silencio.

Ella tragó aire, y siguió:

—De modo que si crees que es divertido hacer que la chica se enamore de ti, te digo que luego ya no te parecerá tan gracioso. No sé qué ganarás tú, pero para ella no habrá futuro. Tu gente se encargará de eso, si la de ella no lo hace. Tú y yo lo sabemos… pero ella no.

—Señora, se está imaginando cosas —cosas muy plausibles, quizá, dado que no podía saber del asunto del cuchillo de vínculo que unía tan estrechamente a Dag y a Fawn, al menos por el momento. Y no iba a intentar explicar lo del cuchillo a esta mujer exhausta y nerviosa.

—Sé lo que veo, muchas gracias. Y tampoco es la primera vez.

—¡Hace apenas un día que conozco a la muchacha!

—¿Ah, sí? ¿Y qué pasará dentro de una semana, eh? Los bosques se incendiarán, supongo —soltó un bufido de burla—. Todo lo que sé es que, a la larga, cuando la gente entrelaza corazones con vuestra gente, acaba muerta. O deseando estarlo.

Dag destrabó la mandíbula, y le dedicó un seco asentimiento.

—Señora… a la larga, toda la gente acaba muerta. O deseando estarlo.

Ella sacudió la cabeza, torciendo los labios.

—Buenas noches. —Se tocó la sien con la mano y fue a sacar el jergón de la habitación contigua al porche.

Si Chispita era capaz de viajar por la mañana, decidió que saldrían de este lugar tan pronto como fuera posible.

Capítulo 8

Para disgusto de Dag, ningún patrullero emergió esa noche de los bosques, ni antes ni después de que la lluvia le obligara a entrar. No vio a Fawn de nuevo hasta que se encontraron en la mesa del desayuno. Ambos llevaban de nuevo sus propias ropas, secas y sólo un poco manchadas; con el desgastado vestido azul, Fawn casi parecía estar bien, excepto por la palidez. El interior de sus párpados y sus uñas no estaban tan rosados como él pensaba que debían estar, y todavía se mareaba si intentaba levantarse demasiado deprisa, pero al ponerle la mano en la frente no notó fiebre, bien.

Estaba animándola a que comiera más pan y bebiera más leche cuando Tad, el muchacho, irrumpió en la cocina, jadeando y con los ojos muy abiertos.

—¡Ma! ¡Pa! ¡Tío Sassa! ¡Hay uno de esos hombres de barro en el prado, asustando a las ovejas!

Dag exhaló con cansancio; los tres granjeros en torno a la mesa se levantaron de un salto, sobresaltados, y se dispersaron en busca de sus aperos-armas. Dag soltó su cuchillo de guerra en la vaina y salió al porche. Fawn y la granjera le siguieron, mirando con miedo desde detrás de él, con Petti aferrando un enorme cuchillo de cocina.

Al otro extremo del prado, una forma humana desnuda había saltado sobre el lomo de una oveja que balaba, y tenía la cara hundida en su cuello lanudo. La oveja brincó y se quitó de encima a la criatura. El hombre de barro cayó mal, como si tuviera los brazos dormidos y no pudiera amortiguar bien la caída. Se levantó, se sacudió, y medio saltó medio gateó hacia su pretendida presa. El resto del rebaño, confuso, se alejó un poco al trote, y luego se giraron para mirar.

—¿Asustar? —murmuró Dag a las mujeres—. Yo diría que las ovejas están totalmente horrorizadas. El hombre de barro debe haber sido hecho a partir de un perro, o un lobo. Mirad, intenta moverse como uno, pero nada le funciona. No puede usar las manos como un hombre, y no puede usar las mandíbulas como un lobo. Está intentando desgarrar la garganta de esa estúpida oveja, pero todo lo que consigue es un bocado de lana. ¡Puaj!

Sacudió la cabeza con exasperación y piedad, bajó del porche, y caminó hacia el prado; tras él, Petti jadeó y Fawn ahogó un gritito.

Trotó hasta el final del camino, para dar un rodeo entre el hombre de barro y los bosques, y luego saltó la cerca. Estiró los hombros y sacudió el brazo derecho, intentando librarse del entumecimiento y el dolor de las magulladuras, y desenvainó el cuchillo. El aire matutino estaba lleno de humedad, el cielo gris, lila y rosa pálido convirtiéndose en turquesa más allá de la línea de los árboles. La hierba estaba mojada por la lluvia, con gotitas como plata derramada, y sus botas chapoteaban en el suelo saturado de agua. Rodeó algunas empapadas plastas de vaca y se acercó al hombre de barro. El nombre estaba bien puesto; la criatura estaba sucia, cubierta de estiércol, con el pelo apelmazado cayéndole sobre los ojos, y apestaba a incipiente podredumbre. La carne ya empezaba a perder tono y color, la piel se veía amarillenta y moteada. Enseñó los dientes para rugir a Dag y se quedó quieta, sin saber si atacar o huir.

Atácame, torpe y afligida pesadilla. Ahórrame el sudor de perseguirte.

—Vamos —canturreó Dag, agachándose un poco y juntando los brazos—. Terminemos. Te sacaré de aquí, lo prometo.

La criatura movió las caderas cuando se inclinó hacia delante, y Dag se preparó cuando saltó. Casi no acertó cuando tropezó en el salto, con las manos arañando el aire, torciendo y estirando el cuello en un vano intento de hundir sus demasiado humanas mandíbulas en el cuello de Dag. Dag paró una mano de garras negras con su brazo izquierdo, giró hacia un lado, y golpeó con el cuchillo.

Saltó hacia atrás cuando la sangre salió a chorros del cuello de la criatura, intentando ahorrarse hacer de nuevo la colada. El hombre de barro consiguió retroceder tres pasos, aullando sin palabras, antes de caer al suelo embarrado. Dag lo rodeó con precauciones, pero el golpe de gracia no fue necesario; el hombre de barro se estremeció y se quedó quieto, con los ojos vidriosos semiabiertos. Un mechón de lana sucia, pegado a sus labios, dejó de agitarse. Dioses ausentes, ésta ha sido una fea labor de limpieza. Pero hecha con limpieza, esta vez. Limpió su hoja en la hierba, planeando pedir un trapo a la granjera enseguida.

Se incorporó y dio la vuelta para ver a los granjeros reunidos en un aterrorizado grupo, aferrando sus herramientas, mirándole con la boca abierta. Tad vino corriendo desde la cerca y fue detenido por el brazo de su padre alrededor de su cintura cuanto intentó acercarse al cadáver.

—¡Te dije que te quedaras atrás!

—¡Está muerto, Pa! —Tad se liberó y miró a Dag con el rostro reluciente—. ¡Sólo fue hacia él y lo mató, como si no fuera nada!

Ah. Los últimos hombres de barro que esta gente había visto todavía estaban guiados por la voluntad de su hacedora, inteligentes y letales. No como este animal condenado, enfermo y confuso, atrapado en un cuerpo que no era el suyo. Dag no sintió ninguna apremiante necesidad de aclarar a los granjeros el verdadero alcance de su valor. Era mejor si seguían asustados de los hombres de barro. Sus labios se curvaron en una severa sonrisa, pero sólo dijo:

—Es mi trabajo. Pero enterrarlo queda para vosotros.

Los granjeros se apelotonaron en torno al cadáver, empujándolo con los mangos de las herramientas. Dag volvió a la casa, sin mirar atrás.

La mayoría de los animales se habían juntado en el extremo más alto del pasto, lejos del inquietante intruso. La yegua baya alzó la cabeza y olisqueó cuando pasó junto a ella. Se detuvo, secó su cuchillo en su cálido flanco, lo envainó, y le rascó la nuca, lo que hizo que la yegua bajara las orejas, dejara caer el labio, y suspirara contenta. Recordó la dura sugerencia de la granjera la noche anterior, que cogiera la yegua y se fuera. Tentadora idea.

Sí. Pero no solo.

Saltó la cerca, cruzó el patio, y volvió al porche. Fawn le miraba con una expresión de adoración casi igual a la de Tad, sólo que ella lo entendía mejor. La granjera tenía los brazos cruzados, dividida entre la gratitud y el enfado.

Dag se sintió de golpe harto de extraños desconfiados. Echaba de menos su patrulla, a pesar de todas sus incomodidades. Casi echaba de menos esas incomodidades, por su cómoda familiaridad.

—Hey, Chispita. Iba a esperar al carro y llevarte a Glassforge tumbada, pero he estado pensando. Podríamos montar los dos y cabalgar por donde vinimos el otro día, y no te sacudiría mucho más.

La cara de ella se iluminó.

—Mejor, me parece. Ese camino haría temblar los dientes, en carro.

—Incluso si nos lo tomamos despacio y con calma, podríamos llegar a la ciudad en unas tres horas. ¿Crees que no te cansará demasiado?

—¿Salir ya, quieres decir? Voy a por mi hatillo. ¡Sólo tardaré un momento! —Se dio la vuelta, rápida.

—Mete también mi arnés, ¿quieres? Y las otras cosas —el arnés del brazo, el saquito de los cuchillos, y la bolsa de lino con el hueso destrozado y los sueños; todo lo demás que había traído consigo, lo llevaba; todo lo que había tomado prestado, lo había devuelto.

Ella se detuvo, frunciendo los labios como si repasara el mismo inventario, y luego asintió vigorosamente.

—Bien.

—No des saltos. Y no brinques. ¡Despacio! —exclamó tras ella. La puerta de la cocina se cerró tras su risa.

Se dio la vuelta para encontrarse la mirada escrutadora de Petti. Levantó las cejas, mirándola.

Ella se encogió de hombros, y dijo con un suspiro:

—No es asunto mío, imagino.

Él se tragó un descortés asentimiento, convirtiendo el impulso en una más adecuada inclinación de cabeza, y se volvió para ir a por la yegua.

Para cuando había reanudado la cuerda a la brida para tener riendas y llevado la yegua al porche, murmurándole a la peluda oreja promesas de grano y un buen establo en Glassforge, Fawn había salido, sin aliento, con su hatillo al hombro, cubriendo a Petti de despedidas y agradecimientos. Su calidez sincera extrajo una sonrisa de la granjera, al parecer pese a sí misma.

—Ahora ten mucho más cuidado, niña —le dijo Petti.

—Dag me cuidará —Fawn le aseguró alegremente.

—Oh, sí —suspiró Petti, tras una breve pausa, y Dag se preguntó qué comentario se habría tragado—. Eso está claro.

Usando el porche como escalón, Dag se subió rápidamente a la grupa de la montura. Por fortuna, la yegua tenía el costillar ancho y no tenía cresta en el lomo, con lo que era tan cómoda como un cojín; no necesitó pedir prestada silla ni mantas de la granja. Tensó el tobillo derecho para que su pie sirviera de estribo a Fawn, y ella trepó y se sentó de través en su regazo como antes. Acurrucándose, se alisó las faldas y le deslizó el brazo derecho alrededor. Sorprendiéndole un poco, Petti se adelantó y puso un paquete en manos de Fawn.

—Es sólo pan y mermelada. Pero os irá bien en el camino.

Dag se tocó la sien.

—Gracias, señora. Por todo. —Su mano asió las riendas de cuerda de nuevo.

Ella asintió, rígida.

—A ti también —y, al cabo de un momento—: Piensa en lo que dije, patrullero. O al menos piensa.

Esto parecía no requerir respuesta alguna, o meterse en una larga discusión defensiva; Dag eligió prudentemente la primera opción, ayudó a Fawn a meter el paquete en su hatillo, asintió de nuevo, e hizo dar la vuelta a la yegua. Extendió su sentido esencial al límite en una última comprobación, pero no sintió nada en una milla a la redonda que se pareciera a un patrullero agobiado abriéndose paso a campo través, ni tampoco más hombres de barro moribundos.

Los cascos de la yegua baya aplastaban las duras achicorias, con sus flores azules como pedacitos de cielo desperdigados por las roderas, y las ondulantes margaritas. Los granjeros estaban arrastrando el cuerpo del hombre de barro hacia los bosques mientras ellos cabalgaban a lo largo de la cerca. Todos saludaron, y Sassa trotó hasta el final del camino a tiempo para decir:

—¿Ya salís para Glassforge? Yo iré pronto. ¡Si veis a nuestra gente, decidles que estamos bien! ¿Os veremos por la ciudad?

—¡Claro! —dijo Fawn.

—Quizá —dijo Dag. Añadió—: Si alguno de los míos se pasa por aquí, ¿querrás decirles que estamos bien y que nos reuniremos en la ciudad?

—¡Por supuesto! —dijo alegremente Sassa.

Y entonces el camino trazó una curva hacia los bosques, y la granja y toda su gente quedaron tras ellos. Dag respiró con alivio cuando la calma húmeda de la mañana de verano les envolvió, rota sólo por el suave sonido de los cascos de la yegua, el líquido trino de un cresta-roja, y el murmullo del riachuelo que el camino seguía, acrecentado por la lluvia. Una ardilla listada atravesó corriendo el camino ante ellos, desapareciendo entre las hierbas con un leve susurro.

Fawn estaba acurrucada, con la cabeza apoyada en su pecho, dejándose mecer, sin hablar durante un rato. Superada de nuevo por la fatiga de su pérdida de sangre tras la excitación de la mañana, juzgó Dag; como otros jovenzuelos heridos que había conocido, parecía propensa a sobreestimar sus capacidades, oscilando entre la actividad imprudente y el colapso. Esperaba que su recuperación fuera igualmente rápida. Era una carga cálida y cómoda, en equilibrio en su regazo. El paso de la yegua era en verdad más suave de lo que hubiera sido un carro en las roderas enlodadas, y no tenía intención de sacudir a ninguna de las dos con un trote. Unos cuantos mosquitos zumbaban a su alrededor en las sombras húmedas, y los apartó delicadamente de la suave piel de ella con una sacudida de su esencia hacia la de ellos.

El aroma de su piel y su pelo, la curva móvil de sus pechos cuando respiraba, y la presión de sus muslos en los de él le estimulaban, pero no tanto como la luz, la satisfacción, y la halagadora sensación de seguridad que bailaba en la compleja esencia de ella. No estaba excitada, pero su aire abierto, de absoluta aceptación física de su presencia, le hacía irracionalmente feliz, como un hombre caldeado por un fuego. La roja nota oscura de su profunda herida todavía acechaba bajo la superficie, y las sombras violetas de sus moratones nublaban su esencia al igual que su carne, pero los afilados destellos de dolor eran mucho menores.

Ella no podía sentir su esencia a su vez; no era consciente de su detallada inspección. Una mujer Andalagos hubiera sentido su agudo interés, y hubiera mirado igualmente hondo dentro de él si él no se cerraba, cambiando ceguera por privacidad. Sintiéndose perversamente culpable, se permitió usar sus sentidos internos en Fawn sin excusa de necesidad… o miedo de revelarse.

Era un poco como mirar los lirios de agua; y bastante más como oler una cena que no podía comer. ¿Era posible estar hambriento tanto tiempo como para olvidar el sabor de la comida, para que los latigazos del hambre se consumieran como ceniza? Eso parecía. Pero tanto el placer como el dolor quedaban en secreto en su corazón, en este caso. Recordó, súbitamente, el suelo al borde de una zona llagada en recuperación; su aspecto raquítico y mal nutrido, feo pero esperanzado. La llaga era una zona gris y muerta, insensible. ¿Era posible que el regreso de la vida verde doliera? Extraña idea.

Ella se agitó, abriendo los ojos para mirar las sombras de los bosques, aquí sobre todo de hayas, olmos, y robles rojos, con algún esporádico chopo o, en áreas más despejadas cerca del riachuelo, cornejos o ciclamores, ya sin flores. Manchas de luz solar decoraban las hojas de las ramas más altas, haciendo chispear las gotas de lluvia que aún quedaban.

—¿Cómo encontrarás a tu patrulla en Glassforge? —preguntó ella.

—Hay un hotel en el que las patrullas se quedan; lo convertimos en nuestro cuartel cuando estamos en esta zona. Es un cambio agradable respecto a dormir en el suelo. También es nuestra tienda-hospital. Estoy seguro de que más patrulleros aparte de mi Saun recibieron heridas cuando saltamos sobre aquellos bandidos la otra noche, de modo que es allí donde estarán. Están acostumbrados a nosotros.

—¿Estarás mucho tiempo?

—No estoy seguro. La patrulla de Chato iba camino al sur a través de Grace River cuando se desviaron por este problema, y mi patrulla estaba revisando un cuadrante al nordeste, cuando lo dejamos para venir aquí. Dependerá de los heridos, imagino.

Ella dijo, pensativa:

—Los Andalagos no dirigen el hotel, ¿verdad? Es gente de Glassforge, ¿no?

—Correcto.

—¿Qué trabajos hay en un hotel?

Él alzó las cejas.

—Doncella, cocinera, friegaplatos, mozo de establo, lavandera, pequeñas reparaciones… muchas cosas.

—Yo podría hacer algo de eso. Quizá podría conseguir trabajo allí.

Dag se tensó.

—¿Te habló Petti de su primo?

—¿Primo? —le miró con inocencia.

Evidentemente no.

—Nada… No importa. La pareja que dirige el hotel lo tiene desde hace años; está construido sobre el solar de una vieja posada, me parece, que antes era del padre de él. Mari lo sabrá. Es de ladrillo, tres pisos, muy bonita. En Glassforge hacen ladrillos tan buenos como su cristal, sabes.

Ella asintió.

—Vi algunas casas en Lumpton Market una vez, dicen que estaban hechas de ladrillo de Glassforge. Debió costarles mucho traerlo.

Él cambió un poco de postura bajo ella.

—En cualquier caso no habrá trabajo para ti hasta que dejes de desmayarte cada vez que te levantas. Es decir, hasta dentro de algunos días. Sí comes bien y descansas.

—Supongo —dijo ella, dudosa—. Pero no tengo mucho dinero.

—Mi patrulla se encargará de ti —dijo él con firmeza—. Te lo debemos por la malicia, recuerda. —Te lo debemos por tu sacrificio.

—Sí, muy bien, pero necesito mirar al futuro, ahora que estoy sola. Me alegro de haber conocido a los Horseford. Buena gente. Quizá me presentarán a gente, me ayudarán a empezar.

¿No pensaba volver a casa? Ni la imagen de ella volviendo a los dominios de Sunny el Estúpido ni la idea de que trabajara de doncella en Glassforge le hacían mucha gracia.

—Mejor vemos primero qué tiene que decir Mari sobre ese cuchillo, antes de hacer planes.

—Mmm. —Sus ojos se oscurecieron, y se acurrucó de nuevo.

La calma de los bosques descendió de nuevo, aliviando el espíritu de Dag. La luz y el aire y la soledad, la plácida yegua moviéndose cálida bajo él, y Fawn acurrucada contra su pecho, con su esencia librándose lentamente de su angustia acumulada, le pusieron de lleno en un presente que no pedía nada más de él, y al que tampoco pedía nada. Liberado, durante un momento, de una cadena interminable de deber y trabajo, que tiraba de él hacia un futuro agotador que no eligió, sino que simplemente aceptó.

—¿Cómo te encuentras? —murmuró al cabello de Fawn—. ¿Te duele?

—No peor que cuando estaba sentada desayunando. Mejor que anoche. Está bien.

—Bien.

—Dag…—dudó.

—¿Mmm?

—Qué hacen las mujeres Andalagos que se meten en un lío como el mío?

La pregunta le dejó confuso.

—¿Como cuál de todos?

Ella soltó un pequeño bufido.

—Imagino que he estado haciendo colección de problemas últimamente. Un bebé sin marido era en el que estaba pensando. Una viudez del heno.

Él percibió la pena y la culpa arañándola desde dentro con el recordatorio.

—Para nosotros no es exactamente así.

Ella frunció el ceño.

—¿Es que los Andalagos jóvenes son muy, muy… hum… virtuosos?

Él rió suavemente.

—No, si por virtuoso se entiende dejarse los pantalones abrochados. Hay otras virtudes que se buscan más. Pero la juventud es la juventud, seas granjero o Andalagos. Prácticamente todo el mundo pasa por un período de torpeza y errores mientras aprenden.

—Dijiste que la mujer invita al hombre a su tienda.

—Si es un hombre con suerte.

—Entonces cómo… —dejó morir la voz, confusa.

Él entendió por fin la pregunta.

—Oh. Son nuestras esencias, de nuevo. El momento del mes cuando una mujer puede concebir se muestra como un diseño muy hermoso en su esencia. Si el momento y el lugar son inadecuados para un niño, ella y su hombre simplemente se dan placer mutuamente de modo que no haya niños después.

Después de esto, el silencio de Fawn duró bastante tiempo. Entonces dijo:

—¿Cómo?

—¿Cómo qué?

—¿Cómo hacen… pueden hacer eso? ¿Cómo?

Dag tragó saliva con dificultad. ¿Cuánto podría no saber esta muchacha? Por la evidencia hasta el momento, bastante, reflexionó apenado. ¿Por dónde tendría que empezar?

—Bueno… Con las manos, por ejemplo.

—¿Manos?

—Tocándose mutuamente, hasta intercambiar descargas. Lenguas y bocas y otras cosas, también.

Ella parpadeó.

—¿Descargas?

—Se tocan el uno al otro como uno se tocaría a sí mismo, sólo que con mejor ángulo y compañía y, bueno, mejor en general. Menos… solitario.

Ella arrugó la cara.

—Oh. Los chicos hacen eso, lo sé. Imagino que las chicas podrían hacérselo a ellos, también. ¿Les gusta?

—Hum… en general —dijo con precaución. Este inesperado giro en la conversación lanzaba su mente a la carrera, y su cuerpo le seguía. Cálmate, viejo patrullero. Por fortuna, ella no podía sentir su ardiente perturbación—. A las chicas también les gusta. En mi experiencia.

Otro silencio largo, digiriendo esto.

—¿Es cosa de las damas Andalagos? ¿Magia?

—Hay trucos que puedes hacer con las esencias para que sea mejor, pero no. Las damas Andalagos y las chicas de granja son igualmente mágicas para esto. Y de todos modos, los granjeros también tienen esencias, es sólo que no pueden sentirlas —gracias sean dadas a los dioses ausentes.

Su expresión ahora era intensamente pensativa, y un balbuceo de excitación había empezado a agitarse también en ella. Él se dio cuenta de pronto de que no eran sólo sus heridas las que bloqueaban su flujo. Recordó algo que le había dicho una mujer mestiza en Tripoint, y que entonces apenas creyó: que algunas granjeras nunca aprenden a darse placer, o a conseguir la descarga. Se había reído ante su expresión. Vamos, vamos, Dag. Los hombres prácticamente tropiezan con sus partes. Las de las mujeres están todas metiditas bien adentro. Para nosotras pueden ser tan difíciles de encontrar como para los muchachos granjeros. Más de una granjera me ha agradecido el poder dar el mapa del tesoro a su marido, aunque se escandalizara al aprenderlo. Ya que él había tenido mucho que agradecerle también, se había dedicado a la tarea, apartando de su mente la ineptitud de los muchachos granjeros y, tras un rato, apartándola también de la mente de ella.

Aquello había sido mucho tiempo atrás…

—¿Qué otras cosas? —dijo Fawn.

—¿Perdón?

—Además de manos y lenguas y bocas.

—Sólo… no… nada… no importa —y ahora su erección ya era una seria molestia física.

A caballo, además. Había muchas cosas que no se debían intentar a caballo, ni siquiera sobre uno tan apacible como esta yegua. No pudo evitar recordar algunas de ellas, lo cual no ayudó.

Chispa no podía sentir su esencia. Podía estar ante ella rígido de lujuria, y mientras se dejara puestos los pantalones, ella no lo sabría. Y considerando sus recientes y desastrosas experiencias, no debería saberlo. Sería malo si se reía… no, mejor pensado, sería bueno si se reía. Malo si mostraba asco, o terror, o susto, tomándole por otro patán como Sunny el Estúpido o el pobre idiota al que había disparado en el trasero. Si se hacía insoportable, podría bajar del caballo y desaparecer en los bosques un rato, fingiendo responder a una llamada de la naturaleza. Lo cual sería cierto; no mentiría. Basta. Te lo has buscado tú. Sufre en silencio. Piensa en otra cosa. Puedes controlar tu cuerpo. Ella no puede notarlo.

Ella suspiró, se removió, le miró a la cara.

—Tus ojos cambian de color con la luz —observó, con tono de nuevo interés—. Al sol son de oro brillante, como monedas. A la sombra son marrones como té de especias. Por la noche son negros, como estanques hondos —al cabo de un momento, añadió—: Ahora están muy negros.

—Mmm —dijo Dag. Cada respiración le llevaba su aroma intoxicante a la boca, a la mente. Y no iba a dejar de respirar.

Un destello de movimiento en las copas de los árboles atrajo sus miradas.

—¡Mira, un halcón de cola roja! —gritó ella—. ¡Qué bonito! —Su cabeza y cuerpo giraron para seguir la pálida y pulcra silueta de translúcidas plumas rojas casi reluciendo contra el azul desvaído del cielo, y su manita caliente bajó para apoyarse. Directamente sobre la dolorosa erección de Dag.

Él dio un respingo tan brusco, que cayó de la yegua.

Aterrizó de espaldas con un golpe que le quitó el aliento. Por fortuna ella cayó sobre él y no debajo. Su peso era blando sobre él, su respiración acelerada por el sobresalto. Tenía las pupilas demasiado grandes para esta luz, y cuando se dio la vuelta y alargó una mano para apoyarse, su mirada quedó fija en la boca de él.

¡Sí! Bésame, hazlo. Su mano se sacudió, y la puso plana y rígida, con la palma sobre la hierba. Se humedeció los labios. La humedad de la hierba y del suelo empezó a empaparle la parte trasera de la camisa y pantalones. Podía sentir todas las curvas de su cuerpo, apretado contra el suyo, y cada trayectoria de su esencia. Dioses ausentes, estaba a medio camino de un enredo de esencias él solo…

—¿Estás bien? —jadeó ella.

El terror le atravesó, marchitando su erección, por si la caída le había sacudido algo por dentro que la hiciera sangrar de nuevo como el primer día. Le llevaría casi una hora llevarla de vuelta a la granja, y en su actual estado, quizá no sobreviviría a otra hemorragia.

Ella se le apartó de encima y se dejó caer sin gracia al suelo, jadeando.

¿Tú estás bien? —preguntó él a su vez, con urgencia.

—Creo que sí —dio un pequeño respingo, pero se frotó el codo, no el vientre.

Él se incorporó y se pasó la mano por el pelo. ¡Tonto, tonto, condenado seas, presta atención…! Podrías haberla matado.

—¿Qué ha pasado? —preguntó ella.

—Yo… creí ver algo por el rabillo del ojo, pero sólo fue un efecto de luz. No pretendía encabritarme como un caballo —lo cual tenía que ser la peor excusa de toda su vida.

La yegua, de hecho, estaba menos alterada que ellos dos. Se había apartado cuando cayeron, pero ahora estaba a unas pocas yardas, mirándoles ligeramente asombrada. Como la diversión parecía haber terminado, bajó la cabeza y mordisqueó una matita de hierba.

—Sí, bueno, después del hombre de barro de esta mañana, no me extraña que estés nervioso —dijo Fawn amablemente. Miró en derredor, preocupada de nuevo, y luego le apoyó una mano en el hombro, se levantó, y trató de limpiarse la tierra de la manga.

Dag respiró hondo unas cuantas veces, dejando que su corazón se calmara, y luego se levantó también y fue a por la yegua. Un cercano árbol caído le pareció un buen escalón; llevó la yegua hasta allí, y Fawn le siguió obedientemente. Y si empezaban de nuevo con todo esto, Dag temió que acabaría en desgracia mucho antes de que llegaran a Glassforge.

—A decir verdad —mintió—, el brazo izquierdo se me estaba cansando un poco. ¿Crees que podrías montar a la grupa durante un rato?

—¡Oh! Lo siento. ¡Estaba tan a gusto, no pensé que te podría resultar incómodo! —se disculpó ella ansiosamente.

No tienes ni idea de lo incómodo que era. Sonrió para ocultar su culpabilidad, y para tranquilizarla, pero le salió una sonrisa más bien enloquecida.

Montaron de nuevo. Fawn se acomodó con los dos piececitos a un lado, y las dos manitas cerradas en torno a su cintura en un abrazo firme y cálido.

Y toda la firme resolución de Dag se derritió en el involuntario pensamiento: Más abajo. ¡Más abajo!

Apretó los dientes y hundió los talones en los inocentes flancos de la yegua para que fuera a un paso más vivo.

Fawn se equilibró, preguntándose si oiría de nuevo el corazón de Dag si apoyaba la cabeza en su espalda. Pensaba que se estaba recuperando bien esa mañana, pero el pequeño accidente le recordó lo cansada que estaba todavía, lo rápidamente que el esfuerzo la había dejado sin aliento. Dag estaba más cansado de lo que parecía, también, a juzgar por sus largos silencios.

Le daba vergüenza lo cerca que había estado de besarle, después de su torpe caída. Probablemente le habría clavado el codo en el estómago, y él había sido demasiado amable para decir nada. Incluso le había sonreído, al ayudarla a levantarse. Tenía los dientes apenas un poco torcidos, nada que importara, fuertes y sanos, con una muesquita fascinante en un diente delantero. Su sonrisa era siempre demasiado fugaz, pero era probablemente mejor para su raída dignidad que su auténtica sonrisa fuera aún menos frecuente. Si le hubiera sonreído de aquella manera tan besable cuando estaban aún tendidos en el césped, en lugar de lanzarle esa mirada tan peculiar —¿quizá de dolor reprimido?— probablemente hubiera hecho el ridículo más absoluto.

El feo nombre que le había dedicado Sunny durante su discusión a causa del bebé todavía se le atragantaba. Con una sola palabra burlona, Sunny había convertido de algún modo su intento de amar, su insaciable curiosidad, su tímido atrevimiento, en algo feo y vil. La había besado y manoseado en el trigal, a oscuras, y la había llamado su cosita bonita; el insulto vino después. Sospechoso, por tanto, pero aun así… ¿era típico en los hombres despreciar a las mujeres que les daban la atención que decían querer? A juzgar por algunos de los insultos que había oído aquí y allá, quizá sí.

No quería que Dag la despreciara, que la considerara algo mezquino. Pero claro, ella nunca diría de él que era típico.

Así que… ¿Dag era un solitario? ¿O afortunado?

De algún modo, no parecía afortunado.

¿Y cómo lo sabes? Su corazón sentía que lo conocía mejor que a cualquier hombre, no, que a cualquier persona que hubiera conocido. Pero era un sentimiento que no aguantaba el escrutinio. Podía estar casado, aunque había dicho que no. Podía tener hijos. Podía tener hijos casi de la edad de ella. ¿O quién sabía qué más? Él no había dicho nada. Había muchas cosas de las que no había hablado, ahora que lo pensaba.

Era sólo que… lo poco de lo que había hablado parecía muy importante. Como si ella se hubiera estado muriendo de sed, y todo el mundo le quisiera dar montones de áridas baratijas, y él le ofreciera una taza de agua pura. Sencilla. Bienvenida más allá del deseo o el mérito. Desasosegante…

El valle por el que cabalgaban se abrió, el riachuelo se lanzó por campo abierto, y el camino de granja se unió a la carretera recta por fin. Dag llevó a la yegua hacia la izquierda. Y cualquier oportunidad que acabara de desperdiciar había desaparecido para siempre.

La carretera estaba más concurrida hoy, y se llenó más a medida que se acercaban a la ciudad. O bien la desaparición de la amenaza de los bandidos había hecho que más gente saliera, o era día de mercado. O ambas cosas, decidió Fawn. Pasaron vagones de ladrillos y de mercancías que salían, tirados por grandes caballos, y cabalgaron junto a otros que volvían, no vacíos, sino llenos de leña, o de campesinos hablando de cosechas, y artesanías para vender. Oyó retazos de alegres conversaciones, con las chicas coqueteando con los conductores si no había adultos con ellas. Carros de granja y vagones de heno y, sí, incluso el carro de estiércol que había deseado en vano el otro día. El olor a humo de carbón y de leña llegaba a la nariz de Fawn incluso antes de que trazaran la última curva y la ciudad apareciera ante su vista.

Nada en esta llegada era como lo había imaginado cuando salió de casa, pero al menos había llegado. Había empezado algo, y había conseguido terminarlo. Era como romper una maldición. Glassforge. Por fin.

Capítulo 9

Fawn se inclinó precariamente sobre el hombro de Dag y miró la calle principal, flanqueada por viejos edificios de madera y piedra y otros más nuevos de ladrillo. Aceras de tablones protegían los pies de la gente del barro removido de las calles. Una manzana más allá, el barro daba paso a adoquines, y más lejos, a ladrillos. ¡La ciudad era tan rica que pavimentaban las calles con ladrillo! La carretera se curvaba para seguir un meandro del río, y ella apenas pudo divisar el bullicio de un mercado en una plaza. La mayoría de los penachos de humo que oscurecían el aire parecían venir de río abajo, a sotavento. Dag desvió a la yegua por una calle lateral, indicando con una sacudida de la barbilla el edificio de ladrillo que se alzaba a su izquierda, severo y cuadrado, pero suavizado por hiedra trepadora.

—Ése es nuestro hotel. Las patrullas siempre se alojan ahí gratis. Está escrito en el testamento del padre del propietario. Algo sobre la última malicia grande que eliminamos en esta zona, hace cerca de sesenta años. Debió ser una muy mala. Alguien tuvo una buena idea, porque así patrullamos esta área más a menudo.

—¿Buscasteis sesenta años sin encontrar otra?

—Oh, creo que ha habido un par desde entonces. Es sólo que las atrapamos cuando eran tan pequeñas que los granjeros nunca se enteraron. Como, hum… arrancar un brote en vez de talar un árbol. Es mejor para nosotros, y mejor para todos, salvo que es más difícil convencer a la gente de que nos paguen. El viejo posadero era un hombre con visión de futuro.

Giraron de nuevo atravesando una ancha arcada de ladrillo y entraron en el patio que había entre el hotel y sus establos. Un mozo de cuadra limpiando un arnés en un banco alzó la mirada y se levantó para acercarse a ellos. No cogió la brida improvisada de la yegua.

—Lo siento, señor, señorita. —Su saludo fue cortés, pero su mirada pareció evaluar las riquezas de la astrosa pareja montada a pelo y encontrarlas escasas—. El hotel está lleno. Tendrán que buscar otro sitio. —Sus labios adoptaron una mueca levemente burlona, aunque no del todo carente de simpatía—. Dudo que pudieran pagar el precio de una habitación aquí, de todos modos.

Sólo la mano de Fawn en la espalda de Dag percibió el leve retumbar de… ¿enfado?, no, de diversión, que le atravesó.

—Yo también lo dudo. Por fortuna, la señorita Bluefield aquí presente ha pagado el precio de todas ellas.

La expresión del muchacho vaciló mientras intentaba convertir la frase en algo que tuviese sentido para él. Su confusión se vio interrumpida por un par de Andalagos que salieron de la puerta y cojearon hacia el patio, mirando fijamente a Dag.

Ambos tenían más aspecto de patrulleros, elegantes en sus chalecos de cuero, con el pelo recogido en trenzas decoradas. Uno tenía la cara casi tan amoratada como la de Fawn, con un vendaje de lino envolviéndole torpemente la cabeza y la mandíbula, que no lograba esconder una hilera de puntos sanguinolentos. Se apoyaba en un bastón. La otra llevaba el brazo izquierdo en cabestrillo, envuelto en gruesos vendajes. Ambos eran altos y morenos, aunque sus ojos eran de un tono marrón claro casi normal.

—¿Dag Redwing Hickory…? —dijo la mujer, dubitativa.

Dag pasó la pierna derecha sobre el cuello de la yegua y quedó un momento sentado de lado; con una leve sonrisa, se llevó la mano a la sien en gesto de saludo.

—Sí. ¿Sois de la patrulla de Chato Log Hollow?

Ambos patrulleros se pusieron firmes, a pesar de sus patentes heridas.

—¡Sí, señor! —dijo el hombre, mientras la mujer chistaba al mozo de establo—: ¡Chico, cuida del caballo del patrullero!

El muchacho saltó como si le hubieran azuzado y tomó las riendas de cuerda, abriendo mucho los ojos. Dag se deslizó al suelo y se giró para ayudar a Fawn, que pasó las piernas a un lado.

—¡Ah! No te atrevas a saltar —dijo él severamente, y ella asintió y se deslizó hasta su brazo, recogiendo algo agradablemente parecido a un abrazo al poner los pies en el suelo. Reprimió su deseo de reclinar la cabeza en su pecho y quedarse así durante, oh, digamos una semana. Él se volvió hacia los otros patrulleros, pero dejó el brazo izquierdo alrededor de su espalda, un ancla sólida.

—¿Dónde están todos? —preguntó Dag.

El hombre sonrió y luego dio un respingo, llevándose la mano a la mandíbula.

—La mayoría fuera, buscándote.

—Ah, me lo temía.

—Sí —dijo la mujer—. Toda tu patrulla no hacía más que jurar que aparecerías igual que un gato, pero luego fueron a buscarte de todos modos sin apenas parar para comer o dormir. Parece que los amantes de los gatos tenían razón. Hay un muchacho arriba, atiende por Saun, que ha estado preocupadísimo por ti. Cada vez que entramos exige noticias.

Dag frunció los labios, exhalando con alivio.

—¿Estáis de turno de enfermería?

—Sí —dijo el hombre.

¿Cuántos heridos tenemos?

—Sólo dos, vuestro Saun y nuestra Reela. Se rompió una pierna cuando unos hombres de barro asustaron a su caballo junto a un barranco.

—¿Grave?

—No es leve, pero conservará la pierna.

Dag asintió.

—Entonces ya es bastante.

El hombre parpadeó, reparando tarde en el muñón de Dag, pero no añadió nada más que resultase embarazoso.

—No sé lo cansado que estarás, pero harías una buena obra si pudieras subir enseguida a tranquilizar a Saun. Ha estado realmente muy preocupado. Creo que descansará mejor si te puede ver con sus propios ojos.

—Por supuesto —dijo Dag.

—Ah… —dijo la mujer, mirando a Fawn y luego, interrogativamente, a Dag.

—Ésta es la señorita Bluefield —dijo Dag.

Fawn hizo una cortesía.

—¿Cómo están?

—¿Y es…? —dijo el hombre, dudoso.

—Está conmigo. —La firmeza patente en la voz de Dag detuvo otras preguntas, y los dos patrulleros, tras dedicar a Fawn saludos corteses pero llenos de curiosidad, les guiaron al interior.

Fawn apenas entrevió el vestíbulo, en el que había un alto mostrador de madera y arcos que daban a algunas salas amplias, mientras subía tras los patrulleros por una escalera de barandilla pulida por el tiempo, fresca y suave bajo sus dedos tímidos. En el primer rellano torcieron por un pasillo con puertas a ambos lados y una ventana de cristal al fondo, por la que entraba la luz.

—Tu compañero está bastante lúcido hoy, aunque sigue diciendo que lo trajiste de vuelta de entre los muertos —dijo el hombre, hablando por encima del hombro.

—No estaba muerto —dijo Dag.

El hombre lanzó una mirada a la mujer.

—Te lo dije.

—Su corazón se detuvo y había dejado de respirar, eso fue todo.

Fawn parpadeó, confusa. Y le alegró ver que no fue la única.

—Eh… —El hombre se detuvo frente a una puerta con un número 6 de latón—. ¿Perdone, señor? Siempre me enseñaron que era demasiado peligroso sincronizar esencias con alguien mortalmente herido, y que no es posible bloquear el dolor a gran velocidad.

—Es probable. —Dag se encogió de hombros—. Me salté los detalles y entré y salí rápido.

Oh —dijo la mujer, en un tono de súbita comprensión que Fawn no compartió.

—¿No dolió? —soltó el hombre.

Dag le dedicó una mirada larga y lenta. Fawn se alegró mucho de no ser ella el blanco, porque esa mirada era capaz de reducir a la gente a una mancha grasienta en el suelo. Dag dio al otro patrullero un momento más para que terminara de desintegrarse —calculado con precisión, estuvo segura de pronto—, y luego señaló la puerta con la cabeza. La mujer se apresuró a abrirla.

Dag entró. Si los dos patrulleros se habían mostrado respetuosos antes, ahora intercambiaron a su espalda una mirada totalmente acobardada. La mujer miró insegura a Fawn pero no intentó impedir que entrara por la puerta siguiendo a Dag.

La habitación tenía cortinas caladas de lino, abiertas y moviéndose levemente en la brisa de verano, y flanqueando la ventana había dos camas con edredones de plumas sobre colchones de paja. Una estaba vacía, aunque a sus pies había apilados equipo y alforjas. A los pies de la otra también, pero en ella yacía un —inevitablemente— alto joven. Tenía el pelo castaño claro suelto, esparcido sobre la almohada. Una sábana arrugada le cubría hasta el pecho, donde su torso se veía envuelto en vendajes. Miraba apáticamente al techo, con la frente pálida arrugada. Cuando giró la cabeza ante el sonido de pisadas y reconoció a su visitante, el dolor de su rostro se transformó en alegría con tal rapidez que fue como si hubiera pasado una inundación.

—¡Dag! ¡Lo conseguiste! —rió, tosió, hizo una mueca, y gimió—. ¡Uau! ¡Sabía que lo harías!

La patrullera alzó las cejas ante afirmación tan mendaz, pero sonrió indulgente.

Dag caminó hasta el costado de la cama y sonrió a su ocupante, adoptando un tono alegre.

—Bien, sé que tienes al menos seis costillas rotas. Por lo cual te pregunto, ¿te parece momento para discursos?

—Sólo uno corto —jadeó el joven. Su mano encontró la de Dag y la estrechó—. Gracias.

Las cejas de Dag se movieron, pero no discutió. En los ojos del joven brillaba una gratitud tan sincera, que a Fawn le cayó bien enseguida. Por fin, alguien que reconocía lo que Dag valía. Saun movió la cabeza para dedicarle una mirada levemente desenfocada, y ella le sonrió de corazón. Él parpadeó rápidamente y respondió a la sonrisa, un poco confuso.

Dag sacudió levemente de lado a lado la mano que sujetaba, y preguntó más suavemente:

—¿Cómo estás, Saun?

—Sólo duele cuando me río.

—¿Oh? No dejes que otros patrulleros se enteren de eso. —Fawn se dio cuenta de que el brillo en los ojos de Dag era de diversión.

Saun ahogó una carcajada y tosió.

—¡Au! ¡Maldito seas, Dag!

—¿Ves lo que quiero decir? —y añadió, más serio—: Me han dicho que no has dormido. Y yo he dicho, no puede ser, éste es el patrullero al que teníamos que sacar de las mantas a la fuerza por las mañanas, en el campamento. ¿Qué pasa, las camas de plumas son ahora demasiado blandas para ti? ¿Te traigo unas piedras para que estés más cómodo?

Saun se llevó una mano al pecho vendado y evitó cuidadosamente reírse.

—No. Todo lo que quiero es tu historia. Dijeron —se puso serio al recordarlo, se humedeció los labios— que encontraron tu caballo ayer, a millas de la guarida, que encontraron la guarida y la mitad de tu equipo y tu arco abandonados en un montón. Tu arco. Nunca pensé que abandonarías eso a propósito. Dos hombres de barro pudriéndose y un montón de algo que Mari juró que era la malicia muerta, y un rastro de sangre que se perdía en la nada. ¿Qué se suponía que debíamos pensar?

—Yo esperaba que alguien pensaría que me habría refugiado en la granja más cercana —dijo Dag, apenado—. Empiezo a sospechar que no soy lo bastante excitante para todos vosotros.

Saun entrecerró los ojos.

—Hay algo más —dijo con seguridad.

—Bastante más, pero primero lo debe oír Mari —Dag lanzó una mirada a Fawn.

Saun se recostó, aparentemente aceptando esto.

—Siempre que me cuentes más en otro momento.

—En otro momento —Dag dudó, y luego añadió, reservado—: Entonces… ¿encontraron también el cuerpo que dejé en el árbol?

Tres caras se volvieron a mirarle.

—Evidentemente aún no —murmuró Dag.

—¿Veis lo que os dije? ¿Lo veis? —dijo Saun a sus compañeros, con tono de revancha. Entre dientes, añadió en dirección a Dag—: En otro momento, pero que sea pronto, ¿de acuerdo?

—En cuanto pueda —Dag se dirigió a los dos de la otra patrulla—. ¿Dijo Mari cuándo volvería?

Negaron con la cabeza.

—Salió al alba —dijo la mujer.

—¿Necesitas alguna otra cosa, Saun? —preguntó el patrullero.

—Me acabáis de traer lo que más quería —dijo Saun—. Tomaos un descanso, ¿eh?

—Creo que lo haré —con un gruñido de dolor casi inaudible, el patrullero se sentó en la otra cama, evidentemente la suya, se sacó las botas, y usó las manos para subir su rígida pierna al colchón—. Ah.

Dag se despidió con la cabeza.

—Duerme bien, Saun. Intenta ser más listo cuando despiertes, ¿eh?

Una leve risa y un ¡Uau! amortiguado siguieron a los tres al pasillo. Al girarse, la expresión de Dag se suavizó, como un hombre encontrando alivio inesperadamente.

—Sí, estará bien —murmuró con satisfacción.

La patrullera cerró suavemente la puerta tras ellos.

—¿Así que ése era Saun la Oveja? —preguntó Fawn.

—Sí, ése es el corderito —dijo Dag—. Si vive lo bastante como para cambiar algo de ese entusiasmo por sesos, será un buen patrullero. Ha conseguido llegar a los veinte, de momento. Debe ser suerte —su sonrisa se torció—. Como tú, Chispita.

Mientras iban pasillo abajo, una voz de mujer llamó débilmente desde otra habitación con la puerta abierta.

—Ésa es Reela —dijo enseguida la patrullera—. ¿Tiene todo lo que necesita, señor?

—Y si no, lo encontraré. —Dag la despidió con un gesto—. Conozco este lugar desde hace años.

—Entonces, si me disculpa, iré a ver qué quiere —saludó con la cabeza, y se marchó.

Bajando las escaleras, Fawn oyó a Dag mascullar entre dientes «¡Y dejad de llamarme señor, cachorrillos!». Se detuvo al llegar abajo, la mano sobre la barandilla, y miró de nuevo hacia arriba, con expresión distante.

—¿Ahora en qué piensas? —preguntó Fawn suavemente.

—Pienso… que cuando nuestros heridos leves tienen que cuidar de nuestros heridos graves, es una clara indicación de que nos falta gente. La patrulla de Mari es de dieciséis, cuatro por cuatro. Debería ser de veinticinco, cinco por cinco. ¿Me pregunto cuántos faltarán en la patrulla de Chato? Ah, bueno —suspiró—. Vamos a ver si conseguimos algo de comer, Chispa.

Dag la llevó a un pequeño pero asombroso cuarto de baño, donde pudo cambiarse los vendajes y lavarse en la bonita palangana de latón pintado que había. Cuando salió, fueron a una de las grandes salas de la planta baja, llena de mesas con bancos o sillas, pero, a esta hora, sin gente. En pocos minutos una camarera salió de la cocina al fondo con una bandeja de jamón, queso, dos tipos de pan, pastel de crema y ruibarbo, y fresas, con una jarra de cerveza y un jarro de leche, fresca, les dijo la chica, de las vacas que el hotel tenía. Fawn añadió mentalmente camarera a su lista de potenciales trabajos en Glassforge, así como lechera, y se sentó a comer bajo la mirada benigna de Dag. Más relajado de lo que le había visto nunca, atacó la comida con entusiasmo, notó Fawn con satisfacción.

Estaban peleándose por la última fresa, cada uno intentando dársela al otro, cuando la cabeza de Dag se alzó y dijo «Ah». Al cabo de un momento, Fawn oyó por las ventanas abiertas el ruido de caballos y el eco de voces en el patio del establo. Al cabo de un minuto, la puerta se abrió de golpe y resonaron pisadas de botas sobre las tablas del piso. Mari, seguida de otros dos patrulleros, entró en el comedor, se detuvo junto a su mesa, plantó los puños en las caderas, y miró fieramente a Dag.

—dijo, y nunca oyó Fawn una sílaba que cargara más peso.

Muy serio, Dag rellenó su vaso de cerveza y se lo alargó. Sin dejar de mirarle exasperada, ella se lo llevó a los labios y apuró la mitad de un trago. Los otros dos patrulleros sonreían de oreja a oreja.

—¿Es que estabas intentando darme el mayor susto de mi vida, chico? —preguntó ella, dejando el vaso en la mesa con tal fuerza que casi lo rajó.

—No —dijo Dag perezosamente, rescatando el vaso y llenándolo de nuevo—. Eso ha sido aparte. Siéntate y recupera el aliento, tía Mari.

—No empieces con el «tía Mari» hasta que no termine de echarte la bronca —dijo ella, pero con mucha más calma. Uno de los patrulleros a su espalda, cruzando una mirada con Dag, le acercó una silla y ella se sentó. Cuando hubo soltado el aliento y estirado la espalda, su postura se hizo mucho menos alarmante. Excepto por el agotamiento que asomaba a la superficie; Dag frunció el ceño al notarlo.

Alargó la mano sobre la mesa y se la estrechó.

—Siento el susto. Saun me ha dicho que ayer os encontrasteis con el desastre que dejé. Tenía la mano llena, a decir verdad.

—Sí, eso he oído.

—Oh, ¿encontrasteis por fin la granja de los Horseford?

—Hará unas dos horas. Nos contaron una historia bastante confusa —miró especulativamente a Fawn, y luego a Dag, frunciendo aún más el ceño.

Dag dijo:

—Mari, permíteme presentarte a la señorita Fawn Bluefield. Chispa, ésta es mi jefa de patrulla, Mari Redwing Hickory. Mari es su nombre personal, Redwing es nuestro nombre de tienda, y Hickory es por el campamento del lago Hickory, que es el cuartel general de nuestra patrulla.

Fawn inclinó cortésmente la cabeza. Mari le devolvió un saludo extremadamente provisional.

Con un gesto, Dag continuó:

—Utau y Razi, también del campamento Hickory.

Los otros dos patrulleros le dedicaron saludos amistosos, como hizo Dag en su momento. Utau era mayor, más bajo y robusto, y llevaba el pelo, que empezaba a escasearle, sujeto en un moño como el de Mari. Razi era más joven y alto, y más desgarbado; el pelo le caía por la espalda en una trenza que le llegaba casi a la cintura, con cordones granates y verdes entrelazados.

El más viejo, Utau, dijo:

—Felicidades por la malicia, Dag. Aunque los jóvenes se pusieron como locos por haberse perdido su primera cacería. Les propuse, a guisa de consuelo, que les llevarías a la guarida y les contarías todo, para que vieran cómo se hace.

Dag negó con la cabeza, indeciso entre reír por lo bajo o estremecerse.

—No creo que les resultara muy útil, la verdad.

—¿Cómo fue de desastroso, exactamente? —preguntó Mari secamente.

Los restos de diversión desaparecieron de los ojos de Dag.

—Lo suficiente. Por hacerlo corto, la señorita Bluefield aquí presente fue raptada en la carretera por los dos a los que seguí desde el campamento de los bandidos. Cuando los alcancé en la guarida los hombres de barro me acorralaron y se dedicaron a intentar descuartizarme. Pero me di cuenta de que la malicia y los hombres de barro, todos, estaban cometiendo el interesante error de no hacer caso a la señorita Bluefield en la pelea. De modo que le lancé mis cuchillos de vínculo y le clavó uno a la malicia. La destruyó. Me salvó la vida. Y también al mundo, por el premio adicional.

¿Ella se acercó tanto a una malicia? —preguntó Razi, con tono entre la incredulidad y el asombro—. ¿Cómo?

A guisa de respuesta, Dag se inclinó hacia delante y, tras una mirada pidiendo permiso a Fawn, apartó el cuello de su vestido. Su dedo recorrió unas zonas de piel insensible en torno a su cuello, que debían ser, se dio cuenta Fawn, las magulladuras de las grandes manos de la malicia, y se estremeció involuntariamente a pesar del calor del verano en la habitación.

—Se acercó más aún, Razi.

Ambos patrulleros quedaron boquiabiertos. Mari se reclinó en la silla, llevándose la mano a la boca. Fawn no había visto un espejo desde hacía días. ¿Qué aspecto tendrían las marcas?

—La malicia la subestimó —siguió Dag—. Espero que vosotros no. Pero si quieres repetir las felicitaciones a la persona correcta, Utau, adelante.

Bajo la mirada tranquila de Dag, Utau relajó las facciones y se llevó lentamente la mano a la sien. Tras luchar un momento para encontrar la voz, consiguió decir:

—Señorita Bluefield.

—Sí —se unió Razi, tras un momento de asombro.

—Los patrulleros somos enormemente expresivos, sabes —Dag murmuró a la oreja de Fawn, su humor seco aflorando de nuevo.

—Ya veo —murmuró ella, y los labios de él temblaron un poco.

Mari se frotó la frente.

—¿Y la explicación detallada, Dag? ¿Voy a querer oírla siquiera?

La grave mirada que le dedicó Dag atrajo toda su atención.

—Sí —dijo él—. Tan pronto como se pueda. Pero en privado. Y luego la señorita Bluefield tiene que descansar —se volvió hacia Fawn—. ¿O prefieres descansar primero?

Fawn negó con la cabeza.

—Primero hablemos, por favor.

Mari apoyó las manos en las rodilleras de sus pantalones y movió los hombros.

—Ah. De acuerdo. —Miró a su alrededor, entrecerrando los ojos—. ¿En mi habitación?

—Muy bien.

Ella se levantó.

—Utau, has estado en pie toda la noche. Quedas fuera de servicio. Razi, come algo, y luego cabalga a Tailor's Point y diles que han encontrado a Dag. O que ha aparecido, en todo caso. —Los patrulleros asintieron y se fueron.

—Trae tu hatillo —murmuró Dag a Fawn.

La habitación de Mari estaba en el tercer piso. Para cuando subieron el segundo tramo de escaleras, Fawn estaba mareada y temblando, y agradeció el soporte de la mano de Dag. Mari les llevó a una habitación más estrecha que la de Saun, con sólo una cama, aunque por lo demás muy parecida, hasta en la desordenada pila de equipo y alforjas a los pies de la cama. Dag hizo un gesto a Fawn para que pusiera el hatillo sobre la cama. Fawn soltó las correas y lo desplegó. El contenido tintineó.

Mari alzó las cejas. Cogió el roto arnés de la mano de Dag y lo sostuvo como el patético cadáver de algún animal.

—Han tenido que esforzarse para hacer esto. Ya veo por qué no te llevaste el arco. ¿Aún tienes brazo?

—Por poco —dijo Dag—. Necesito arreglarlo, coserlo con hilo más fuerte esta vez.

—Yo me lo pensaría, en tu lugar. ¿Qué prefieres que se rompa primero, tú o él?

Dag hizo una pausa, luego dijo:

—Ah. Buena idea. Quizá lo haga arreglar igual que estaba.

—Mejor. —Mari dejó el arnés, cogió la improvisada bolsa de lino y la dejó resbalar por su mano, palpando el contenido. Su expresión se volvió triste, casi remota.

—¿El cuchillo del corazón de Kauneo?

Dag asintió brevemente.

—Sé cuánto tiempo lo has guardado. Ha sido un buen destino para él.

Dag negó con la cabeza.

—He acabado por creer que todos son iguales, en realidad —tomó aliento y fue hacia la cama, haciendo un gesto a Fawn para que se sentara.

Ella se sentó a la cabecera con las piernas cruzadas, alisándose la falda sobre las rodillas, y miró a los dos patrulleros. Mari tenía ojos dorados parecidos a los de Dag, aunque de un tono más broncíneo, y se preguntó si realmente sería tía suya, si el uso de ese título no era, como había pensado al principio, una broma o un término de respecto cariñoso.

Mari dejó la bolsa.

—¿Vas a enviarlo para que sea enterrado junto al resto de los huesos de su tío? ¿O lo quemarás aquí?

—No estoy seguro aún. Se quedará conmigo de momento; lo ha hecho hasta ahora. —Dag respiró hondo, mirando al otro cuchillo—. Ahora viene la historia larga.

Mari se sentó a los pies de la cama y cruzó los brazos, escuchando con atención a medida que Dag empezaba de nuevo su historia. Las descripciones de sus acciones fueron sucintas pero muy precisas, notó Fawn, como si ciertos detalles fueran más importantes, aunque no estaba segura de cómo decidía cuáles contar y cuáles no. Hasta que dijo:

—Creo que el hombre de barro cogió a la señorita Bluefield en el camino porque estaba embarazada de dos meses. Y volvió y se la llevó de la granja por la misma razón.

Los labios de Mari se movieron involuntariamente, ¿Estaba?, y luego se apretaron.

—Sigue.

La voz de Dag se tensó al describir su arriesgado ataque a la cueva de la malicia.

—Llegué tarde. Cuando llegué a la entrada y ataqué a los hombres de barro, la malicia ya estaba llevándose al bebé.

Mari se inclinó hacia delante, frunciendo el ceño.

—¿Por separado?

—Eso parece.

—Uh… —Mari se enderezó, movió la cabeza, y miró a Fawn—. Perdóname. Lamento mucho tu pérdida. Pero esto es nuevo para mí. Sabíamos que las malicias tomaban a mujeres embarazadas, pero toman a cualquiera que encuentren. Raramente se recuperan los cuerpos de las mujeres. No sabía que una malicia no siempre toma las dos esencias juntas.

—No creo —dijo Fawn con voz distante— que me hubiera perdonado mucho tiempo. Estaba a punto de romperme el cuello cuando por fin le clavé el cuchillo correcto.

Mari parpadeó, miró el cuchillo de hueso de mango azul sobre el hatillo, y miró de nuevo a Dag.

—¿Qué?

Dag explicó cuidadosamente la confusión de Fawn con sus cuchillos. Fue muy amable, pensó Dag, al librarla de cualquier culpa en el asunto.

—El cuchillo no estaba activado. Sabes para qué lo guardaba.

Mari asintió.

—Pero ahora está activado. Creo que con la muerte de la hija de Chispa… de la señorita Bluefield. Lo que no sé es si eso fue todo lo que tomó de la malicia. O si alguna vez funcionará como cuchillo de vínculo. O… bueno, no sé gran cosa, me temo. Pero con el permiso de la señorita Bluefield, pensé que tú podrías examinarlo también.

—Dag, no soy más hacedora que tú.

—No, pero eres más… estás menos… Me vendría bien otra opinión.

Mari miró a Fawn.

—Señorita Bluefield, ¿puedo?

—Por favor. Quiero entender y… y no lo entiendo, en realidad.

Mari se inclinó y cogió el cuchillo de hueso. Lo acunó, pasó la mano por toda su pálida longitud, y finalmente, como Dag, lo sostuvo contra los labios con los ojos cerrados. Cuando lo dejó de nuevo, apretó los labios un momento.

—Bueno —dijo por fin—, está ciertamente activado.

—Eso pude notarlo —dijo Dag.

—Parece… hum. Extrañamente puro. No es que las almas vayan a los cuchillos, le explicaste eso, ¿verdad? —preguntó a Dag.

—Sí. Esa parte la tiene clara.

—Pero los cuchillos del corazón de personas diferentes tienen diferentes cualidades. Algún eco del donante permanece, aunque todos funcionan por igual. Quizá es que las vidas son diferentes, pero las muertes son todas iguales, no lo sé. Soy patrullera, no una sabia. Creo —se golpeó los labios con el índice— que es mejor que lo lleves a un hacedor. Al más experimentado que puedas encontrar.

—La señorita Bluefield y yo —dijo Dag—. El cuchillo es suyo, ahora.

—Una granjera no debe mezclarse en estos asuntos.

Dag hizo una mueca.

—¿Qué quieres que haga? ¿Me dirás que se lo quite? ¿Tú?

—¿Alguien me lo explica, por favor? —dijo Fawn, tensa—. Todos hablan otra vez como si yo no existiera. Generalmente no pasa nada, estoy acostumbrada, pero no respecto a esto.

—Enséñale tus cuchillos, Mari —dijo Dag, con una nota de desafío en la voz baja.

Ella le miró, y luego se desabotonó la camisa en parte y sacó un saquito de doble vaina parecido al de Dag, aunque de cuero más suave. Se pasó la correa por el cuello, apartó el hatillo, y puso los dos cuchillos lado a lado sobre la colcha. Eran casi idénticos, excepto por el tinte de las empuñaduras ligeramente talladas, una roja y otra marrón.

—Éstos son una auténtica pareja, ambos huesos del mismo donante —dijo ella, acariciando el rojo—. Mi hijo, menor, de hecho. Era su tercer año de patrulla, arriba en Sparford, y yo empezaba a pensar que ya había pasado la parte más peligrosa de su aprendizaje… Bueno —tocó el marrón—. Éste está activado. Su tía abuela paterna Palai le dio su muerte. Una anciana dura, muy dura… dioses ausentes, cómo la queríamos. Preferiblemente desde una distancia segura, pero hay alguien como ella en cada familia, me parece. —Su mano fue de nuevo al rojo—. Éste está sin activar, ligado a mí. Lo llevo conmigo por si acaso.

—¿Y qué pasaría —dijo Dag secamente— si alguien quisiera quitártelos?

La sonrisa de Mari se oscureció.

—Liberaría toda la furia de la tía abuela Palai. —Se enderezó y guardó los cuchillos, luego inclinó la cabeza hacia Fawn—. Pero creo que para ella es distinto.

—Todo esto es extraño para mí. —Fawn frunció el ceño, mirando al cuchillo de mango azul—. No tengo ningún buen recuerdo que compense los malos. Pero son mis recuerdos, de todos modos. Preferiría que no fueran… desperdiciados.

Mari alzó ambas manos en un gesto de neutralidad frustrada.

—¿Podría tomarme un permiso de la patrulla para viajar por este asunto?—pidió Dag.

Mari hizo una mueca.

—Sabes lo mal que vamos de gente, pero en cuanto este asunto de Glassforge quede resuelto, no veo cómo negártelo. ¿Te has tomado un permiso alguna vez? ¡Ni siquiera te pones enfermo!

Dag pensó un momento.

—La muerte de mi padre —dijo por fin—. Hace once años.

—Antes de que yo estuviera. ¡Eh! Pregunta de nuevo cuando vayamos a levantar el campamento. Si no nos han llegado nuevos problemas para entonces.

Él asintió.

—La señorita Bluefield no está todavía en condiciones de viajar. Aunque no notes que las rodillas apenas la sostienen, puedes ver por sus uñas y párpados que ha perdido demasiada sangre. Pero no tiene fiebre. Por favor, Mari, hice todo lo que pude, pero ¿puedes mirarla tú? —Se tocó el vientre, aclarando el sentido de sus palabras.

Mari suspiró.

—Sí, sí, Dag.

Se quedó de pie, expectante, durante un minuto; ella hizo una mueca y se levantó, señalando una pila de alforjas en un rincón.

—Por cierto, ahí tienes tu equipo. Por fortuna, el tonto de tu caballo no se había librado de todo en los bosques. Venga, vete.

—Pero quieres… no puedes… quiero decir, no es que tengas que desvestirla…

—Asunto de mujeres —dijo ella con firmeza.

A desgana, él fue hacia la puerta, aunque paró a recoger el arnés de su brazo y sus recuperadas pertenencias.

—Voy a ver si te consigo una habitación, Chispa.

Fawn le sonrió agradecida.

—Bien —dijo Mari—. Lárgate.

Él se mordió el labio y se despidió con un gesto de la cabeza. Las pisadas de sus botas desaparecieron pasillo abajo.

Fawn intentó no ponerse demasiado nerviosa por quedarse a solas con Mari. Terrible vieja dama o no, la jefa de la patrulla parecía compartir algo del estilo directo de Dag. Hizo que Fawn se sentara en la cama mientras ella le pasaba las manos por encima. Luego se sentó detrás de Fawn y la abrazó estrechamente durante algunos minutos en silencio, con las manos sobre el vientre de Fawn. Si estaba haciendo algo con su esencia, Fawn no pudo sentirlo, y se preguntó si era así como se sentía un sordo entre gente que podía oír. Cuando soltó a Fawn, la expresión de Mari era tranquila, pero amable.

—Estarás bien —dijo—. Está claro que la herida es antinatural, lo que explica lo repentino de la hemorragia, pero te estás curando tan rápido como se puede esperar en alguien que ha perdido tanta sangre, y tu útero no está caliente. La fiebre mata más que la hemorragia en estos casos, aunque no es tan espectacular. Te quedará cicatriz, supongo, lenta en curarse, como las de tu cuello, pero no como para impedirte tener otros hijos, de modo que ten más cuidado en el futuro, señorita Bluefield.

—Oh —Fawn, mirando atrás entre nubes de remordimientos, no había siquiera pensado en su futura fertilidad—. ¿Le pasa eso a algunas mujeres, tras un aborto?

—A veces. O tras un mal parto. Son zonas muy delicadas. Me asombra que el proceso funcione en absoluto, cuando pienso en todas las cosas que he visto que pueden ir mal.

Fawn asintió, y alargó la mano para guardar el cuchillo de mango azul de Dag, todavía en su hatillo sobre sus otras ropas.

—Entonces —dijo Mari en tono cuidadosamente neutro—. ¿Quién posee la otra mitad de la activación de ese cuchillo, aparte de ti? ¿Algún patán granjero?

Fawn apretó la mandíbula.

—Sólo yo. El patán dejó muy claro que me lo dejaba todo a mí. Lo cual explica por qué iba yo por la carretera.

—Granjeros. Nunca los entenderé.

—¿No hay patanes Andalagos?

—Bueno… —Mari arrastró la palabra, dándole la razón.

Fawn releyó la desgastada inscripción marrón de la hoja de hueso.

—Dag tenía la intención de clavarse esto en su propio corazón algún día. ¿No es cierto? —Esa Kauneo había tenido esa intención.

—Sí.

Ahora no podría. Eso era algo, al menos.

—Tú también tienes uno.

—Alguien tiene que activar. No todos, pero sí los suficientes. Los patrulleros entendemos mejor la necesidad.

—¿Kauneo era una patrullera?

—¿No te lo dijo Dag?

—Dijo que era una mujer que murió hace veinte años, en algún sitio al noroeste.

—Eso es un poco lacónico, incluso para él. —Mari suspiró—. No me corresponde contar sus historias, pero si has de poseer ese cuchillo, muchacha granjera, es mejor que entiendas qué es y de dónde viene.

—Sí —dijo Fawn con firmeza—, por favor. Estoy cansada de cometer errores estúpidos.

Mari alzó una —provisional— ceja aprobadora ante esto.

—Muy bien. Te contaré lo que Dag llamaría la historia corta. —Su larga inhalación sugirió que no iba a ser tan corta, y Fawn se sentó de nuevo con las piernas cruzadas, atenta.

—Kauneo era la mujer de Dag.

Un estremecimiento recorrió a Fawn. Pero no de sorpresa, se dio cuenta.

—Ya veo —dijo.

—Murió en Wolf Ridge.

—No me mencionó Wolf Ridge. Sólo lo llamó una terrible guerra contra una malicia —aunque no podía haber ninguna buena guerra contra una malicia, sospechó.

—Muchacha granjera, Dag no habla de Wolf Ridge con nadie. Es una de sus pequeñas manías, a la que te tendrás que acostumbrar. Tienes que entender que Luthlia es el mayor y más salvaje territorio de los siete, el que tiene menos patrulleros para intentar recorrerlo. Las patrullas son horribles, pantanos helados y bosques sin senderos, e inviernos asesinos. Los otros territorios envían más jóvenes patrulleros a Luthlia que a ningún otro sitio, pero aun así no dan abasto.

«Kauneo venía de una tienda de patrulleros con fama de feroces por aquella zona. Era muy hermosa, supongo; todos la cortejaban. Entonces llegó este joven patrullero, tranquilo y discreto, caminando alrededor del lago en su segundo ciclo de entrenamiento, y le robó el corazón ante las narices de todos los demás —su voz tenía una nota de orgullo, y Fawn pensó, Sí, es su tía de verdad—. Hizo planes para quedarse. Estaban unidos por el cordón, vosotros los granjeros diríais casados, y fue ascendido a capitán de compañía.

—¿Dag no fue siempre un patrullero? —dijo Fawn.

Mari resopló.

—Ese chico debía ser teniente de territorio a estas alturas, si no hubiera… agh, da igual. La mayoría de nuestras patrullas se parecen más bien a cacerías, y la mayoría acaban en nada. De hecho, es posible patrullar durante toda la vida y no asistir nunca a la destrucción de una malicia, por una u otra causa. Dag tiene modos de aumentar las probabilidades a su favor. Pero cuando una malicia se hace fuerte, cuando hace la guerra de verdad… entonces todos tenemos que improvisar.

Se levanto y cruzó el cuarto hasta el palanganero, se sirvió un vaso de agua y lo bebió. Se puso a caminar mientras continuaba:

—Una malicia grande se escurrió entre las rutas de las patrullas. No tenía mucha gente a la que esclavizar por allí, no había bandidos como la malicia que mataste aquí. No hay granjeros en Luthlia, ni en ningún sitio al norte de Dead Lake, salvo algún trampero o mercader que se cuela, y al que escoltamos de vuelta. Pero la malicia encontró lobos. Hizo cosas a los lobos. Lobos-hombre, hombres lobo, licántropos del tamaño de ponis, con ingenio humano. Para cuando la encontramos, se había creado un ejército de lobos. Los patrulleros de Luthlia enviaron un mensaje pidiendo ayuda a los territorios vecinos, pero mientras llegaba, estaban solos.

»La compañía de Dag, cincuenta patrulleros incluyendo a Kauneo y un par de sus hermanos, fue enviada a cubrir el flanco de otro grupo que estaba intentando atacar el valle de la guarida. Los exploradores les dijeron que podían esperar un ataque de unos cincuenta licántropos. Llegaron unos quinientos. , Fawn contuvo el aliento.

—En una hora Dag perdió su mano, su mujer, su compañía menos a tres, y la posición. Lo que no perdió fue la guerra, porque en la hora que ganaron, el otro grupo consiguió llegar a la guarida. Cuando se despertó en la tienda hospital, toda su vida había ardido como una pira, supongo. No se lo tomó bien.

»Al cabo del tiempo, los compañeros de tienda de su mujer muerta perdieron la esperanza y lo enviaron a casa. Donde siguió sin tomárselo bien. Luego Fairbolt Crow, benditos sean sus huesos (nuestro capitán de campamento, aunque por entonces sólo era capitán de compañía), fue listo, o se desesperó, o se puso furioso, y lo arrastró hasta Tripoint. Hizo que un artesano granjero muy hábil que conocía fabricara el arnés para el brazo, y lo estuvieron probando y probando hasta que encontraron artilugios que funcionaban. Dag practicó con su nuevo arco hasta que le sangraron los dedos, trabajó hasta alcanzar las expectativas de Fairbolt, y déjame decirte que Fairbolt no se lo puso nada fácil, y volvió a patrullar. Y ahí ha estado desde entonces.

»Desde entonces por la mano de Dag han pasado unos diez o doce cuchillos de vínculo; la gente se los da porque están seguros de que así se usarán, pero siempre guardó aparte esa pareja. Los únicos recuerdos de Kauneo, que yo sepa, que no apartó como si le quemaran. De modo que ése es el cuchillo que ahora guardas, muchacha granjera.

Fawn lo levantó y lo deslizó entre sus dedos.

—Parece que debería pesar más. —¿De verdad quería saber todo esto?

—Sí —suspiró Mari.

Fawn miró con curiosidad el canoso cabello de Mari.

—¿Serás tú alguna vez capitán de compañía? Debes haber estado patrullando mucho tiempo.

—He estado menos tiempo en acción que Dag, de hecho, aunque soy veinte años mayor. Seguí el camino de las mujeres. Pasé cuatro o cinco años entrenando de niña; tenemos que entrenar a las niñas, aunque gente como Dag lo desapruebe, porque si alguna vez atacan nuestros campamentos, para defenderlos quedaremos nosotras y los ancianos. Me uní por la cuerda, me uní por la sangre (tuve hijos, quiero decir), y luego volví a patrullar. Espero seguir andando hasta que me fallen la suerte o las piernas, cinco o diez años más, pero no me apetece lidiar con nada más problemático que una patrulla, gracias. Luego de vuelta al campamento, a jugar con mis nietos y sus hijos hasta que sea hora de vincularme. Como vida, no es mala.

Fawn arrugó la frente.

—¿Alguna vez imaginaste otra? —¿O ser arrojada a otra, como le había ocurrido a Fawn?

Mari ladeó la cabeza.

—No puedo decir que sí. Aunque si se me concediera un deseo, pediría a mi hijo de vuelta.

—¿Cuántos hijos tuviste?

—Cinco —replicó Mari, con claro orgullo maternal que a Fawn le sonó muy granjero, por mucho que sospechara que Mari lo negaría.

Un golpe en la puerta precedió a la voz quejosa de Dag:

—Mari, ¿puedo entrar ya, por favor?

Mari puso los ojos en blanco.

—Muy bien.

Dag se coló por la puerta entreabierta.

—¿Cómo está? ¿Se está curando bien? ¿Pudiste sincronizar esencias? ¿O hacer un refuerzo, incluso?

—Se está curando tan bien como podría esperarse. No hice nada con mi esencia, porque con tiempo y descanso curará igualmente bien.

Dag asimiló la información y pareció algo decepcionado, pero resignado.

—Te he conseguido una habitación, Chispa, está en el piso de abajo. ¿Cansada?

Exhausta, se dio cuenta. Asintió.

—Bueno, te llevaré abajo y podrás empezar con lo de descansar, al menos.

Mari se frotó los labios y estudió a su sobrino, entrecerrando los ojos. Sentido esencial. Fawn se preguntó qué habría visto la jefa de patrulla con el suyo; fuera lo que fuese, no habló de ello. Al parecer la reserva era tan frecuente en la familia Redwing como los ojos dorados. Fawn recogió su hatillo y se dejó llevar por Dag.

—No dejes que Mari te asuste —dijo Dag, poniéndole el brazo izquierdo en la espalda mientras bajaban las escaleras; Fawn no pudo decidir si como gesto de protección o como una sutil manera de esconderlo. Giraron en el siguiente pasillo.

—No me asustó, no mucho. Me gusta —Fawn tomó aire. Algunos secretos ocupaban demasiado espacio para andar de puntillas a su alrededor—. Me contó algo más sobre tu mujer, y Wolf Ridge. Pensó que necesitaba saberlo.

El silencio se extendió durante tres largas zancadas.

—Tiene razón.

Y eso, evidentemente, era todo lo que Fawn iba a conseguir por el momento.

La nueva habitación de Fawn era estrecha como la de Mari, salvo que ésta miraba a la calle en vez de al patio del establo. Un palanganero con jarro, ya lleno, cortinas de retales y colcha a juego, y alfombras en el suelo la hacían agradable y hogareña a ojos de Fawn. Una puerta lateral daba al parecer al cuarto de al lado. Dag giró la barra que la cerraba y la encajó en sus abrazaderas.

¿Dónde está tu cuarto? —preguntó Fawn.

Dag señaló a la puerta cerrada.

—Ahí.

—Oh, bien. ¿Vas a descansar tú? No me digas que tú no necesitas tiempo para curarte. Vi los moratones.

Él negó con la cabeza.

—Voy a buscar un guarnicionero. Volveré para llevarte a cenar luego, si quieres.

—Me gustaría mucho.

Él sonrió levemente al oírlo, y retrocedió hasta el umbral.

—Parece que todo lo que hago en este lugar es decirle a la gente que se vaya a dormir.

—Sí, pero yo voy a hacerlo de verdad.

Él sonrió de nuevo, ampliamente —esa sonrisa debería ser ilegal— y cerró la puerta con suavidad.

En la pared junto al palanganero colgaba un espejo de afeitar hecho de buen cristal liso de Glassforge. Recordando, Fawn fue hacia él y abrió el cuello de su vestido azul.

El moratón que le cubría casi todo el lado izquierdo de la cara era púrpura, verdoso en los bordes, con cuatro costras oscuras de las garras del hombre de barro sobre su pómulo, todavía sensibles pero no infectadas. La marca de la mano de la malicia en su cuello, cuatro llagas en un lado y una en el otro, contrastaba vividamente sobre su piel clara. Las marcas tenían un curioso tono oscuro y una fea textura resaltada, diferentes a cualquier otra contusión que Fawn hubiera visto. Bueno, si había algún truco especial para que se curaran, Dag lo sabría. O quizá lo habría experimentado en sí mismo, si se había acercado a tantas malicias como sugería en inventario de sus pasados cuchillos que había hecho Mari.

Fawn fue a la ventana y alcanzó a ver la alta figura de Dag pasando por debajo, con el arnés del brazo al hombro, yendo por la calle hacia la plaza. Se quedó mirando la ciudad cuando él desapareció por la acera, pero no durante mucho tiempo; bostezando incontrolablemente, se quitó el vestido y los zapatos y se metió en la cama.

Capítulo 10

Dag volvió a la hora de la cena como había prometido. Fawn se había puesto su vestido bueno, el de algodón verde que su tía Nattie le había hilado y tejido; le siguió escalera abajo. El bullicio proveniente de la sala donde antes habían estado comiendo tranquilamente hizo que dudara.

Viéndola detenerse, Dag sonrió y se inclinó para murmurar:

—Los patrulleros podemos ser gente muy ruidosa cuando nos juntamos, pero estarás bien. No tienes que contestar preguntas si no quieres. Podemos decir que aún estás demasiado afectada por nuestra lucha contra la malicia y no quieres hablar de ello. Lo aceptarán. —Su mano fue al cuello de su vestido como para ajustarlo, y Fawn se dio cuenta de que no estaba cubriendo las extrañas marcas de su cuelo, sino más bien asegurándose de que se veían—. Creo que no necesitamos mencionar lo que pasó con el segundo cuchillo a nadie aparte de Mari.

—Bien —dijo Fawn, aliviada, y permitió que la llevara dentro, el brazo protector a su espalda.

Las mesas esa noche estaban llenas de patrulleros altos e intimidantes, unos veinticinco, más o menos, cubiertos de polvo del camino. Gracias al aviso de Dag, Fawn se las apañó para no dar un salto cuando su entrada fue saludada con vítores, gritos, golpes en la mesa, y bromas sobre la ausencia de tres días de Dag. La rudeza de algunas de las bromas se veía atenuada por la genuina alegría en las voces, y Dag, con sonrisa torcida, replicó:

—¡Vaya unos patrulleros! ¡Juro que no podríais encontrar un trago en un barril de agua de lluvia!

—¡En un barril de cerveza, Dag! —alguien gritó en respuesta—. ¿Pero qué te pasa?

Dag examinó la sala y guió a Fawn hacia una mesa cuadrada al otro lado donde sólo se sentaban dos patrulleros, Utau y Razi, a los que había conocido antes. Los dos los animaron con gestos cuando se acercaron, y Razi empujó invitadoramente una silla con su bota.

Fawn no estaba segura de qué patrulleros eran los de Mari y cuáles los de Chato; las dos patrullas parecían estar mezcladas, no exactamente al azar. Parecían distribuirse más bien por edad, ya que había sólo una mesa en la que se sentaba media docena de cabezas canosas, la de Mari entre ellas; y también otras dos mujeres mayores que Fawn no había visto en la casa del pozo, que presumiblemente eran de la patrulla de Log Hollow. La joven del brazo en cabestrillo estaba en una mesa con tres hombres jóvenes, todos peleando por cortarle la carne de la comida; ella los mantenía a raya con el tenedor, riendo. Fawn vio que los patrulleros varones parecían de todas las edades, pero las mujeres eran o bien jóvenes o mucho más viejas, y recordó la descripción que le hizo Mari de su vida. Se preguntó si en los campamentos las proporciones se invertirían.

Camareras y sirvientes sin aliento iban entre las mesas, acarreando bandejas cargadas de fuentes y jarros, que eran tomados por manos rápidas. Los patrulleros parecían más interesados en velocidad y cantidad que en modales, una actitud compartida con las cocinas de las granjas que hizo que Fawn se sintiera casi cómoda.

Se sentaron y saludaron a Razi y Utau; Razi se levantó de un salto y consiguió más platos, cubiertos, y vasos, y ambos se unieron para coger comida y bebida para ellos. Acosaron a Dag a preguntas acerca de sus aventuras aunque, con miradas cautas, dejaron aparte a Fawn. Las respuestas de Dag eran aburridamente precisas, vagas, o adoptaron la forma que Fawn reconoció de la granja de los Horseford: preguntas que cambiaban de tema. Acabaron por desistir y dejaron que Dag se dedicara a masticar.

Utau miró alrededor, y comentó:

—Todos están mucho más alegres esta noche. Mari sobre todo. Por fortuna para todos los que estamos por debajo de ella.

Razi dijo, melancólico:

—¿Crees que ella y Chato nos dejarán que hagamos un bow-down antes de irnos?

—Chato parece bastante contento —dijo Utau, indicando con la cabeza otra mesa de patrulleros, aunque Fawn no pudo distinguir quién era el jefe—. Quizá tengamos suerte.

—¿Qué es un bow-down? —preguntó Fawn.

Razi sonrió con entusiasmo.

—Es una fiesta de patrulleros. Las hay a veces, para celebrar una cacería, o cuando dos o más patrullas se reúnen. Poder hablar con otra patrulla es un lujo. Nos queremos mucho —Utau puso los ojos en blanco al oír esto—, pero tras semanas y semanas solos nos hartamos. Un bow-down tiene música. Bailes. Cerveza, si podemos conseguirla…

—Aquí podríamos conseguir mucha cerveza —dijo Utau, distante.

—Refugiarrrrse en rincones oscuros… —trinó Razi, retorciendo el extremo de su trenza.

—Ya vale… ya se hace una idea —dijo Dag, pero sonrió. Fawn se preguntó si fue al recordar algo—. Podría ocurrir, pero garantizo que no será hasta que Mari esté segura de que haya terminado toda la limpieza. O tanta como sea posible —algo detrás de Fawn atrajo su mirada—. Me siento profético. Predigo tareas antes de las celebraciones.

—Dag, eres un cuervo agorero… —empezó Razi.

—Bien, caballeros —dijo la voz de Mari—. ¿Os duelen los pies?

Fawn volvió la cabeza y sonrió tímidamente a la jefa de la patrulla, que se había acercado a su mesa.

Razi abrió la boca, pero Dag le interrumpió:

—No contestes a eso, Razi. Es una pregunta con trampa. La respuesta segura es «No sé decirte, Mari, ¿por qué lo preguntas?».

Los labios de Mari temblaron, y respondió con voz dulce:

—¡Cuánto me alegro de que me preguntes eso, Dag!

—Quizá no tan segura —murmuró Utau, sonriendo.

—¿Cómo va la reparación del arnés? —preguntó Mari a Dag.

Dag hizo una mueca.

—Estará mañana por la tarde, quizá. Fui a dos sitios antes de encontrar a alguien que lo hiciera gratis. O más bien, a cambio de que salváramos su vida, a su familia, su ciudad, su territorio, y a todos en él.

—Y por supuesto, olvidaste mencionar que fuiste tú personalmente quien acabó con su malicia —dijo Utau secamente.

Dag hizo un irritado gesto de rechazo.

—En primer lugar, no fue así. En segundo lugar, ninguno de nosotros podría hacer el trabajo sin los demás, de modo que se nos debe a todos. No debería… Ninguno de nosotros debería mendigar.

—Ocurre —dijo Mari, dejando pasar esto— que tengo un trabajo cómodo para un hombre manco mañana por la mañana. En el almacén de aquí hay un arcón lleno de registros de patrullas y mapas de la región que necesitan un buen repaso. Lo normal. Necesito a alguien con buen ojo para ver si podemos averiguar cómo se coló esta malicia, y detener la grieta en el futuro. También quiero una lista de sectores cercanos que hayan sido especialmente descuidados. Vamos a quedarnos aquí algunos días más mientras los heridos se recuperan, y para reparar los equipos y reavituallarnos.

Utau y Razi se animaron ante estas noticias.

—También haremos algunos rastreos por la zona, ya que estamos —continuó Mari—, y dejaremos que la gente de Glassforge nos vea hacerlos —añadió ácidamente, con un gesto hacia Dag—. Les daremos espectáculo.

Dag resopló.

—Es mejor que les digamos que, si no les gusta nuestro trabajo, les devolveremos el doble de los dañiespectros que tenían.

Razi se atragantó con su cerveza y Utau le golpeó la espalda, amable pero inútilmente.

—¡Oh, ojalá pudiéramos! —jadeó Razi cuando recuperó el aliento—. ¡Me encantaría ver las expresiones de sus estúpidas caras de granjeros, sólo una vez!

Fawn se quedó muy quieta, su incipiente diversión ante la charla de los patrulleros abruptamente extinguida. Dag se puso rígido.

Mari les dedicó a ambos una enigmática mirada, pero se fue sin hacer comentarios, y Fawn recordó su conversación de antes sobre la ubicuidad de los patanes. Ya se ve.

Razi siguió, ajeno al efecto de sus palabras:

—Patrullar desde Glassforge es como unas vacaciones. Sí, cabalgas todo el día, pero cuando vuelves hay camas de verdad. ¡Baños de verdad! Comida que no tienes que preparar, ni quemada sobre un fuego de campamento. Pequeñas comodidades por las que puedes regatear en la ciudad.

—Pero los granjeros construyeron este lugar —murmuró Fawn, y estuvo segura, por el pequeño respingo que Dag dio, que había oído el estúpido que había dejado fuera de la frase.

Razi se encogió de hombros.

—Los granjeros plantan los campos, pero ¿quién plantó a los granjeros? Nosotros.

¿Qué?, pensó Fawn.

Utau, quizá no tan descuidado como su camarada, la miró, y contemporizó:

—Quieres decir que nuestros antepasados lo hicieron. Es mucho mérito para atribuir, en este caso.

—¿Por qué no deberíamos llevarnos el mérito? —dijo Razi.

—¿Y la culpa, también?—dijo Dag.

Razi hizo una mueca.

—Creía que lo habíamos hecho. Lo que es justo es justo.

Dag sonrió tensamente, tomó aliento, y se levantó.

—Bien. Si mañana debo pasar el día mirando un montón de registros de patrulla mal escritos, mal redactados, e indudablemente incompletos, es mejor que dé a mis ojos un descanso ahora. Si todos están tan faltos de sueño como yo, será una noche tranquila para recuperarlo.

—Encuéntranos montones de patrullas locales, Dag —urgió Razi—. Que duren semanas.

—Veré lo que puedo hacer.

Fawn se levantó también, y Dag la escoltó fuera. No intentó disculparse por Razi, pero una extraña expresión le ensombrecía la mirada, y a Fawn no le gustó la sensación de que sus pensamientos retrocedían a algún lugar que a ella le estaba vedado. Fuera caía el crepúsculo de finales de verano. Él le dio las buenas noches ante su puerta con estudiada cortesía.

A la mañana siguiente Dag se despertó al alba, pero Fawn, para su aprobación, siguió durmiendo. Bajó las escaleras en silencio y apartó a dos patrulleros de su desayuno para que llevaran el arcón de los registros arriba a su habitación. Al cabo de poco tiempo tenía registros, mapas y planos extendidos por la mesa de la habitación, sobre la cama, y, poco después, por el suelo.

A través de la pared, oyó el crujido amortiguado de la cama y las pisadas de Fawn cuando se levantó y se puso a andar por la habitación, vistiéndose. Al cabo, asomó la cabeza con precauciones por el umbral de la puerta que daba al pasillo, y él se apresuró a acompañarla a un desayuno mucho más tranquilo que la cena de la noche anterior, con algunos adormilados patrulleros saliendo todavía, solos o en pareja.

Tras el desayuno, fue con él escalera arriba y miró interesada los papeles y pergaminos desperdigados por la habitación.

—¿Puedo ayudar?

Él recordó su propensión al aburrimiento si no tenía las manos ocupadas, pero sobre todo oyó el tácito ¿Puedo quedarme aquí?, y la puso a cortar plumas, o a traer algún papel o registro desde el otro lado de la habitación de vez en cuando, trabajo improvisado, pero la mantuvo ocupada y tranquila, y agradablemente cerca. Ella quedó fascinada por los mapas, planos y registros, y se puso a leerlos, o a intentarlo. No era sólo la caligrafía desvaída y a veces cuestionable lo que hacía que para ella fuera un trabajo lento. Su afirmación de que sabía leer resultó cierta, pero quedaba claro por cómo seguía el texto con el dedo y movía los labios, y por la tensión de su cuerpo, que no lo hacía con fluidez, probablemente porque nunca había tenido suficiente material para practicar. Pero cuando él trazó una rejilla en una hoja en blanco para convertir las confusas entradas de los registros en una tabla fácil de leer de un vistazo, ella entendió rápidamente la lógica.

Hacia mediodía, Mari se asomó por la puerta abierta. Levantó una ceja al ver a Fawn, que estaba sentada en la cama examinando un mapa lleno de anotaciones a mano, pero se limitó a decir:

—¿Cómo va?

—Casi terminado —dijo Dag—. No es necesario retroceder más de diez años, me parece. Está todo muy tranquilo esta mañana. ¿Qué hacen los demás?

—Reparaciones, limpiar los equipos, algunos han ido a la ciudad. Otros trabajan con los caballos. Encontramos a un herrero cuya hermana estaba entre los que rescatamos de la mina; está encantado de ayudar en los establos. —Entró y miró por encima de su hombro, luego se apoyó contra la pared, cruzando los brazos—. Y bien. ¿Cómo se nos escapó esta malicia?

Dag golpeó su rejilla, extendida en la mesa frente a él.

—Esta sección fue recorrida por última vez hace tres años por una patrulla de Hope Lake Camp. Estaban intentando cubrir un área para dieciséis hombres con sólo trece. Tres menos. Porque si se hubieran quedado en una patrulla de doce, tendrían que haber hecho dos pases más para cubrir el área, y ya iban tres semanas retrasados. Aun así, no se puede decir que se les escapara nada; esa malicia podría no haber eclosionado aún.

—No busco a quién echar la culpa —dijo Mari con tranquilidad.

—Lo sé —suspiró Dag—. En cuanto a sectores descuidados… —sus labios se abrieron en una sonrisa seca—.Eso ha sido más revelador. Resulta que todos los sectores a un día de cabalgata de Glassforge que se pueden patrullar a caballo están al día, o tan al día como es posible, es decir, patrullados no hace más de un año. Lo que falta son áreas pantanosas al oeste y barrancos rocosos al este, por los que no se pueden llevar caballos —añadió, pensativo—: Jovenzuelos perezosos.

Mari sonrió ácidamente.

—Ya veo —se rascó la nariz—. Chato y yo pensamos que me dejaría dos hombres, y ambos enviaríamos grupos de dieciséis, dividiéndonos los sectores descuidados. Él y yo estaremos atascados aquí en Glassforge discutiendo lo que se nos debe por nuestro reciente trabajo en su beneficio, de modo que he pensado en ponerte al mando de nuestra patrulla. Pero te dejo elegir sectores a ti primero.

—Qué amable eres, Mari. ¿Vadear entre barro maloliente hasta la cintura, con sanguijuelas, o caídas repentinas sobre rocas afiladas? Ambos suenan tan atractivos, que no sé cómo voy a poder elegir.

—Como alternativa, puedes arremangarte y venir conmigo a echar un pulso con los de Glassforge. Me he dado cuenta de que eso funciona excepcionalmente bien.

Fawn, que había dejado el mapa y seguía atentamente la conversación, parpadeó.

Dag hizo una mueca de disgusto. En su lista de alegrías personales, exhibir a los heridos para avergonzar a los granjeros y que pagaran quedaba muy por debajo de retozar con sanguijuelas, y apenas un poco por encima de drenar llagas supurantes.

—La última vez que me presté a ese espectáculo por ti, juré que no lo haría más —tras un momento de reflexión, añadió—: Y la vez anterior. No tienes vergüenza, Mari.

—No tengo recursos —replicó ella, torciendo el gesto frustrada—. Fairbolt calculó una vez que hacen falta diez personas en los campamentos, sin contar a los niños, para mantener a un patrullero en el campo. Cada pequeña ayuda que no podemos conseguir fuera nos perjudica un poco más.

—Entonces, ¿por qué no conseguimos más? ¿No se plantaron los granjeros precisamente con ese objetivo? —La discusión era vieja, y Dag aún no sabía la respuesta correcta.

—¿Y convertirnos de nuevo en los amos? —dijo Mari suavemente—. Creo que no.

—¿Cuál es la alternativa? ¿Dejar que el mundo se deslice hacia su destrucción porque nos avergüenza demasiado pedir ayuda?

—Mantener el equilibrio —especificó Mari con firmeza—. Como hemos hecho siempre. No podemos permitirnos depender de extraños. —Su mirada se desvió hacia Fawn—. Nosotros no.

Cayó un breve silencio, y Dag dijo finalmente:

—Me quedo con los pantanos.

Ella asintió con la cabeza, un poco demasiado satisfecha, y Dag se preguntó si acababa de cometer un error. Añadió tras un momento:

—Pero si dejas que nos llevemos a algunos mozos de establo para que vigilen los caballos, no tendremos que dejar a un patrullero con las monturas mientras los demás chapoteamos.

Mari frunció el ceño, pero acabó por decir, a desgana:

—Muy bien. Es razonable, al menos para las exploraciones de un solo día. Empezarás mañana.

Los ojos marrones de Fawn se abrieron, ligeramente alarmados, y Dag comprendió la causa de la expresión de triunfo de Mari.

—Espera —dijo—. ¿Quién cuidará de la señorita Bluefield cuando yo no esté?

—Yo lo haré. No estará sola. Tenemos otros cuatro heridos recobrándose, y Chato y yo iremos y vendremos a menudo.

—Seguro que estaré bien, Dag —dijo Fawn, aunque había una nota de duda en su voz.

—¿Pero puedes asegurarte de que no se excede? —dijo Dag malhumorado—. ¿Qué pasa si empieza a sangrar otra vez? ¿O si coge frío y le entra fiebre?

Hasta Fawn frunció el ceño ante esto último. Estamos en mitad del verano.

—En ese caso yo estaré más capacitada para manejarlo que tú —dijo Mari, mirándole.

Mirándole debatirse, sospechó él sombríamente. Intentó no hacer el ridículo más aún. Había reprimido su sentido esencial desde que llegaran a las afueras de Glassforge el día anterior, pero Mari claramente no necesitaba leer su esencia para sacar sus propias y agudas conclusiones, incluso sin ver cómo Fawn ardía como una lámpara de aceite de roca en su presencia.

Enrolló su plano y se lo dio a Mari.

—Quédatelo y ponlo en el muro de abajo, y podemos ir marcándolo a medida que avancemos. Para entretener a los demás en la medida de lo posible. Si sugieres que cuando terminemos podría haber un bow-down, podría ir más rápido.

Ella asintió agradablemente y salió, y Dag puso a Fawn a trabajar devolviendo los papeles al arcón, mucho más ordenados de lo que los había encontrado.

Mientras le llevaba un montón de manchados y raídos registros, preguntó:

—Ya habéis hablado dos veces de plantar granjeros. ¿Qué queréis decir?

Él se sentó sobre los talones, sorprendido.

—¿No sabes de dónde viene tu familia?

—Claro. Está escrito en el libro de familia, con las cuentas de la granja. El padre de mi tatarabuelo —se detuvo para contar las generaciones con los dedos, y asintió— vino al río, al norte desde Lumpton con su hermano hace casi doscientos años para despejar la tierra. Unos años después, el padre de mi tatarabuelo se casó y cruzó el ramal oeste del río para empezar nuestra granja. Los Bluefields han estado allí desde entonces. Por eso el pueblo más cercano se llama West Blue.

—¿Y estaban allí antes de Lumpton Market?

Ella dudó.

—No estoy segura. Excepto de que entonces era sólo Lumpton, porque Lumpton Crossroads y Upper Lumpton no existían aún.

—Hace seiscientos años —dijo Dag— toda esta región, desde Dead Lake hasta casi la costa del sur, era salvaje y despoblada. Algunos Andalagos de este territorio bajaron a las costas, al este y al sur, donde había algunos enclaves de gente, tus ancestros, que apenas sobrevivían. Convencieron a algunos grupos para que vinieran y construyeran casas. La idea era que esta área, al sur de determinada línea, estaba lo suficiente libre de malicias para ser habitable de nuevo. Lo cual resultó no ser del todo cierto, aunque era mucho mejor de lo que había sido. Intercambiamos promesas… por fortuna, mi gente todavía recuerda cuáles. Hubo dos plantaciones más, una al este en Tripoint y otra al oeste en torno a Farmer's Flats, además de la que hay al sur del río Grace en Silver Shoals, de donde vinieron la mayoría de la gente de por aquí. Los descendientes de los pioneros han estado expandiéndose lentamente desde entonces.

«Había dos ideas respecto a esto entre los Andalagos; todavía las hay, de hecho. Una facción imaginó que cuantos más ojos tuviéramos vigilando las apariciones de las malicias, mejor. La otra decía que simplemente estábamos dejándoles comida a las malicias. He visto a malicias desarrollarse en áreas pobladas y despobladas, y no veo que haya mucho donde elegir entre ambos horrores, de modo que la discusión ya no me altera tanto.

—De modo que los Andalagos estaban aquí antes que los granjeros —dijo Fawn lentamente.

—Sí.

—¿Qué había antes de los Andalagos?

—¿Es que no sabes nada?

—No tienes que adoptar ese tono de sorpresa —dijo, claramente dolida, y él hizo un gesto de disculpa—. Sé muchas cosas, es sólo que no sé qué es verdad y qué son cuentos o historias para niños. Hace mucho tiempo dicen que hubo una cadena de lagos, no sólo el grande y muerto de ahora. Con un grupo de siete maravillosas ciudades alrededor, gobernadas por grandes señores-hechiceros, y un rey hechicero, y princesas y valientes guerreros y marinos y capitanes y quién sabe qué más. Con altas torres y hermosos jardines y pájaros cantores hechos de piedras preciosas y anímales mágicos y cosas sagradas y demás, y las bendiciones de los dioses manando como fuentes, y los dioses entrando y saliendo de la vida de la gente de una manera que yo encontraría muy molesta, estoy segura. Oh, y navíos en los lagos, con velas de plata. Yo creo que eran simplemente velas de tela blanca, que parecerían de plata a la luz de la luna, porque por supuesto tanto metal haría volcar el barco. Lo que que es una trola es que dicen que algunas de las ciudades tenían cinco millas de anchura, lo que es imposible.

—De hecho —Dag carraspeó—, sé que esa parte es verdad. Las ruinas de Ogachi Strand están a sólo unas millas de la costa. Cuando fui por esa zona, siendo un patrullero joven, unos amigos y yo botamos un barco para ir a verlas. En un día claro y tranquilo puedes ver los remates de piedra de las ruinas a lo largo de la antigua línea de la costa, en algunos puntos. Ogachi tenía de verdad cinco millas de ancha, y más. Ésa fue la gente que construyó las carreteras rectas, al fin y al cabo. Algunas de ellas tenían miles de millas de longitud, antes de que se rompieran.

Fawn se levantó, se sacudió el polvo de la falda, y fue a sentarse al borde de la cama, la cara tensa y pensativa.

—Entonces… ¿dónde fueron todos? Los constructores.

—La mayoría murió. Unos pocos sobrevivieron. Sus descendientes aún están aquí.

—¿Dónde?

—Aquí. En esta habitación. Tú y yo.

Ella le miró con genuina sorpresa, luego miró sus manos, dubitativa.

—¿Yo?

—Las historias de los Andalagos dicen… —él se detuvo, clasificando y suprimiendo— que los Andalagos descienden de algunos de esos lores-hechiceros que escaparon de la ruina de todas las cosas. Y que los granjeros descienden de gente normal que vivía en los límites de los territorios, que de algún modo sobrevivió a las primeras guerras de las malicias, la gran primera guerra y las dos que vinieron después, que mataron los lagos y dejaron las Planicies Occidentales —también llamadas las Planicies Muertas, por quienes las habían recorrido, y Dag podía entender por qué.

—¿Hubo más de una guerra? Eso nunca lo oí —dijo ella.

Él asintió.

—En cierto sentido. O quizá siempre ha habido sólo una. Lo que no has preguntado es de dónde vienen las malicias.

—Del suelo. Siempre lo han hecho. Pero —dudó, y luego siguió apresuradamente— supongo que dirás que no siempre, y me contarás cómo fue que acabaron en el suelo, ¿verdad?

—La verdad es que yo mismo no lo tengo muy claro. Lo que sabemos es que todas las malicias descienden de la primera, la grande. Sólo que no descienden como nosotros, con matrimonio y nacimientos y el transcurrir de generaciones. Es más como un insecto monstruoso que puso diez mil huevos que eclosionan a intervalos.

—Vi esa cosa —dijo Fawn en voz baja—. No sé lo que era, pero seguro que no era un bicho.

Él se encogió de hombros.

—Sólo es una manera de intentar imaginarlas. He visto unas cuantas docenas en mi vida, hasta ahora. Podría decir también que la primera fue como un espejo que se rompió en diez mil pedazos para crear diez mil pequeños espejos. La naturaleza de las malicias es inmaterial. Toman materia de su entorno para crearse una casa, una cáscara. Parecen alimentarse de esencia pura, en realidad.

—¿Cómo se rompió?

—Perdió la primera guerra. Eso dicen.

—¿Ayudaron los dioses?

Dag resopló.

—Las leyendas de los Andalagos dicen que los dioses abandonaron el mundo cuando vino la primera malicia. Y que volverán cuando la tierra haya sido limpiada por completo de su descendencia. Si crees en los dioses.

—¿Tú crees?

—Creo que no están aquí, sí. Es un tipo de fe.

—Huh —ella enrolló los últimos mapas y ató los cordones antes de alargárselos. Él los metió en su sitio y cerró el arcón.

Se quedó un momento con la mano sobre la cerradura.

—Cualquiera que fuera su parte en esto —dijo por fin—, no creo que sólo los señores-hechiceros construyeran todas esas torres y tendieran todas esas carreteras y navegaran esos navíos. Tus ancestros también lo hicieron.

Ella parpadeó, pero él no pudo adivinar lo que pensaba.

—Y los señores no salieron de ninguna parte, ni tampoco de otra parte —continuó Dag tenazmente—. Una opinión dice que sólo hubo un pueblo, una vez, y que los hechiceros surgieron de ellos. Excepto que entonces se casaron entre sí para aumentar sus sentidos y habilidades, y luego usaron su magia para hacerse más mágicos, y señoriales, y poderosos, y así se apartaron de los suyos. Lo cual pudo ser el primer error.

Ella inclinó la cabeza y abrió los labios como si fuera a hablar, pero en ese momento resonaron pisadas por el pasillo. Razi asomó la cabeza por el umbral.

—Ah, Dag, aquí estás. Tienes que oler esto —alargó una botellita de cristal y quitó el tapón de cuero—. Diría encontró una tienda de medicinas en la ciudad que lo vende.

Diría sonrió orgullosamente desde detrás de él.

—¿Qué es? —preguntó Fawn, inclinándose y olisqueando cuando el patrullero agitó la botella ante ella—. ¡Oh, qué agradable! Huele a camomila y flores de trébol.

—Aceite perfumado —dijo él—. Tienen siete u ocho variedades.

—¿Para qué lo usáis? —preguntó Fawn inocentemente.

Dag envió mentalmente a su camarada al centro de las Planicies Muertas.

—Músculos doloridos —dijo severamente.

—Bueno, supongo que podrías —dijo Razi, pensativo.

—Masajes de espalda perfumados —suspiró Diría con voz cálida—. Mmm, buena idea.

—Qué amable por vuestra parte haber venido —cortó Dag antes de que la cosa se pusiera más interesante, tanto para él, que no deseaba repetir las incomodidades de su cabalgata desde la granja de los Horseford, como para Fawn, que sin duda haría más preguntas—. Resulta que necesito que alguien lleve este arcón de vuelta al almacén —se levantó y señaló—. A cargar.

Gruñeron, aunque de buen humor, y cargaron. Dag cerró la puerta tras ellos, llevó a Fawn a su propia habitación, y les siguió. Pensando si se atrevería a preguntarles dónde estaba esa tienda, y si quedaba cerca del guarnicionero.

Recorrer los sectores en las marismas al oeste de Glassforge les llevó seis días.

Dag eligió primero el sector más cercano, de modo que pudo devolver la patrulla a las comodidades del hotel esa noche, y también ver cómo le iba a Fawn. Después de una búsqueda cada vez más preocupada, la encontró pelando guisantes en la cocina, haciéndose amiga de las cocineras y los pinches. Aliviado, abandonó su visión de Fawn solitaria y angustiada entre extraños Andalagos condescendientes, aunque no su miedo de que se excediera imprudentemente.

El siguiente sector que eligió fue el más lejano, una salida de tres días, para quitárselo de encima. Dag contestó a las quejas de los patrulleros más jóvenes con unas cuantas historias de rastreos de pantanos al norte de Farmer's Flats en invierno, lo bastante llenos de horrores helados como para silenciar a todos menos a los gruñones más tercos. La patrulla pudo dejar casi todo su equipo con los caballos, pero la necesidad de proteger la piel hizo que botas, camisas y pantalones se llevaran la peor parte del barro y el agua fétida. Cuando se arrastraron de vuelta a Glassforge la madrugada siguiente fueron recibidos por los empleados de la agradable casa de baños del hotel, que tenía su propio pozo y estaba convenientemente situada entre el establo y el edificio principal, con notable falta de entusiasmo; las lavanderas les miraron malhumoradas. Esta vez Dag encontró a Fawn esperándole, ocupando el tiempo y las manos remendando sábanas del hotel y escuchando las historias de un par de costureras.

Volvió a la noche siguiente para intercambiar historias con ella durante una cena tardía. La fascinó con su descripción de una zona de marismas circular y plana de unas seis millas de diámetro, que estaba seguro de que era la antigua llaga de una malicia, recuperándose y de nuevo albergando vida; la mayoría nociva, por no decir famélica, pero sin duda floreciente. Pensó que la destrucción de esa malicia debió tener lugar más de un siglo antes de los primeros asentamientos de granjeros en la región. Ella le entretuvo con una narración larga y complicada de sus aventuras en la ciudad. Sassa, el cuñado de los Horseford, ya de vuelta en casa, había aparecido y cumplido su promesa de enseñarle sus trabajos en cristal. Habían rematado la excursión con una visita a la papelería de su hermano, y como añadido, a la trastienda del fabricante de tinta que había al lado.

—Hay más trabajos aquí de lo que imaginé —le confió, en tono de pensativa especulación.

Claramente, se había excedido; cuando la acompañó hasta su puerta, estaba muy soñolienta, y bostezando tanto que apenas pudo decir buenas noches. Él pasó algún tiempo convenciendo a su esencia de que no siguiera con un incipiente resfriado, estudió la carne bajo las feas costras de la malicia en busca de signos de necrosis o infección, y le hizo prometer que a la mañana siguiente descansaría.

La exploración de sectores del día siguiente se vio truncada para Dag por la tarde temprano, cuando un patrullero se las apañó para cambiar el barro y las sanguijuelas por un tropezón con las raíces de un sauce, un chapuzón, y un nido de víboras de agua. Dejando la patrulla con Utau, Dag cabalgó de vuelta a la ciudad llevando frente a sí al patrullero enfermo y tembloroso. Felizmente, Dag no necesitó hacer nada desaconsejable y peligroso con sus esencias en el trayecto, aunque era sombríamente consciente de que Utau le había enviado a él como escolta por si se daba el caso. Pero el hombre sobrevivió no sólo a la cabalgata, sino también a ser rápidamente bañado, secado, y llevado arriba y metido en cama. Para entonces, ya habían encontrado a Chato y Mari, y Dag les dejó a ellos la responsabilidad de futuros remedios.

Las noticias de Mari enviaron a Dag en busca de Fawn antes incluso de hacer una visita a los baños él mismo. El sonido de la voz de Fawn elevándose en, qué si no, una pregunta, le hizo detenerse mientras bajaba las escaleras, y enfiló el pasillo del segundo piso. Había una puerta abierta, la de Saun, y se detuvo fuera cuando la voz de Saun respondió:

—Mi primera impresión de él fue que era uno de esos tipos gruñones que nunca hablan salvo para criticarte. ¿Conoces el tipo?

—Oh, sí.

—Siempre cabalgaba o caminaba atrás y no hablaba mucho. Empecé a ver la luz cuando Mari lo colocó de tope; es el patrullero al extremo, en el borde de una rejilla, sin nadie más allá. Verás, no nos separamos hasta los límites de nuestra visión, sino hasta los límites de nuestros sentidos esenciales. Si puedes percibir a los patrulleros que hay a ambos lados, y ellos a ti, sabes que no estás dejando pasar ningún indicio de malicias entre vosotros. Mari lo envió a una milla. Eso es más del doble del alcance máximo de mi sentido esencial.

Fawn hizo un ruidito para que siguiera hablando.

Saun, así animado, siguió:

—Y luego me di cuenta de que cuando Mari quería hacer algo que se saliera de lo corriente, lo enviaba a él. O que había sido idea suya. No solía contar historias, pero cuando lo hacía, eran de todas partes, quiero decir de todas. Empecé a juntar todos los sitios y la gente y a pensar ¿Cómo es posible? Pensé que no tenía sentido del humor, pero al final me di cuenta de que era tremendamente seco. No parecía gran cosa al principio, pero desde luego se fue acumulando. ¿Y tu primera impresión?

—Diferente a la tuya, diría yo. Sólo llegó. Todo de golpe. Muy… definitivamente allí. Siento como que he estado desenvolviéndolo desde entonces y no estoy siquiera cerca del fondo.

—Huh. En las patrullas es así, en cierto modo.

—¿Es bueno?

—Es como si estuviera allí más que nadie… no, no es así exactamente. Es como si no estuviera en ningún otro lado. ¿Ves lo que quiero decir?

—Mmm, puede. ¿Cuántos años tiene en realidad? No he podido averiguarlo exactamente…

Con su esencia suprimida o no, alguien tendría que notar tarde o temprano el aroma a pantano en el aire húmedo del verano proveniente del pasillo. Dag relajó la expresión intrigada de sus labios, golpeó la jamba de la puerta, y entró.

Saun estaba en la cama, vestido visiblemente sólo con sus vendajes; el resto, vestido o no, estaba cubierto con una sábana. Fawn, con su vestido azul, se reclinaba en una silla, con los pies descalzos sobre la cama, moviendo los dedos para recoger cualquier leve brisa que entrara por la ventana. Por una vez, tenía las manos vacías, pero el pelo castaño de Saun mostraba signos de haber sido recientemente peinado y recogido en dos trenzas pulcras y prácticas.

Dos anchas sonrisas saludaron a Dag, en dos rostros igualmente jóvenes e igualmente pálidos por las recientes heridas. Ambos habían sido casi mortalmente heridos durante su guardia —y ésa era una idea estremecedora—, pero sus expresiones mostraban sólo confianza y cariño. Intentó sentir un latigazo de envidia generacional, pero su belleza sólo le dio ganas de llorar. Mala señal. Seis días de patrulla sin una sola malicia a la vista no deberían hacerle sentir así de cansado y extraño.

—Cómo estás, Chispa. Te buscaba. Hola, Saun. ¿Qué tal las costillas?

—Mejor. —Saun se incorporó ansiosamente, su respingo desmintiendo sus palabras—. Ya me dejan caminar por el pasillo. Fawn me ha estado haciendo compañía.

—¡Bien! —dijo Dag cordialmente—. ¿Y de qué hablabais?

Saun pareció incómodo.

—Oh, de esto y aquello.

Fawn dijo, con más habilidad:

—¿Por qué me buscabas?

—Tengo algo que enseñarte. En el establo, de modo que ponte los zapatos.

—Muy bien —dijo ella agradablemente, y se levantó.

Sus pies descalzos resonaron pasillo arriba, y él le gritó «¡Despacio!». Nunca se consideró muy ingenioso, pero esto provocó una flotante carcajada. En su estado normal, ¿iría alguna vez a algún paso que no fuera al galope?

Estudió a Saun, preguntándose si convendría lanzar un aviso. Había tenido ocasión de darse cuenta de que el joven de anchos hombros atraía a las mujeres, aunque esto nunca antes había sido motivo de preocupación. Pero en su actual estado machacado, Saun no era una amenaza para las chicas granjeras curiosas, decidió Dag. Y los avisos podrían provocar preguntas que Dag estaba mal preparado para contestar, tales como ¿Y a ti qué te importa? Se decidió por un pequeño saludo amistoso con la mano y empezó a retroceder hacia el pasillo de nuevo.

—Oh, ¿Dag? —llamó Saun—. ¿Viejo patrullero? —sonrió desde sus almohadas.

—¿Sí? —condenado sea, ¿cuándo habría oído el chico esa expresión? Saun debía haber prestado más atención a los ocasionales murmullos de Dag de lo que creía.

—No necesitas poner esa cara de sospecha. Todo lo que tu Chispa quiere oír son historias de Dag —se reclinó de nuevo con una risita, no, una risa malvada entre dientes.

Dag movió la cabeza y se batió en retirada. Al menos consiguió dejar de estremecerse antes de terminar de bajar la escalera.

Dag llegó al establo, lleno de caballos de las dos patrullas, apenas antes de que lo hiciera Fawn. La llevó a la partición donde se alojaba la tranquila yegua baya, y señaló.

—Felicidades, Chispa. Mari lo ha hecho oficial. Eres ahora la dueña de esta bonita yegua. Es tu parte de la paga de los ancianos de Glassforge. Te he conseguido también la silla y bridas que hay en la percha; deberían ser de tu talla. No son nuevas, pero están en muy buen estado. —No vio necesidad de mencionar que el equipo había sido parte de un trato privado con el guarnicionero que había hecho tan buen trabajo reparando el arnés de su brazo.

La cara de Fawn se iluminó de deleite, y entró a la partición para pasar las manos por el cuello de la yegua, y rascarle las orejas y la estrella de la frente, lo que hizo que el animal ensanchara los ollares y bajara la cabeza con placer.

—Oh, Dag, es maravillosa, pero —su nariz se arrugó con súbita sospecha—, ¿estás seguro de que esto no es tu parte del pago? Quiero decir, Mari ha sido amable conmigo, pero no pensé que me hubiera ascendido a patrullera.

Un poco demasiado astuta.

—Si hubiera dependido de mí, habría mucho más, Chispa.

Fawn no parecía demasiado convencida, pero la yegua la empujó para recibir más caricias, y se dedicó de nuevo a la tarea.

—Necesita un nombre. No puedo seguir llamándola la yegua esa. —Fawn se mordió el labio, pensando—. La llamaré Grace, como el río. Porque es un nombre bonito y es una bonita yegua, y porque nos llevó con tanta suavidad. ¿Quieres llamarte Grace, dulce dama, hum? —Siguió acariciándola y mimándola; la yegua aceptó el cariño, el nombre, o ambas cosas cambiando el peso a una cadera, levantando un casco trasero, y exhalando, lo que hizo reír a Fawn. Dag se apoyó en la partición y sonrió.

Finalmente, Fawn se puso seria ante algún nuevo pensamiento. Salió de la partición y se quedó un momento con los brazos cruzados.

—Excepto que… No estoy segura de que pueda mantenerla con la paga de una lechera, o lo que sea.

—Es totalmente tuya; podrías venderla —dijo Dag en tono neutral.

Fawn negó con la cabeza, pero su expresión no se aclaró.

—En cualquier caso —siguió Dag—, es demasiado pronto para que vayas pensando en trabajar. Primero necesitarás la yegua para cabalgar.

—Me encuentro mucho mejor. La hemorragia se detuvo hace dos días, si fuera a tener fiebre creo que ya la habría tenido, y ya no me mareo.

—Sí, pero… Mari me ha dado permiso para llevar el cuchillo de vínculo al campamento y que lo pueda mirar un hacedor. Conozco al mejor. Estaba pensando que, como Lumpton Market y West Blue están más o menos de camino a Hickory Lake desde aquí, podríamos parar en tu granja y tranquilizar a los tuyos respecto a tu cruel sino.

Ella le dedicó una mirada inescrutable.

—No quiero volver —su voz vaciló—. No quiero que se conozca toda mi estúpida historia —y volvió a hacerse firme—: No quiero estar a cien millas de Sunny el Estúpido.

Dag tomó aire.

—No tienes que quedarte. Bueno, no puedes quedarte; se necesitará tu testimonio por el asunto del cuchillo. Cuando eso haya terminado, la elección de adonde ir a continuación será tuya.

Ella se chupó el labio inferior, cabizbaja.

—Intentarán que me quede. Les conozco. No creerán que puedo ser una adulta —su voz se hizo más urgente—. ¡Sólo si prometes que vendrás conmigo, promete que no me dejarás allí!

Le apoyó la mano en el hombro, intentando tranquilizar esta extraña inquietud.

—¿Y podría, con tu aprobación, dejarte aquí?

—Mmm…

—Sólo estoy intentando averiguar si a lo que te opones es a quedarte aquí, o allí, o a que te deje.

Los ojos de ella estaban muy abiertos, oscuros, y sus labios húmedos se entreabrieron cuando su cara se alzó ante esas palabras. Dag sintió que su cabeza se inclinaba, su espalda se doblaba, y su mano se deslizaba tras la espalda de ella, como si estuviera cayendo desde una gran altura, cayendo en blando…

Tras él sonó un seco carraspeo, y se enderezó abruptamente.

—Aquí estás —dijo Mari—. Pensé que te encontraría aquí —su voz era cordial, pero tenía los ojos entrecerrados.

—¡Oh, Mari! —dijo Fawn, un poco sin aliento—. Gracias por conseguirme esta preciosa yegua. No lo esperaba —hizo su pequeña cortesía.

Mari le sonrió, apañándoselas para dedicar a Dag un irónico alzamiento de ceja a la vez.

—Te has ganado mucho más, pero es lo que he podido hacer. No carezco enteramente de sentido de la obligación.

Esto detuvo brevemente la conversación. Mari continuó, en tono neutral:

—Fawn, ¿nos perdonas un momento? Tengo algunos asuntos de patrulla que discutir con Dag.

—Oh. Claro. —La cara de Fawn se iluminó—. Voy a contarle a Saun lo de Grace. —Y salió de nuevo al galope, dedicando a Dag una sonrisa por encima del hombro.

Mari apoyó la espalda contra el poste de la partición y cruzó los brazos, mirando a Dag, hasta que Fawn desapareció por la puerta y quedó fuera del alcance de la voz. El establo estaba fresco y sombrío, comparado con la tarde blanca del exterior, perfumado de caballo, tranquilo excepto por algún movimiento de los animales soñolientos por el calor y el leve zumbido de las moscas. Dag alzó la barbilla y unió su mano y la prótesis detrás de su espalda, enganchando su pulgar en el garfio con pinza que llevaba en ese momento en la muñequera de madera, y aguardó. Sin mucha esperanza.

No tardó en llegar.

—¿A qué estás jugando, chico? —gruñó Mari.

Cualquier respuesta que viniera a decir ¿Qué quieres decir, Mari? sería una pérdida de tiempo y aliento. Dag bajó los párpados y siguió esperando.

¿Necesito enumerarte todo lo malo que tiene este encaprichamiento? —dijo ella, con voz claramente exasperada—. Me atrevo a decir que tú mismo podrías dar el condenado sermón. Me atrevo a decir que lo has hecho.

—Una vez o dos —concedió él.

—Entonces, ¿qué estás pensando? ¿O más bien, estás pensando?

Él tomó aire.

—Sé que me quieres decir que me aparte de Fawn, pero no puedo. Aún no, en todo caso. El cuchillo nos une, hasta que lo lleve al campamento. Vamos a tener que viajar juntos algún tiempo; no puedes discutir eso.

—No me preocupa el viaje. Me preocupa lo que vaya a pasar cuando te detengas.

—No estoy durmiendo con ella.

—No, aún no. Desde que llegaste tienes tu sentido esencial cerrado a mí. Bueno, eso en parte es propio de ti; tienes el hábito tan arraigado, que prácticamente sigues oculto cuando duermes. Pero esto… Pareces un gato que cree que está escondido porque tiene la cabeza metida en un saco.

—Ah, privacidad mental. Un concepto de granjeros que podría extenderse un poco entre nosotros.

Ella resopló.

—Buena suerte.

—Voy a llevarla al campamento —dijo Dag tercamente—. Eso es seguro.

En una voz dulce y cordial, Mari murmuró:

—¿Vas a presentársela a tu madre? Oh, qué encantador.

Dag encorvó los hombros.

—Iremos primero a su granja.

—Oh, y así conocerás a su madre. Maravilloso. Será un éxito. ¿No podéis cogeros de la mano y saltar juntos desde un acantilado? Será más rápido y menos doloroso.

Sus labios se agitaron un poco ante esto, involuntariamente.

—Es probable. Pero tiene que hacerse.

—¿De verdad? —Mari se apartó del poste y caminó arriba y abajo por el establo—. Si fueras un patrullero joven que quiere mojar mecha en lo diferente, te daría un buen pescozón y esto terminaría aquí y ahora. ¡No sé decir si estás intentando engañarme a mí, o a ti mismo!

Dag apretó los dientes y siguió sin decir nada. Parecía lo más sensato.

Ella volvió a su poste, se apoyó en él, se frotó una bota con la otra, y suspiró.

—Mira, Dag. Te vengo observando desde hace mucho tiempo. En patrulla, nunca descuidas tu equipo ni tu comida ni tu sueño ni tus pies. No como los jóvenes, que tienen ilusiones heroicas sobre su resistencia, hasta que chocan contra un muro. Tú preparas tu cuerpo para un esfuerzo prolongado.

Dag inclinó la cabeza, mostrándose de acuerdo con ella, sin saber muy bien adonde iría a parar.

—Pero aunque tú nunca dejarías de comer hasta debilitarte, esperando poder seguir, sí descuidas tu corazón, y actúas como si pudieras seguir usándolo eternamente sin tener que pagar nunca la deuda. Si caes… cuando caigas, caerás como un hombre famélico. Estoy aquí y te veo empezar a tambalearte, y no sé si mis palabras bastarán para detener tu caída. No sé por qué, maldición y condenación —su voz cambió, irritada de nuevo— no te has unido por la cuerda con alguna de las viudas que tu madre… vale, bien, tu madre no… que tus amigos o parientes te presentaban, hasta que lo dejaron por desesperación. Si lo hubieras hecho, me atrevo a decir que hoy serías inmune a estas tonterías, con o sin cuchillo.

Dag se encorvó más.

—No hubiera sido justo para ella. No puedo tener de nuevo lo que tuve con Kauneo. No por culpa de la mujer. Soy yo. No puedo dar lo que di a Kauneo —agotado, vacío, seco.

—Nadie esperaba que lo hicieras, excepto quizá tú. La mayoría de la gente no tiene lo que tuviste con Kauneo, si la mitad de lo que he oído es cierto. Aun así se las apañan para llevarse bastante bien.

—Ella moriría de sed, intentando sacar agua de este pozo.

Mari movió la cabeza, la boca apretada con desaprobación.

—Dramático, Dag.

Él se encogió de hombros.

—Entonces no presiones para obtener respuestas que no quieres oír.

Ella apartó la mirada, frunció los labios, alzó la mirada a las vigas llenas de polvorientas telarañas y briznas de heno, e intentó otra aproximación.

—Teniéndolo todo en cuenta, no tengo nada en contra de que te diviertas un poco. Tú no. Y además, esta granjera no tiene aquí parientes que puedan armar un alboroto.

Dag entrecerró los ojos, y una esperanza insensata se alzó en su corazón. ¿Iba a decir Mari que no interferiría? Probablemente no…

—Si no te puedo hacer cambiar de opinión ni razonar contigo, bueno, estas cosas pasan, ¿eh? —El sarcasmo de su voz acabó con la esperanza—. Pero si estás tan decidido a entrar, más vale que tengas un plan para salir, y quiero oírlo.

No quiero salir. No quiero un final. Un descubrimiento inquietante, y Dag no estaba seguro de dónde ponerlo. Condenación, ni siquiera había empezado… nada. La discusión estaba yendo demasiado rápida para él, lo cual era sin duda la intención de Mari.

—Todos los magníficos planes que hice para mi vida acabaron en horribles sorpresas, Mari. Dejé de hacer planes hace tiempo.

Ella hizo un gesto burlón con la cabeza.

—Casi deseo que seas un patán al que pueda dar un sopapo. Bueno… no, no lo deseo. Pero tú eres tú. Si ella acaba herida al final, y no veo que esto pueda ser más que un viaje muy corto, tú también lo estarás. Doble desastre. Lo veo acercarse, y tú también. ¿Qué vas a hacer?

Dag dijo, tenso:

—¿Qué sugieres, vidente?

—Que no hay modo de que puedas hacer que esto termine bien. De modo que no lo empieces.

No he empezado, quiso hacer notar Dag. ¿Una verdad en sus labios y una mentira en su esencia, quizá? La resistencia había sido la última virtud que le quedaba desde hacía mucho, mucho tiempo; reunió su paciencia y se quedó de pie, simplemente se quedó de pie.

Ante su testarudo silencio, Mari cambió de postura y de ataque de nuevo.

—Hay dos grandes deberes que se dan a los que nacen de nuestra sangre. El primero es seguir con la larga guerra, con fortaleza y resolución, en la vida y en la muerte, con o sin esperanza. En este deber no has fallado nunca.

—Una vez.

—Nunca —le contradijo—. Una derrota ante fuerzas abrumadoramente superiores no es un fracaso; es sólo una derrota. Ocurre a veces. Nunca oí que huyeras de esa cresta, Dag.

—No —admitió él—. No tuve oportunidad. Estar rodeado hace que lo de huir sea un problema, uno que no tuve tiempo de resolver.

—Sí, bien. Pero luego está el otro gran deber, el segundo deber, sin el cual el primero es inútil, sólo paja e ilusiones. El deber en el que hasta ahora has fallado por completo.

Él alzó la cabeza, dolido y alerta.

—He dado sangre y sudor y todos los años de mi vida hasta ahora. Todavía debo mis huesos y la muerte de mi corazón, que tengo intención de donar, que donaré a su debido tiempo si la oportunidad lo permite, pero el suicidio es un lujo y una deserción del deber de la que nadie me acusará, eso lo decidí hace años, de modo que no sé qué más quieres.

Ella apretó los labios; su mirada se volvió intensa.

—El otro deber es crear la nueva generación a la que legar la guerra. Pero todo lo que hacemos, las millas y años que caminamos, todo lo que sangramos y sudamos y sacrificamos, quedará en nada si no transmitimos el legado de nuestros cuerpos. Y ésa es una tarea a la que has vuelto la espalda durante los últimos veinte años.

A su espalda, su mano derecha aferró la muñequera hasta que oyó crujir la madera, y se obligó a relajar la presa para no romper lo que había sido arreglado tan recientemente. Intentó apretar los dientes con igual fuerza para bloquear cualquier respuesta, pero una se escapó igualmente:

—¿Has tomado prestada la mandíbula de mi madre, no?

—Me parece que podría recitar su discurso de memoria, he tenido que escuchar sus quejas a menudo, pero no. Esto es mío, ganado con mi propia sangre. Mira, sé que tu madre te empujó fuerte y demasiado pronto tras Kauneo y te enderezó bien tieso, sé que necesitabas más tiempo para superarlo. Pero ha pasado el tiempo, Dag, tiempo suficiente. Esa granjerita es la prueba, si es que necesitabas una prueba. Y no quiero estar debajo de ti cuando caigas.

—No lo estarás; nos vamos.

—No me basta. Quiero tu palabra.

No puedes tenerla. ¿Y era eso, de por sí, una decisión? Sabía que vacilaba, pero ¿había ido ya más allá de algún punto de no retorno? ¿Y cuál era ese punto? Apenas lo sabía, pero la cabeza le latía por el calor, y estaba exhausto hasta los huesos. Sus ropas, todavía húmedas, le picaban y apestaban. Deseaba un baño frío. Si metía la cabeza bajo el agua durante el tiempo suficiente, ¿cesaría el dolor? Diez o quince minutos deberían conseguirlo.

—Si hubiera muerto en Wolf Ridge, ahora estaría igualmente sin hijos —gruñó a Mari. Y ni siquiera mis parientes protestarían. O al menos, yo no tendría que escucharles—. Tengo un plan. ¿Por qué no te limitas a fingir que estoy muerto?

Dio media vuelta y salió del establo.

Lo cual hubiera sido una salida más espectacular si ella no hubiera gritado, furiosa y certera, tras él:

—Oh, ciertamente, ¿por qué no? ¡Tú lo haces!

Capítulo 11

Dag pensó que tenía su sentido esencial bien suprimido, pero algo de su mal humor debió filtrarse y fue suficiente para despejar la casa de baños de los tres patrulleros convalecientes que pasaban allí el rato a los cinco minutos de su entrada. Aun así, al final tanto su cuerpo como su mente se enfriaron, y fue en busca de alguna tarea útil en la que ocuparse, preferiblemente lejos de sus compañeros. La encontró llevando una silla con el armazón roto al guarnicionero, para cambiarla por otra, y de paso recoger algo de equipo arreglado, lo cual ocupó el tiempo hasta la hora de la cena y la llegada del preocupado Utau y el resto de la embarrada patrulla.

Ninguno de los argumentos de Mari era exactamente erróneo. O en absoluto, admitió Dag abatido para sí. Avergonzado, dispuso a su mente a mantener el autocontrol que una vez había sido tan rutinario como respirar… y que ahora de algún modo se había hecho tan pesado como una lápida sobre su pecho. Los muertos no necesitan aire, ¿eh?

Esa noche en la cena se comportó con meticulosa cortesía con Fawn, sin más. Ella le miró con ojos curiosos, precavidos. Pero había suficientes patrulleros a la mesa para que los asediara a preguntas, esta noche sobre todo acerca de cómo se organizaban y recorrían las rejillas de búsqueda, para que su silencio no atrajera comentarios.

Nunca la rectitud fue menos gratificante.

El día siguiente se dedicó oficialmente a descansar y a los preparativos para el bow-down, y Dag permitió que lo usaran de muía de carga para llevar los suministros que los más entusiastas habían conseguido en la ciudad. Se cruzó con Mari apenas el tiempo suficiente para presentarse voluntario para la guardia de la tarde y turno de portero, y fue rápidamente rechazado en ambos casos.

—No puedo poner al patrullero que mató a la malicia de guardia durante la celebración de su hazaña —dijo brevemente—. Tendría una revuelta entre manos, y tendrían razón —tras un momento añadió a desgana, deteniendo su protesta—: Asegúrate de que la granjerita sepa que está invitada también.

Poco más tarde, se encontró con el entusiasta de Log Hollow que estaba juntando a los músicos de ambas patrullas para practicar, una novedad en la experiencia de la mayoría de los implicados, y no escapó hasta que fue casi hora de recoger a Fawn.

Fawn se miró el cabello en el espejo de afeitar y decidió que las cintas verdes, donadas por Reela la de la pierna rota, combinaban muy bien con su vestido. Reela le había enseñado cómo hacer trenzas Andalagos, que resultaron tener diversos significados; Fawn se enteró de que el moño en la nuca era señal de luto, excepto cuando era una prudente preparación para entrar en liza. Saber esto hacía que el grupo de patrulleros pareciera distinto a ojos de Fawn, y le dio una sensación extraña, como si el mundo se hubiera movido bajo sus pies, sólo un poco, y no pudiera volver a ser como antes. En cualquier caso podía estar segura de que su peinado de esta noche, con el pelo recogido en lo alto de su cabeza por un alegre lazo y luego suelto en una cola de caballo, con los rizos agitándose, no decía nada que no quisiera decir en lenguaje patrullero.

Dag vino a recogerla, al parecer más relajado; Fawn se preguntó si Mari le habría dado malas noticias en el establo el día anterior, para deprimirle así por la noche. Pero ahora le relucían los ojos. Su sencilla camisa blanca hacía que su piel cobriza pareciera brillar. El olor de ayer, a pantano y caballo y emergencia, había sido reemplazado por jabón de lavanda y algo cálido por debajo que era sólo Dag. Su pelo estaba limpio y suave y escapando ya de cualquier orden que el peine hubiera intentando imponerle, y tenía un aspecto muy acariciable, si pudiera llegar tan arriba. De puntillas. Con una escalera. Algo…

La atmósfera en el comedor no era muy diferente a la de otras noches, hambrienta y ruidosa, excepto que había más gente porque por una vez todo el mundo estaba allí. Todos iban notablemente limpios, y muchos parecían haber obtenido, o compartido, agua de colonia. Las ropas de fiesta parecían ser las ropas de diario, sólo que limpias. Fawn imaginó que las alforjas no dejaban sitio para muchas mudas; las mujeres seguían llevando pantalones. ¿Llevarían falda alguna vez? Pero los peinados parecían más elaborados. Algunos de los patrulleros más jóvenes llevaban incluso campanillas en las trenzas.

La comida y la bebida, sobre todo la bebida, corrían libremente hasta la sala contigua, donde las sillas habían sido retiradas contra las paredes y habían quitado las alfombras para crear un espacio donde bailar. Fawn encontró un sitio con el resto de los convalecientes, Saun y Reela, el hombre de la patrulla de Chato con la rodilla mala y puntos en la mandíbula, y el pobre y alicaído patrullero que sufrió las mordeduras de serpiente el día anterior, y que ahora aguantaba con buen humor algunas despiadadas bromas al respecto. Pero los bromistas también distribuyeron cerveza entre todos los confinados en sillas, y parecían dispuestos a seguir trayéndola. Fawn dio un sorbito a la suya y sonrió tímidamente en agradecimiento.

Dag había desaparecido un momento, pero reapareció enroscando algo en su muñequera. Fawn parpadeó asombrada al ver que era una pandereta, ajustada con una clavija de madera para que se sujetara bien.

—¡Cielos! No sabía que tocabas algo.

Él le sonrió, terminando de ajustar el instrumento y tamborileando los dedos sobre la piel tensa. El sonido en staccato la hizo incorporarse.

—Qué ingenioso. ¿Qué tocabas antes de perder la mano?

—La pandereta —replicó él alegremente—. Intenté aprender a tocar la flauta, pero los dedos se me enredaban incluso cuando tenía el doble, y cuando me puse con el violín me acusaron de torturar gatos. Con esto no puedo desafinar. Además —bajó su voz en tono cómplice—, así me libro de tener que bailar —le guiñó el ojo y fue hacia el extremo de la sala, donde se estaban reuniendo más patrulleros.

Su surtido de instrumentos parecía un poco aleatorio, pero la mayoría eran pequeños, para caber en algún rincón de las alforjas. Había varias flautas de madera, arcilla, o hueso, dos violines, y una colección improvisada de barreños para golpear, obviamente sustraídos al hotel para la ocasión. La sala se llenó y se quedó en silencio.

Un hombre de pelo canoso con una flauta de hueso se adelantó en el silencio y empezó a tocar una melodía que Fawn encontró embrujadora; le puso de punta el vello de los brazos. Inquieta, estudió la pálida flauta de hueso, con caracteres pirograbados en su superficie, y de golpe estuvo segura de que era un pariente de alguien. Porque los fémures venían a pares, pero los corazones de uno en uno, de modo que ¿qué hacían los Andalagos con las sobras, tan honradas? La melodía era tan elegíaca que tenía que ser alguna oración, un himno o un recordatorio; Fawn vio que algunos movían los labios recitando una letra que obviamente se sabían de memoria. El silencio se prolongó durante todo un minuto, las miradas bajas.

La pandereta repiqueteó como una serpiente de cascabel, y un repentino estallido de percusión hizo pedazos la melancolía como si intentara expulsarla por las ventanas. Los violinistas y flautistas y percusionistas de barreño empezaron a tocar un animado baile, y los patrulleros salieron a la pista. No bailaban en parejas sino en grupos, trazando complicados pasos unos en torno a otros. Aparte del intercambio de parejas sin importar sexo, a Fawn le recordó mucho a los bailes de los granjeros, aunque los patrulleros parecían arreglárselas sin un maestro de ceremonias. Se preguntó si harían algo con sus sentidos esenciales para sustituir esa coordinación externa. Los pasos parecían muy complejos, pero los bailarines raramente fallaban un paso, aunque cuando alguien lo hacía los demás se reían y se burlaban, y todo el grupo se reposicionaba, cogía de nuevo el ritmo, y empezaba otra vez. Las campanillas sonaban alegremente. Dag estaba en la fila de atrás de los músicos, manteniendo un ritmo constante, puntuándolo con tintineos bien colocados, mirándolo todo y con aspecto extrañamente feliz; no hablaba ni cantaba, pero sonreía levemente ante las bromas.

Las ganas de los patrulleros jóvenes de bailes rápidos parecían insaciables, pero finalmente los jadeantes músicos fueron sustituidos por un par de cantantes. Fuera, el sol oblicuo del verano se había puesto, y la habitación estaba caldeada por velas, lámparas y cuerpos sudorosos. Dag desmontó su pandereta y fue a sentarse a los pies de Fawn, recuperando el tiempo perdido en beber cerveza con ayuda de lo que parecía una cadena de gente que le llevaba vaso tras vaso junto con felicitaciones.

Una canción era nueva para Fawn, otra tenía una melodía conocida pero con otra letra, y la tercera se la había oído cantar a su tía Nattie mientras hilaba; se preguntó si se habría originado entre los granjeros o los Andalagos. Los cantantes eran un hombre y una mujer de la patrulla de Chato, y sus voces armonizaban encantadoramente, la de ella clara y pura, la de él baja y resonante. Fawn ya no estaba segura de si la canción sobre un patrullero bailando con osos mágicos en los bosques era una fantasía o no.

El hombre de la flauta de hueso se les unió, formando un trío; cuando emitió unas notas introductorias de la siguiente canción, Dag dejó abruptamente en el suelo su vaso de cerveza medio lleno. Su sonrisa por encima del hombro a Fawn parecía más bien una mueca.

—Voy a la letrina. La cerveza, eh —se disculpó, y se puso en pie.

Tres pares de ojos siguieron sus movimientos con preocupación: los de Mari, los de Utau, y los de otro camarada anciano; Mari hizo un gesto interrogativo, ¿Quieres que…?, a la que Dag contestó negando con la cabeza. Salió sin mirar atrás.

Cincuenta compañeros partieron aquel día —empezó la canción, y Fawn entendió rápidamente la razón de la repentina retirada de Dag, porque resultó ser una balada larga y complicada sobre la batalla de Wolf Ridge. No mencionaba nombres en su mezcla de poesía y canción, de dolor, coraje, sacrificio y victoria, invitando sutilmente a todos a identificarse con sus distintos héroes, y en cualquier otra circunstancia Fawn la hubiera encontrado emocionante. Ciertamente, la mayoría de los patrulleros parecían emocionados o excitados; Reela se limpió una lágrima, y Saun escuchaba con tal intensidad que se le olvidó cerrar la boca.

No lo saben, supo Fawn de pronto. Saun, que había patrullado con Dag durante un año y decía conocerle bien, no lo sabía. Utau, escuchando con la mano sobre la boca, la mirada sombría, sí lo sabía; Mari, por supuesto, también lo sabía, con sus miradas al umbral por el que Dag había desaparecido silenciosamente, y por el que no regresó. La canción terminó por fin, y otra más alegre empezó a sonar.

Cuando Dag siguió sin volver, Fawn salió. Alguien más salía del lavabo, de modo que buscó fuera. Hacía un fresco muy agradable, las sombras azules atenuadas por la luz amarilla que se provenía de las ventanas, de las lámparas del porche y, al otro lado del patio, de encima de las puertas del establo. Dag estaba sentado en el banco fuera del establo, con la cabeza apoyada contra la pared, mirando las estrellas del verano.

Se sentó junto a él y dejó que el silencio reinara durante un rato, un silencio cómodo, que les rodeaba como la noche. Las estrellas brillaban y parecían muy cercanas, a pesar de los faroles; el cielo estaba raso.

¿Estás bien? —preguntó ella por fin.

—Oh, sí —se pasó la mano por el pelo, y añadió pensativo—: Cuando era un muchacho me encantaban todas esas baladas heroicas. Memoricé docenas de ellas. Me pregunto si todas esas viejas canciones de batalla parecerían igual de aborrecibles a sus supervivientes.

Y dice que no canta. Incapaz de contestar, Fawn indicó:

—Al menos ayudan a que la gente recuerde.

—Sí. Por desgracia.

—No era una canción mala. A mí me pareció muy buena, la verdad. Como canción, quiero decir.

—No lo niego. No es culpa del compositor, quienquiera que fuera; hizo un buen trabajo. Si no fuera tan buena, no me daría tantas ganas de llorar o enfurecerme, imagino. Por eso me fui. Mi sentido esencial estaba un poco abierto, para ayudar a la música. No quería arruinar el ambiente. Si metes a treinta y ocho patrulleros cansados y nerviosos en un edificio durante una semana, los estados de ánimo se contagian muy rápido.

—¿Tocáis a menudo, cuando estáis de patrulla? —Fawn intentó imaginar canciones y bailes de patrulleros en torno a un fuego de campamento; probablemente muchas veces no tendrían buen tiempo.

—Sólo a veces. Las noches en los campamentos suelen ser muy ajetreadas. Hay que curtir el cuero y curar la carne, preparar las plantas medicinales que recogemos durante las patrullas, poner al día los registros y los mapas. Si es una patrulla a caballo, hay que cuidar de los animales. Entrenamiento con las armas para los jóvenes, y sesiones de práctica para todos los demás. Reparar ropas y botas y equipo. Cocinar, lavar. Todo tareas sencillas, pero que nunca terminan.

Su voz se volvió lenta, recordando.

—Las patrullas son de muchos tamaños; al norte envían compañías de ciento cincuenta o doscientos patrulleros para los grandes rastreos estacionales de las zonas salvajes, pero al sur del lago las patrullas son más pequeñas y breves. Aun así suelen ir juntos durante semanas y semanas, sin otra diversión a la vista aparte de ellos mismos. Al cabo de un tiempo, todos se saben todas las canciones. De modo que hay cotilleos. Y facciones. Y chistes. Y bromas. Y revancha por las bromas. Y peleas por la revancha por las bromas. Y luchas a cuchillo por… Bueno, ya te harás una idea. Aunque si se permite que las emociones se mezclen en una sopa tan agria, puedes apostar a que el jefe de la patrulla tendrá una charla muy memorable con Fairbolt Crow al respecto, luego.

—¿Tú la has tenido?

—Sobre eso no. Aunque todas las charlas con Fairbolt tienden a ser memorables —en las sombras, se rascó la nariz y sonrió, luego inclinó la cabeza hacia atrás y dejó reposar la mirada en las cálidas ventanas al otro lado del patio. Ya no se oían canciones, y los bailes se habían reanudado; los pies golpeando el suelo hacían que todo el edificio latiera como un tambor.

—A ver, ¿qué más? En las noches cálidas de verano, ir a por leña siempre es una actividad muy popular.

Fawn consideró esto, y también la diversión que subyacía en la voz de Dag.

—Uno pensaría que sería una actividad más buscada en las noches frías.

—Mmm, pero es que, verás, en las noches cálidas, nadie se queja si la gente se va dos horas y cuando vuelven se han olvidado de la leña. Bañarse en el río, ésa es buena también.

—¿En la oscuridad? —dijo Fawn, dudosa.

—La pregunta es más bien si es en el río. Sobre todo si la estación ha traído escarcha. Paseos, oh, claro, muy creíble, cuando todo el mundo ha estado andando desde el alba. Explorar los alrededores, también… eso atrae a muchos sacrificados voluntarios. Hay algunas ardillas muy peligrosas en los bosques, podrían organizar un ataque en cualquier momento. Más vale estar preparado —una risita profunda resonó en su pecho.

—Oh —dijo Fawn, comprendiendo por fin.

Sonrió, sólo por ver la infrecuente aparición de líneas de risa en torno a sus ojos.

—Todo esto seguido por las rupturas y las reconciliaciones y la gente que no se habla, o peor, que te lo cuenta todo otra vez hasta que de tanto oírlo quieres meter la cabeza en la manta y gritar. Ah, bueno —soltó un suspiro tolerante—. Los patrulleros más viejos generalmente tienen las cosas bajo control, pero los más jóvenes pueden ser muy inquietos. La vida de la gente no se detiene durante una patrulla. Recorrer las rejillas no es una emergencia por la que tengas que dejarlo todo, actuar heroicamente, y luego volver a casa para siempre. Todo vuelve a empezar al día siguiente por la mañana. Y tendrás que levantarte y recorrer tu parte igual. —Se estiró y sus articulaciones crujieron, como si pensaran en uno de esos madrugones.

—No es que estemos todos locos, sabes, aunque a veces lo parezca —siguió en voz más baja—. El sentido esencial hace que nuestros estados de ánimo sean muy contagiosos. No sólo por palabras y gestos; es como si estuviera en el aire —su mano trazó una espiral ascendente—. Ahora, por ejemplo. Cuando un determinado número de personas abre sus esencias, empieza a haber… fugas. Los bow-downs son muy buenos para eso. Ese edificio de ahí está ahora mismo inundado. Cualquier cosa puede empezar a parecer una buena idea. Gracias sean dadas a los dioses ausentes por la cerveza.

—¿La cerveza?

—He llegado a la conclusión de que la cerveza… —alzó un didáctico dedo, y Fawn empezó a darse cuenta de que estaba ligeramente bebido; la gente se había asegurado de que los músicos estuvieran bien surtidos de bebidas— existe con sólo el propósito de que se le eche la culpa a la mañana siguiente. Una bebida llena de remordimientos, la cerveza.

—Los granjeros también la usan para eso —observó Fawn.

—Una necesidad universal —parpadeó—. Creo que necesito más.

—¿Tienes sed?

—No. —Se encorvó, mirándola de reojo. Sus ojos eran estanques oscuros en esta luz, como noche condensada. La luz de las farolas creaba brillantes aureolas anaranjadas contra su pelo, y se deslizaba por sus rasgos, levemente perlados de sudor, como una caricia—. Sólo estoy considerando el potencial de los remordimientos…

Se inclinó hacia ella, y Fawn quedó paralizada por una esperanza tan grande que parecía terror. ¿Iba a besarla? Su aliento olía a cerveza y a esfuerzo y a Dag. El de ella se detuvo por completo.

Quietud. Latidos.

—No —suspiró él—. No. Mari tenía razón. —Se enderezó de nuevo. Fawn casi estalló en lágrimas inacabables. Casi alargó la mano hacia él.

No, no puedes. No te atrevas. Pensará que eres esa… esa horrible palabra que Sunny usó. Le ardía en la memoria como un corte infectado: Sohar. Era una fea palabra que de algún modo la había convertido en algo feo, como una gota de tinta o de sangre o de veneno manchando el agua. Para Dag sólo quisiera ser hermosa. Y alta. Deseó ser más alta. Si fuera más alta, nadie podría insultarla sólo por, por querer tanto.

Él suspiró, sonrió, se levantó. Le alargó la mano. Entraron.

En el vestíbulo Dag giró la cabeza, escuchando.

—Bien, alguien está tocando la pandereta. Pueden seguir sin mí durante lo que quede de noche. —Ciertamente, la música que provenía del umbral parecía más lenta y soñolienta. Dag fue hacia la escalera.

Fawn encontró su voz.

—¿Te vas arriba?

—Sí. Ha estado bien, pero he tenido suficiente para una noche. ¿Y tú?

—Yo estoy algo cansada también —le siguió.

Le pareció que lo que había pasado o dejado de pasar en el banco era como aquel momento en el camino, un desvío que de algún modo no había tomado.

Cuando llegaron al segundo piso, detrás de ellos resonaron risas y tropezones. Diría y dos patrulleros jóvenes del grupo de Chato irrumpieron entre risitas, saludaron alegremente a Dag, y torcieron por el pasillo. Fawn se detuvo y les vio detenerse frente a la puerta de Diría, porque uno de los hombres le echó el brazo al cuello y empezó a besarla, pero ella todavía sujetaba la mano del otro contra su… pecho. Diría —la alta Diría— alargó una bota, abrió la puerta, y todos entraron a trompicones; se cerró, ahogando alguna broma.

—Dag —dijo Fawn, insegura—, ¿qué era eso?

Él alzó una ceja, divertido.

—¿Qué te parecía que era?

—¿Va a llevarse Diría a…? Quiero decir, ellos… ¿Va a irse a la cama con esos hombres?

—Parece lo más probable.

¿Probable? Si su sentido esencial podía hacer la mitad de lo que decía, probablemente lo sabía muy bien.

—¿Con los dos?

—Bueno, en las patrullas generalmente la proporción es desigual. La gente se adapta. Diría es muy… hum… generosa.

Fawn tragó saliva.

—Oh.

Le siguió hasta su pasillo. Razi y Utau estaban abriendo la puerta de su habitación; Utau olía a cerveza y parecía bastante borracho, y el pelo de Razi, escapando de su larga trenza, estaba pegado a su frente por el sudor. Ambos desearon cortesmente buenas noches a Dag y desaparecieron dentro.

—Bueno —dijo Fawn, decidida a ser justa—, es una pena que no pudieran encontrar chicas. Son demasiado agradables para estar solos —tras una mirada suspicaz, añadió—: Dag, ¿por qué te muerdes la muñeca?

Él se aclaró la garganta.

—Alguna vez, cuando esté mucho más sobrio o mucho más borracho, Chispa, intentaré explicarte la tremendamente complicada historia de cómo esos dos acabaron casados con la misma complaciente mujer en el campamento de Hickory Lake. Digamos sólo que se cuidan mutuamente.

—¿Las mujeres Andalagos pueden casarse con más de un hombre? ¿A la vez? ¡Me estás tomando el pelo!

—Normalmente no, y no, no te estoy tomando el pelo. Ya he dicho que es complicado.

Llegaron a la puerta de la habitación de Dag. Él le dedicó una sonrisa levemente tensa.

—Bueno, yo creo que Diría es muy acaparadora —decidió Fawn—. O que esos hombres eran muy impertinentes.

—Ah, no. Entre los Andalagos educados, que como sabes somos todos, es la mujer la que invita. El hombre acepta o no, y déjame decirte que negarse con educación sin ofender es duro. Te garantizo que lo que esté pasando allí dentro es idea de Diría.

—Entre los granjeros eso se consideraría demasiado atrevido. Sólo las chicas malas o las, las —estúpidas— alocadas harían, bueno, eso. Las chicas buenas esperan a que se lo pidan —e incluso entonces se supone que tienen que decir que no a menos que él venga con tierras en la mano.

Él alargó el brazo derecho, apoyándose en la pared, casi sobre ella. La miró. Tras una larga, larga y pensativa pausa, dijo en un susurro:

—Eso hacen, ¿eh? —pasó los dientes sobre el labio inferior, la muesquita enganchándose brevemente. Sus ojos eran lagos de oscuridad en los que zambullirse y descender brazas y brazas—. Entonces, hum, Chispa… ¿cuántas noches dirías que hemos malgastado?

Ella alzó la cara, tragó saliva, y dijo trémula:

—¿Demasiadas?

No cayeron uno en brazos del otro exactamente. Fue más bien una zambullida mutua.

Él abrió la puerta de una patada y la cerró de otra, porque tenía los brazos ocupados. Los pies de Fawn no tocaban el suelo, pero ésa no era la única razón que le hacía pensar que volaba. La mitad de los besos de él no encontraban su boca, pero daba igual, casi cualquier parte de su piel deslizándose bajo sus labios era un gozo. Él la dejó en el suelo, fue hacia la tranca de la puerta, y se detuvo, jadeando un poco. No, no pares ahora…

La voz de Dag se volvió seria.

—Si realmente quieres esto, Chispa, atranca la puerta.

Lo hizo sin apartar la mirada de su querido, huesudo, levemente desencajado rostro. La tranca de roble cayó sobre sus abrazaderas con un ruido sólido, satisfactorio. Le pareció suficiente concesión a los modales.

Dag, a desgana, le apartó la mano del hombro el tiempo suficiente para subir la mecha de la lámpara de aceite de la mesa junto a su cama. El mortecino resplandor naranja se convirtió en una brillante llama amarilla dentro del quinqué, llenando la habitación de luces y sombras. Se sentó de golpe al borde de la cama, como si sus rodillas hubieran cedido, y la miró, alargando la mano. Temblaba. Ella entró en el círculo de su brazo, luego se arrodilló para alzar la cara hacia él. Sus besos se hicieron lentos, como si estuviera saboreando sus labios, y luego, sorprendentemente, empezó a saborearlos de verdad, deslizándole la lengua en la boca. Raro, pero agradable, decidió ella, y trató de imitarle con entusiasmo. La mano de él se enredó en su pelo y le soltó la cinta, dejando que sus rizos le cayeran hasta los hombros.

¿Cómo hacía la gente para quitarse la ropa, en estas situaciones? Sunny se había limitado a subirle la falda y bajarle las bragas; la malicia también, ahora que lo pensaba.

—Chisst, ¿qué pensamiento oscuro acaba de pasarte por la cabeza? —la reprendió Dag—. Quédate aquí. Conmigo.

—¿Cómo sabes lo que estaba pensando? —dijo ella, tratando de no inquietarse.

—No lo sé. Leo esencias, no mentes, Chispa. A veces, todo lo que el sentido esencial hace es confundirte más. —Su mano se detuvo en el primer botón de su vestido—. ¿Puedo?

—Por favor —dijo ella, aliviada de su duda protocolaria. Por supuesto, Dag sabría cómo se hace. Sólo tenía que observar y copiar.

Él desabrochó algunos botones más, bajó suavemente una manga, y le besó el hombro desnudo. Ella juntó valor y se dedicó a los botones de su camisa. Una vez establecida la confianza las cosas fueron más rápidas; las ropas cayeron en un montón al lado de la cama. Lo último que Dag se quitó, tras dudar un momento y dirigirle una rápida mirada, fue el arnés de su brazo, soltando las correas en torno a su antebrazo y por encima del codo y dejándolo sobre la mesa. Ella empezó a darse cuenta de que, para él, era un signo de confianza y vulnerabilidad mayores de lo que lo había sido quitarse los pantalones.

—La luz —murmuró Dag, dubitativo—. ¿Luz? He oído que los granjeros prefieren que sea a oscuras.

—Déjala —susurró Fawn, y él sonrió y se tendió de espaldas. Toda esa altura, acostada, ocupaba mucho. Su cama no era tan estrecha como la de ella en la habitación contigua, pero aun así la llenaba de una esquina a otra. Fawn se sintió como un explorador enfrentándose a una cordillera que cubría todo el horizonte—. Quiero mirarte.

—No soy ninguna rosa, Chispa.

—Quizá no. Pero me alegras la vista.

Las comisuras de sus ojos se arrugaron encantadoramente al oír esto, y ella tuvo que estirarse y besarlas. Piel se deslizaba contra piel a lo largo de todo su cuerpo. Él tenía músculos largos, ahusados, y la piel de su torso lucía un bronceado desigual donde solía caer su camisa, más clara aún por debajo de su cintura y a lo largo de su esbelto flanco. Un vello leve le sombreaba el pecho y descendía, estrechándose y espesándose, en forma de uve bajo su vientre. Ella lo acarició con los dedos, hacia arriba y hacia abajo. Con sus extraños sentidos de Andalagos, ¿qué más estaría acariciando él?

Tragó saliva, y se atrevió a decir:

—Dijiste que se podía saber.

—¿Hum? —Él trazó una espiral en torno a un pecho, ¿y cómo podía una caricia tan suave hacer que de pronto doliera tan dulcemente?

—El momento del mes en que una mujer puede concebir un hijo, dijiste que se podía saber —oh, espera, no, ¿era sólo para las mujeres Andalagos?—. Un hermoso diseño en su esencia, dijiste —sí, y también había creído el cuento de Sunny sobre la primera vez, que, aunque no pretendía ser un engaño, había resultado ser una costosa mentira; y el cuento de Sunny había parecido mucho más verosímil que esto. Un escalofrío de inquietud, ¿Estoy siendo estúpida otra vez…?, quedó interrumpido cuando Dag se incorporó sobre su codo izquierdo y la miró con una sonrisa preocupada.

Su mano le acarició el vientre, sobre las marcas de la malicia, ahora delgadas costras negras.

—Esta noche no corres peligro, Chispa. Pero me aterrorizaría intentar hacerte el amor así cuando ha pasado tan poco tiempo desde tu herida. Eres tan pequeña, y yo, hum, bueno, hay otras cosas que me gustaría mucho mostrarte.

Ella se arriesgó a mirar hacia abajo, pero su ojo encontró las negras líneas paralelas bajo la hermosa mano de Dag, y un estremecimiento de dolor y culpabilidad la sacudió. ¿Sería capaz alguna vez de acostarse con alguien sin que esas cascadas de recuerdos indeseados cayeran sobre ella? Y luego se preguntó si Dag, que al parecer tenía muchos más recuerdos acumulados, tendría un problema parecido.

—Chist. —La calmó él, y le pasó el pulgar por los labios, aunque ella no había hablado—. Busca la claridad, Chispa brillante. No traicionas tu dolor por dejarlo a un lado durante una hora. Esperará con paciencia a que lo recojas de nuevo al otro lado.

—¿Cuánto tiempo?

—El tiempo desgasta la pena como el agua una piedra. El peso siempre estará ahí, pero dejará de arañarte hasta hacerte sangrar con el más mínimo toque. Pero debes dejar que el tiempo fluya; no puedes apresurarlo. Llevamos el pelo recogido durante un año en señal de pérdida, y no es demasiado tiempo.

Ella alargó la mano y le pasó la mano por la oscura melena, acariciándola y retorciéndola entre los dedos. Dedos complacidos. Dio un tironcito a un mechón.

—¿Y esto qué se supone que significa?

—¿Que me lo corté por los piojos? —sugirió él, rompiendo la melancolía del momento y haciéndola reír, sin duda lo que pretendía.

—¡Venga ya, no tenías piojos!

—Últimamente no. Lo de los piojos es otra historia, pero ahora tengo mejores cosas que hacer con los labios… —empezó a recorrerle el cuerpo a besos, y ella se preguntó qué magia tendría su lengua, no sólo por sus besos y los rastros de fuego frío que dejaban sobre su piel, sino por cómo, con sus palabras, parecía quitarle piedras del corazón.

Contuvo el aliento cuando su lengua llegó a la punta de su seno e hizo allí cosas muy estimulantes. Sunny se había limitado a pellizcarla a través del vestido, y, y condenado fuera Sunny por meterse en su cabeza así, ahora. La mano de Dag se alzó, su pulgar le acarició la frente, y se incorporó.

—Vuélvete —murmuró—. Deja que te dé un masaje. Creo que puedo armonizar mejor tu cuerpo con tu esencia.

—Vas… si quieres…

—No diré confía en mí. Pero sí diré pruébame —susurró contra sus cabellos—. Pruébame.

Para ser manco, hacía esto maravillosamente bien, pensó ella confusamente unos minutos después, con la cara contra la almohada. La cama crujió cuando él la abandonó brevemente, y ella abrió un ojo, no dejes que se vaya, pero regresó en un instante. Un leve gorgoteo, un líquido fresco cayendo sobre la curva de su espalda, aroma de camomila y trébol…

—Oh, compraste un poco de ese aceite tan agradable —pensó un momento—. ¿Cuándo?

—Hace siete días.

Ella ahogó una carcajada.

—Hey, un patrullero debe estar preparado para cualquier emergencia.

—¿Esto es una emergencia?

—Dame un poco más de tiempo, Chispa, y lo veremos… Además, es bueno para mi mano, que tiende a estar áspera. No te gustará si mis callos se enganchan en algún sitio sensible, créeme.

El aceite cambió la textura de su toque mientras él trabajaba por su cuerpo hasta los dedos de los pies, le daba la vuelta, y volvía a empezar hacia arriba.

Mano. Rápidamente auxiliada por lengua, en lugares muy sensibles y sorprendentes. Su toque era como de seda, aquí, aquí, ¿aquí? ¡ah! Se sacudió, sorprendida, pero volvió a relajarse. Así que esto era hacer el amor. Era muy agradable, pero parecía un poco unilateral.

—¿No debería ser tu turno? —preguntó ansiosamente.

—Aún no —dijo él indistintamente—. Estoy muy contento donde estoy. Y tu esencia fluye casi del todo bien ahora. Déjame, deja que…

Pasaron los minutos. Algo se agitaba dentro de ella, como una emergencia asombrosamente dulce. Las caricias de Dag se volvieron más firmes, más rápidas, más seguras. Ella cerró los ojos, su respiración se aceleró, su espalda empezó a arquearse. De pronto contuvo el aliento y se quedó rígida, en silencio, boquiabierta, cuando la sensación estalló dentro de ella, subiendo hasta cegarle el cerebro, invadiéndola como una marea hasta las puntas de los dedos, y retrocediendo.

Su espalda se relajó, y ella se quedó tendida, temblando y asombrada.

Oh. —Cuando pudo, alzó la cabeza y miró su propio cuerpo, el extraño y nuevo paisaje en que se había convertido. Dag estaba apoyado en un codo, mirándola a su vez, los ojos negros y brillantes, con una amplia sonrisa de satisfacción en el rostro.

—¿Mejor? —preguntó, como si no lo supiera.

—¿Eso ha sido… la magia de los Andalagos? —No era sorprendente que la gente quisiera seguirlos hasta el fin del mundo.

—No. Eso ha sido la magia de Chispita. Toda tuya.

Cientos de misterios parecieron huir volando como una bandada de pájaros en la noche.

—No me extraña que la gente quiera hacer esto. Todo tiene ahora mucho más sentido…

—Así es. —Él gateó por la cama para besarla de nuevo.

Su propio sabor en sus labios, mezclado con el aroma a camomila y trébol, era un poco inquietante, pero ella le devolvió valientemente el beso. Luego acarició con los labios sus fascinantes pómulos, sus párpados, la barbilla definida, y de vuelta a su boca, mientras reía indefensa. Sintió un profundo retumbar de respuesta en su pecho cuando se tendió sobre él.

Le había acariciado, pero no le había tocado aún. Sin duda ahora le tocaba a él. Las manos debían trabajar en ambos sentidos. Se sentó, parpadeando un poco mareada.

Él se tendió y le sonrió, sus ojos entrecerrados mirándola ahora interrogativamente, invitadores, sin prisa. Yacía expuesto ante ella, ante sus ojos, de un modo que ella encontró de nuevo asombroso. Todo menos su misteriosa esencia, por supuesto. Estaba empezando a parecerle una ventaja injusta. ¿Dónde empezar, cómo empezar? Recordó cómo había empezado él.

—¿Puedo… tocarte yo también?

—Por favor —susurró.

Podía ser mera imitación, pero era un comienzo, y una vez empezó, pronto adquirió velocidad. Le besó el cuerpo de arriba abajo y acabó de nuevo en el medio.

Su primer toque tentativo le hizo dar un respingo y contener el aliento, y ella retrocedió.

—No, está bien, sigue —jadeó él—. Estoy un poco, hum, sensibilizado ahora mismo. Está bien. Casi cualquier cosa que hagas estará bien.

—Sensibilizado. ¿Es así como lo llamas? —ella sonrió.

—Estoy intentando ser educado, Chispa.

Ella probó varios toques, caricias y presiones, preguntándose si lo estaría haciendo bien. Sus manos le parecían torpes y demasiado pequeñas.

Sus jadeos ocasionales no eran muy informativos, pensó, aunque de vez en cuando su mano le cubría las suyas para indicar algo con un apretón. ¿Era ese jadeo de placer o de dolor? Su aparente resistencia al dolor era un poco atemorizadora, cuando lo pensaba.

—¿Puedo probar tu aceite en mis manos?

—¡Claro! Aunque… puede que esto termine muy rápido si lo haces.

Ella dudó.

—¿No podríamos… hacerlo de nuevo? ¿Alguna vez?

Oh, sí. Soy muy renovable. Sólo que no muy rápido. No —suspiró— tan rápido como cuando era más joven, en todo caso. Aunque esta noche eso ha sido más bien una ventaja para mí.

Y para mí. Su paciencia le asombraba.

—Bueno, entonces…

El aceite hacía que sus manos resbalaran y se deslizaran de maneras que la intrigaban y que a él parecían gustarle también. Se hizo más atrevida. Eso, por ejemplo, hizo que se sacudiera, no, que se convulsionara, casi como él había hecho con ella hacía un rato.

—¡Chispa valiente! —jadeó.

—¿Te gusta?

—Sí…

—Imaginé que si tú pensaste que me gustaría, podía ser algo que te gustara a ti también.

—Chica lista —canturreó él, cerrando de nuevo los ojos.

Ella se quedó helada.

—Por favor, no te rías de mí.

Él abrió los ojos y juntó las cejas; alzó la mano de la almohada y la miró frunciendo el ceño.

—No lo hacía. Tienes una de las mentes más ávidas que jamás he tenido el placer de conocer. Puede que estuvieras hambrienta de información, pero tu inteligencia es tan aguda como el filo de una hoja.

Ella contuvo el aliento, para evitar que se le escapara en un sollozo de sorpresa. Sus palabras no podían ser ciertas, ¡pero oh, era tan agradable oírlas!

Ante su expresión de sorpresa, él añadió con un toque de impaciencia:

—Vamos, niña, no puedes ser tan lista y no saberlo.

—Papá decía que debía ser tonta si preguntaba tantas cosas.

—Eso nunca. —Él inclinó la cabeza, y sus ojos adoptaron esa extraña mirada interior—. Hay un lugar oscuro y profundo en tu esencia justo ahí. Una gran fisura, y bloqueo. Yo… no va a ser trabajo de una hora encontrar el fondo, me temo.

Ella tragó saliva.

—Entonces dejémoslo a un lado con el resto de las piedras, por ahora. Esperará —inclinó la cabeza—. Te estoy descuidando.

—No voy a discutir eso…

La lengua, descubrió, funcionaba tan bien como los dedos en los hombres, aunque de modo diferente que en las mujeres. Bien, entonces. Qué pasaría si hacía esto y también esto y esto otro al mismo tiempo…

Lo descubrió. Era fascinante de observar. Incluso desde su bastante oblicuo ángulo de visión pudo ver su expresión volverse tan introvertida que podría haber sido un trance. Durante un momento, se preguntó si la levitación sería una habilidad mágica de los Andalagos, porque él parecía a punto de flotar sobre la cama.

—¿Estás bien? —preguntó ansiosamente, cuando su cuerpo dejó de estremecerse—. Durante un momento has arrugado toda la frente de un modo raro, cuando tu, hum, tu espalda se curvó de ese modo.

Su mano se movió mientras él recobraba el aliento; tenía los ojos firmemente cerrados, pero acabó por abrirlos.

—Perdón, ¿qué decías? Perdón. Estaba esperando a que todas esas chispitas blancas detrás de mis párpados dejaran de explotar. No era para perdérselo.

—¿Pasa a menudo?

—No. Ciertamente, no.

—¿Estás bien? —repitió ella.

Su sonrisa le iluminó la cara como una estela de fuego.

—¿Bien? Creo que estoy totalmente perfecto. —Desde un ángulo de ataque que todo lo más parecía permitir una media vuelta, él se incorporó hasta sentarse y la rodeó con los brazos, bajándola de nuevo contra su pecho, sin importarle el desastre de la cama. Fue su turno de cubrirle la cara de besos. La risa se convirtió en caricias accidentales, y en…

—Dag, tienes cosquillas.

—No, no tengo. O sólo en algunos… ¡ayyy! —Cuando recuperó el aliento, añadió—: Eres maligna, Chispa. Me gusta eso en una mujer. Dioses. No me había reído tanto desde… no recuerdo cuándo.

—Me gustan tus risitas.

—No eran risitas. Eso no sería digno de un hombre de mi edad.

—Entonces, ¿qué era ese ruido?

—Risotadas. Sí, sin duda. Risotadas.

—Bueno —decidió ella—, te sientan bien. Todo te sienta bien —se incorporó sobre un codo y dejó que su mirada recorriera la larga ruta por todo su cuerpo—. Nada te sienta muy bien también. Es muy injusto.

—Oh, como si tú no estuvieras ahí sentada como, como…

—¿Como qué? —susurró ella, hundiéndose de nuevo en su abrazo.

—Desnuda. Comestible. Hermosa. Como lluvia de primavera y fuego de estrellas.

La atrajo de nuevo hacia sí; sus besos se hicieron más largos, más perezosos. Soñolientos. Haciendo un gran esfuerzo, alargó la mano y apagó la lámpara. Una leve brisa nocturna de verano agitó las cortinas. Tomó la sábana y la echó sobre los dos. Ella se acurrucó contra su brazo, apoyándole la oreja sobre el pecho, y cerró los ojos.

Hasta los confines del mundo, pensó Fawn, fundiéndose en la oscuridad.

Capítulo 12

Dag pasó la radiante mañana de verano probando más allá de toda duda a Fawn que la primera experiencia de su vida la noche anterior no tenía por qué ser la única experiencia de su vida. Cuando despertaron de su saciada siesta, era media mañana. Dag consideró seriamente las ventajas de esconderse hasta que las patrullas salieran, pero inesperadamente un hambre feroz les obligó a levantarse, lavarse, vestirse, y bajar a ver si todavía había algo para desayunar.

Fawn llegó a la escalera antes que Dag y se apartó a un lado para dejar pasar a Utau, que subía para recoger más equipo. Dag sonrió alegremente a su enlazador ocasional. Utau giró atónito la cabeza, chocó contra la pared con un ruido sordo, recobró el equilibrio, y dio la vuelta para mirarle. Decidiendo prudentemente ignorar esto, Dag siguió a Fawn antes de que Utau pudiera decir nada. Dag imaginó que tendría que controlar mejor sus labios, así como su chispeante esencia. Un patrullero responsable, respetado, maduro, no debía ir por ahí sonriendo y brillando como una calabaza decorada por un loco. Podía asustar a los caballos.

La patrulla de Mari tenía programado cabalgar hacia el norte y retomar su rejilla donde la habían dejado casi dos semanas atrás para responder a la petición de ayuda. Con la bolsa de su patrulla llena de nuevo gracias a los habitantes de Glassforge, Chato tenía planeado seguir con su misión de comprar caballos en la región de arenisca al sur del Grace. La primera etapa de su viaje sería más lenta, por el carro que llevaría a Saun y a Reela, que todavía no estaban listos para cabalgar; la pareja terminaría su convalecencia en un campamento Andalagos que controlaba la barcaza que cruzaba el río, y serían recogidos en el viaje de vuelta. Ambas patrullas habían pensado salir a mediodía, una hora sensata. Dag percibió en ello la influencia de Chato. Mari era muy capaz de ordenar una salida al alba después de un bow-down, y ocultar su malévolo regocijo tras una expresión absolutamente seria viendo marchar a trompicones a sus resacosas tropas. Mari era con diferencia el pariente favorito de Dag, pero eso no era decir gran cosa, y rogó a los dioses ausentes que le permitieran evitarla esa mañana.

Después del desayuno, Dag ayudó a llevar el resto del equipo de Saun al carro, y se volvió para encontrar que sus plegarias habían sido, como siempre, desoídas. Mari estaba de pie tras él, sujetando las riendas de su caballo, mirándolo con muda exasperación.

Él alzó las cejas, intentando desesperadamente no sonreír. O peor, soltar una risa satisfecha.

—¿Qué?

Ella tomó aire, pero se limitó a soltarlo.

—Tonto enamorado. Hablar contigo esta mañana va a ser tan inútil como hacerlo con los pajarillos de ese olmo en el patio. He dicho lo que tenía que decir. Te veré en el campamento dentro de unas semanas. Quizá para entonces la novedad se haya agotado y habrás recuperado el seso, no lo sé. Todo lo que digo es que serás tú quien se lo explique a Fairbolt.

Dag enderezó la espalda.

—Eso haré.

—¡Eh! —Ella tomó las riendas, pero luego se volvió, la irritación en sus ojos sustituida por una expresión seria—. Cuídate mientras estés en territorio de granjeros, Dag.

Hubiera preferido un sermón en lugar de esa preocupación sincera, contra la que no tenía defensa.

—Siempre me cuido.

—No que yo haya notado —dijo ella secamente.

En silencio, Dag la ayudó a montar, y ella aceptó la ayuda con una inclinación de cabeza, instalándose en la silla con un suspiro de cansancio. Estaba adelgazando, pensó él, desde hacía un par de años. Le dedicó una sonrisa de despedida, que sólo hizo que ella se inclinara sobre el arzón y le dijera, bajando la voz:

—Te he visto en una docena de estados de ánimo, incluyendo los peores. Nunca te he visto tan claramente feliz. Es como para hacer llorar a una vieja… Cuida de esa niña, también.

—Ése es mi plan.

—Huh. En serio. —Sacudió la cabeza y chasqueó la lengua, poniendo el caballo al paso, y Dag recordó entonces lo último que le había dicho sobre los planes.

Pero casi podía verse desaparecer de la mente de Mari, desplazado por los cien detalles que un jefe de patrulla en activo debe controlar, como bien recordaba. La mirada de ella se volvió a mirar al resto de sus hombres, examinando el equipo, los caballos, las caras; evaluando su preparación, juzgándola suficiente para seguir. Este día. De nuevo.

Fawn había estado ayudando a Reela, al parecer una de entre las docenas de personas, o eso le parecía a Dag, de las que Fawn se había hecho amiga durante la última semana. Las dos jóvenes intercambiaron alegres despedidas, y Fawn bajó del carro para reunirse con él y ver la patrulla formar y salir al trote por la arcada. Prácticamente todos los patrulleros que le saludaron a él también saludaron a Fawn. Al cabo de algunos minutos, la patrulla de Chato montó también y partió, a paso más lento a causa del carro. Saun saludó con tanto entusiasmo como sus heridas le permitieron. El silencio cayó sobre el patio del establo.

Dag suspiró, dividido como siempre entre el alivio por librarse del irritante grupo y la extraña soledad que se apoderaba de él cuando se separaba de su gente. Se dijo que no tenía sentido sentirse asaltado por ambas emociones a la vez. Y de todos modos, había motivos más prácticos para ir con cuidado cuando uno era el único Andalagos en una ciudad de granjeros, y trató de rodearse de nuevo de su habitual cautela cortés. Pero esta vez con Fawn dentro.

Los mozos de establo se dispersaron hacia la sala de arreos o las cocinas, caminando despacio en el calor húmedo y charlando entre sí.

—Tus patrulleros no eran tan malos —dijo Fawn, mirando pensativa hacia la entrada—. No pensé que me aceptarían, pero lo hicieron.

—Esto es la patrulla. En el campamento es diferente —dijo Dag con aire ausente.

—¿De qué manera?

—Eh… —tópicos aguados acudieron a su mente, El tiempo lo dirá, No nos adelantemos a los acontecimientos—. Ya lo verás.

Se sentía curiosamente reacio a explicarle, en esta brillante mañana, por qué su guerra personal contra las malicias no era la única razón por la que se presentaba voluntario a más misiones que cualquier patrullero en el campamento de Hickory Lake. Su récord había sido de diecisiete meses seguidos en activo sin volver allí, aunque tuvo que cambiar varias veces de patrulla para poder conseguirlo.

—¿Tenemos que irnos hoy nosotros también? —preguntó Fawn.

Dag volvió en sí con un sobresalto y la abrazó, estrechándola contra su cadera.

—En realidad, no. De aquí a Lumpton hay dos días de camino, forzando los caballos, pero no necesitamos correr. Podemos salir mañana a buena hora, y tomárnoslo con calma —o incluso más tarde, le sugirió un seductor pensamiento.

—Me preguntaba si tendría que devolver mi habitación. Porque no soy patrullera de verdad, ni nada.

—¿Qué? ¡No! ¡Esa habitación es tuya tanto tiempo como quieras, Chispa! —dijo Dag, indignado.

—Hum, bueno, ésa era la idea, me parece. —Se mordió el labio, pero él se dio cuenta de que sus ojos chispeaban—. Me preguntaba si podría dormir contigo. Por… frugalidad.

—¡Por supuesto, frugalidad! Exacto, ésa es la idea. Eres una chica muy considerada, Chispa.

Ella le dedicó una sonrisita divertida. Cuando sonreía le salía un hoyuelo encantador, que hizo que su corazón se derritiera como mantequilla al sol.

—Voy a por mis cosas —dijo ella.

Él la siguió, sintiéndose tan enamorado como Mari le había acusado de estar. No podía, no podía correr por las calles de Glassforge saltando y gritando al cielo y a toda la población ¡Dice que le alegro la vista!

Pero tenía muchas ganas.

No salieron al día siguiente, porque se puso a llover. Ni al otro, porque también amenazaba lluvia. A la siguiente mañana, Dag dictaminó que Fawn estaba demasiado dolorida paramontar, a causa de sus experimentos en la cama la noche anterior, aunque a mitad de tarde ella brincaba tan contenta como una pulga y fue él el que empezó a cojear cuando el tirón muscular de su espalda se puso peor. Lo que sirvió de excusa paraquedarse también al día siguiente. Se imaginó la conversacióncon Fairbolt, ¿Por qué llegas tan tarde, Dag? Lo siento, señor, me lesioné haciendo el amor apasionadamente a una granjera. Sí, sería bien recibido.

Ver cómo Fawn descubría las delicias que podía proporcionarle su propio cuerpo era para Dag un embrujo tan interminable como los lirios de agua. Tenía que llevar su mente muy atrás para poder comparar, ya que él había hecho esos mismos descubrimientos cuando era mucho más joven. Ciertamente, recordaba haber pasado un tiempo bastante obsesionado con ellos. Se dio cuenta de que no tenía que complicarse demasiado para aportar variedad cuando hacían el amor, porque ella todavía estaba impresionada con la maravilla de la repetibilidad. De modo que no había creado algo que no pudiera manejar, aún.

Dag también descubrió en sí mismo una insospechada debilidad por los masajes en los pies. Si algún día Fawn quería tenerlo quieto en un sitio no necesitaría atarlo con cuerdas; cuando sus pequeñas y firmes manos bajaban hacia sus tobillos, él se desmoronaba como herido por el rayo y se quedaba paralizado, intentando no babear demasiado sobre la almohada. En esos momentos, quedarse en cama durante el resto de su vida le parecía la definición del paraíso. Siempre que Chispa estuviera en la cama con él.

Las cortas noches de verano pasaban rápidas y ocupadas, pero a Dag le inquietaba ver lo rápidamente que también pasaban los largos días. Una corta cabalgata con Fawn para probar su nueva yegua y sus pantalones de montar, con un picnic junto al río, se convirtió en una tarde bajo las ramas de un sauce llorón que duró hasta el anochecer. Sassa, el pariente de los Horseford, apareció de nuevo, y Dag descubrió en Fawn un apetito aparentemente insaciable por las visitas a los artesanos de Glassforge. Su inacabable curiosidad y pasión por las preguntas no quedaba limitada, ni mucho menos, a los patrulleros ni al sexo, por muy halagadores que fueran esos intereses, sino que parecía extenderse al mundo entero. Sassa les acompañaba de buen grado, no, con orgullo, y sus contactos familiares les guiaron a través de las complejidades de las instalaciones de un fabricante de ladrillos, un platero, un guarnicionero, tres tipos de molinos, una alfarera bajo cuya tutela Fawn modeló una vasija sencilla, embarrándose alegremente, y una repetición de la visita a la fábrica de cristal del propio Sassa, ya que Dag se lo había perdido la vez anterior, metido hasta la cintura en un pantano.

Al principio Dag mostró sólo un amable interés —raramente prestaba ya atención a los detalles de nada que no se le pidiera que rastreara y matara—, pero se encontró arrastrado por la estela de la fascinación de Fawn. Los trabajadores, sudorosos y concentrados, juntaban arena y fuego y atención cuidadosa para transformar las mismas esencias de los materiales en frágiles objetos de helado brillo. Ésta es la magia de los granjeros, y ni siquiera se dan cuenta, pensó Dag, completamente fascinado por su sistema de soplar vidrio en moldes para crear réplicas con facilidad y precisión. Sassa regaló a Fawn un cuenco que ella había visto hacer el otro día, ya templado, y ella decidió que lo llevaría a casa para su madre. Dag tenía dudas sobre si llegaría intacto a West Blue en las alforjas, pero Sassa les dio una caja de tablas, acolchada con paja y esperanza. Iba a ser voluminosa e incómoda de llevar; Dag se mentalizó para cargar con ella.

Más tarde, Fawn abrió la caja y puso el cuenco en la mesa junto a la cama para que recogiera la luz vespertina. Dag se sentó en la cama y miró, casi tan interesado como ella, cómo los diseños grabados en el vidrio creaban temblorosos arco iris.

—Todas las cosas tienen esencias, salvo cuando una malicia las ha extraído —comentó—. Las esencias de los seres vivos siempre están moviéndose y cambiando, pero hasta las rocas tienen una especie de murmullo bajo y constante. Cuando Sassa creó ese cristal y lo moldeó, fue casi como si su esencia estuviera viva, de tanto como se transformó. Ahora está quieta otra vez, pero ha cambiado. Es como si —su mano hizo un gesto como buscando la palabra adecuada— cantara una canción más brillante.

Fawn estaba de pie, con las manos en las caderas, y le dedicó una mirada levemente frustrada; como si, a pesar de todas sus preguntas, él siempre llegara a un sitio donde ella no podía seguirle.

—Entonces —dijo ella despacio—, si las cosas pueden mover sus esencias, ¿puedes empujar las esencias para mover las cosas?

Dag parpadeó, levemente sobresaltado. ¿Había sido casualidad, o aguda lógica lo que había hecho que su pregunta cayera tan cerca del corazón de los secretos de los Andalagos? Dudó.

—Ésa es la teoría —dijo por fin—. ¿Quieres ver cómo un Andalagos mueve la esencia de ese cuenco de un extremo de la mesa al otro?

Ella abrió los ojos.

—¡Muéstramelo!

Con gravedad, él se inclinó, alargó la mano, y empujó el cuenco unas seis pulgadas.

—¡Dag! —gimió Fawn exasperada—. Pensé que ibas a mostrarme magia.

Él sonrió brevemente, en principio porque era casi imposible mirarla y no sonreír.

Intentar mover algo a través de su esencia es como empujar el extremo corto de una palanca larga. Siempre es más fácil hacerlo a mano. Aunque se dice… —dudó de nuevo—. Se dice que los antiguos señores-hechiceros se unían en grupos para hacer sus hechizos más poderosos. Como sincronizar esencias para curar, o el enredo de esencias de dos amantes, sólo que con alguna diferencia que se ha perdido.

—¿No hacéis eso ahora?

—No. Ahora hemos venido a menos; quizá nuestra sangre se corrompió durante la época oscura, nadie lo sabe. Y en todo caso, está prohibido.

—Quiero decir, cuando recorréis las rejillas.

—Eso es sólo simple percepción. Como la diferencia que hay entre palpar con la mano y empujar con la mano, quizá.

—¿Por qué está prohibido empujar? ¿O lo que no se permite es eso de unirse en grupos para empujar?

Debería haber sabido que su último comentario generaría más preguntas. Dar un dato a Fawn era como dar un trozo de carne a una jauría de perros hambrientos; causaba una revolución.

—Malas experiencias —dijo en tono serio, para evitar nuevas preguntas. Bueno, a juzgar por su mohín y su ceño fruncido, evitarlas no iba a funcionar; intentó una distracción—. Pero déjame decirte que ningún patrullero en Luthlia sobrevive a la zona de los lagos sin aprender a espantar mosquitos a través de sus esencias. Son una plaga feroz; te desangran en cuanto pueden.

—¿Usais magia para espantar mosquitos? —dijo ella, sonando como si no pudiera decidir si sentirse impresionada u ofendida—. Nosotros sólo tenemos una receta para un mejunje horrible que nos untamos por la piel. Cuando sabes de qué está hecho, casi prefieres que te piquen.

Él soltó una risita, luego suspiró.

—Dicen que somos un pueblo caído, y yo al menos me lo creo. Los señores antiguos construyeron grandes ciudades, barcos y carreteras, transformaron sus cuerpos, buscaron la longevidad, y al final destruyeron el mundo. Aunque sospecho que hasta entonces la cosa estuvo bastante bien. Yo… espanto mosquitos. Oh, y puedo llamar y enviar lejos a mi caballo, cuando lo entreno para eso. Y ayudar a curar un cuerpo herido, si tengo suerte. Y ver doble, hasta las esencias. Y ésa es toda la magia de Dag, me temo.

Ella le miró a la cara.

—Y matar malicias —dijo despacio.

—Sí. Eso sobre todo.

La abrazó, ahogando su siguiente pregunta con un beso.

El ancla de la conciencia de Dag tardó casi una semana en hacerle bajar de las nubes al camino. Deseó poder librarse de ese condenado peso muerto. Pero una mañana volvió de afeitarse para encontrar a Fawn, medio vestida y con su hatillo abierto en la cama, mirando con el ceño fruncido el cuchillo de vínculo.

Se acercó por detrás y la envolvió en sus brazos, torso desnudo contra espalda desnuda.

—Es hora, me parece —dijo ella.

—A mí también —él suspiró—. Tengo años de permisos de campamento sin usar, pero Mari me dio autorización para resolver el misterio de esa cosa, no para quedarme en este paraíso de ladrillos y tablas. Los empleados me han estado mirando de reojo desde hace días.

—Conmigo han sido muy amables —dijo ella sin faltar a la verdad.

—Se te da bien hacer amigos —de hecho, todo el mundo desde las cocineras, pinches, doncellas y mozos de establo hasta el dueño y su mujer se mostraban muy protectores con Fawn, la heroína granjera. Hasta tal punto que Dag sospechaba que si ella les decía ¡Arrojad a este tipo flaco a la calle!, se encontraría sentado en el polvo del camino, agarrado a sus alforjas. La gente de Glassforge que trabajaba en el hotel estaba acostumbrada a los patrulleros y sus extraños modales, pero a Dag le quedaba claro que, de no ser por la patente alegría de Fawn, no tolerarían este desigual emparejamiento. Los otros clientes que iban llegando, pastores y carreteros y familias de viaje y barqueros que venían del río para conseguir cargamento, miraban con curiosidad a la extraña pareja, y con más curiosidad aún después de enterarse de los extraños rumores que sin duda circularían acerca de ellos.

Dag se preguntó cómo le mirarían en West Blue. Fawn había ido aceptando poco a poco la idea de parar en su casa, en parte por la sensación de culpa ante la descripción que él le hizo de la probable ansiedad de sus padres, y en parte por la promesa que le hizo de no abandonarla. Fue la única promesa que ella le hizo repetir.

Dag le dio un beso en la coronilla, paseando su dedo por las heridas casi curadas de su mejilla izquierda.

—Los moratones están desapareciendo. Me imagino que si ahora te llevo de vuelta a tu familia afirmando ser tu protector, seré más convincente si no parece que acabes de salir de una pelea de taberna.

Ella empezó a sonreír cuando le cogió la mano para besarla, pero luego se llevó la mano a las marcas de la malicia en su cuello.

—Salvo por éstas.

—No te las toques.

—Me pican. ¿Se caerán por fin? Las otras costras ya se han caído.

—Pronto, me parece. Te dejará unas marcas rojas por debajo durante algún tiempo, pero desaparecerán casi como cualquier otra cicatriz. Cuando son viejas se vuelven plateadas.

—Oh… entonces, ese surco largo y brillante que empieza detrás de tu rodilla y llega hasta el muslo, ¿fue un zarpazo de una malicia? —había cartografiado cada marca de su cuerpo tan meticulosamente como un explorador durante las pasadas noches y días, y le había pedido que comentara la mayoría de ellas.

—Sólo una caricia. Escapé, y mi enlazador le clavó el cuchillo un instante después.

Ella se volvió y le abrazó por la cintura.

—Me alegro de que no te diera un poco más arriba.

Dag ahogó una carcajada.

—¡Yo también, Chispa!

A mediodía, estaban de nuevo en la carretera recta hacia el norte.

Cabalgaban despacio, en parte a causa de sus pocas ganas de llegar a su destino, pero sobre todo a causa de la humedad sofocante que había caído después de las últimas lluvias. Los caballos cabalgaban despacio bajo un sol de latón. Sus jinetes hablaban o guardaban silencio con igual facilidad, o eso le parecía a Dag. Pasaron la siguiente tarde —lluviosa de nuevo— en el altillo del granero de la casa del pozo donde se vieran por primera vez, comiendo la comida de la granja y escuchando los sonidos relajantes de la lluvia sobre el tejado y los caballos masticando heno bajo ellos, no se dieron cuenta cuando la tormenta terminó, y se quedaron a pasar la noche.

El día siguiente resultó más claro y brillante, con la calima empujada hacia el este por el viento, y partieron de nuevo a desgana. La quinta noche de su trayecto de dos días se detuvieron cerca de Lumpton Market para acampar por última vez. Fawn calculó que si salían temprano desde Lumpton llegarían a West Blue antes del anochecer. Dag tenía dificultades para imaginar qué pasaría entonces, aunque ella había ido contándole algunas cosas de su familia que le dieron una idea más clara de las personas con que se encontraría.

Encontraron un lugar para acampar cerca de un arroyuelo, alejados de la carretera, bajo un grupito de árboles de correas. Durante el otoño, las vainas de semillas colgarían bajo las hojas en forma de pala como cientos de tiras de cuero, pero ahora los árboles estaban en plena floración. Desde rosetas de hojas se alzaban tallos coronados por racimos de flores formados por docenas de capullos blancos como lino, del tamaño de huevos, que exhalaban un perfume dulce en el aire de la tarde. A medida que la noche sin luna caía, las luciérnagas salieron desde el arroyuelo y el prado que había detrás, parpadeando en la neblina. Bajo el árbol, las sombras se oscurecieron.

—Ojalá pudiera verte mejor —murmuró Fawn cuando se acostaron sobre sus mantas juntas y empezaron a juguetear cada uno con los botones de las ropas del otro.

Ninguno quiso echarse la manta por encima, con este calor.

—Hum —Dag se incorporó sobre un codo y sonrió en la oscuridad—. Dame un minuto, Chispa, y quizá pueda hacer algo al respecto.

—No, no eches más leña al fuego. Hace demasiado calor.

—No iba a hacerlo. Espera y verás. De hecho, cierra los ojos.

Él extendió su sentido esencial al máximo y no encontró amenaza alguna en una milla a la redonda, sólo los pequeños cúmulos de vida entre la hierba: ratones y musarañas y conejos y loicas; por encima, algunos murciélagos que revoloteaban y el paso fantasmal y silencioso de un búho. Creó una red más tupida aún, llenándola de vida diminuta. Más que a golpes, persuadiendo… sí. Aún funcionaba. El árbol empezó a abarrotarse de sus invitados, más y más. Junto a él, la cara de Fawn apareció de entre la penumbra como si emergiera de aguas profundas.

—¿Puedo abrirlos ya? —preguntó, con los ojos obedientemente cerrados.

—Un momento más… sí. Ya.

Él la miró mientras ella alzaba la cara, para no perderse la mejor maravilla de todas. Empezó a alzar los párpados, y de golpe abrió los ojos de par en par; sus labios se entreabrieron con un jadeo de sorpresa.

Sobre ellos, el árbol estaba lleno de cientos, quizá miles de —para los sentidos de Dag algo confusas— luciérnagas, tan numerosas que las ramas más ligeras se doblaban bajo su peso. Muchas de ellas treparon al interior de las flores blancas, y cuando se encendieron, los pomos de pétalos relucieron como linternas pálidas. El resplandor fresco y sin sombras los bañó a ambos. Ella contuvo el aliento.

—Oh —dijo, alzándose sobre un codo y mirando hacia arriba—. Oh…

—Espera. Puedo hacer más. —Se concentró y atrajo sobre ella una refulgente espiral de insectos que se posó sobre su pelo oscuro, iluminándolo como una corona de velas.

—¡Dag…! —Ella soltó una carcajada medio de deleite medio de indignación, levantando las manos para tocar cuidadosamente sus rizos—. ¡Me has puesto bichos en el pelo!

—Resulta que sé que te gustan los bichos.

—Sí me gustan —admitió ella, ecuánime—. Algunos, al menos. ¿Pero cómo…? ¿Aprendiste a hacer esto en los bosques de Luthlia también?

—En realidad, no. Lo aprendí en el campamento, cuando mi sentido esencial se manifestó por primera vez; me parece que tendría unos doce años. Los niños lo aprenden unos de otros; ningún adulto lo enseña nunca, pero creo que casi todos saben cazar luciérnagas así. Es sólo que se nos olvida. Crecemos y estamos ocupados y esas cosas. Aunque admito que jamás había cogido más que un puñado, antes.

Ella sonreía, indefensa.

—Es un poco fantasmagórico. Pero me gusta. Aunque no estoy segura respecto a mi pelo… ¡eh! ¡Dag, me hacen cosquillas en las orejas!

—Afortunados ellos. —Se inclinó y sopló a los viajeros de la curva de su oreja, besándola para aliviar las cosquillas—. Deberías estar coronada de luz como la luna cuando surge.

—Bueno —dijo ella con vocecita ahogada, y sorbió por la nariz. Miró las flores-linterna sobre su cabeza, y luego a él—. ¿Para qué has hecho una cosa como ésta? Ya me llenas de tanta felicidad como mi cuerpo puede soportar, y ahora vas y me das más. Es un desperdicio, te digo. Sólo va a derramarse… —la luz danzaba en sus ojos húmedos.

Él la levantó y la puso sobre sí, y dejó que las lágrimas cálidas le cayeran sobre el pecho como lluvia de verano.

—Derrámate en mí —susurró.

Liberó su centelleante tiara y dejó que las criaturillas volaran de nuevo al árbol. En el resplandor parpadeante, hicieron el amor despacio hasta que la medianoche trajo el silencio y el sueño.

Lumpton Market era una ciudad más pequeña que Glassforge, pero bulliciosa de todos modos. Se asentaba en la confluencia de dos ríos rocosos, que flanqueaban un islote de arenisca y esquisto que se extendía hacia el norte. Dos de las viejas carreteras rectas se cruzaban aquí, y sin duda había sido la sede de una gran ciudad donde gobernaron los señores antiguos. Ahora, gran parte de la ciudad nueva estaba hecha de sillares antiguos rapiñados de los bosques cercanos, y abundaban muros de piedra en seco hechos con piedras locales o con escombros mucho menos identificables en torno a los campos y casas de alrededor. Ahora que el ojo de Dag sabía en qué fijarse, se dio cuenta de que había casas más nuevas y mejores en las afueras, hechas de ladrillo. Los puentes eran de madera, recientes, y anchos y fuertes para permitir el paso de grandes carromatos.

El albergue familiar que Dag buscaba, donde se acogía amistosamente a los patrulleros, estaba en la zona norte de Lumpton, de modo que él y Fawn se encontraron cruzando la plaza a media tarde, con el mercado en su apogeo. Fawn se volvió sobre la silla, examinando los puestos y carros y toldos mientras bordeaban la multitud.

—Tengo el cuenco de cristal para mamá —dijo—. Desearía tener algo para Tía Nattie. Cuando mis padres vienen, casi nunca la traen —un ritual anual, según había entendido Dag.

Tía Nattie era la hermana de la madre de Fawn, mucho mayor, ciega desde que una infección le quitara la vista a la edad de diez años. Cuando la madre de Fawn se casó fue a vivir con ellos, a consecuencia de algún arreglo de la dote. Semiinválida pero no ociosa, se ocupaba de todo el hilado y tejido que la granja requería, con algo extra para vender a veces. Y era el único miembro de su familia del que Fawn hablaba sin tensión oculta en su voz y esencia.

Solícitamente, ahora que entendió su propósito, Dag siguió la mirada de Fawn. Probablemente uno no llevaba comida a una granja. Las telas y ropas a la venta, nuevas y usadas, parecían igualmente innecesarias. Su ojo paseó por las tiendas permanentes que rodeaban la plaza.

—¿Herramientas? ¿Tijeras, agujas? ¿Algo para el telar, o para coser?

—Tiene montones de todo eso —suspiró Fawn.

—Algo que se termine, entonces. ¿Tintes? —su voz se apagó, dudosa—. Ah. Probablemente no.

—Mamá teñía las telas, aunque ahora lo hago yo. Ojalá pudiera llevarle algo sólo para ella —entrecerró los ojos—. ¿Pieles…?

—Bueno, echemos un vistazo —desmontaron, y Fawn miró el tenderete donde una mujer ofrecía a la venta lo que, al ojo experto de Dag, eran pieles de bastante mala calidad; todas de animales locales, mapaches y zarigüeyas y ciervos.

—Puedo conseguirle algo mucho mejor, más tarde —murmuró Dag, y Fawn, mostrándose de acuerdo con una mueca, dejó de examinar los patéticos pellejos. Siguieron paseando hombro con hombro, llevando los caballos de la brida.

Fawn se detuvo y dio media vuelta, frunciendo los labios, cuando pasaron junto a una tienda de medicinas encajada entre una zapatería y una barbería-escribanía; no quedaba claro si esta última la llevaba una sola persona. La tienda de medicinas tenía un ancho escaparate de pequeños paneles cuadrados de cristal dispuestos en un mirador saliente para ofrecer mejor vista.

—Me pregunto si aquí venderán agua de colonia como esa que las chicas patrulleras encontraron en Glassforge.

O aceite, no pudo evitar pensar Dag. Les vendría bien tener un poco en reserva para usos futuros, aunque la probabilidad de usarlo en el futuro inmediato en la residencia de los Bluefield parecía remota. No era probable que la gratitud que pudiera sentir su familia por devolver a su única hija viva a casa se extendiera a dejarles dormir juntos allí. Fuera como fuese, ataron sus caballos a uno de los raíles convenientemente dispuestos en la acera adoquinada y entraron.

La tienda tenía cuatro tipos de agua de colonia pero sólo aceite normal, lo que facilitó mucho la elección de Dag. Se entretuvo mirando la impresionante colección de remedios de hierbas, algunos de los cuales reconoció como de gran calidad y provenientes de Andalagos, mientras Fawn se aromatizaba en feliz indecisión. Cuando por fin hizo su elección, esperaron mientras envolvían sus pequeñas compras. O no tan pequeñas comparadas con la magra bolsa de Fawn, como notó Dag al ver cómo se preparaba a cambiar algunas de sus escasas monedas por esos pequeños lujos.

Fuera, Dag metió los paquetes en sus alforjas y se volvió para ayudar a Fawn a subir a la yegua baya. Ella miraba consternada su silla.

—¡Mi hatillo no está! —Su mano fue hacia las correas de cuero que colgaban tras el arzón—. ¿Se me caería en la carretera? Sé que lo até mejor que…

La mano de él la siguió, y su voz se tensó.

—Están cortadas. Mira, los nudos están intactos. Ha sido un ladrón.

—¡Dag, el cuchillo estaba en mi hatillo! —jadeó ella.

Él abrió de golpe su sentido esencial, con un respingo cuando el rugido de la multitud le golpeó. Buscó entre el ruido el tintineo familiar. Sólo… ahí. Alzó la cabeza, y miró a través de la plaza hacia donde una figura delgada desaparecía entre dos edificios, con el hatillo echado descuidadamente sobre el hombro como si le perteneciera.

—Lo veo —dijo, tenso—. ¡Espera aquí! —Estiró las piernas al seguirle, sin llegar a correr. Tras él, oyó a Fawn preguntando a los transeúntes ¿Han visto a alguien merodeando cerca de nuestros caballos?

Dag convirtió su ira en exasperación, sobre todo hacia sí mismo. Si hubiera venido con un grupo de patrulleros, siempre hubieran dejado a alguien con los caballos, como precaución rutinaria. ¿Qué le había hecho bajar la guardia? ¿Una sensación equivocada de anonimato? ¿El hecho de que si sólo se hubiera molestado en mirar por la ventana, hubiera podido vigilar los caballos él? Si hubiera dejado su sentido esencial más abierto, podría haber captado la inquietud de Mocasín al acercársele demasiado un extraño. Demasiado tarde, daba igual.

Alcanzó a su presa en un callejón detrás de los edificios. El chico estaba acuclillado detrás de una pila de leña, y no estaba solo; un compañero mucho mayor y más fuerte —¿hermano, amigo, jefe de la banda?— se arrodillaba junto a él mientras abrían el hatillo para examinar su botín.

El grandullón estaba diciendo, disgustado:

—Esto son sólo ropas de chica. ¿Por qué no cogiste las alforjas, idiota?

—Esa mala bestia de caballo rojo intentó cocearme, y la gente miraba —replicó ceñudo el chico—. Espera, ¿qué es eso?

El grandullón alzó la funda del cuchillo de vínculo por la correa rota; el saquito osciló, y su mano fue hacia la empuñadura de hueso.

—Tu muerte, si lo tocas —gruñó Dag, acercándose a ellos—. Me aseguraré de ello.

El chico le miró, soltó un gañido, y huyó, con una mirada de pánico por encima del hombro mientras corría. El hombre grande, abriendo mucho los ojos, se puso de pie, cerrando la mano sobre un grueso leño de la pila. Estaba claro que habían dejado atrás el momento de malas explicaciones y disculpas, señor, creía que era el mío, incluso si el fornido ladrón tuviera el ingenio y la sangre fría necesarios para intentar escapar de esa manera. Avanzó blandiendo el leño.

Dag alzó el brazo para proteger su cara de un golpe que se la hubiera hundido. El leño chocó contra su antebrazo con un sonido repugnante, y su propio brazo más el impulso del leño le golpearon con tal fuerza que casi cayó. Un dolor ardiente le estalló en el antebrazo. No podía coger su cuchillo, pero el garfio más muelle que llevaba en el brazo izquierdo servían de arma no poco amenazadora; el hombre retrocedió asustado cuando el golpe de Dag en respuesta le rozó la garganta. Revisando rápidamente sus opciones ante este inesperado contraataque manco —¿sería más listo de lo que parecía?—, el potencial ladrón dejó caer el saquito de los cuchillos y el leño y galopó en pos de su pequeño compañero.

Fawn y un grupo de tres o cuatro habitantes de Lumpton doblaron la esquina cuando Dag se ponía tambaleante en pie.

Disimuladamente, echó con la punta de la bota una esquina de la manta sobre el saquito de cuero.

—Dag, ¿estás bien? —exclamó Fawn alarmada—. ¡Te está sangrando la nariz!

Dag sintió un hilillo húmedo corriéndole por el labio, y se lo lamió, percibiendo el inconfundible sabor metálico. Intentó levantar la mano para tocarse la cara, que le latía, y se dio cuenta de que no le respondía bien. Tomando aire entre los dientes en un largo siseo ante el dolor, buscó maldiciones en su mente y no encontró ninguna lo bastante fuerte. Su sentido esencial, vuelto hacia sí mismo, no le dejó duda alguna. Se dio media vuelta, se dobló en dos, y escupió sangre y furia sobre el pavimento antes de volverse hacia ella.

—La nariz está bien —murmuró con cólera y frustración—. El brazo derecho está roto. ¡Condenación!

Capítulo 13

Su albergue en Lumpton Market resultó ser una decrépita posada justo al lado de la carretera recta que salía de la ciudad por el norte. Fawn pensó que era un deprimente paso atrás respecto al bonito hotel de Glassforge, porque era pequeño y mugriento, aunque no carente de cierto aire de raída comodidad. Además, pedía dinero incluso a los patrulleros. Sin embargo, en verano, enviaban a los clientes al patio de detrás de la cocina, a cenar en mesas de tablas y bancos bajo unos airosos nogales negros que daban a una carretera lateral, un sitio mucho mejor que la húmeda sala común. Mirando con curiosidad a su alrededor, Fawn no vio a más patrulleros allí esa noche, sólo un cuarteto de muleros sentados a una mesa, concentrados en sus cervezas, y un poco más lejos, una pareja de granjeros ocupados con un grupo de ruidosos chiquillos. A pesar de su altura, su sorprendente aspecto, y el brazo entablillado y en cabestrillo, Dag apenas atrajo algunas breves miradas, y Fawn se sintió tranquilizadoramente ignorada a su sombra.

Dag se dejó caer sobre su banco con un comprensible gemido de cansancio, y Fawn se deslizó a su derecha. Desató las lazadas del abultado paquete de cuero que él le había hecho traer de las alforjas, abriéndolo para revelar que contenía un surtido de artilugios para su muñequera.

—Cielos, ¿qué es todo esto?

—Cosas sueltas. Experimentos, o cosas que no uso todos los días. —Ella lo miró confusa y alzó una clavija de madera que sujetaba una pieza de metal curvada y afilada que parecía un pequeño estribo, y él añadió—: Es un rascador. Durante las patrullas, me pasaba muchas noches rascando pieles. Aburridísimo, pero uno de los primeros trabajos de los que me encargué después de conseguir el arnés. Me ayudó a fortalecer el brazo, lo que me vino bien cuando empecé con el arco.

La pinche que también hacía las funciones de camarera puso ante ellos jarras de cerveza y volvió a la cocina. Dag alargó garfio y mano entablillada, se estremeció, y se echó atrás, y Fawn dijo:

—¡Ah! El barbero te dijo que no intentaras usar la mano. Cinco veces mientras yo escuchaba, y no sé cuántas más cuando no estaba en el cuarto. Hubo un momento en que pensé que te daría un pescozón. —El hombre apenas había necesitado a Fawn para vendar el brazo de Dag con intimidante meticulosidad, haciéndose cargo enseguida del carácter de su irritado paciente. Las puntas de los dedos de Dag apenas asomaban por los vendajes de algodón—. Tienes que dejarlo en el cabestrillo. Tenemos que encontrar un modo de seguir adelante así.

Le llevó apresuradamente la jarra a los labios; él hizo una mueca, pero bebió con ansia. Ella se las arregló para no salpicarle mucho cuando él asintió para indicar que tenía bastante, y sacó rápidamente su pañuelo del bolsillo para evitar que se secara la boca con el brazo derecho.

—Y si usas los vendajes como servilleta van a apestar mucho antes de que se cumplan las seis semanas, de modo que no lo hagas.

Él la miró de reojo, fieramente.

—Y si sigues mirándome así me dará la risa floja, y entonces me tirarás las botas a la cabeza, y entonces a ver qué hacemos.

—No lo haré —gruñó él—. Te necesitaré antes para que me quites las malditas botas.

Pero la comisura de su boca se curvó hacia arriba a pesar de todo. Fawn quedó tan aliviada que se alzó sobre una rodilla y se la besó, con lo cual se curvó aún más.

Él dejó escapar un largo suspiro, como disculpa por su susceptibilidad.

—El tercero por la izquierda, ahí —indicó con la cabeza la envoltura de cuero—, tendría que ser una especie de cruce entre cuchara y tenedor.

Ella la sacó y la examinó, una cuchara de hierro con cuatro cortas puntas al extremo.

—Ah, qué ingenioso.

—No la uso muy a menudo. Un cuchillo suele ir mejor, si tengo algo en la mesa aparte de mi garfio o la mano social —esto último era el nombre que daba Dag a su enguantada mano de madera, que parecía ser poco más que un disfraz para cuando estaba entre extraños, aunque uno no muy efectivo.

Con un leve clunk, Dag puso la muñequera de madera contra el borde de la mesa.

—Intenta cambiarlo.

El artilugio más usado por Dag, el garfio con la ingeniosa pincita de muelle, estaba bien encajado. Fawn, inclinándose, tuvo que hacer mejor presa antes de poder sacarlo. El utensilio para comer lo reemplazó más fácilmente.

—Oh, no es muy difícil.

Sus platos llegaron, llenos de de zanahorias y puré de patatas con salsa cremosa y una generosa porción de chuletas de cerdo. Tras un intercambio de miradas —Fawn pudo ver cómo Dag luchaba por mantener su irritación bajo control—, ella se inclinó y cortó la carne con eficiencia, dejándole el resto a él. La cuchara-tenedor funcionaba bastante bien, aunque le hacía tener que extender el codo de manera un poco incómoda. Previsoramente, ella siguió pidiendo cerveza. Quizá fuera sólo el efecto de una comida caliente tras un día demasiado largo, pero él se relajó poco a poco. La rechoncha doncella les trajo luego gruesas tajadas de tarta de cerezas, lo cual amenazó con convertir la relajación en sueño allí mismo sobre los bancos.

Fawn dijo:

—Entonces… ¿Nos quedamos aquí y descansamos mañana, o seguimos y descansamos en West Blue? ¿Podrás cabalgar tan lejos? —Había cabalgado desde el barbero, con las riendas enrolladas en torno al garfio, pero sólo había sido una milla.

—He hecho más estando peor. El polvo ayudará. —Había comprado prudentemente en la tienda de medicinas lo que dijo era un remedio Andalagos para el dolor, antes de que dejaran la plaza. Fawn no estaba segura de si la mirada vidriosa de sus ojos era debida al medicamento o al dolor de su brazo; pero pensándolo mejor, era buena cosa que la medicina no funcionara mejor, o no habría manera de que redujera el ritmo. Confirmando esto, él se estiró y dijo:

—No me importaría seguir. Hay gente en Hickory Lake que puede hacer cosas para que esto cure más rápido.

—¿Está bien colocado? —preguntó preocupada.

—Oh, sí. Ese barbero puede que fuera un torturador manazas, pero conocía su oficio. Curará bien.

Dag le había llamado cosas mucho peores mientras le colocaba el hueso en el sitio, pero el hombre se había limitado a sonreír, evidentemente acostumbrado a las coloridas invectivas de sus pacientes. Posiblemente, pensó Fawn, coleccionaba los mejores insultos.

—Si no lo mueves. —Fawn se sentía un poco enferma ante la perspectiva de su vuelta a casa. Pero si tenía que hacerlo, mejor que fuera cuanto antes. Dag pensaba claramente que era su deber, lo correcto; y ni siquiera por Sunny el Estúpido y todos sus hermanos se arriesgaría a que Dag la creyera cobarde. Incluso si lo soy—. Muy bien. Seguiremos.

Dag se frotó la barbilla con la manga izquierda.

—En ese caso, es mejor que pongamos de acuerdo nuestras historias. No quiero mencionar el cuchillo activado ante tu familia, igual que hicimos con mi patrulla salvo Mari.

Esto parecía ser a la vez justo y prudente. Fawn asintió.

—Lo demás depende de ti, pero tienes que decirme qué quieres.

Ella miró los rastros rojos y migajas de su plato vacío.

—No saben lo mío con Sunny. De modo que estarán furiosos conmigo por haberles asustado por nada, escapándome así.

Él se inclinó y apretó sus labios contra una marca roja en su cuello, donde las costras de la malicia habían caído por fin.

—No por nada, Chispa.

—Sí, pero tampoco saben gran cosa sobre malicias.

—Entonces —dijo él despacio, como tanteando el camino—, si tu Sunny ha confesado, te enfrentarás a una situación, y si no lo ha hecho, a otra.

—No es mi Sunny —dijo ella, malhumorada—. Los dos dejamos eso muy claro.

—Hum. Bueno, si no le dices a tu familia la verdadera razón de tu huida, tendrás que inventar alguna mentira. En mi experiencia, esto crea una tensión y una sombra en la esencia que debilita a la gente. En realidad no veo por qué sientes la necesidad de proteger a Sunny. Me parece que él se beneficia más del secreto que tú.

Fawn alzó las cejas.

—La vergüenza en estos casos cae sobre la chica. Material usado, te llaman. No puedes conseguir otro pretendiente con buenas tierras, si se corre la voz de que no eres virgen. Aunque… me parece que algunas chicas lo consiguen igualmente, de modo que es un poco extraño.

—Granjeros, eh. —Dag frunció los labios—. ¿Se aplica lo mismo a las viudas? Las de verdad, no las del heno.

Fawn se sonrojó ante el recordatorio, aunque no pudo evitar sonreír un poco.

—Oh, no. Las viudas son completamente diferentes. Las viudas, bueno… Nadie puede hacer lo que quiere, en realidad, puede haber niños, puede no haber dinero, pero las viudas van con la cabeza alta y llevan su propia vida. Es mejor si no son pobres, claro.

—Entonces, ah… ¿buscas un pretendiente con tierras, Chispa?

Ella se irguió de golpe, sorprendida.

—¡Claro que no! Te quiero a ti.

Él alzó una ceja.

—Entonces, ¿por qué te preocupas por esto? ¿Por costumbre?

—¡No! —ella dudó; su corazón y su voz decayeron—. Supongo que… pensé que éramos un sueño de verano. No hago más que intentar no despertarme. Es estúpido, imagino. En algún lugar, en algún momento… alguien vendrá y no me dejará quedarme contigo. No para siempre.

Él apartó la mirada, entre las sombras de los nogales y por el camino lateral donde a la luz del sol poniente aún se levantaba polvo dorado tras el paso de una carreta tirada por ponis.

—Por muy difícil que sea tu familia, la mía será peor, y espero enfrentarme a ellos. No mentiré, Chispa; hay cosas que pueden apartarme de ti, cosas que no puedo controlar. La muerte siempre será una. —Hizo una pausa—. Pero por el momento no puedo pensar en ninguna otra.

Ella le dedicó un asentimiento breve, asustado, enterrando la cara en su hombro hasta que recuperó el aliento.

Él suspiró.

—Bueno, lo que digas a tu gente no depende de mí, sino de ti. Pero mi recomendación es decir tanto de la verdad como puedas, salvo por la activación del cuchillo.

—¿Cómo explicaremos el que yo vaya a tu campamento?

—Se requiere tu testimonio ante mi capitán respecto a la muerte de la malicia. Lo cual es cierto. Si preguntan más, me pondré todo digno y diré que son asuntos de los Andalagos.

Fawn agitó la cabeza.

—No querrán dejar que me vaya contigo.

—Ya veremos. No puedes planear las acciones de otros; sólo las tuyas. Si lo intentas, sólo conseguirás acabar del revés por todos los problemas que te crearás. Hey. —Se inclinó y le besó el cabello—. Si te encadenan a la pared con remaches de hierro, prometo liberarte.

—¿Sin manos?

—Soy muy ingenioso. Y si no te encadenan, entonces puedes salir caminando. Todo lo que hace falta es valor, y sé que no te falta.

Ella sonrió, consolada, pero admitió:

—En mi corazón no tengo, no de verdad. Ellos… No sé cómo explicar esto. Tienen modos de hacerme pequeña.

—No sé cómo serán ellos, pero tú no eres como eras antes. De uno u otro modo, las cosas serán distintas a como esperas.

En serio.

Agotados, doloridos e inquietos, no hicieron el amor esa noche, pero se abrazaron, muy juntos en el pequeño y sofocante cuarto del albergue. El sueño tardó en llegar.

El sol del verano caía de nuevo por el oeste cuando Fawn detuvo a su yegua y se quedó mirando la colina donde un camino descendente se cruzaba con la carretera. Había sido una cabalgata de veinte millas desde Lumpton Market, y Dag tenía que admitir, aunque sólo para sí mismo, que su brazo derecho estaba más hinchado y dolorido de lo que le hubiera gustado, y que el izquierdo, haciendo un trabajo desacostumbrado, no estaba mucho mejor. Habían cogido la carretera recta hacia el norte, a lo largo de la cresta entre los ríos durante casi quince millas antes de torcer hacia el oeste. Descendieron al valle de la rama occidental y cruzaron un vado pedregoso antes de girar de nuevo al norte a lo largo de la carretera del río. Un atajo, afirmó Fawn, para evitar tener que retroceder una milla hacia el pueblo de West Blue con su puente para carreteras y su molino.

Y ahora estaba en casa. Su esencia era un complicado remolino en ese momento, pero apenas hacía falta el sentido esencial para ver que su emoción predominante no era la alegría.

Azuzó su caballo para ponerse junto a ella.

—Creo que de momento prefiero mi mano social —murmuró.

Ella asintió y se inclinó para abrirle la bolsa del cinturón y cambiar su garfio por la menos útil pero menos chocante mano postiza. Se detuvo a peinarse el cabello y sujetarlo de nuevo en la coleta rizada con la cinta de colores, y luego se puso de pie en los estribos para peinarlo a él también; él bajó la cabeza para el, en su tácita opinión, inútil intento de darle mejor aspecto. Entendió perfectamente su determinación de entrar en su casa orgullosa y con buen aspecto, no apaleada y desaliñada. Sólo deseaba, por ella, poder tener más aspecto de valiente protector en vez de algo que el gato hubiera arrastrado a casa. Has tenido peor aspecto, viejo patrullero. Adelante.

Fawn tragó saliva e hizo que Grace enfilara el camino, que serpenteaba ladera arriba durante casi un cuarto de milla, flanqueado por los ubicuos muros de piedra en seco. Pasaron un bosquecillo de arces y nogales, apareció un viejo granero derruido a su derecha, y otro granero más grande y nuevo a la izquierda. Más allá del granero nuevo había un par de casetas, incluyendo un ahumadero; de sus aleros se elevaban leves rizos de humo, y la nariz de Dag captó el agradable aroma de brasas de nogal. Había un pozo cubierto en el extremo del patio y, hacia la derecha, se veía la vieja granja.

Su núcleo era un edificio rectangular de dos pisos construido con piedras amarillentas, con porche y una puerta en el centro que miraba al valle. En el extremo norte, una ampliación de una planta parecía contener dos habitaciones. En el extremo más cercano había una excavación en curso, con pilas de nuevas piedras aguardando, evidentemente otro añadido para hacer juego con el primero. Hacia el oeste había otro añadido circundado por un largo porche cubierto que recorría la casa a lo largo, obviamente la cocina. No se veía a nadie.

—Es hora de cenar —dijo Fawn—. Deben estar todos en la cocina.

—Ocho personas —dijo Dag, cuyo sentido esencial no le dejaba lugar a dudas.

Fawn respiró hondo, largamente, y desmontó. Ató ambos caballos al porche trasero y guió a Dag escalones arriba. Sus leves pisadas y las más de Dag, más pesadas, resonaron brevemente en el piso del porche. Las mitades superior e inferior de una puerta doble estaban abiertas de par en par y enganchadas a remaches en el muro, pero tras ellas había otra puerta más ligera con una pantalla de gasa. Fawn empujó la puerta mosquitera y entró, sujetándola para que él entrara. Él posó brevemente su mano de madera en el hombro de ella, antes de dejarla caer a un costado.

Ocho personas, sentadas a una larga mesa que llenaba casi toda la mitad derecha de la habitación, se volvieron a mirarlos. Dag intentó rápidamente unir las caras con los nombres e historias que le habían contado. Pudo reconocer de inmediato a Tía Nattie, una mujer muy bajita y regordeta con enredados rizos grises y ojos tan lechosos como perlas, que ahora inclinaba la cabeza para escuchar. Los cuatro hermanos eran más difíciles de distinguir, pero creyó reconocer a Fletch, el mayor y más fornido, Reed y Rush, los mellizos diferentes, uno de pelo castaño y ojos marrones, y el otro rubio ceniza y de ojos azules, y Whit, de pelo negro como Fawn, flaco, y el menor aparte de ella. No pudo reconocer a una joven rechoncha sentada junto a Fletch. Los padres de Fawn, Sorrel y Tril Bluefield, no fueron difíciles de identificar, un hombre canoso a la cabecera de la mesa que se había levantado tan deprisa que había tirado su silla, y al otro extremo una mujer baja de mediana edad que se levantaba torpemente, gritando.

Los padres de Fawn descendieron sobre ella en tal torbellino de alegría, alivio y furia que Dag tuvo que cerrar su sentido esencial para no quedar abrumado. Los hermanos, por detrás, sonreían aliviados, y Tía Nattie preguntaba con impaciencia «¿Qué? ¿Es Fawn, decís? ¡Os dije que no estaba muerta! ¡Ya era hora!».

Fawn, con la cara casi inexpresiva, soportó ser abrazada, besada y zarandeada a partes iguales; la humedad en sus ojos no era, pensó Dag, sólo por contagio de las emociones a su alrededor. Dag se puso un poco tenso cuando su padre, tras levantarla en un abrazo de oso, la dejó y luego hizo amago de pegarle; pero aunque su alivio paternal era muy real, parecía que sus amenazas no lo eran, porque Fawn no se sobresaltó en absoluto.

—¿Dónde has estado, niña? —La voz de su madre preguntó finalmente, alzándose entre la algarabía.

Fawn retrocedió un poco, alzó la barbilla, y dijo a toda prisa:

—Fui a Glassforge a buscar trabajo, y lo hubiera encontrado, pero primero tengo que ir con Dag, aquí presente, a Hickory Lake para ayudar con el informe a su capitán respecto a un dañiespectro que matamos.

La familia miró a Fawn como si hubiera empezado a delirar por la fiebre; Dag sospechó que lo único que habían captado era Glassforge.

Fawn siguió, un poco sin aliento, antes de que pudieran empezar de nuevo:

—Mamá, papá, éste es mi amigo, Dag Redwing Hickory. —Hizo su característica cortesía, e hizo avanzar a Dag. Él asintió, e intentó encontrar una expresión agradablemente neutral—. Es un patrullero Andalagos.

—Cómo están —dijo Dag amablemente, a todos en general.

El silencio le contestó, y muchas más miradas, con los cuellos inclinados hacia atrás. La baja estatura era normal en la familia de Fawn, evidentemente.

Confirmando la sospecha de Dag, la madre de Fawn, Tril, dijo:

—¿Glassforge? ¿Por qué querrías ir allí a buscar trabajo? ¡Hay montones de trabajo aquí!

—Que nos dejaste a nosotros —interpuso Fletch, inoportuno.

—¿Y no hubiera sido mejor ir a Lumpton Market, que está más cerca? —dijo Whit en tono de juiciosa crítica.

¿Sabes los problemas que has causado, niña? —dijo Papá Bluefield.

—Sí —dijo Reed, o quizá Rush; no, Rush, el rubio, correcto—, cuando no apareciste para cenar la noche del día de mercado, nos imaginamos que estarías vagueando y soñando despierta por los bosques como siempre, pero cuando se hizo la hora de dormir y no viniste, papá nos hizo salir a todos con antorchas a buscarte y llamarte. El granero, las letrinas, los bosques, por el río… ¡Nos hubiéramos ahorrado un montón de gritos y tropezones en la oscuridad si Mamá hubiera contado tus ropas un día antes!

Los labios de Fawn temblaron por algo en esa parrafada, algo sobre lo que Dag decidió que preguntaría más tarde.

—Lamento las molestias —dijo, en tono cuidadosamente formal—. Debería haber escrito una nota, para que no tuvierais que preocuparos de que hubiera tenido un accidente.

—¡Y cómo hubiera hecho eso que no nos preocupáramos, niña tonta! —La madre de Fawn lloró un poco más—. Insensata, egoísta…

—Papá me hizo ir todo el camino hasta la Tía Wren, por si habías ido allí, y también hizo ir a Rush a Lumpton a preguntar por ti —dijo Reed.

A continuación vino un estallido de quejas y lamentaciones de toda la familia. Fawn lo soportó sin discutir, y Dag se mordió la lengua. Las airadas palabras no llevaban mala intención, y Fawn, que aparentemente tenía como lengua materna el extraño dialecto de esta familia, pareció tomarlas por su intención y dejó pasar casi todas las pullas. Sus ojos brillaron con resentimiento sólo una vez, cuando la chica gordita junto a Fletch habló para apoyar uno de sus comentarios más duros. Pero Fawn sólo dijo:

—Hola, Clover. Yo también me alegro de verte. —Lo que redujo a la chica a un silencio perplejo.

Hubo una conspicua ausencia de cualquier mención a Sunny Sawman. De modo que Fawn demostró tener razón respecto a eso. Demasiado pronto para imaginar las consecuencias…

Dag no estaba seguro de cuánto tiempo seguiría el tumulto, pero entonces Tía Nattie se levantó, cogió un bastón, y renqueó rodeando la mesa hasta llegar junto a Fawn.

—Déjame verte, niña —dijo en voz baja, y Fawn la abrazó, el primer abrazo que Dag había visto partiendo de ella, y dejó que la ciega le pasara las manos por la cara.

—Huh —dijo Tía Nattie—. Huh. Ahora preséntame a tu amigo patrullero. Hace mucho tiempo que no me encuentro con un Andalagos.

—Dag —dijo Fawn, volviendo a su jadeante y nerviosa formalidad—. Ésta es mi tía Nattie, de la que te he hablado. Le gustaría tocarte, si lo permites.

—Por supuesto —dijo Dag.

La pequeña mujer se acercó, alzó las manos, y sus dedos toparon con la clavícula de Dag.

—Cielos, muchacho, ¿dónde estás?

—Di algo —susurró Fawn con urgencia.

—Hum… Aquí arriba, Tía Nattie.

Su mano subió más, hasta tocar su barbilla; él bajó solícitamente la cabeza.

—¡Muy arriba! —Se maravilló ella.

Los dedos secos y nudosos pasaron con firmeza por sus rasgos, deteniéndose ante el leve calor de los moratones de ayer en su cara, rodeando sus pómulos y mentón en inexplicable aprobación, trazando sus labios y párpados.

Dag se dio cuenta, con un leve sobresalto, que esta mujer poseía un sentido esencial rudimentario, probablemente desarrollado a la sombra de su ceguera, y dejó que el suyo emergiera para tocarlo.

Ella contuvo el aliento.

—Ah, Andalagos, ciertamente.

—Señora —respondió Dag, sin saber qué otra cosa decir.

—Buena voz, también —comentó Nattie, Dag no supo a quién. No llegó a mirarle los dientes como a un caballo, aunque en este punto Dag apenas habría parpadeado si lo hubiera hecho. Ella le tocó el cuerpo, sus manos dudando brevemente sobre las tablillas y el cabestrillo; enarcó las cejas cuando palpó el arnés del brazo a través de su camisa, y estrechó brevemente su mano de madera. Pero sólo añadió—: Buena voz, profunda.

—¿Habéis comido? —preguntó Tril Bluefield, y cuando Fawn dijo que no, que habían cabalgado todo el día desde Lumpton, retornó a lo que Dag supuso que sería su normal carácter maternal, haciendo que un par de sus hijos dispusieran sillas y cubiertos. Sentó a Fawn junto a sí, y Fawn insistió para que pusieran a Dag junto a ella, a su derecha.

—Porque prometí ayudarle con su brazo roto.

Se instalaron por fin. Clover, presentada por fin como la prometida de Fletch, también fue reclutada para ayudar, poniendo frente a ellos platos y vasos llenos de algo que olía a sidra. Dag, que para entonces estaba sediento, estaba sobre todo interesado en la bebida. La comida era un guisado muy sabroso, y Dag se alegró en silencio de que fuera algo que pudiera comer por sí solo, aunque se preguntó quién en la casa tendría mala dentadura.

—El tenedor-cuchara, me parece —murmuró al oído de Fawn, y ella asintió y lo buscó en la bolsa del cinturón.

—¿Qué le ha pasado a tu brazo? —preguntó Rush, sentado frente a ellos.

—¿A cuál? —preguntó Dag. Y aguantó el inevitable momento de cuellos estirados, movimiento, y miradas mientras Fawn desenroscaba tranquilamente su mano y la sustituía por el más útil cubierto—. Gracias, Chispa. ¿Me das de beber? —Le sonrió cuando ella alzó el vaso hasta sus labios. Era sidra recién hecha, acida, hecha con las manzanas nuevas del verano—. Y gracias de nuevo.

—De nada, Dag.

Se lamió la gota del labio para que ella no tuviera que limpiarla con la servilleta, aún.

Rush encontró de nuevo su voz, más o menos.

—Eh… Iba a preguntar por el, eh, cabestrillo…

Fawn respondió, vivaz:

—Un ladrón en Lumpton Market me robó el hatillo ayer. Dag lo recuperó, pero le rompieron el brazo en la pelea, antes de que los ladrones se asustaran y huyeran. Pero Dag dio una buena descripción a la gente de Lumpton, así que a lo mejor los cogen. —Tensó un poco la mandíbula—. De modo que estoy en deuda con él por el brazo.

—Oh —dijo Rush. Reed y Whit miraban desde el otro lado de la mesa con renovado aunque amilanado interés.

Tril Bluefield, mirando a su recuperada hija con expresión ansiosa y con más atención, frunció el ceño y llevó la mano a la mejilla de Fawn, donde los cuatro cortes paralelos eran ya pálidas cicatrices rosadas.

—¿Qué son esas marcas?

Ella miró de reojo a Dag, que se encogió de hombros, Adelante.

—Son de cuando me golpeó el hombre de barro —dijo.

—¿El qué? —dijo su madre, arrugando la expresión.

—Una… especie de bandido —Fawn repasó la frase—. Dos bandidos me atraparon en la carretera cerca de Glassforge.

—¿Qué? ¿Qué pasó? —jadeó su madre. Los hermanos se irguieron; Dag sintió cómo Fletch, a su derecha, se tensaba.

—No gran cosa —dijo Fawn—. Me maltrataron, pero Dag, que los estaba persiguiendo, llegó entonces y, hum… Los hizo huir. —Le miró de nuevo, y él bajó los párpados en señal de agradecimiento. No deseaba especialmente empezar su relación con su familia con una lista de todos los cadáveres que había dejado por los alrededores de Glassforge, al menos los humanos. Demasiados humanos, esta última vez—. Así es como nos conocimos. Su patrulla había sido llamada a Glassforge para ocuparse de los bandidos y del dañiespectro.

—¿Qué pasó con los bandidos, después de eso? —preguntó Rush.

Fawn se volvió hacia Dag, que respondió sencillamente:

—Nos ocupamos de ellos. —Se dedicó al guisado, buena comida de granja, esperando poder evitar dar más explicaciones al respecto.

La madre de Fawn inclinó la cabeza, entrecerrando los ojos; alargó de nuevo la mano, esta vez al lado izquierdo del cuello de Fawn, hacia la profunda marca roja y las tres feas costras negras.

—Entonces, ¿qué son esas cosas tan desagradables?

—Hum… Bueno, eso fue después.

¿El qué fue después?

Con voz desesperadamente animada, Fawn replicó:

—Por ahí me levantó el dañiespectro. Dejan ese tipo de marcas; su toque es mortal. Era grande. ¿Cómo de grande, dirías, Dag? ¿Ocho pies de alto, quizá?

—Siete y medio, me parece —dijo él suavemente—. Unas cuatrocientas libras. Aunque no lo vi desde el mejor ángulo. Ni con la mejor luz.

Reed, en tono de incredulidad creciente, dijo:

—Entonces, ¿qué pasó con este supuesto dañiespectro, si era tan mortal?

Fawn pidió ayuda con la mirada, de modo que Dag replicó:

—También nos ocupamos de él.

—Venga ya, Fawn —dijo Fletch burlonamente—. ¡No esperarás que nos traguemos tus trolas!

Dag dejó que su voz se hiciera muy suave y baja.

—¿Está llamando mentirosa a su hermana… señor? —dejó implícito el ¿y a mí?

Las espesas cejas de Fletch se unieron en sincera confusión; no era un hombre que captara las implicaciones, supuso Dag.

—Es mi hermana. ¡Puedo llamarla lo que quiera!

Dag tomó aire, pero Fawn susurró:

—Dag, déjalo. No importa.

No hablaba todavía el dialecto de esta familia, se recordó a sí mismo. Le había preocupado cómo ocultar el extraño accidente con el cuchillo de vínculo; no imaginó una curiosidad tan débil, ni tan clara incredulidad. No convenía a sus intereses, ni capacidades actuales, empezar a hacer chocar las cabezas de los Bluefield entre sí y gritar, El valor de vuestra hermana me salvó la vida, y a docenas, quizá miles, más. ¡Honradla! Lo dejó estar e indicó con la cabeza que quería más sidra.

Cambiando descaradamente de tema, Fawn preguntó a Clover por los preparativos de la boda, escuchando la larga respuesta con interés bien simulado. La ampliación al extremo sur de la casa, al parecer, era para los inminentes recién casados. El auténtico objetivo de la pregunta —camuflaje— se reveló a Dag cuando Fawn añadió, sin darle importancia:

—¿Se sabe algo de los Sawman desde la boda de Daree?

—No mucho —dijo Reed—. Sunny ha pasado mucho tiempo en casa de su cuñado, ayudando a quitar tocones para el nuevo campo.

La madre de Fawn la miró con los ojos entrecerrados.

—Su madre me dijo que Sunny se prometió con Violet Stonecrop a mediados de verano. Espero que no estés decepcionada. Hubo un momento que pensé que te estaba empezando a gustar.

Whit intervino con un nasal canturreo fraternal:

—A Fawn le gusta Su-nniii, a Fawn le gusta Su-nniii…

Dag se estremeció ante el torrente de negrura que atravesó la esencia de Fawn. No lo sabe, se recordó a sí mismo. Ninguno de ellos lo sabe. Aunque no estaba seguro respecto a las sospechas no articuladas de Tril Bluefield, porque ahora dijo con una voz severa que no había usado hasta el momento, y que no admitía réplica:

—Ya vale, Whit. Ni que tuvieras doce años.

Dag vio moverse los músculos de la mandíbula de Fawn cuando aflojó los dientes.

—No me gusta en absoluto. Creo que Violet merece algo mejor.

Whit pareció decepcionado por no obtener una reacción más espectacular de su hermana ante su experto cebo, pero, mirando a su madre, no reanudó las burlas.

—Quizá —sugirió suavemente Dag— deberíamos ir a ocuparnos de Grace y Mocasín.

—¿Quién? —preguntó Rush.

—El caballo de la señorita Bluefield, y el mío. Han estado esperando pacientemente fuera.

—¿Qué? —dijo Reed—. ¡Fawn no tiene caballo!

—Hey, Fawn, ¿de dónde has sacado un caballo?

—¿Puedo montarlo?

—No. —Fawn echó atrás su silla.

Dag se levantó más discretamente, a la vez.

—¿De dónde has sacado un caballo, Fawn? —preguntó Papá Bluefield con curiosidad, mirando de nuevo a Dag.

Fawn se irguió.

—Fue mi parte por ayudar con el dañiespectro. Ése en el que Fletch no cree. Debo haber cabalgado todo el camino desde Glassforge en un caballo de mentiras, ¿eh?

Agitó la cabeza y salió. Dag dedicó un saludo con la cabeza a la mesa en general, recordó añadir un «Buenas noches, Tía Nattie», y la siguió. Tras él, oyó gruñir al padre:

—Reed, ve a ayudar a tu hermana y a ese hombre con sus caballos —lo cual ocasionó un éxodo de Bluefields al porche para examinar el nuevo caballo.

Grace fue examinada y comentada en profundidad. Finalmente Dag se hizo poner de nuevo el garfio y escapó con su caballo al viejo granero, donde había establos libres. Se quedó un rato mirando por encima de la partición del establo, manteniendo un leve contacto con su sentido esencial para que el castrado no se revolviera y atacara a Reed, su desconocido mozo de establo. Mocasín no se llamaba así sólo por su color castaño, a pesar de las apariencias.Cuando ambos caballos estuvieron cepillados, abrevados y alimentados, Dag volvió a la casa a la luz del crepúsculo con Fawn, momentáneamente sin parientes a la escucha.

—Bueno —dijo ella para sí—, podría haber ido peor.

—¿En serio? —preguntó Dag.

—En serio.

—Aceptaré tu palabra. A decir verdad, encuentro a tu familia un poco extraña. A mis parientes cercanos, les desagrada a menudo lo que digo, pero ciertamente escuchan lo que les digo, no otra cosa completamente distinta.

—Son mejores uno a uno que en grupo.

—Hum. Entonces… ¿qué era eso de la noche del día de mercado?

—¿Qué?

—Cuando Rush dijo que te echaron de menos la noche del día de mercado.

—Oh. No es nada. Salvo que me fui el día de mercado cuando aún estaba oscuro. Me pregunto dónde pensarían que estuve todo el día.

Unos cuantos Bluefields se habían reunido en el salón delantero, incluyendo a Tía Nattie, hilando con un huso, y la madre de Fawn. Dag dejó las alforjas en el suelo y dejó que Fawn sacara los regalos. Fletch, que estaba a punto de acompañar a su prometida de vuelta a su granja, se quedó a mirar.

Tril sostuvo a la luz de la lámpara de aceite el reluciente cuenco de cristal, asombrada.

—¡Has estado de verdad en Glassforge!

Fawn, que durante toda la noche había estado vacilando entre intentar poner buena cara y lo que a Dag le parecía un nada familiar encogimiento silencioso, se limitó a decir:

—Es lo que te he dicho, Mamá.

Fawn puso en manos de su tía la botella de agua de colonia y la animó a que se echara un poco en las muñecas, lo que ella hizo, sonriendo amablemente.

—Muy bonito, cariño, pero estas coqueterías son para que las chicas casaderas atraigan a los chicos, no para viejas gordas como yo. Es mejor que se lo des a Clover.

—Eso es cosa de Fletcher —dijo Fawn, con una sonrisa a su hermano que tenía un filo más propio de Chispa—. Y además, todo el mundo lo lleva en Glassforge, entre ellos patrulleros y patrulleras.

Reed, que había estado merodeando, resopló ante la idea de hombres poniéndose perfume, pero Nattie se mostró dispuesta y alivió el corazón de Dag cuando se echó un poco más sobre sí y su hermana pequeña Tril, y también le puso un poco a Fawn.

—¡Así! Qué amable al pensar en mí, cariño.

Fuera oscurecía. Los chicos se fueron a sus diversas tareas vespertinas, y Clover se despidió de su futura familia política. Las dos jóvenes, Clover y Fawn, se miraron con algo de tensión mientras Clover felicitaba de nuevo a Fawn por su regreso sana y salva, y Dag meditó de nuevo sobre las extrañas costumbres de los granjeros. La única hija de un Andalagos hubiera heredado la tienda de su familia, pero aquí ese puesto lo ostentaba Fletch; y sería Clover, no Fawn, quien ocuparía el puesto de Tril como cabeza femenina del hogar, a su debido tiempo. Dejando a Fawn… ¿dónde?

—Imagino —dijo Papá Bluefield un poco a regañadientes— que si tu amigo tiene un saco de dormir, puede ponerlo en el altillo del granero. Para vigilar a su caballo.

—No seas bobo, Sorrel —dijo Tía Nattie inesperadamente—. No puede trepar por la escalera del altillo con el brazo roto.

—Necesita estar cerca de mí para que pueda ayudarle —dijo Fawn con firmeza—. Dag puede poner su saco en el cuarto de tejer de Nattie.

—Buena idea, Fawn —dijo Nattie alegremente.

Fawn dormía con su tía; los chicos compartían habitaciones escalera arriba, igual que sus padres. Papá Bluefield tenía aspecto de estar pensando intensamente, de golpe, sobre las implicaciones de dejar a Fawn y a Dag abajo con una carabina ciega. Y luego, inevitablemente, sobre las implicaciones de cuánto tiempo habrían pasado Dag y Fawn juntos en el camino. ¿Sabría algo sobre el sentido esencial de su anciana cuñada?

—Mañana intentaré no cortarte otra vez con la navaja de afeitar, Dag —dijo Fawn.

—He perdido más sangre en peores causas —le aseguró él.

—Probablemente deberíamos intentar salir temprano.

—¿Qué? —dijo Papá Bluefield, saliendo de sus ceñudas cogitaciones—. ¡No vas a ir a ningún sitio, niña!

Ella se volvió hacia él, tensándose.

—Te lo dije al principio, papá. Tengo la obligación de prestar testimonio.

—¡Eres imbécil, Fawn!

Dag contuvo el aliento ante la dura y negra perturbación que atravesó la esencia de Fawn; buscó a Nattie con la mirada, pero ella no exteriorizó reacción alguna, aunque tenía la cara orientada hacia los dos.

Papá Bluefield continuó:

—¡Tus obligaciones están aquí, aunque te hayas escapado y les hayas dado la espalda durante el último mes! ¡Ya has deambulado bastante por una temporada, créeme!

Dag interrumpió en voz baja y sin faltar a la verdad:

—En realidad, Chispa, no tengo el brazo muy bien esta noche. No me importaría descansar durante un día o dos.

Ella le miró ansiosamente, insegura de si lo que oía era apoyo o traición. Él le dedicó un pequeño gesto con la cabeza para tranquilizarla.

Papá Bluefield miró a Dag de reojo.

—No hay problema en que tú sigas tu camino, si tienes que hacerlo.

¡Papá! —saltó Fawn, yendo de una apariencia tensa a llameante sinceridad—. ¡Ni se te ocurra! Dag me salvó la vida tres veces, dos con grave riesgo de la suya, una de los bandidos, otra de la malicia, el dañiespectro, y otra vez la noche después de que el dañiespectro… me hiriera, porque me hubiera desangrado en los bosques si no me hubiera ayudado. ¡No consentiré que se le eche al camino con los dos brazos mal! ¡Qué vergüenza! ¡Vergüenza para esta casa si te atreves! —Dio con el pie en el suelo; el piso del salón sonó como un tambor.

Papá Bluefield había retrocedido. Su mujer miraba a Dag con los ojos abiertos de par en par, abrazada estrechamente al cuenco de cristal. Nattie… era asombrosamente difícil de leer, pero en sus labios había una extraña sonrisita.

—Oh. —Papá Bluefield se aclaró la garganta—. No habías dejado eso claro, Fawn.

Fawn dijo, cansada:

—¿Cómo podría? Nadie me deja terminar una historia sin decirme que me lo debo estar inventando.

Su padre miró a Dag.

—Él no habla mucho.

Dag no podía tocarse la sien; tuvo que conformarse con un breve saludo de cabeza.

—Estoy pensando. Señor.

—¿En serio?

En la casa de los Bluefield, al parecer, no era posible terminar una discusión. Pero cuando finalmente la riña decayó a murmullos inconexos, dispersándose escalera arriba o por los pasillos en la oscuridad, Dag terminó con su saco extendido junto al telar de la Tía Nattie, con un impresionante montón de colchas y almohadas para su comodidad. Podía oír a las dos mujeres más bajitas de la familia afanarse en la habitación de al lado, preparándose en voz baja para la cama, y luego el crujido de los somieres cuando se acostaron.

Dag colocó como pudo el brazo, que le latía, agradecido por las almohadas. Aparte de la noche en el suelo de la cocina de los Horseford, nunca había dormido en una casa de granjeros, ciertamente no como huésped, aunque sus patrullas se habían acordado a veces alojamiento en graneros. Esto era mejor que el altillo de un granero con la nieve colándose por todos los huecos. Antes de conocer a la familia de Fawn, no hubiera entendido por qué ella querría huir de todas estas comodidades.

No estaba seguro de si era peor ser amado pero no apreciado o apreciado pero no amado, pero sin duda era mejor ser ambas cosas. Por primera vez, empezó a pensar que el tesoro más preciado de una granja no tenía que ser robado furtivamente; podía ser ganado honestamente. Pero la esperanza que se estaba gestando en su mente tendría que esperar a ser puesta a prueba mañana.

Capítulo 14

La mañana siguiente pasó tranquila. A Fawn le pareció que Dag estaba cansado, se movía despacio, y hablaba poco, y supuso que probablemente su brazo le dolía más de lo que decía. Ella se encontró, quisiera o no, atrapada en el ritmo interminable de las tareas de la granja; las vacas no se tomaban vacaciones ni siquiera para los regresos a casa. Ella y Dag dieron un paseo por los terrenos a media mañana, y ella le enseñó los paisajes y lugares de los cuentos de su infancia. Pero lo que sospechaba sobre el brazo de Dag se vio confirmado cuando, después de comer, él tomó un poco más del polvo que le había ayudado a sobrellevar la larga cabalgata del día anterior. Sin decir palabra, él salió al porche delantero que miraba al valle y se sentó, apoyándose en la pared de la casa, acunando el brazo y pensando… lo que estuviera pensando sobre todo esto. Fawn fue enviada a batir crema de manzana en la cocina, y ya que estás, querida, ¿por qué no haces unos pasteles para la cena?

Estaba cerrando la masa del segundo pastel y pensando desganadamente en avivar el fuego bajo el horno, lo que calentaría aún más la habitación, cuando entró Dag.

—¿Quieres algo de beber? —adivinó ella.

—Por favor…

Sostuvo el cucharón con agua contra sus labios; después de vaciarlo, añadió:

—Hay un joven que ha atado su caballo en los bosques de delante. Creo que se imagina que está acercándose a escondidas por la colina. Su esencia está bastante alterada, pero no creo que sea un ladrón.

—¿Lo has visto? —preguntó, y se detuvo, pensando en lo absurda que parecía la pregunta si uno no conocía a Dag. Y luego en lo bien que ella había llegado a conocer a Dag, para que la pregunta surgiera tan espontáneamente de sus labios.

—Sólo un vistazo.

—¿Es muy rubio?

—Sí.

Ella suspiró.

—Sunny Sawman. Me apuesto a que Clover le dijo a la gente que yo había vuelto, y ha venido a ver por sí mismo si es verdad.

—¿Y por qué no viene abiertamente por el camino?

Ella se ruborizó un poco, aunque él no lo notaría con el calor, y admitió:

—Solía venir así para robarme besos de vez en cuando. Creo que tenía miedo de que mis hermanos lo supieran.

—Bueno, está asustado de algo —él dudó—. ¿Quieres que me quede?

Ella ladeó la cabeza, frunciendo el ceño.

—Es mejor que hable con él a solas. No será sincero si hay alguien delante. —Le miró inquieta—. Quizá… ¿te quedarás cerca?

Él asintió; ella no necesitó explicar más. Dag fue al cuarto del telar de Tía Nattie, que estaba junto a la cocina, y dejó la puerta abierta. Ella le oyó arrastrar una silla, y el crujido de la madera y posiblemente de Dag al sentarse en ella.

Momentos más tarde sonaron pisadas en el porche, un intento de andar de puntillas; se detuvieron ante la ventana de la cocina, sobre el banco. Ella se acercó y miró sin placer la cara de Sunny, que atisbaba el interior. Él retrocedió al verla, y luego susurró:

—¿Estás sola?

—Por ahora.

Él asintió y entró por la puerta trasera. Ella le miró, evaluando sus sentimientos. Su pelo dorado como el heno aún se ondulaba en torno a su cabeza en suaves rizos; sus ojos eran aún brillantes y azules, y piel clara y suave y tocada por el verano, sus hombros anchos, sus brazos musculosos, bronceados hasta donde se arremangaba y cubiertos de una neblina de vello dorado que siempre daban la impresión de que brillaba al sol. Su encanto físico no había cambiado, y se preguntó cómo era posible que ahora no le afectara en lo más mínimo, cuando había temblado bajo él en un trigal, con eufórico abandono.

Su hija hubiera sido una niña muy guapa. El pensamiento se retorció dentro de ella con un cuchillo, y trató de dejarlo aparte.

—¿Dónde están todos? —preguntó él con cautela, mirando a su alrededor otra vez.

—Papá y los chicos están cortando heno, Mamá está fuera echando a los pollos el polvo ese contra los piojos que le dio tu tío, y la rodilla mala de la Tía Nattie le duele, de modo que ha ido a echarse un rato después de comer.

—Nattie está ciega, no me verá de todos modos. Bien —se acercó, mirándola de hito en hito. No… sólo a su vientre.

Ella resistió el impulso de encorvarse y sacar tripa.

Él inclinó la cabeza.

—Por pequeña que seas, yo pensaba que ya se te notaría a estas alturas. Clover lo hubiera pregonado a los cuatro vientos si lo hubiera notado.

—¿Has hablado con ella?

—La vi a mediodía, en el pueblo. —Se movió inquieto—. No se habla de otra cosa más que de tu vuelta. —Se volvió de nuevo, con una mueca—. ¿Has venido para jugar conmigo? No te servirá de nada. Estoy prometido a Violet.

—Eso he oído —dijo Fawn con voz inexpresiva—. De hecho, no había planeado verte en absoluto. No nos hubiéramos quedado hoy salvo por el brazo roto de Dag.

—Sí, Clover dijo que llevabas un Andalagos a rastras. Alto como un poste, con un brazo de madera y el otro roto, que no decía ni mú. Parece un inútil. Al parecer has estado con él por ahí durante tres o cuatro semanas. —Se humedeció los labios—. Entonces, ¿cuál es tu plan? ¿Cambiar de montura a mitad de cruzar el río? ¿Vas a decirle que el bebé es suyo y esperar que no sepa contar bien?

Había una sartén de hierro colado en el banco. Si le daba el impulso adecuado, encajaría justo en la cara redonda de Sunny, pensó Fawn a través de una neblina roja.

—No.

—No voy a jugar a tu jueguecito, Fawn —dijo Sunny, tenso—. No me cargarás con esto. Lo que dije, lo dije en serio —sus manos temblaban ligeramente. Pero las de ella también.

La voz de Fawn se hizo, si era posible, más inexpresiva.

—Puedes tranquilizar tu mente y darle un descanso a esa lengua tan agria. Aborté cerca de Glassforge el día que el dañiespectro casi me mató. De modo que no hay nada con que cargar a nadie, salvo malos recuerdos.

Su suspiro de alivio fue visible y audible; incluso cerró los ojos. La tensión en la habitación se redujo a la mitad. Ella pensó que Sunny debía haber sido presa del pánico cuando oyó lo de su vuelta, viendo cómo su pequeño mundo se tambaleaba, y se sintió sombríamente satisfecha. Su mundo había sido puesto cabeza abajo. Pero si ahora pudiera enderezarlo de nuevo, hacer que todas sus desgracias no hubieran existido, al precio de perder todo lo que había aprendido en el camino a Glassforge… ¿lo haría?

Pensó que no podía, en justicia, juzgar a Sunny por comportarse como si su hija no fuera real para él; apenas había parecido real a Fawn durante algún tiempo, después de todo. Preguntó a su vez:

—¿Dónde creíste que estaba?

Él se encogió de hombros.

—Al principio pensé que te habrías tirado al río. Me llevé un buen susto, durante algún tiempo.

Ella agitó la cabeza.

—Pero no lo bastante grande como para hacer algo al respecto, por lo que parece.

—¿Y qué podría haberse hecho para entonces? Parecía el tipo de estupideces que haces cuando te enfadas. Siempre has tenido genio. Recuerdo que tus hermanos te hacían enfadar tanto que casi no podías respirar de tanto como gritabas, a veces, hasta que tu padre venía tirándose de los pelos y te daba una paliza por armar tanto escándalo. Luego se corrió la voz de que faltaban algunas de tus ropas, lo que parecía indicar que te habías escapado, porque ni siquiera tú te llevarías tres mudas para ir a ahogarte. Tu familia te buscó, pero supongo que no lo bastante lejos.

—Tú tampoco ayudaste a buscar, por lo que parece.

—¿Te parezco un estúpido? ¡No quería encontrarte! Te metiste sólita en el lío, pues te tocaba salir de él.

—Sí, eso imaginé —Fawn se mordió el labio.

Silencio. Más miradas.

Vete de aquí, patán insoportable.

—No he olvidado lo que me dijiste aquella noche, Sunny Sawman. No eres bienvenido en mi presencia. En caso de que tuvieras alguna duda.

Él se encogió de hombros, irritado. Sus cejas doradas se unieron sobre su nariz respingona.

—Me imaginé que lo del dañiespectro era mentira. ¿Qué pasó en realidad?

—Los dañiespectros son de verdad. Uno me tocó. Aquí y ahí. —Se tocó el cuello donde las marcas se destacaban, rojas, y, a desgana, puso la palma de la mano sobre su vientre—. Los Andalagos hacen cuchillos especiales para matar malicias, ése es el nombre que dan a los dañiespectros. Dag tenía uno. Entre los dos matamos al dañiespectro, pero era demasiado tarde para el bebé. Casi fue demasiado tarde para nosotros, pero no del todo.

—Oh, ¿ahora cuchillos mágicos, además de monstruos mágicos? Claro, me lo creo. O quizá alguna de esas medicinas secretas de los Andalagos hizo el trabajo, y el resto es un cuento para ocultarlo, para hacerte quedar bien con tu familia, ¿eh? —se acercó a ella. Ella retrocedió.

—Ni siquiera saben que estaba embarazada. No se lo dije —tomó aire—. Y no te importa lo que pasó, ¿verdad?, siempre que no caiga sobre ti. ¡Aj! —Se estiró del pelo, luego se pasó las manos por la cara, fuerte—. Sabes, no me importa ni dos peniques lo que creas, siempre que vayas a creértelo a otro sitio —Tía Nattie había comentado una vez que lo opuesto al amor no era el odio, sino la indiferencia. Fawn sentía que empezaba a entenderlo.

Sunny se acercó más aún; ella sintió su aliento agitándole los mechones de pelo de su cuello, húmedos de sudor.

—Entonces… ¿has dejado que ese patrullero moje? ¿Sabe eso tu familia?

La rabia detuvo la respiración de Fawn. No iba a gritar…

—¿Después de un aborto? ¡No tienes sesos en absoluto, Sunny Sawman!

Él dudó ante esto, con la duda asomando a sus ojos azules.

—Además —dijo ella—, te vas a casar con Violet Stonecrop. ¿Ya estás mojando?

Él retiró los labios en algo parecido a una sonrisa, salvo que carecía de humor. Se acercó más aún.

—Yo tenía razón. Eres una pequeña zorra. —Y sonrió triunfante ante la furia que ella sabía le estaba enrojeciendo la cara—. No pongas esa cara —añadió, levantando una mano para apretarle un seno—. lo fácil que eres.

Los dedos de ella buscaron el mango de la sartén.

Unas pisadas largas y lentas se oyeron desde el cuarto del telar; Sunny retrocedió a toda prisa.

—Hola, Chispa —dijo Dag— ¿Queda algo de esa sidra?

—Claro, Dag —dijo ella, apartándose de Sunny y escapando al otro lado de la habitación, al jarro que había en el estante. Quitó la tapa y sirvió un vaso, deseando que dejaran de temblarle las manos.

De algún modo, Dag estaba ahora entre ella y Sunny.

—¿Un visitante? —preguntó, con un gesto de cabeza hacia Sunny. Sunny parecía estar preguntándose, furioso, si Dag acababa de entrar, si les habría oído, y de ser así, cuánto y en qué grado le comprometería.

—Éste es Sunny Sawman —dijo Fawn—. Ya se iba. Dag Redwing Hickory, un patrullero Andalagos. Se queda.

Sunny, que para variar tuvo que alzar la vista, saludó reservado con la cabeza. Dag le miró desde arriba sin expresión en uno u otro sentido.

—Qué interesante conocerte por fin, Sunny —dijo Dag—. He oído hablar mucho de ti. Todo cierto, al parecer.

Sunny abrió la boca y la cerró; ¿sorprendido quizá de que sus amenazas maledicientes no hubieran conseguido silenciar a Fawn? Bueno, ahora sólo podría culpar a su propia boca. Miró hacia el cuarto del telar, que no tenía otra salida salvo al dormitorio de Nattie y Fawn, y no dio con una respuesta.

Dag continuó, fríamente:

—Así que… Sunny… ¿alguna vez alguien te ha propuesto cortarte la lengua y dártela a comer?

Sunny tragó saliva.

—No. —Quizá estaba intentando adoptar un tono bravucón, pero salió más bien como un graznido.

—Me sorprende —dijo Dag.

Se rascó suavemente un lado de la nariz con el garfio, un aviso, pensó Fawn, aunque Sunny ni se dio cuenta ni hizo caso.

—¿Estás intentando empezar algo? —preguntó Sunny, recuperando su tono beligerante.

—Ay. —Dag indicó su brazo roto con un leve movimiento del cabestrillo—, tendremos que dejarlo para más tarde.

Los ojos de Sunny se animaron cuando se dio cuenta de la aparente indefensión del patrullero.

—Entonces quizá sea mejor que dejes la lengua quieta hasta entonces, patrullero. ¡Ja! ¡Sólo Fawn sería lo bastante tonta como para tener un lisiado de defensor!

Los ojos de Dag se redujeron a dos rendijas doradas y Fawn se estremeció. En el mismo tono tranquilo y afable, murmuró:

—He cambiado de idea. Voy a encargarme de ti ahora. Chispa, has dicho que este tipo se iba. Ábrele la puerta, ¿quieres?

Claramente incapaz de imaginar lo que Dag podría hacerle, Sunny apretó los dientes, separó las piernas, y puso cara feroz. Dag se quedó en pie, quieto. Confusa, Fawn dejó el vaso a toda prisa, salpicando sidra sobre la mesa. Abrió la puerta mosquitera y la sujetó.

Cuando Dag se movió, su velocidad fue sorprendente. Ella sólo vio a medias cómo giraba en torno a Sunny, su pierna alzada tras las rodillas de Sunny, y su brazo izquierdo trazó un arco con un malévolo zumbido y destello del garfio. De pronto Sunny se lanzó hacía delante, con la boca abierta, con el garfio de Dag sujetándole por el fondo de los pantalones. Sus pies se movían pero apenas tocaban el suelo; parecía alguien resbalando sobre hielo. Tres largas zancadas de Dag, un fuerte sonido de tela rasgada, y Sunny echó a volar por el aire sobre las tablas del porche, aterrizando más allá de los escalones con el trasero empinado y la cara contra el polvo.

Fue en parte el alivio de que Dag no le hubiera cortado la garganta a Sunny con el garfio tan tranquilamente como había matado a aquel hombre de barro lo que hizo que Fawn estallara en carcajadas. Se cubrió la boca con la mano y gozó de la ridícula visión de los calzoncillos de Sunny agitándose por el nuevo agujero en sus pantalones.

Sunny giró y les miró, con la cara congestionada de un rojo oscuro y desigual, y luego se puso torpemente en pie, crispando los puños. Entre el polvo y las maldiciones que llenaban su boca sus balbuceos eran casi incoherentes, pero el sentido general de ¡Ya te cogeré, Andalagos! ¡Os cogeré a ambos!, quedó bastante claro, y Fawn contuvo el aliento, alarmada de nuevo.

—Mejor tráete unos amigos —recomendó Dag secamente—. Si tienes alguno. —Las aletas de su nariz se movían un poco, pero aparte de eso apenas parecía agitado.

Sunny dio dos pasos hacia el porche, pero luego retrocedió indeciso cuando el garfio pasó de nuevo a primer plano. Fawn fue a por la sartén. Mientras Sunny dudaba, su cabeza se alzó ante el sonido golpes y pasos inseguros desde el cuarto del telar; la ciega Tía Nattie con su bastón. Sunny miró alocadamente a su alrededor, tropezó al bajar los escalones de espaldas, se dio la vuelta, y huyó por un lado de la casa.

—Tenías razón, Chispa —dijo Dag, cerrando de nuevo la puerta mosquitera—. No le gustan mucho los testigos. Se puede uno hacer una idea de por qué.

Nattie entró en la cocina.

—Hola, Fawn, cariño. Hola, Dag. Vaya, esa crema de manzana huele muy bien. —Giró la cara, siguiendo las pisadas que se alejaban de la casa—. Joven idiota —añadió pensativamente—. Sunny siempre cree que si no puedo verlo, no puedo oírlo. Es como para pensarlo, de veras que lo es.

Fawn tragó saliva, dejó la sartén en la mesa, y voló a los brazos de Dag. Él la rodeó con el brazo izquierdo en un abrazo tranquilizador. Tía Nattie inclinó la cabeza hacia ellos, con una sonrisa bailándole en los labios.

—Muchas gracias por la limpieza, patrullero.

—Un placer, Tía Nattie. Vamos, vamos —Dag apretó a Fawn contra sí—. Por lo que pueda valer, Chispa, él tenía más miedo de ti que tú de él —añadió pensativo—: Como una serpiente, en ese aspecto.

Ella soltó una risita temblorosa, y él relajó su abrazo.

—Iba a golpearle con la sartén, antes de que entraras.

—Pensé que iba a pasar algo así. Yo mismo estaba imaginando algo parecido.

—Una pena que no pudieras cortarle la lengua de verdad… —Hizo una pausa—. ¿Era una broma o no? A veces no estoy segura sobre el sentido del humor de los patrulleros.

—Eh —dijo él, sonando un poco melancólico—. No es, en cualquier caso, muy práctico ahora mismo. Aunque supongo que me alegro mucho de que Sunny no crea en ninguno de esos feos rumores que dicen que los Andalagos somos hechiceros negros.

Ella dejó de temblar poco a poco, pero juntó las cejas al pensar en lo sucedido.

—Me alegro mucho de que estuvieras allí. Aunque deseo que no tuvieras el brazo roto. ¿Lo tienes bien? —Tocó el cabestrillo, preocupada.

—Esto no le ha ido muy bien, pero el hueso no se ha movido. Hemos tenido suerte por la llegada de tu tía Nattie y por la, ah, repentina timidez de Sunny.

Ella retrocedió para estudiar con curiosidad su expresión seria, y él continuó:

—Verás, a pesar de los cerdos que haya matado, Sunny nunca ha estado en una lucha a muerte. Yo no he estado en ningún otro tipo de lucha desde que era más joven que él. Está acostumbrado a peleas de muchachos, del tipo que se tienen con hermanos o primos o amigos o, en cualquier caso, con gente con la que luego tienes que seguir viviendo. Edad, peso, vigor, músculos, todo eso estaría en mi contra en ese tipo de pelea, incluso sin un brazo roto. Si realmente quieres verlo muerto, soy tu hombre; si no, es más complicado.

Ella suspiró y le apoyó la cabeza en el pecho.

—No quiero que muera. Sólo quiero dejarlo atrás. Millas y años. Supongo que tendré que esperar para los años. Todavía pienso en él cada día, y no quiero. Si estuviera muerto sería peor, en ese aspecto.

—Sabia Chispa —murmuró él.

Ella arrugó la nariz, dudosa. ¿Cómo de seria habría sido esa letal oferta, para estar tan aliviado ante su negativa? Acordándose de pronto, le llevó su bebida, que él aceptó con una sonrisa de agradecimiento.

Nattie había ido al fogón a remover la crema de manzana que, por el olor, estaba a punto de quemarse. Golpeó la cuchara en el borde de la cazuela para liberar el exceso, la dejó a un lado, se volvió y dijo:

—Eres muy listo, patrullero.

—Oh, Nattie —dijo Fawn, dolida—, ¿cuánto has oído de este desastre?

—Prácticamente todo, cariño —suspiró—. ¿Se ha ido ya Sunny?

La cara de Dag adoptó brevemente la curiosa expresión que indicaba que estaba consultando su sentido esencial.

—Hace rato, Tía Nattie.

Fawn respiró aliviada.

—Dag, eres un buen hombre, pero necesito hablar con mi sobrina. ¿Por qué no te vas a dar una vuelta?

Él miró a Fawn, que asintió sin ganas.

—Quizá podría ir a ver a Mocasín, a asegurarme de que no haya mordido a nadie aún —dijo Dag.

—Eso estaría bien —asintió Nattie.

Él dio un último abrazo a Fawn, se inclinó para rozar sus labios perfumados de sidra en los de ella, sonrió para darle ánimos, y salió. Ella oyó sus pasos atravesar la casa hacia la puerta delantera, y luego fuera.

Fawn quería hundir la cabeza en el regazo de Nattie y llorar a moco tendido; en vez de eso, se dedicó a rastrillar las brasas bajo el horno para hacer los pasteles. Nattie se sentó en una silla de la cocina y puso las manos sobre su bastón. Primero a trompicones, y luego con más fluidez, la historia fue contada de nuevo, desde el insensato revolcón de Fawn en la boda en primavera, pasando por su creciente miedo a las consecuencias, hasta la primera y horrible conversación con Sunny.

—Tch —dijo Nattie con pena—. Sabía que tenías problemas, cariño. Intenté que hablaras conmigo, pero no lo conseguí.

—Lo sé. No sé si ahora lo lamento o no. Pensé que era un problema que había conseguido yo sola, de modo que tenía que pagar por él yo sola. Y luego pensé que me fallaría el valor si no me decidía pronto.

Con Nattie, ahora, Fawn decidió no omitir nada de su viaje excepto el extraño accidente con el cuchillo de vínculo de Dag, en parte porque le amedrentaban las complicadas explicaciones que tendría que dar, en parte porque no importaba respecto a lo que había ocurrido con su embarazo, pero sobre todo porque los secretos de los Andalagos no eran suyos para desvelarlos. No, no sólo los secretos de los Andalagos; la intimidad de Dag. Se dio cuenta, ahora, de lo personal y privada que era la posesión del hueso de su esposa muerta. Era el único secreto que le había pedido guardar.

Respirando hondo, Fawn empezó de nuevo. Describió su solitario viaje a Glassforge, su aterrador encuentro con el joven bandido y el extraño hombre de barro. Su primer vistazo fugaz del sorprendido Dag, más aterrador aún, pero en retrospectiva casi divertido. La fantasmal granja abandonada de los Horseford, el segundo secuestro. Las alturas de terror completamente inexploradas que había descubierto en la guarida de la malicia. Dag en la cueva, Dag esa noche en la granja.

Terminó con la cabeza sobre el regazo de Nattie, aunque consiguió contener las lágrimas en sollozos espasmódicos. Nattie le acarició el pelo como lo hacía cuando Fawn era pequeña y lloraba de dolor por algún rasguño en su cuerpo, o de furia por alguna herida más grave en su espíritu.

—Chist. Chist, cariño.

Fawn respiró, se limpió los ojos y la nariz en el delantal, y se sentó de nuevo en el suelo, junto a la silla de Nattie.

—Por favor, no cuentes nada de esto a mamá y papá. Tienen que seguir viviendo junto a los Sawmans. No tiene sentido crear mala sangre entre las familias, ahora.

—Bueno, cariño. Pero no me gusta ver que Sunny sale limpio de todo esto.

—Sí, pero no podría soportar que se enteraran mis hermanos. Intentarían hacerle algo a Sunny, lo que traería problemas, o se reirían de mí por ser tan estúpida, y no creo que pudiera soportar eso —tras un momento de reflexión, añadió—: O las dos cosas.

—No estoy segura de que ni siquiera tus hermanos sean tan desconsiderados como para burlarse de esto —Nattie dudó, y luego admitió de mala gana—: Bueno, quizá Whit-diota.

Fawn consiguió sonreír trémulamente ante la vieja burla.

—Pobre Whit, puede que sea esa vieja broma con su nombre lo que hace que sea tan chinche con todo el mundo. Quizá debería empezar a llamarle Whitesmith, a ver si ayuda.

—Es una idea. —Nattie se enderezó, mirando su oscuridad personal—. Creo que tienes razón respecto a la mala sangre. Ay, ya lo creo. De acuerdo. Esta historia se queda conmigo a menos que surjan otros problemas por su causa.

Fawn respiró aliviada ante esta promesa.

—Gracias. Hablar contigo me alivia, más de lo que esperaba —pensó en las últimas palabras de Nattie, y dijo con más firmeza—: Tienes que entender que voy a irme con Dag. De un modo u otro.

Nattie no estalló de inmediato en objeciones y advertencias ominosas, sino que se limitó a decir:

—Huh —y luego, tras un momento—: Un tipo curioso, ese Andalagos. Cuéntame más.

Fawn, afanándose de nuevo en la cocina, quedó encantada de poder explayarse sobre su nuevo tema favorito ante una audiencia inesperadamente comprensiva, o al menos no inmediatamente ofendida.

—Conocí a su patrulla en Glassforge… —describió a Mari y a Saun y a Reela, mencionando apenas a Diría y Razi y Utau; y Sassa enseñándoles con orgullo su ciudad, y todas las cosas interesantes en que la gente trabajaba allí y que no tenían nada que ver con vacas, ovejas, ni cerdos. Habló del bow-down, y del inesperado talento de Dag con la pandereta, una imagen que hizo que Nattie riera junto con Fawn. En ese punto, Fawn se detuvo bruscamente.

—Estás perdidamente enamorada de él, cariño —dijo Nattie con calma. Y, ante el jadeo de Fawn—: Vamos, niña, no estoy tan ciega.

Enamorada. Parecía un término demasiado débil. Se imaginó enamorada cuando estaba encaprichada de Sunny.

—Es más que eso. Confío en él… hasta el fondo de mi esencia.

—¿Ah, sí? Después de ese cuento, me parece que yo también estoy medio enamorada de él —dijo Nattie tras un momento pensativa—. No oía tanta alegría en tu voz desde hacía mucho, mucho tiempo, cariño. Años.

El corazón de Fawn brincó como si le hubieran quitado un peso de encima, y rió en voz alta y dio a Nattie un beso y un abrazo que hicieron que la anciana sonriera bobamente.

—Venga, venga. Aún hay cosas que probar, ya sabes.

Pero entonces los pasteles terminaron de cocerse, y la madre de Fawn volvió para empezar a preparar el resto de la cena, enviando a Fawn a ordeñar las vacas para que los chicos pudieran seguir cortando heno mientras quedara luz. Pasó por el porche delantero, pero Dag no había vuelto al sitio en el que se sentaba a pensar.

Dag volvió a la casa tras un paseo por la parte baja de la granja, en parte para estirar las piernas y despejar la mente y en parte para asegurarse de que Sunny se había ido de verdad. Era un muchacho resentido y una fuente de problemas, y su brusca y satisfactoria expulsión de la presencia de Fawn había sido probablemente una peligrosa autoindulgencia para un Andalagos solo en territorio de granjeros, pero Dag no podía lamentarlo, a pesar del dolor de su maltratado brazo. El último miedo oculto de Dag, que una vez de vuelta a salvo en su casa Fawn se olvidara de su patrullero y volviera con su primer amor, se disipó por completo.

Sunny había tenido fuego de estrellas en la mano, y lo había arrojado al barro del camino. No podría recuperar jamás ese tesoro. No parecía haber nada en todo el ancho mundo que Dag pudiera hacerle que fuera peor que lo que ya se había hecho a sí mismo. Con una sonrisa torcida, Dag expulsó a Sunny de sus pensamientos a favor de otras y más urgentes preocupaciones personales.

En la cocina vio que Fawn se había ido pero que su madre, Tril, estaba atareada preparando cena para ocho. Un cliqueteo y un zumbido del cuarto de al lado resultaron ser Nattie, sentada a su rueca, al alcance de la voz de su hermana, y él se aseguró de decir Cómo está; ella respondió con un amistoso pero poco explícito «Buenas tardes, patrullero», y siguió con su trabajo. Evidentemente no iba a comentar el incidente con Sunny. Dentro de todo, Dag se sintió aliviado.

Saludó amablemente a Tril e intentó ser útil poniendo y quitando cazuelas del fuego, mientras pensaba en otras maneras en que un hombre con la mitad de manos podía mostrar su valía a la mujer que, en términos Andalagos, era la jefa de la Tienda Bluefield. Tril le miraba tan profundamente alarmada que empezó a pensar que resultaba amenazador, demasiado alto para la estancia, y finalmente se sentó y miró, lo que pareció tranquilizarla. Su comentario sobre el tiempo cayó en saco roto, al igual que una pregunta sobre sus gallinas; por desgracia, Dag sabía poco de animales de granja aparte de caballos. Pero algunas preguntas sobre la inminente boda de Fletch sirvieron de atajo hacia las costumbres matrimoniales de West Blue, que era exactamente donde Dag quería llevarla. Descubrió rápidamente que la mejor manera de hacer que siguiera hablando era responder con comentarios sobre las costumbres Andalagos equivalentes.

Tril dejó un momento el pan que estaba amasando para suspirar.

—Me temí la primavera pasada que Fawn sintiera algo por el chico de los Sawman, pero nunca hubo nada ahí. Su padre y Jas Stonecrop tenían arreglado entre ellos desde hacía años que Sunny se casaría con Violet y las dos granjas se unirían en la siguiente generación. Van a ser ricos, en esa casa. Si Violet tiene más de un hijo, quizá tengan bastante para dividir entre ellos sin que los jóvenes tengan que irse a roturar, como Reed y Rush dicen que van a hacer.

Los gemelos hablaban de irse al límite de la zona cultivada, unas veinte millas al oeste, y preparar nuevas tierras para el cultivo entre los dos, después de que Fletch se casara. Era un plan del que se hablaba mucho pero sobre el que se actuaba poco, por lo que Dag entendió.

—¿Los padres disponen los matrimonios, entre los granjeros?

—A veces —Tril sonrió—. A veces sólo creen que lo hacen. A veces hay que disponer a los padres. Pero la tierra, o la parte de la familia por los hijos que no van a tener tierra, eso tiene que quedar claro y por escrito en poder del secretario del pueblo, o si no te arriesgas a que luego haya mala sangre.

La tierra otra vez; los granjeros sólo pensaban en la tierra. Otras riquezas se consideraban, al parecer, como equivalentes a la tierra.

—Las parejas Andalagos generalmente se eligen mutuamente —repuso él—, pero se espera que el hombre lleve regalos de boda a la familia de ella, que es a la que va a unirse. Por tradición suelen ser caballos y pieles, aunque depende de lo que haya acumulado —añadió, como de pasada—. Yo tengo ocho caballos ahora mismo. Los otros castrados están cedidos al fondo común del campamento, salvo por Mocasín, que tiene demasiado mal carácter para endosárselo a nadie. Las tres yeguas las guardo para criar. La mujer de mi hermano cuida de los potros, junto con las yeguas.

—¿Fondo común? —dijo Tril, tras un momento de confusión.

—Si un hombre tiene más de lo que necesita, no puede quedárselo y dejar que se pudra. De modo que va al fondo común del campamento, normalmente para equipar a algún patrullero joven, y el escriba del campamento lleva un registro. Es muy conveniente si tienes que cambiar de campamento, porque te llevas una carta de inventario y usas de ella lo que necesites cuando llegas, en lugar de llevarte toda la carga. En los encuentros entre territorios cada dos años, una de las tareas de los escribas de los campamentos es reunirse y resolver los problemas que hayan podido surgir. Yo tengo bastante crédito en los Almacenes. —Cómo traducir esto en acres resultó demasiado para él, pero esperó que ella entendiera que no era de ningún modo un indigente, a pesar de su actual aspecto desaliñado. Se rascó pensativo la nariz con un lado del garfio.

—Probé como escriba de campamento un tiempo después de perder la mano, pero no me acostumbré a todos los detalles y a tanto escribir. Quería moverme, estar en activo.

—¿Sabes leer y escribir? —Tril parecía pensar que esto era un punto a favor de Dag; bien.

—Prácticamente todos los Andalagos saben.

—Hum. ¿Eres el mayor de la familia, o qué?

—El más joven por diez años, pero sólo tengo un hermano aún vivo. Para mi madre fue una gran pena no tener ninguna hija que heredara su tienda, pero mi hermano se casó con una de las hermanas pequeñas de los Waterstriders (tenían seis), y ella tomó nuestro nombre de tienda para que no se perdiera, y vino con nosotros para que mi madre no estuviera sola —ves, soy un tipo normal y tranquilo, también tengo una familia. O algo así—. Mi hermano es un hacedor muy dotado, en nuestro campamento —decidió no decir de qué. La creación de cuchillos de vínculo era la más exigente de todas las artes de los Andalagos, y Dar era muy respetado, pero parecía pronto para informar de esto a los Bluefields.

—¿No sale de patrulla?

—Lo hizo cuando era más joven, casi todo el mundo lo hace, pero sus habilidades de hacedor son demasiado valiosas para desperdiciarlas patrullando —las de Dag, no hacía falta decirlo, no lo eran.

—¿Y qué hay de tu padre? ¿Era un hacedor o un patrullero?

—Patrullero. Murió en patrulla, de hecho.

—¿Lo mató uno de esos dañiespectros de los que habla Fawn? —A Dag no le quedaba claro si Tril había creído en dañiespectros antes, pero pensó que ahora sí lo hacía, y se sentía muy incómoda por ello.

—No. Fue al rescatar a un patrullero joven que había sido arrastrado al vadear un río muy revuelto, a finales de invierno. Yo no estaba allí, estaba patrullando un sector diferente del territorio, y no me enteré hasta pasados unos días.

—¿Ahogado? Parece una muerte extraña para un patrullero.

—No. O no por entonces. Le entró fiebre de los pulmones y murió cosa de cuatro noches más tarde. En cierto sentido se ahogó, supongo. —En realidad, había muerto al vincularse; los dos compañeros que estaban intentando llevarlo a casa durante su enfermedad entraron en la tienda y vieron que se había dejado caer sobre su cuchillo.

Si había elegido ese final lúcidamente, o por el delirio, o por desesperación, o por estar agotado de la lucha, Dag nunca lo sabría. Había recibido el cuchillo, en todo caso, y lo usó tres años más tarde en una malicia cerca de Cat Lick.

—Oh, sí, la fiebre de los pulmones es muy mala —dijo Tril comprensivamente—. Una de las tías de Sorrel murió de lo mismo el invierno pasado. Lo siento mucho.

Dag se encogió de hombros.

—Fue hace once años.

—¿Teníais mucha relación?

—En realidad, no. Cuando yo era pequeño él estaba siempre fuera, y más tarde el que estaba fuera era yo. Pero conocí bien a su padre; el abuelo tenía una rodilla mala, como Nattie —Nattie, que escuchaba a través de la puerta mientras hilaba, alzó la cabeza y sonrió al oír su nombre—, y se quedó en el campamento para ayudar a cuidarme, entre otras cosas. Si hubiera perdido un pie en vez de una mano, podía haber acabado igual, el Tío Dag para los hijos de mi hermano —o quizá me hubiera vinculado pronto—. Entonces, hum… ¿hay granjeros mancos?

—Oh, sí, en las granjas hay accidentes. La gente se las arregla, supongo. Una vez conocí a un hombre con una pierna de madera. Pero nunca he oído hablar de nada como ese aparato tuyo.

La madre de Fawn se estaba relajando bastante en su presencia, y ya no saltaba cada vez que él se movía. Dag sospechó que iba a ser más fácil hacer que animales salvajes comieran de su mano que calmar a los Bluefields. Pero estaba haciendo claros progresos. Se preguntó si sus costumbres de Andalagos le estarían jugando una mala pasada, si no debería haber empezado con el padre de Fawn en vez de con las mujeres. Bueno, no importaba por dónde empezara; tendría que acabar ganándose a todo el grupo para poder conseguir su propósito.

Y ahora entraron, sudorosos y hambrientos. Fawn les siguió, oliendo a vacas, con dos cubos tapados colgando de un balancín, que dejó a un lado para después. Todos ellos, menos Clover esta noche, se sentaron contentos ante enormes porciones de jamón, judías, pan de maíz, calabacines, encurtidos de todo tipo, panecillos, mantequilla, mermeladas, crema de manzana recién hecha, sidra y leche. La conversación disminuyó durante un rato. Dag ignoró las miradas de reojo mientras pinchaba panecillos enteros con su tenedor-cuchara; Tril, si la estaba interpretando bien, parecía sencillamente contenta de que parecieran gustarle. Por fortuna no necesitó fingir sus elogios, aunque lo hubiera hecho de ser necesario.

—¿Dónde fuiste mientras yo ordeñaba? —le preguntó Fawn por fin.

—A dar un paseo hasta el río y vuelta. Me alegra decir que no hay indicios de ninguna malicia en una milla a la redonda, aunque no esperaba ninguno. Esta área es patrullada regularmente.

—¿De verdad? —dijo Fawn—. Nunca he visto patrulleros por aquí.

—Solemos cruzar tierras cultivadas de noche, para no molestar. No nos hubieras visto.

Papá Bluefield alzó la mirada con curiosidad ante esto. Era posible, a lo largo de los años, que no todas las patrullas hubieran pasado tan invisibles como decía.

—¿Has patrullado West Blue alguna vez? —preguntó Fawn.

—Últimamente no. Cuando era un muchacho y acababa de empezar, hacia los quince años, caminé mucho por esta zona, de modo que puede que sí. Ahora no lo recuerdo.

—Quizá nos cruzáramos sin saberlo —la idea la dejó pensativa.

—Hum… no. Por entonces no —añadió—: A los veinte años me enviaron de intercambio a un campamento al norte de Farmer's Flats, y empecé mi primer recorrido alrededor del lago. Volví dieciocho años después.

—Oh —dijo ella.

—He recorrido todo este territorio desde entonces, pero no sólo por aquí. Es una zona grande.

Papá Bluefield se echó hacia atrás, a la cabecera de la mesa, y miró a Dag de hito en hito.

—¿Cuántos años tienes, Andalagos? Debes ser bastante más viejo que Fawn, me parece.

—Bastante más —asintió Dag.

Papá Bluefield siguió mirándole, expectante. El sonido de tenedores rebañando en los platos se hizo de pronto molesto.

Acorralado. ¿Debía saberse aquí? Mejor aclararlo cuanto antes. Dag se aclaró la garganta, para que su voz no sonara ni como el chirrido de un ratón ni demasiado fuerte, y dijo:

—Cincuenta y cinco.

Fawn se atragantó con su sidra. Quizá debía haber mirado primero para asegurarse de que no tuviera la boca llena. Su mano con el tenedor-cuchara no valía para darle palmaditas en la espalda, pero ella recuperó enseguida el aliento.

—Perdón —jadeó—. Se ha ido por el lado malo. —Le miró de reojo con disimulada… alarma, quizá. O consternación. Esperó que no fuera horror.

—Papá —murmuró ella— tiene cincuenta y tres.

Bueno, un poco de horror. Lo superarían.

Tril le miraba.

—No pareces mayor de cuarenta. O menos.

Dag bajó los párpados sin discutir.

—Fawn —anunció sombríamente Papá Bluefield— tiene dieciocho años.

Junto a él, Fawn siseó, irritada.

Dag intentó, casi con éxito, no sonreír. Era difícil, cuando estaba tan claro que estaba tan enfadada que parecía a punto de echar humo.

—¿De veras? —dijo con ecuanimidad—. A mí me dijo que tenía veinte. Aunque, desde mi posición, no hay mucha diferencia.

Ella hundió los hombros, avergonzada. Pero sus miradas se cruzaron, y entonces fue ella la que tuvo problemas para no echarse a reír, y todo estuvo bien.

Papá Bluefield dijo, con tono de irritación:

—Fawn siempre tuvo la mala costumbre de contar mentiras. Intenté quitárselo a azotes. Quizá debería haberla azotado más.

O menos, se abstuvo de decir Dag.

—En realidad, vengo de gente muy longeva —dijo Dag, a guisa de desagravio—. Mi abuelo, del que ya he hablado, aún estaba muy ágil cuando murió, con más de cien años —ciento veintiséis, pero ahora mismo ya había suficientes cálculos mentales rondando por la mesa. Los hermanos, en particular, parecían confusos, mirándole con renovada cautela.

—No es un problema —dijo en la pausa demasiado larga que siguió—. Si, por ejemplo, Fawn y yo nos casáramos, llegaríamos a la vejez prácticamente juntos. Accidentes aparte.

Bien, había dicho la palabra mágica, casáramos. Ya había hecho algo parecido antes, mucho tiempo atrás. Bueno, de acuerdo, no había sido en absoluto como esto. La familia de Kauneo le había abrumado de manera completamente diferente. El terror que le atravesaba era idéntico, sin embargo.

Papá Bluefield gruñó:

—Los Andalagos no se casan con granjeras.

No podía coger la mano de Fawn por debajo de la mesa para obtener consuelo; todo lo que pudo hacer fue clavarle el tenedor en el muslo, con resultados impredecibles pero probablemente no muy prácticos en ese momento. La miró. ¿Iba a saltar desde este acantilado solo, o con ella? Ella tenía los ojos muy abiertos. Y adorables. Y aterrorizados. Y… emocionados. Tomó una larga bocanada de aire.

—Yo quisiera. Lo haré. Lo deseo. Casarme con Fawn. ¿Por favor?

Siete aturdidos Bluefields crearon el silencio más ensordecedor que Dag había oído jamás.

Capítulo 15

Durante un sofocante momento, mientras todo el mundo en torno a la mesa aún estaba tomando aire, Fawn dijo rápidamente:

—Me gustaría mucho, Dag. Quisiera y lo haré y lo deseo, también. Sí. Muchas gracias. —Entonces respiró.

Y entonces se desató la tormenta, por supuesto.

A medida que la discusión elevaba el tono, Fawn pensó que Dag debía haber abordado a su familia de uno en uno en vez de todos a la vez como ahora. Pero entonces se dio cuenta de que ni Mamá ni Tía Nattie contribuían a la lluvia de objeciones, y en verdad, cuando Papá se volvió hacia Mamá en busca de apoyo recibió una mirada solemne y silenciosa que pareció ponerlo nervioso. Tía Nattie no dijo nada en absoluto, pero sonreía secamente. De modo que quizá Dag había estado haciendo algo más que pensar, durante el día.

Fletch, quizá imitando el previo y exitoso intento de Papá de avergonzar a Dag acerca de su edad, dijo:

—Los robacunas no están bien vistos por aquí, Andalagos.

Whit, con tono de falsa reflexión pero con los ojos brillantes con la emoción de la batalla, intervino:

—¡De hecho, no estoy seguro de si él está robando cunas, o ella está robando tumbas!

Lo que hizo que Dag se estremeciera, pero también ofreció un burlón saludo con la cabeza y un bajo murmullo, «Ésa es buena, Whit».

También puso a Fawn tan furiosa que amenazó con ponerle a Whit el pastel en la cabeza en vez de en el plato, o mejor aún la cabeza en el plato en vez del pastel, lo que atrajo a Mamá a la disputa para reñir a Fawn, de modo que Whit ganó dos veces, y sonrió de tal modo que Fawn creyó que iba a explotar. Odiaba lo fácilmente que todos ellos podían hacer que se sintiera y actuara como si tuviera doce años, para acto seguido tratarla así y sentir que tenían razón al hacerlo; si seguían haciéndolo mucho más tiempo, ella temió que consiguieran revertirla a los dos años y hacerla caer al suelo gritando presa de una rabieta. Lo cual no haría nada por su causa. Contuvo el aliento y se sentó de nuevo, echando humo.

—He oído que los hombres Andalagos no tienen tierras, y no trabajan salvo para cazar —dijo Fletch, volviendo decidido al ataque—. Si quieres la parte de Fawn, déjame decirte que no tendrá tierras.

—¿Crees que podría llevarme tierras de granja en las alforjas, Fletch? —dijo Dag con calma.

—Quizá podrías llevarte un par de gallinas —dijo Whit servicialmente.

Dag arrugó los ojos al sonreír.

—Sería un poco ruidoso, ¿no crees? Mocasín se enfadaría mucho. E imagina el desastre de los huevos rompiéndose entre mi equipo.

Lo que hizo que Whit soltara una risita involuntaria a su vez. Fawn decidió que a Whit no le importaba de qué lado ponerse en una discusión, siempre que pudiera remover el caldo y mantenerlo hirviendo. Y se vanagloriaba cuando la gente se reía de sus bromas. Dag ya lo tenía medio en el saco.

—Entonces, ¿qué es lo que quieres, eh? —preguntó Reed agresivamente, frunciendo el ceño.

Dag se reclinó en su asiento, con expresión seria; y de algún modo, Fawn no supo cómo, obtuvo la atención de todos los comensales. Fue como si de pronto se hiciera más alto simplemente quedándose allí sentado.

—Fletch ha expresado algunas preocupaciones muy reales —dijo Dag, con un aprobador gesto de cabeza hacia el hermano mayor de Fawn que hizo que éste se esponjara a su pesar—. Tal como lo entiendo, si Fawn se casara con un muchacho de aquí, se le deberían ropas, algunos muebles, animales, semillas, herramientas, y mano de obra para ayudar a establecer su nueva casa. Excepto por darle a la novia su equipo personal, ni las costumbres ni las expectativas de los Andalagos exigen que yo obtenga nada de esto. Ni tampoco podría usarlo. Pero igualmente, no me gustaría verla privada de sus derechos ni de la parte que le corresponde. Tengo un plan alternativo para este dilema.

Papá y Mamá estaban escuchando con seriedad, como si los tres estuvieran repentinamente hablando el mismo idioma.

—¿Y qué plan sería ese, patrullero? —dijo Papá, que ahora fruncía el ceño pensando, antes que oponiéndose, y que no estaba ni la mitad de congestionado que antes.

Dag inclinó la cabeza como en señal de agradecimiento, enfatizando de paso su permiso para hablar sin interrupciones de los jóvenes.

—Me comprometo por supuesto a cuidar y proteger a Fawn durante toda mi vida. Pero es un hecho patente que no llevo una vida muy segura. —El leve golpe de su muñequera sobre el borde de la mesa no fue ningún accidente, pensó Fawn—. Por ahora, quisiera que ella dejara aquí su porción matrimonial, intacta, pero definida; escrita claramente en el libro de la familia y en los registros del secretario, con testigos como corresponde. Ningún hombre conoce la hora de su vine… de su final. Pero si alguna vez Fawn tiene que volver aquí, quisiera que fuera como una viuda real, no como una del heno —inclinó la cabeza hacia Fawn lo justo para que ella viera su leve guiño, y se sintió tan aliviada por el guiño como atemorizada por las palabras, de modo que su corazón se puso a dar volteretas sin control—. Ella, y sus hijos, si hay alguno, tendrán entonces algo para ayudarles, independientemente de mi suerte.

Mamá, con la cara contraída por la concentración, asintió meditativamente.

—Esperando que ese día tarde en llegar o no llegue nunca, me gustaría que esto también fuera atestiguado por Fletch y Clover. No puedo evitar pensar que Clover se alegrará de retrasar todo lo posible el pago de esa porción, con todo el trabajo que tendrá empezando aquí.

Fletch, que había abierto la boca, la cerró de golpe, cuando se dio cuenta finalmente de que no sólo no tendría que desprenderse de ningún recurso familiar de inmediato, sino también de que Fawn no estaría en casa cuando él trajera a su nueva esposa. Y por el leve destello en sus ojos, Fawn se dio cuenta de que Dag tenía a Fletch precisamente donde quería, y lo sabía.

Cayó un bienaventurado silencio mientras todos se terminaban el pastel. Fawn colocó de nuevo el garfio de Dag antes de que Whit se limpiara la boca, y dijera con fraternal incomprensión:

—¿Pero por qué te quieres casar precisamente con Fawn?

El tono de su voz bastó para arrojar a Fawn a un pozo de indeseados recuerdos de burlas juveniles. Como si fuera la candidata menos probable para el cortejo de todo West Blue y en cien millas a la redonda, como si fuera un cruce entre la tonta del pueblo y un monstruo deforme. ¿Cómo era esa estúpida frase que conseguía, repetidamente, hacerla enfadar? ¡Hey, renacuaja! ¿Has bebido zumo de fea esta mañana? Y cómo esas palabras le habían llevado a sentirse así.

—¿Necesito decirlo? —preguntó Dag con calma.

—¡Sí! —dijo Fletch, con esa voz severa de soy-muy-paternal, que hizo a Fawn querer patearle más de lo que quería patear a Whit, y que hizo que hasta Papá enarcara una ceja y le mirara perplejo.

—Sí, viejo —dijo Rush con una mueca. De entre todos en la mesa salvo Nattie, los gemelos eran los que habían dicho menos, pero nada de ello favorable—. ¡Danos tres buenas razones!

Dag bajó brevemente los párpados en asentimiento tranquilo pero extrañamente amenazador; pero su mirada de reojo a Fawn fue como una caricia tras una azotaina.

—¿Sólo eso? Muy bien. —Mantuvo su atención mientras aparentaba pensar, despejando deliberadamente un silencio en el que poder hablar—. Por el valor de su corazón, que vi enfrentarse al mayor de los horrores que conozco sin romperse. Por la aguda y ávida inteligencia de su mente, que nunca deja de hacer preguntas, ni de pensar en las respuestas. Por la chispa de su espíritu, que podría enseñar a arder a las hogueras. Eso hacen tres. Suficiente para seguir adelante.

Se levantó de la mesa, con su garfio tocando brevemente el hombro de Fawn.

—Tengo todo esto junto a mí, ¿y en vez de eso me preguntáis si quiero polvo? No entiendo a los granjeros. —Se disculpó con un amable saludo de cabeza en derredor, y un murmurado «Buenas noches, Tía Nattie», y salió.

Fawn no estaba segura de si estaba más emocionada por sus palabras o por su oportunidad. Ciertamente había averiguado el modo de tener la última palabra ante un puñado de Bluefields: lánzala al blanco y corre.

Y cualquier comentario, burla o insulto que hubiera podido alzarse tras él quedó reducido a un silencio avergonzado cuando oyeron a Mamá llorando silenciosamente con el delantal apretado contra la cara.

El debate no terminó allí, por supuesto. Se disgregó en trozos más pequeños mientras abordaban a la familia uno a uno o en parejas, aunque Fawn dio puntos por eficacia a Dag esa primera noche. Los gemelos la acorralaron la tarde siguiente en el granero viejo, donde había ido para dar algunas golosinas y un buen cepillado a Grace y Mocasín.

Rush se apoyó en la partición del establo y habló con tono de disgusto.

—Fawn, ese tipo es demasiado viejo para ti. Es más viejo que Papá, y Papá es más viejo que las piedras. Y está todo machacado. Si estuvieras casada apuesto a que tendrías que ver el muñón ese que esconde. O tocarlo, puaj.

—Lo he visto —dijo ella brevemente, levantando una nube de pelos bayos con el cepillo—. Le ayudo con el arnés del brazo, ahora que tiene roto el otro. —Y muchos más tipos de ayuda que no se sentía inclinada a compartir con los gemelos—. Tendrías que ver sus pobres pies si quieres ver algo machacado de verdad.

Reed se sentó en un barril de avena al otro lado del pasillo, con los brazos en torno a las rodillas levantadas, meciéndose incómodo.

—Es un Andalagos —dijo agudamente—. ¡Es maligno!

Esto hizo que Fawn detuviera de golpe su irritado y vigoroso cepillado; Grace movió las orejas en señal de protesta. Fawn se volvió a mirar a Reed.

—No, no lo es. ¿De qué estás hablando?

—Dicen que los Andalagos se comen a sus muertos para hacer sus hechizos. ¿Qué pasará si te hace comer cadáveres? ¿O peor? ¿Para qué te quiere, en realidad?

—Para ser su esposa, Reed —dijo Fawn con sombría paciencia—. ¿Tan difícil es de creer?

Reed bajó la voz.

—¿Y si es para hacer magia?

Eso ya lo hace no sería, probablemente, la mejor respuesta.

—¿Qué pasa, temes que me conviertan en un sacrificio humano? Qué amable al preocuparte, Reed. Creo.

Reed se enderezó indignado.

—No te rías. Es verdad. Vi una vez a una Andalagos que había parado a comer en la taberna de West Blue. Sunny Sawman me desafió a que mirara en sus alforjas. Llevaba huesos dentro, ¡huesos humanos!

—Dime, ¿llevaba el pelo recogido en un moño en la nuca?

Reed la miró.

—¿Cómo lo sabes?

—Tienes suerte de que no te descubriera.

—Lo hizo. Me cogió y me sacudió y me dijo que si alguna vez tocaba algo de un Andalagos quedaría maldito. Puso una cara… ¡Dijo que me atraparía y me comería!

Fawn frunció el ceño.

—¿Qué edad has dicho que tenías?

—Diez.

—¡Reed, por el amor del cielo! —dijo Fawn, totalmente exasperada—. ¿Qué le dirías a un chico rebuscando en tus bolsas para que se asuste y no lo vuelva a hacer más? Tuviste suerte de no haber dado con Mari, la tía de Dag; seguro que se le hubiera ocurrido alguna historia que te hubiera hecho mearte en los pantalones durante una semana. —Se alegró de pronto de que el cuchillo de vínculo estuviera guardado con sus cosas, y se preguntó si tendría que avisar a Dag para que vigilara sus alforjas.

Reed pareció un poco sorprendido, como si esto nunca se le hubiera ocurrido, pero siguió de todos modos:

—Fawn, esos huesos eran de verdad. Eran frescos.

Fawn no lo dudaba. Pero no tenía ningún deseo de lanzarse por una pendiente resbaladiza de explicaciones con los gemelos, que sólo le preguntarían cómo lo sabía y la acosarían interminablemente cuando sus respuestas no coincidieran con sus preconcepciones. Terminó de cepillar los flancos de Grace y se dedicó a las crines.

Rush todavía estaba atascado en la diferencia de edad.

—Es asqueroso pensar en un tipo como ese toqueteándote. ¿Qué pasa si te deja embarazada?

Era todavía demasiado pronto para eso, pero no era una perspectiva que la llenara precisamente de horror. Quizá sus futuros hijos, si los tenía, no serían tan bajitos; era un pensamiento reconfortante. Sonrió suavemente para sí mientras Grace le ponía el sedoso morro en la palma y resoplaba.

Rush continuó:

—Ha dicho prácticamente que su plan era quedarse contigo hasta que estuvieras preñada y luego enviarte de vuelta con nosotros a gorronear.

—¡Sólo si muere, Rush!

—Sí, bueno, no podrá tardar mucho.

—Y además, ¿a ti qué te importa eso? Te vas a ir al oeste con Reed a roturar tierra. Ni siquiera estarás aquí —salió del establo y cerró el pestillo.

—Pues con Fletch y Clover.

—Los dos sois tan, tan, tan —buscó una palabra que bastara— rematadamente estúpidos.

—¿Ah, sí? —replicó Rush—. Dijo que quería casarse contigo porque eres lista, y hay que ser muy tonto para creerse eso. Sabes que sólo es para poder ponerte las manos en tu joven… cuerpo.

—Mano —corrigió ella fríamente.

Y cuánto echaba de menos sus caricias en su joven… todo. No veía la hora de escapar de West Blue, con o sin boda.

Rush imitó una vomitona, con ruidos muy realistas. Fawn descartó de mala gana atravesarlo con la horca, pero quizá podría al menos darle con ella en la cabeza…

—¿Y cómo crees que nos sentiremos —añadió él— con nuestros amigos, con ese tipo metido en la familia?

—Teniendo en cuenta a tus amigos, no puedo decir que me conmuevas mucho.

—¡Yo no veo que hayas tenido en cuenta a nadie aparte de a ti misma, últimamente!

Reed dijo, con más urgencia y un peculiar tono atemorizado en la voz:

—Ya veo lo que es. Ya te ha hechizado de algún modo, ¿verdad?

—No quiero oír deciros una sola palabra más.

—¿O qué? —dijo Rush—. ¿O no nos volverás a hablar nunca?

—Me lo estoy pensando —gruñó Fawn, y se fue a zancadas del granero.

No todos los encuentros fueron tan irritantes. Fawn encontró una inesperada aliada en Clover, con quien no se había llevado bien hasta entonces, y Clover puso a Fletch en cintura. Las dos chicas se llevaban muy bien, ambas sintiendo que podían ser las mejores amigas del mundo y que se habían equivocado en sus juicios previos; Fletch parecía un poco mareado. Dag usó descaradamente la revelación de su edad para ponerse por encima de todo, y se dedicaba sobre todo a hablar en privado con Mamá y Papá o Nattie. Whit seguía lanzando pullas sin importar a quién, consiguiendo que todos se enfadaran con él menos Dag, que seguía mostrándose paciente y decidido.

—Me las he visto con patrullas desintegrándose, hasta el punto de haber peleas a cuchillo —aseguró a Fawn en un momento especialmente duro—. Aquí nadie ha intentado apuñalar a nadie aún.

—Ha faltado poco —gruñó Fawn.

Durante la cena, la segunda noche tras la proposición de matrimonio de Dag, los padres de Fawn prohibieron hablar del asunto en la mesa, para alivio de Dag. Lo cual hizo que la cena fuera desacostumbradamente tranquila. Dag pensó que su plan de sacar elegantemente a Fawn de las garras de su familia no iba tan bien como había esperado. Le llevara dos días, o veinte, o doscientos, estaba decidido a perseverar, pero estaba claro que Fawn estaba a punto de fundirse en el crisol de su familia, y su tensión se le contagiaba, porque no podía evitar estar abierto a su esencia.

Este viaje ya les había llevado demasiado tiempo. Si se retrasaban mucho más en West Blue, se arriesgaba a que la patrulla de Mari llegara antes que ellos a Hickory Lake, y entonces se alarmarían y pensarían que había desaparecido de nuevo. Y esta vez no llegaría con otra malicia muerta en el saco a guisa de disculpa.

Los Bluefields se iban poniendo de su lado, poco a poco. Fletch y Clover eran abiertamente amables, Nattie discretamente amable, y Tril era sobre todo discreta. A Whit le daba igual, y Papá Bluefield seguía indeciso.

Sorrel y Tril Bluefield recordaban a Dag un poco a jefes de patrulla, con las cabezas llenas de demasiados deberes y detalles, de las necesidades y deseos contradictorios de demasiada gente. Había una buena oportunidad de que un dilema irresoluble desapareciera; pensó que se desmoronarían por no poder permitirse dedicar todo su tiempo y energía a un solo problema cuando había tantos otros que reclamaban su atención. Dag se sentía casi cruelmente implacable, pero se obligó a continuar con los halagos y a seguir presionando sutilmente. Fawn se ocupó de presionar sin sutileza alguna.

Reed y Rush siguieron siendo un foco de tozuda resistencia. Dag no sabía muy bien por qué, ya que ninguno de los dos quería hablar con él, a pesar de varios intentos amistosos por su parte. Por separado, pensó que podía haber conseguido algo, pero juntos formaban una piña desaprobadora. Cuando se dirigió a Fawn en busca de ayuda para entender sus objeciones, ella guardó silencio. Pero sus comentarios más incendiarios al menos sirvieron para que su padre se inclinara más hacia la reconciliación de lo que él hubiera conseguido por sí mismo, aunque sólo fuera por vergüenza. Había adversarios que eran sus propios peores enemigos.

Aun así… Me hubiera gustado poder tener algunos hermanos de tienda. Y ésa era una esperanza irracional que más valía sacar a la luz y espantar. Dag frunció el ceño. El regalo de la camaradería que había encontrado con los hermanos de Kauneo en Luthlia, tan hermoso de poseer, fue tanto más doloroso al perderlo. Quizá era mejor así.

Tras las tareas de después de cenar, la familia solía reunirse en el salón, más fresco que la cocina, a compartir la luz de la lámpara. Dag había salido con Fawn a dar de comer a las gallinas; cuando entraron por la puerta de la cocina hacia el recibidor, Dag oyó voces en el salón. A estas alturas, Dag evitaba abrir su sentido esencial entre gente tan escandalosa, ninguno de los cuales era capaz de atenuarlo en lo más mínimo; pero aguzó el oído ante la voz de Reed, baja, hostil, e indistinta, y luego la de Tril, alzada en repentino miedo:

—¡Reed! ¡Deja eso! ¡Fawn me lo trajo todo el camino desde Glassforge!

Junto a él, Fawn contuvo el aliento y se lanzó hacia delante. Dag la siguió, preparándose.

En el salón, Reed y Rush habían conseguido acorralar a sus padres. Tril estaba sentada junto a la mesa con la brillante lámpara de aceite, con la labor de costura en el regazo; Nattie se sentaba al otro lado del cuarto, en sombras, con el huso del que raras veces se apartaba, ahora quieto. Whit estaba agachado junto a Nattie, un espectador desde la barrera, por una vez sin burlarse. Sorrel estaba enfrentado a Reed, con Rush caminando nervioso alrededor de ambos.

Reed sujetaba el cuenco de cristal y exclamaba, demasiado dramáticamente en opinión de Dag:

—¿… vender a tu hija a un comecadáveres de manos ensangrentadas por un trozo de cristal?

—¡Reed! —gritó Fawn furiosa, lanzándose hacia delante—. ¡Deja eso! ¡No es tuyo!

Dag pensó que fue por puro hábito; enfrentado al enfado de su hermana, Reed alzó sin pensar el cuenco para ponerlo fuera del alcance de Fawn. Ante su chillido de rabia, se lo lanzó a Rush, que lo cogió igualmente sin pensar.

Los ojos de Fawn se llenaron de lágrimas de furia.

—Los dos sois peores que perros callejeros…

—Si no te hubieras traído a Inútil a rastras… —Rush empezó a decir, a la defensiva.

Ah, otro nuevo apodo para él, pensó Dag. Estaba creándose una bonita colección aquí. Pero no le provocaba tanto ver colmada su paciencia como la humillada indefensión de Fawn.

Sorrel miró a su consternada mujer, que se había llevado las manos a la boca, y ladró con furia:

—¡Ya vale, chicos! —Avanzó e intentó quitarle el cuenco a Rush. Sorrel, sin querer estirar, lo soltó a la vez que Rush, temeroso de resistirse, hacía lo mismo.

No fue exactamente culpa de nadie, o al menos nadie lo hizo a propósito. Dag lo vio venir al igual que Fawn, de cuyos labios se escapó un gemido desolado incluso antes de que el cuenco chocara contra el suelo de madera y se rompiera en tres grandes pedazos y una lluvia de fragmentos centelleantes.

Todo el mundo quedó congelado por el espanto. Whit abrió los labios, miró a su alrededor, y los cerró de golpe.

Sorrel recuperó el primero la voz, ronca y baja.

—Whit, no te muevas. No llevas zapatos.

Tril gritó:

—¡Reed! ¡Rush! ¡Cómo habéis sido capaces! —Y empezó a sollozar sobre la costura.

La ira de su madre quizá no les hubiera afectado, pensó Dag, pero el dolor genuino de su voz pareció cortarles las alas. Ambos empezaron a disculparse incoherentemente.

—¡Las disculpas no arreglan nada! —exclamó ella, lanzando a un lado la costura. Estaba manchada de sangre de cuando se había pinchado la palma de la mano con la aguja sin darse cuenta—. ¡Estoy harta de todos vosotros…!

La algarabía de los Bluefield era tan dolorosa para la esencia de Dag, que intentó cerrar pero no pudo por la fuerza de su vínculo con Fawn, que cayó de rodillas. Miró los trozos de cristal frente a él mientras las voces enfadadas y angustiadas continuaban sobre su cabeza. No podía bloquearlas, pero podía redirigir su atención; era un viejo método para soportar lo insoportable.

Sacó su entablillado brazo derecho del cabestrillo, y con él y el garfio juntó torpemente los trozos del cuenco tanto como pudo. Los fragmentos… la mayoría de esas astillitas de cristal no eran mucho más grandes que mosquitos. Si podía espantar un mosquito, podía mover una astilla, y si podía mover una, podía mover dos y cuatro y más… Recordó la dulce canción de la esencia de ese cuenco a la luz vespertina de su refugio en Glassforge, regalando arco iris, y empezó a canturrear por lo bajo, subiendo y bajando a la búsqueda de la nota correcta, hasta… ahí.

Los fragmentos de cristal empezaron a brillar, luego a moverse, luego se alzaron y fluyeron sobre las tablas del piso del salón. Las movió no con la mano, sino con la esencia de su mano. La esencia de su mano izquierda, la mano que no estaba allí, y la sola idea era tan aterradora que la evitó.

Pero ni siquiera ese terror rompió su concentración. Los fragmentos levitaron, volando en círculos como luciérnagas en torno al cuenco para encontrar de nuevo su sitio. El cuenco brillaba con luz dorada a lo largo de las líneas de fractura, como fuego de forja, como fuego de estrellas, como nada que Dag hubiera visto en la tierra. Relucía, reflejándose en su piel, que se iba enfriando. Mantuvo débilmente la nota. Las líneas de luz parecieron fundirse en riachuelos, arroyos, ríos de oro pálido recorriendo todo el cristal, y luego se extendieron como un lago en calma un amanecer de invierno.

La luz se atenuó. Y desapareció.

Dag volvió en sí de rodillas, doblado en dos, con el cabello cayendo como una cortina sobre su cara, la boca abierta, mirando el cuenco intacto. Sentía la piel fría y pegajosa como sebo en una mañana de invierno, y estaba tiritando, temblando con tal violencia que le dolía el estómago. Apretó los dientes para evitar que le castañetearan.

Los únicos sonidos en la habitación eran los de ocho personas respirando: algunos pesadamente, otros rápidamente, algunos conteniendo las lágrimas, otros jadeando con asombro. Pensó que podía distinguirlos sólo con el oído. No podía obligarse a alzar la vista.

Alguien —Fawn— cayó de rodillas junto a él.

—¿Dag…? —dijo, insegura.

Su manita se alzó para tocarle la barbilla, para hacer que alzara la cara y le mirara a los ojos, que tenía muy, muy abiertos.

Él empujó el cuenco con su brazo izquierdo. Estaba caliente al tacto, pero no mucho. No se fundió ni desapareció ni explotó ni se desmoronó de nuevo en mil pedazos. Resonó leve y musicalmente al rozar contra el suelo, la canción ordinaria del cristal ordinario que nunca ha muerto y resucitado. Encontró la voz, o al menos una buena imitación; le sonaba totalmente extraña, como si viniera desde debajo del agua o bajo tierra.

—Devuélveselo a tu madre.

Le apoyó la muñequera en el hombro y empujó para levantarse. La habitación osciló, y de pronto tuvo miedo de vomitar, de dar un espectáculo en mitad del piso del salón frente a todo el mundo. Fawn apretó el cuenco contra su pecho y se levantó tras él, sin quitarle la vista de encima.

—¿Estás bien? —preguntó.

Él asintió brevemente, se humedeció los labios fríos, y salió tambaleándose por la puerta del salón hacia el vestíbulo. Esperó poder llegar al porche antes de que su estómago se diera la vuelta. Tril, de pie, revoloteaba en las cercanías, y cuando él pasó ella retrocedió. Fawn le siguió, deteniéndose sólo para poner el cuenco en manos de su madre.

Dag oyó la voz de Fawn tras de sí, baja y fiera:

—También hace eso con los corazones, sabéis.

Y fue decidida tras él.

Capítulo 16

Fawn siguió a Dag al porche delantero y le miró preocupada mientras él se sentaba pesadamente en el escalón, con el codo izquierdo en la rodilla y la cabeza gacha. Hacia el oeste, detrás de la casa, los colores del ocaso empezaban a desaparecer; por el este, sobre el valle, las primeras estrellas asomaban en la bóveda turquesa. El calor del día empezó a atenuarse y el aire se suavizó. Fawn se sentó a la derecha de Dag y le tocó, insegura, la cara con la mano. Tenía la piel helada, y podía sentir los escalofríos que le recorrían el cuerpo.

—Te has quedado todo frío.

Él movió la cabeza, tragó saliva.

—Dame un poco de… —al cabo de algunos momentos se enderezó, respirando hondo—. Pensé que iba a echar toda la cena sobre mis pies, pero ahora me parece que no.

—¿Es normal esto? ¿Después de hacer estas cosas?

—No… No lo sé. No soy un hacedor. Quedó claro desde que cumplí los dieciséis. No tenía la capacidad de concentración necesaria. Tenía que estar moviéndome todo el rato. No soy un hacedor, pero esto…

—¿Sí? —le animó Fawn cuando él no siguió hablando.

—Esto ha sido una creación. Dioses ausentes. —Levantó el brazo izquierdo y se frotó la frente con la manga.

Ella le pasó un brazo por la cintura, intentando compartir su calor; no estaba segura de si ayudaría, pero él sonrió tembloroso ante el intento. Tenía el costado frío como el hielo.

—Deberíamos ir al fogón de la cocina. Te prepararé una bebida caliente.

—En cuanto pueda ponerme en pie —y añadió—: Podríamos ir rodeando la casa.

Por donde no tuvieran que arriesgarse a encontrarse con su familia. Ella asintió, comprensiva.

—El arte esencial —empezó, y su voz se apagó—. Tienes que entenderlo. El arte esencial de los Andalagos, su magia, podrías decir, consiste en tomar algo y hacerlo más real, más genuino, reforzando su esencia. Hay una mujer en Hickory Lake que trabaja con cuero, lo hace impermeable. Tiene una hermana que puede hacer que el cuero rechace las flechas. Puede hacer quizá un par de chaquetas al mes. Una vez tuve una.

—¿Funcionaba?

—Nunca tuve ocasión de comprobarlo mientras fue mía. Pero vi cómo otra rechazaba la lanza de un hombre de barro. La punta de hierro sólo dejó un arañazo en la superficie. De la chaqueta, no del patrullero —aclaró.

—¿Mientras fue tuya? ¿Qué pasó?

—Se la dejé al mayor de mis sobrinos cuando empezó a patrullar. Él se la dio a su hermana cuando ella empezó. Lo último que supe fue que el menor de los hijos de mi hermano la llevó consigo cuando salió del territorio. No estoy seguro de que las chaquetas sean tan útiles, porque pueden hacerte descuidado y no te protegen la cara o las piernas. Pero, ya sabes… uno se preocupa por los jóvenes. —Sus hombros se estaban relajando, pero su expresión siguió siendo tensa y distante—. Ese cuenco, sin embargo… Empujé su esencia hasta la naturaleza más pura de un cuenco, y el cristal se limitó a seguirla. Lo sentí con toda claridad. Excepto que, excepto que… —apoyó su frente contra la de ella, y habló en un susurro atemorizado—. Empujé con la esencia de mi mano izquierda, y no tengo mano izquierda y no tiene esencia. Lo que hubiera allí durante ese instante ya no está. Nunca he oído nada parecido. Pero los mejores hacedores no hablan mucho de su arte excepto entre sí. Así que no sé. No… no sé.

La puerta se abrió; Whit se deslizó hacia las sombras del porche.

—Hum… ¿Fawn?

—¿Qué, Whit? —dijo ella con impaciencia.

—Hum. Tía Nattie dice. Hum. Tía Nattie dice que ya está harta de tanta tontería y que te verá a ti y al patrullero en su habitación para terminar con esto de un modo u otro en cuanto el patrullero se sienta capaz. Hum. Señor.

Ocultos tras la cortina de su cabello, los labios de Dag temblaron un poco. Levantó la cara.

—Gracias, Whit —dijo con gravedad—. Dile a Tía Nattie que iremos enseguida.

Whit tragó saliva, bajó la cabeza, y huyó de vuelta al interior.

Se levantaron y rodearon la casa por el norte hacia la cocina, con Dag apoyando pesadamente su brazo izquierdo sobre los hombros de Fawn. Tropezó dos veces. Ella le hizo sentarse junto al fogón de la cocina mientras le preparaba un té de hojas de menta, sujetándole la taza para que lo bebiera. Para entonces Dag ya había dejado de temblar, y su piel estaba de nuevo seca y cálida. Fawn vio a sus padres y a Fletch atisbar tímidamente desde la oscuridad del pasillo, pero no dijeron nada y no entraron.

Tía Nattie estaba en el umbral de su oscura sala del telar.

—Bien, patrullero. Has estado volando un poco, me parece.

—Sí, señora, un poco —asintió Dag con cierta ironía.

—Fawn, haz entrar al patrullero y trae las luces que necesitéis. —Volvió a entrar en la oscuridad, arrastrando los pies y el bastón sobre las tablas del piso, no por cansancio, sino por la compañía que proporcionaba el sonido, como hacía a veces.

Fawn miró preocupada a Dag. La luz del fuego que había atizado brillaba rojiza sobre su piel, amarilla en su basta camisa blanca y el cabestrillo, y tenía los ojos oscuros y muy abiertos. Parecía cansado y confuso, y le dio la impresión de que le dolía el brazo, pero él sonrió para tranquilizarla y ella le devolvió la sonrisa.

—¿Estás listo? —preguntó.

—No estoy seguro, pero siento demasiada curiosidad para que me importe. Probablemente no sea una cualidad que lleve a la longevidad en un patrullero, pero ya ves.

Ella bajó de la repisa de la chimenea la lámpara de mecha con el quinqué mellado y la encendió, cogiendo de paso el candelabro de hierro de tres brazos, y abrió el camino. Ahogando un uf, él se levantó de la silla y la siguió.

Nattie llamó desde su habitación.

—Cierra las dos puertas, cariño. Así no se oirá nada de fuera.

Ni de dentro, pensó Fawn. Cerró con el pie la puerta de la cocina y rodeó el telar y los montones de equipo de Dag. En el dormitorio, Nattie se sentó en su estrecha cama e hizo un gesto indicando la cama de enfrente. Fawn dejó la lámpara y el candelabro sobre la mesa, encendió las velas, y fue a cerrar la puerta del dormitorio. Dag la miró y se sentó frente a Nattie, haciendo crujir las cuerdas del armazón de la cama, y Fawn se sentó a su izquierda.

—Aquí estamos, Tía Nattie —anunció ella, a lo cual Dag añadió:

—Señora.

Nattie enderezó la espalda haciendo una mueca, y luego se inclinó hacia delante apoyándose en el bastón; sus ojos perlados parecieron mirarles con inquietante agudeza.

—Bien, patrullero. Te voy a contar una historia. Y luego te voy a hacer una pregunta. Y luego veremos qué hacemos.

—Estoy a tu disposición —dijo Dag, con la estudiada cortesía que Fawn había aprendido a identificar como cautela oculta.

—Eso lo veremos —rezongó ella—. Sabes, no eres el primer Andalagos que conozco.

—Lo he sentido.

—Llevo una vida aburrida, en su mayor parte. He vivido en esta casa desde que Tril se casó con Sorrel hace casi treinta años. Casi no salgo de la granja salvo para ir al mercado en West Blue o a algún concurso de costura de vez en cuando.

De hecho, Nattie hacía ambas cosas con regularidad, siendo como era proveedora habitual de buenas telas y muy aficionada a los cotilleos del pueblo, pero Fawn evitó interrumpir este torrente de… lo que fuera a ser esto. ¿Recuerdos?

Al parecer sí, porque Nattie siguió:

—Bueno, el verano antes de que naciera Fawn fue una mala época. Su madre estaba enferma, y los chicos eran muy traviesos, y su padre tenía demasiado trabajo, como siempre. Yo no conseguía dormir bien, de modo que iba a recolectar a los bosques del norte por la noche, cuando todos se habían ido a la cama. Los chicos por entonces eran más un estorbo que una ayuda en los bosques.

Tendrían entre tres y diez años más o menos; Fawn podía imaginárselo, y se estremeció.

—Raíces y hierbas y plantas para medicinas y tintes, ya sabes. La noche es más tranquila, y los aromas son más intensos. Yo quería sobre todo algo de jengibre silvestre para Tril, para hacerle un té que le calmara el estómago. Pero lamenté la paz de aquella noche, porque me caí y me torcí el tobillo de mala manera. Pedí ayuda durante un rato, pero estaba demasiado lejos de la casa para que se me oyera.

Ciertamente, los bosques en la empinada ladera norte del valle al norte de la granja se extendían tres millas antes de la siguiente granja. Fawn hizo un ruidito para animarla a seguir, en vez de asentir.

—Me imaginé que estaba destinada a quedarme allí entre el rocío hasta la mañana, cuando me echarían de menos, pero oí un sonido entre las hojas; pensé que era un lobo o un oso que venía a comerme, pero era un patrullero Andalagos. Al principio pensé que casi prefería al oso, pero resultó ser un joven muy agradable.

»Me puso las manos en el pie y me lo alivió muchísimo, y luego me tomó en brazos y me llevó de vuelta a casa. Por entonces yo estaba más delgada, en realidad era bastante guapa. No era ni mucho menos tan alto como tú —inclinó la cabeza aproximadamente hacia Dag—, pero era fuerte. Una voz bonita, casi tan profunda como la tuya. Me explicó que venía de intercambio desde un campamento lejos al este, y que era su primera patrulla por esta zona; me dio la impresión de que se sentía solo y echaba de menos su casa. En cualquier caso, le di de comer en la cocina, y él me vendó el pie de lo más bien.

»No sé si es que decidió adoptarme como tía, o si era más bien como un chico que encuentra un pájaro con el ala rota y lo convierte en su mascota, pero la madrugada siguiente alguien llamó a mi ventana. Había vuelto para darme unas medicinas, algunas para mi pie y otras para el estómago de Tril, aunque en esa ocasión no se quedó. Los polvos funcionaron de maravilla, debo decir —suspiró, recordando con satisfacción.

—Se fue y no pensé más en ello, pero al verano siguiente, hacia la misma época del año, sonaron de nuevo los golpes en mi ventana. Montamos un pequeño picnic en el porche trasero, en la oscuridad, y hablamos. Se alegró de oír que habías nacido bien, Fawn. Me dio algunos regalitos y yo le di comida y telas. Al verano siguiente igual; me acostumbré a esperarle.

»Al año siguiente volvió de nuevo, pero no solo. Trajo a su nueva esposa, sólo para enseñármela, me parece, de lo orgulloso que estaba. Me enseñó las pulseras de matrimonio de los Andalagos, los cordones de unión, como los llaman, porque sabía que me interesaban todas las cosas que tienen que ver con la artesanía, hilos y cordones y trenzados, aparte de tejer y hacer punto. Me dejaron cogerlos y palparlos. Me dieron un sobresalto, vaya que sí. No eran sólo cordones trenzados. Eran mágicos.

—Sí —dijo Dag con cautela, y ante la mirada llena de curiosidad de Fawn, explicó—: Los novios ponen un poco de su esencia en su cordón. La ceremonia de unión de los cordones entrelaza las dos esencias, y luego se las cambian, la de él por la de ella.

—¿De verdad? —dijo Fawn, fascinada, intentando recordar si había visto tales pulseras entre los patrulleros en Glassforge. Sí, porque Mari tenía una, y también un par de los otros patrulleros más viejos, Había pensado que sólo eran decorativas—. ¿Hacen algo? ¿Puedes enviar mensajes?

—No. Bueno, si uno de los cónyuges muere, el otro lo siente, porque la esencia desaparece del cordón de unión. A menudo se guardan aparte para que no se desgasten, aunque si se rompen se pueden rehacer. Pero si uno de los cónyuges está de patrulla, el otro en el campamento normalmente se pone el cordón. Sólo… para saber. Para el que está de patrulla es un sobresalto aún mayor, porque no esperas… Lo he visto dos veces. No es agradable. Hay un terror especial en saber qué ha pasado pero no cómo, excepto que ya es demasiado tarde, y la idea de que, ya sabes, quizá el cordón simplemente se quemó en algún incendio en la tienda o algún accidente así; suficiente esperanza para que sea una tortura, pero no la suficiente para tranquilizarte. Cuando desperté en la tienda-hospital después de…

La habitación quedó tan silenciosa que Fawn pensó que podía oír arder las velas.

Alzó la cara hacia la de él y dijo, un poco burlona:

—Sabes, tienes que terminar ese tipo de frases o no empezarlas.

Él suspiró y asintió.

—Creo que a ti te lo puedo decir. Si no puedo no tengo derecho a… en fin. Decía que, cuando me desperté en la tienda-hospital después de Wolf Ridge, mi mano no estaba, ni tampoco el cordón de unión de Kauneo, que llevaba en ese lado. Perdido en la cresta. Supongo que ocasioné algunos problemas al intentar encontrarlo, porque tampoco estaba muy bien de la cabeza. No quisieron decirme que estaba muerta mientras no estuviera más fuerte, pero tuvieron que hacerlo, y no les creí. Si podía encontrar el cordón, pensé, podía probar que se equivocaban. Se me pasó con el tiempo.

Apartó la mirada mientras hablaba. Fawn tomó aire y lo dejó escapar lentamente entre los dientes. Él la miró de nuevo y sonrió, o algo así, e intentó mover la mano para coger la de ella, estremeciéndose cuando el cabestrillo se la detuvo dolorosamente.

—Hace mucho tiempo de aquello —murmuró.

—Antes de que yo naciera.

—Ciertamente —tras un momento, añadió—: No sé por qué me consuela esa idea, pero lo hace.

Nattie había ladeado la cabeza, escuchando intensamente; cuando él no siguió hablando, ella dijo:

—Bueno, yo sé una cosa, patrullero. Sin esos cordones de unión, a ojos Andalagos no estáis casados.

Él asintió lentamente, y luego recordó decir en voz alta:

—Sí. Es decir, son la prueba visible de un matrimonio válido, como los registros del secretario de vuestro pueblo y escribir el nombre en el libro de la familia con todas las firmas de los testigos debajo. La unión de los cordones es el corazón y el núcleo de una boda. La comida y la música y los bailes y las discusiones entre parientes son añadidos.

—Aja —dijo Nattie—. Y ahí está el problema, patrullero. Porque si tú y Fawn vais a plantaros en el salón ante la familia y ante todos y decir lo que queréis, y escribir vuestros nombres e intercambiar vuestras promesas, me parece a mí que ella se casará, pero no. Dije que tenía una pregunta, y es ésta. Quiero saber exactamente qué pretendes, por qué crees que esto no se torcerá de algún modo y la dejará llorando.

Fawn se preguntó durante un momento por qué a él se le hacía responsable de sus lágrimas futuras, pero no a ella por las de él. Supuso que sería la condenada edad de nuevo. Parecía injusto, desequilibrado, de algún modo.

Dag guardó silencio durante algunas respiraciones. Finalmente alzó la barbilla, y dijo:

—Cuando vine aquí por primera vez, no llevaba intención de meterme en una boda de granjeros. Pero no me llevó mucho tiempo ver lo poco que su familia apreciaba a Chispa. Salvo por los presentes —añadió a toda prisa. Nattie asintió sombría, sin discutir—. La quieren e intentan cuidar de ella, cierto, de manera un poco despistada, un poco equívoca. Pero no parecen verla, no como es. No como yo la veo. Es cierto que no tienen sentido esencial, pero aun así… Quizá el pasado nuble el presente, quizá es que no han mirado últimamente, quizá nunca miraron de verdad, no lo sé. Pero el matrimonio parece elevar la posición de una mujer en una familia granjera. Pensé que podía darle eso, fácilmente. Bueno, parecía fácil al principio. Ahora no estoy tan seguro —suspiró—. Pero dejé muy claro lo de la viudez.

—Parece un regalo vacío, patrullero.

—Sí, pero aquí no puedo hacer una unión de cordones. No puedo hacer el cordón, para empezar; hacen falta dos manos y no tengo ninguna, y no estoy seguro de que Fawn pueda hacer uno en absoluto, y no tenemos a nadie para dar las bendiciones y atar los nudos. Pensaba que cuando llegáramos a Hickory Lake podría intentar hacer allí la unión de cordones, a pesar de las dificultades.

—¿Y crees que tu familia aprobará la idea?

—No —dijo él francamente—. Espero que haya problemas. Pero hasta ahora he sido más terco que todo lo que la vida me ha tirado a la cara.

—En eso tiene razón, Tía Nattie —se atrevió a decir Fawn.

—Mmm —dijo Tía Nattie—. ¿Entonces qué pasará si la expulsan? Cosa que los Andalagos han hecho antes a pretendientes granjeros, tengo entendido.

Dag se quedó muy silencioso durante un momento, y luego dijo:

—Me iría con ella.

Nattie alzó las cejas.

—¿Te apartarías de tu gente? ¿Podrías?

—No por elección —se encogió de hombros, fracasando al intentar ocultar su incomodidad—. Pero si ellos eligen apartarse de mí, no puedo evitarlo.

Fawn parpadeó, inquieta de pronto. Sólo había pensado en la alegría que se darían mutuamente. Pero esa barca parecía ir remolcando un buen número de barcazas que no había visto antes. Dag sí, por lo que parecía.

—Huh-huh-hum —dijo Nattie, Golpeó levemente su bastón sobre el suelo—. Yo también estoy pensando, patrullero. Yo tengo dos manos. Fawn también, de hecho.

Dag se quedó muy quieto, mirando intensamente a Nattie.

—No… estoy nada seguro de que eso vaya a funcionar —tras una pausa más larga, añadió—: Tampoco estoy seguro de que no lo vaya a hacer. Tengo algunos conocimientos. Fawn conoce esta tierra, puede reunir los elementos necesarios. Pelo de ambos, otras cosas. El mío es un poco corto.

—Sé trucos para tratar con fibras cortas —dijo Nattie con ecuanimidad.

—Tienes más que eso, me parece. Chispa… —Dag se volvió hacia ella—. Tráeme algo del trabajo de tu tía. Quiero tocar algo que haya hecho ella. Algo especialmente delicado, ¿me entiendes?

—Creo que sé lo que quiere. Mira en el arcón a los pies de mi cama, cariño —dijo Nattie—. La camisa nupcial de Fletch.

Fawn se puso en pie de un salto, fue hacia el arcón de madera, y levantó la tapa. La camisa estaba encima del todo. La cogió por los hombros, dejando que la tela blanca se desplegara. Estaba casi terminada, salvo por los puños. Los bordados de las mangas y de los hombros eran suaves al tacto, y los botones, ya cosidos a la pechera, eran de iridiscente nácar tallado, frescos y suaves.

La llevó a Dag, que la extendió en su regazo, tocándola torpemente y con cuidado con las puntas de los dedos de su mano derecha y, con más precaución, pasando su garfio por encima, con cuidado para que no se enganchara.

—Esto no es sólo de una fibra, ¿verdad?

—Lino para dar resistencia, algodón por la suavidad, un poco de lino de ortiga para dar brillo —dijo Nattie—. Lo hilé yo misma a propósito.

—Las mujeres Andalagos nunca hilan ni tejen hilos tan finos. Lleva demasiado tiempo, y nunca tenemos suficiente.

Fawn miró su áspera camisa, que había creído de mala calidad, con nueva apreciación.

—Recuerdo ayudar a Nattie y a mamá a disponer el telar para esa tela, el invierno pasado. Costó tres días, y fue tan aburrido y tan meticuloso que pensé que me pondría a gritar.

—Los telares de los Andalagos son pequeños y ligeros, del tipo que se puede desmontar y llevar fácilmente cuando cambiamos de campamento. Nunca podríamos llevarnos la gran estructura de madera de tu tía. Es una herramienta de granjeros. Sésil, tan mala como graneros o casas. Objetivos… —bajó de nuevo la mirada hacia la tela—. Hay buena esencia aquí. Solía ser plantas, y… y criaturas. Ahora la esencia ha sido totalmente transformada. Es todo camisa, entera. Es una buena creación, sí que lo es. —Levantó el rostro y miró a Nattie con nueva e intensa curiosidad—. Hay bendiciones entrelazadas.

Fawn hubiera jurado que una sonrisa orgullosa pasó por los labios de Nattie, pero la expresión pasó demasiado rápido para estar segura.

—Lo intenté —dijo Nattie con modestia—. Es una camisa de boda, después de todo.

—Hum. —Dag se irguió, indicando a Fawn con la cabeza que ya podía llevarse la camisa.

Ella la plegó cuidadosamente y la devolvió al arcón. Había tensión entre Nattie y Dag, y no se atrevió a pasar entre los dos, por si algo delicado se rompía como una telaraña.

Dag dijo:

—Estoy dispuesto a intentar hacer los cordones de unión si tú lo estás, Tía Nattie. Seguro que cambiaría mucho la discusión en casa. Si no funciona, no estaremos peor que antes, salvo por la decepción, y si funciona… habremos adelantado mucho.

—¿Adelantado mucho hacia dónde? —preguntó Nattie.

Dag gruñó divertido.

—Lo sabremos cuando lleguemos, supongo.

—Bien dicho —admitió Nattie amablemente—. Muy bien, patrullero. Es un trato.

—¿Quieres decir que hablarás a nuestro favor con mamá y papá? —Fawn quería brincar y dar gritos.

Lo convirtió en un más comedido gritito y saltó a la cama para dar a Nattie un abrazo y un beso.

Nattie la rechazó sin mucho entusiasmo.

—Vamos, vamos, cariño, no te pongas así. Me vas a dar repeluznos. —Se sentó erguida y orientó de nuevo la cara hacia el hombre sentado frente a ella—. Otra cosa… Dag. Si quieres oírme.

Él alzó las cejas ante el desacostumbrado uso de su nombre.

—Se me da bien escuchar.

—Sí, he notado eso en ti. —Pero entonces Nattie guardó silencio. Se movió un poco, como si se sintiera avergonzada o… ¿o tímida? No podía ser…—. Antes de que ese joven Andalagos se fuera, me dio un último regalo. Porque dijo que le apenaba irse sin que yo le hubiera visto nunca la cara. Bueno, en realidad fue su mujer la que me lo dio, imagino. Al parecer era bastante buena con curaciones Andalagos, como lo que hizo él con mi tobillo cuando nos conocimos.

—Armonizar esencias —interpretó Dag—. ¿Sí? Es un poco íntimo. De hecho, es muy íntimo.

La voz de Nattie se convirtió casi en un susurro, como si estuviera confesando oscuros secretos.

—Fue como si me dejara sus ojos un rato. Él no era muy diferente a como lo había imaginado, no muy guapo pero atractivo. Aunque no esperaba el pelo rojo y un bronceado tan brillante en un tipo que pasaba el día durmiendo y la noche por ahí. Me sorprendió un poco. —Guardó silencio largo rato—. Sabes, nunca he visto la cara de Fawn. —El tono despreocupado de su voz no engañó a nadie de los presentes, pensó Fawn, incluso sin el pequeño temblor al final.

Dag se echó hacia atrás, parpadeando.

En el silencio, Nattie dijo insegura:

—Quizá estás demasiado cansado. Quizá es… demasiado difícil. Demasiado.

—Hum… —Dag tragó saliva, y se aclaró la garganta—. Estoy muy cansado esta noche, lo admito. Pero estoy dispuesto a intentarlo, por ti. No estoy seguro de que vaya a funcionar, eso es todo. No quisiera decepcionar.

—Si no funciona, no estaremos peor que antes. Como has dicho.

—Lo he dicho —admitió él. Sonrió débilmente a Fawn—. ¿Me cambias el sitio, Chispa?

Ella bajó de la cama de Nattie y ocupó el lugar de Dag en la suya, mientras él se sentaba junto a Nattie. Cuadró los hombros y sacó el brazo del cabestrillo.

—Ten cuidado con el brazo —avisó Fawn preocupada.

—Creo que lo puedo levantar desde el hombro sin problemas, si no muevo los dedos o lo uso para levantar peso. Nattie, voy a tocarte las sienes. Puedo usar mis dedos para el lado derecho, pero me temo que tendré que tocarte con la curva del garfio en el izquierdo, aunque sea sólo por el equilibrio. No saltes, ¿eh?

—Lo que tú digas, patrullero. —Nattie se sentó muy erguida, muy quieta.

Se humedeció nerviosamente los labios. Sus ojos perlados estaban muy abiertos, mirando al espacio. Dag se acercó a ella, alzando mano y garfio a ambos lados de su cabeza. Aparte de su expresión introvertida, no había absolutamente nada que ver.

Fawn vio el momento sólo porque Nattie parpadeó y jadeó, desviando la mirada hacia Dag.

—Oh. —Y luego, con impaciencia—. No, no mires a esa vieja gorda. No quiero verla, y además, no es verdad. Mira allí.

Solícitamente, Dag giró la cabeza, paralela a la de Nattie aunque mucho más alta. Sonrió a Fawn. Ella le devolvió la sonrisa, con la respiración acelerada por la ilusión que flotaba en la habitación.

—Cielos —suspiró Nattie—. Cielos —el momento se alargó. Luego dijo—: Vamos, patrullero. No hay nada humano en todo el ancho y verde mundo que pueda ser tan bonito como eso.

—Es lo que pensé —dijo Dag—. Estás viendo su esencia además de su cara, sabes. La ves como yo la veo.

—Como tú la ves, dices —susurró Nattie—. Como tú. Eso explica muchas cosas. —Fijó sus ojos en Fawn con expresión hambrienta, como si quisiera memorizar esa visión ciega. Sus ojos se llenaron de lágrimas, que brillaron a la luz de las velas.

—Nattie —dijo Dag, con una mezcla de diversión y pena en la voz—, no puedo mantener esto mucho tiempo. Lo siento.

—Está bien, patrullero. Es suficiente. Bueno, no lo es. Pero ya sabes.

—Sí. —Dag suspiró y se echó hacia atrás, encorvando la espalda. Colocó de nuevo torpemente el brazo en el cabestrillo y luego se dobló en dos, mirando al suelo.

—¿Te encuentras mal otra vez? —preguntó Fawn, preguntándose si debería ir a por una palangana.

—No. Pero me duele la cabeza. Y hay cositas flotando en mi campo de visión. Ya van desapareciendo. —Parpadeó rápidamente y se enderezó de nuevo—. Ay. Me estáis agotando entre todos. Me siento como si acabara de volver de recorrer las rejillas durante diez días seguidos. Con mal tiempo. Sobre peñascos.

Nattie se sentó muy recta, con las lágrimas corriéndole por la cara como agua por un acantilado. Se frotó las mejillas y miró en torno a la habitación que ya no podía ver.

—Vaya, he estado metida en un agujero mugriento todo este tiempo, Fawn, cariño. ¿Por qué no lo dijiste? Voy a hacer que los chicos me pinten las paredes, eso voy a hacer.

—Me parece una buena idea —dijo Fawn—. Pero yo no estaré aquí.

—No, pero yo sí. —Nattie respiró hondo, resueltamente.

Tras algunos minutos más para recuperar su estabilidad, Nattie plantó el bastón en el suelo y se levantó.

—Bien, vamos, venid los dos. Vamos a empezar con esto.

Fawn y Dag salieron tras ella del cuarto del telar; una vez pasaron la puerta de la cocina, Fawn se acercó al lado izquierdo de Dag, y él le pasó el brazo por la espalda para darle apoyo, y quizá también para apoyarse él. Toda la familia estaba sentada en torno a la mesa con la lámpara, Mamá y Papá y Fletch en el extremo más cercano a ellos, Reed y Rush y Whit al otro. Alzaron la vista, cautelosos. Si habían estado hablando, habían mantenido las voces muy bajas; o quizá no se habían atrevido a hablar en absoluto.

¿Están todos? —murmuró Nattie.

—Sí, Tía Nattie.

Nattie se colocó en el centro de la cocina y golpeó el suelo con su bastón, irguiéndose para una Declaración Formal como Fawn había visto escasísimas veces, la última cuando Nattie zanjó la discusión con los airados Bowyers por los daños de aquella carrera de vacas con los gemelos y Whit, años atrás. Nattie tomó una larga bocanada de aire; todos los demás contuvieron el aliento.

—Estoy satisfecha —anunció en voz alta—. Fawn tendrá su patrullero. Dag tendrá su Chispa. Ocupaos de eso, Tril y Sorrel. El resto —los miró; cuando se lo proponía, la mirada fija de sus ojos ciegos causaba un efecto extraordinario—, ¡comportaos, por una vez!

Y se dio la vuelta y caminó rápidamente de vuelta a la sala de su telar. En caso de que alguien fuera lo bastante estúpido como para discutir su última palabra, giró garbosamente el bastón y cerró con él la puerta de golpe.

Capítulo 17

Dag se despertó tarde y empapado en sudor, para enterarse de que su siguiente obligación en este baile era ir con Fawn y sus padres a West Blue a registrar sus intenciones con el secretario del pueblo, y a rogar su asistencia oficial a la boda. Fawn se mostró inquieta y nerviosa mientras ayudaba a Dag a afeitarse, lavarse y vestirse, lo que al principio le confundió, porque para ella la ayuda se había convertido ya en una rutina muy natural, y a pesar de su fatiga él no estaba malhumorado ni gruñón esa mañana. Por fin, se dio cuenta de que esa mañana verían a gente que no era la familia, gente a la que ella había conocido toda su vida. Y viceversa. Sería la primera vez que la mayoría de West Blue vería a Dag el Andalagos, ese tipo larguirucho que Fawn Bluefield llevó a casa, o como se le conociera en los cotilleos locales.

Intentó que su imaginación no descendiera hacia las posibilidades más desagradables, pero no pudo evitar pensar que el único habitante de West Blue que había conocido hasta el momento era Sunny el Estúpido. Parecía mucho esperar que Sunny no fuera dado a esparcir rumores, y ya se había visto que tenía costumbre de alterar los hechos para que le favorecieran. Era más probable que su humillación le hiciera taimado antes que discreto. Los Bluefields podían ser los únicos aliados de Dag en la comunidad de granjeros; era un hilo muy delgado del que depender. De modo que dejó que Fawn siguiera con sus intentos de dejarlo presentable, por muy inútiles que parecieran.

El pueblecito, a tres millas al sur por la sombreada carretera del río, parecía tranquilo y pacífico mientras Sorrel guiaba el carro de la familia por la calle principal, que parecía ser también la única calle. Era un día de nubes algodonosas contra un cielo azul completamente desprovisto de cualquier asomo de lluvia, lo que ayudaba a fingir buen humor. Los motivos principales de la existencia del pueblo parecían ser un molino, una pequeña serrería, y el puente para carros de leñadores, que mostraba señales de haber sido ensanchado recientemente. En torno a la pequeña plaza del mercado, muy tranquila en esos momentos, había una herrería, una taberna, y algunas casas, la mayoría construidas con las piedras locales de cerca del río. Sorrel detuvo el carro frente a una de ellas y abrió el camino al interior. Dag se inclinó para pasar por el dintel, evitando por poco una conmoción cerebral.

Se irguió con cuidado y vio que el techo era lo bastante alto. La habitación delantera parecía un cruce entre el salón de una granja y la tienda de consejo de un campamento, con bancos, una mesa, y estantes llenos de documentos, pergaminos enrollados y libros de actas encuadernados. Los papeles se derramaban por las habitaciones adyacentes. Por el oscuro pasillo apareció el secretario que al parecer, por el modo en que se estaba sacudiendo las rodilleras de los pantalones, había estado trabajando en el jardín. Era de mediana edad o un poco mayor, de nariz afilada, tripón, y alegre, y fue presentado a Dag con el muy granjero nombre de Shep Sower.

Saludó a los Bluefields como a viejos amigos y vecinos, pero quedó claramente sorprendido por Dag.

—¡Vaya, vaya, vaya! —dijo, cuando Sorrel, con la decidida ayuda de Fawn, explicó la razón de su visita—. ¡Así que es verdad! —Su rechoncha pero igualmente alegre mujer apareció, miró boquiabierta a Dag, hizo una cortesía muy parecida a la de Fawn cuando se lo presentaron, sonrió un poco frenéticamente, y arrastró a Tril fuera del alcance de la voz.

El proceso de registro no era complicado. El secretario tuvo que encontrar primero el libro de registros correcto, grande y grueso y encuadernado en cuero, lo puso sobre la mesa, lo abrió por la página más reciente, y escribió la fecha y algunas palabras bajo otras entradas similares. Pidió el lugar, fecha de nacimiento y nombres de los padres de ambos contrayentes; ni siquiera preguntó antes de escribir los de Fawn, aunque su mano dudó y la pluma salpicó un poco cuando Dag dijo su fecha de nacimiento; tras una mirada indecisa hacia arriba, secó la tinta apresuradamente y pidió a Dag que la repitiera. Sorrel le entregó el borrador del acuerdo matrimonial, para que lo pasara a limpio, y Sower lo leyó rápidamente e hizo algunas preguntas.

Dag descubrió entonces que se cobraba por este servicio, y que era costumbre que el novio pagara. Por fortuna, llevaba consigo su bolsa, y más afortunadamente aún, porque este viaje se alargaba mucho más de lo que había planeado, todavía tenía algunas monedas de cobre de Silver Shoals, que bastaron. Hizo que Fawn cogiera la bolsita de su cinturón y pagara. Al parecer también podía pagarse en especie, si uno no tenía dinero en metálico.

—Siempre viene alguien que no sabe o no puede escribir su nombre —informó Sower a Dag, indicando su cabestrillo con la cabeza—. Yo firmo en su lugar, y ellos ponen su marca, y los testigos firman para corroborarlo.

—Hace seis días que me rompí el brazo —dijo Dag un poco tenso—. Creo que para esto puedo arreglármelas. —Dejó que Fawn firmara primero, mirándola atentamente. Luego le hizo mojar de nuevo la pluma y deslizársela entre los dedos. La presa era dolorosa pero no imposible. No fue su mejor firma, pero era claramente legible. El secretario alzó las cejas ante esta muestra de habilidad caligráfica.

La mujer del secretario y la madre de Fawn volvieron. La mirada de la señora Sower a Dag se había vuelto asombrada. Inclinando con curiosidad la cabeza, leyó:

—Dag Redwing Hickory Oleana.

—¿Oleana? —dijo Fawn—. Es la primera vez que lo oigo.

—Entonces serás la señora Fawn Oleana, ¿eh? —dijo Sower.

—En realidad ése es mi nombre de territorio —intervino Dag—. Redwing es mi nombre de familia, podríamos decir.

—Fawn Redwing —murmuró Fawn experimentalmente, frunciendo el ceño con concentración—. Huh.

Dag se rascó la frente con un lado del garfio.

—Es más complicado. La costumbre de los Andalagos es que el hombre tome el nombre de la tienda de la mujer, por lo cual yo sería, ehm… Dag Bluefield West Blue Oleana, supongo.

Sorrel pareció horrorizado.

—¿Qué hacemos entonces, nos cambiamos los nombres? —preguntó Fawn muy confusa—. ¿O tomamos ambos? Redwing-Bluefield. Hum. ¿Redfield? ¿Bluewing?

—Podríais ser algo morado[2] —sugirió Sower jovialmente, con una risa ahogada.

—¡No puedo pensar en nada morado que no suene estúpido! —protestó Fawn—. Bueno… el saúco, imagino. Es un poco de los lagos.

—Ya está cogido —le dijo Dag con tono neutral.

—Bueno… bueno, aún tenemos unos días para pensarlo —dijo Fawn valientemente.

Sorrel y Tril se miraron, tomaron aire para darse fuerzas, y se inclinaron para firmar. La boda fue fijada lo antes posible tras los tres días que tenían que pasar para que el secretario pudiera hacer acto de presencia oficial, lo que para patente alivio de Fawn sería la tarde del tercer día.

—¿Tienes prisa? —preguntó Sower con calma, y aunque Dag no captó enseguida su mirada de soslayo al vientre de Fawn, ella si lo hizo, y se envaró.

—Por desgracia, tengo obligaciones que atender entre los míos —dijo Dag severamente, dejando descansar su muñequera en el hombro de ella. De hecho, aparte de evitar el pánico llegando al campamento antes que la patrulla de Mari, hasta que su condenado brazo curara iba a ser tan inútil en Hickory Lake como lo era aquí en West Blue. Daba igual dónde se sentara rechinando los dientes de impotencia, aunque al menos West Blue tenía más novedades. Pero el inquietante misterio del cuchillo de vínculo estaba siempre presente, como un picor en el fondo de su mente, bien enterrado bajo todas las nuevas distracciones pero sin desaparecer del todo.

Cuando Dag, Fawn y sus padres salieron por la puerta, tres personas que habían estado mirando por la ventana se sobresaltaron y fingieron que habían ido caminando calle abajo. Al otro lado de la calle, un par de chicas jóvenes se abrazaron y juntaron las cabezas, soltando risitas. Unos muchachos que vagueaban frente a la taberna se apartaron de la pared y desaparecieron en el interior, dos de ellos a toda prisa.

—¿No era Sunny Sawman ese que acaba de entrar en la taberna de Millerson? —dijo Sorrel, entrecerrando los ojos.

—¿Y no iba Reed con él? —dijo Fawn, con más curiosidad.

—¡Así que ahí es donde se ha ido esta mañana! —dijo Tril indignada—. Voy a despellejar a ese chico.

—La casa de los Sawman es la segunda granja al sur del pueblo —informó Fawn a Dag en voz baja.

Él asintió, comprendiendo. La taberna de West Blue sería un buen sitio para pasar el rato, a pesar de ser también el lugar de reunión de toda la comunidad, por las descripciones que Dag había oído. Sunny debía haberse dado cuenta de que su secreto estaba a salvo, o su relación con los gemelos Bluefield sería ahora muy diferente; si no estaba agradecido, al menos el alivio debería hacerle más circunspecto. ¿Serían esos otros chicos los amigos con los que Sunny había amenazado la reputación de Fawn? ¿O había sido una amenaza vacía, y Fawn se la había creído? No había manera de decirlo ahora. No era probable que se dedicaran a hablar mal de ella en presencia de sus hermanos.

Subieron todos al carro, y Sorrel, chasqueando la lengua, hizo retroceder al caballo y dio la vuelta al vehículo. Golpeó las riendas contra la grupa del caballo y éste se puso obedientemente al trote. West Blue quedó atrás.

Tres días. No había ninguna razón en concreto por la que esa sencilla frase hiciera que su estómago quisiera dar volteretas, pensó Dag, pero… tres días.

Después de la comida del mediodía, Dag apartó las extrañas costumbres granjeras de su mente a favor de las propias. Salió con Fawn a recolectar por las cercanías de la granja.

—¿Qué estamos buscando, en realidad? —le preguntó ella, mientras él tomaba la delantera hacia el viejo granero.

—No hay una receta concreta. Cosas que se puedan hilar y que signifiquen algo para nosotros, para poder atrapar nuestras esencias en ellas. El pelo de alguien siempre es bueno, pero el mío no es lo bastante largo para poder usarlo solo, y nunca hace daño tener cuantos más ganchos mejor. La crin de caballo aportará longitud y fuerza, me imagino. Se usa a menudo, y no sólo para cordones de unión.

A la fresca sombra del granero, Fawn recogió dos puñados de largos y robustos pelos de las colas y crines de Grace y Mocasín. Dag se inclinó sobre la partición del establo, con los ojos entrecerrados, recordando suavemente a Mocasín su acuerdo de que el animal trataría a Fawn con toda la ternura de una yegua hacia su potranca, o si no sería echado a los lobos. Los caballos no razonan en base a consecuencias tanto como en base a asociaciones, y el zanquilargo castaño tenía menos seso que muchos, pero a base de arte esencial repetitivo Dag había conseguido inculcarle esa idea. Mocasín mordisqueó y frotó y hocicó a Fawn, soportó que le arrancaran crines sin apenas estremecerse, comió trozos de manzana de su mano sin morder, y miró a Dag con prevención.

No había lirios de agua en los terrenos de los Bluefield, y en todo caso Dag no estaba seguro de que sus tallos sirvieran para fibras como los de Hickory Lake, pero para su deleite, más allá de los campos más altos descubrieron una zanja llena de espadañas que albergaban varios nidos de tordos alirrojos. Sostuvo en el garfio los zapatos de Fawn y murmuró palabras de aliento, sonriendo ante su expresión de asco y determinación mientras ella chapoteaba en el barro recogiendo una buena cantidad de tallos y penachos de espadaña. Después recorrieron los márgenes y cruzaron una y otra vez los campos en barbecho. Todavía no era época para la seda de asclepias, ya que las aromáticas flores apenas estaban empezando a florecer, y los tallos eran inútiles, pero finalmente descubrieron algunas ramas marrones y secas del otoño anterior, cuyas vainas no se habían abierto, y Dag consideró que ya tenían suficiente.

Lo llevaron todo de vuelta al cuarto del telar de Nattie, donde Fawn deshizo los penachos de espadaña y sacó las semillas de asclepia, y Nattie preparó sus propias fibras: lino para aportar resistencia, un poco de precioso algodón comprado al sur de Grace River para dar suavidad y algo que ella llamó traba, y lino de ortiga para el brillo, todo ello teñido de oscuro con tinte de nueces. Fawn se mordió el labio y se dispuso a cortar el cabello, yendo con mucho cuidado con el de Dag, no tanto para no apuñalarle con las tijeras como, él se dio cuenta de pronto, para que pasado mañana no pareciera un espantapájaros. Luego ella se colocó frente a un pequeño espejo para cortar cuidadosamente algunos de sus rizados mechones. Dag se sentó disfrutando en silencio al verla retorcerse, contando las horas hacia atrás desde la última vez que se acostaron juntos, y hacia delante hasta su siguiente oportunidad. Tres días…

Bajo la estrecha supervisión de su tía, Fawn mezcló los ingredientes en dos cestas hasta que Nattie, hundiendo en ellas los brazos y palpándolas mientras fruncía el ceño pensativa de un modo que hizo que Fawn contuviera el aliento, las declaró listas para el siguiente paso. Disponer tan variopinta masa de fibras en los largos rollos para el hilado sólo podía hacerse cardando con mucho cuidado y habilidad, e incluso los voluntariosos dedos de Fawn parecían cansados al final.

Empezaron el hilado después de la cena. Los hombres de la familia tenían alguna vaga idea de que los tres estaban dedicados a algún extraño proyecto Andalagos para complacer a Dag, pero todos habían sido enseñados a no entrometerse en los dominios de Nattie, y Dag dudaba de que sospecharan que había magia, de tan sutil e invisible como era ésta. Se dedicaron a sus asuntos habituales. Tril entraba y salía a veces desde su trabajo en la cocina, miraba pero no decía gran cosa.

Tras un poco de discusión, se decidió que Fawn hilaría después de todo; ella estaba segura de que Nattie lo haría mejor, pero Dag estaba seguro de que cuanto más de ella hubiera en el trabajo, más probabilidades tendría de enredar su esencia en el cordón. Eligió hilar en la rueca, un artilugio que Dag nunca había visto en funcionamiento antes de llegar a la granja, diciendo que se le daba mejor que el huso. Cuando se sentó y reunió los materiales y su valor, el trabajo fue mucho más rápido de lo que Dag había esperado. Finalmente ella alargó triunfalmente a Nattie, para que las inspeccionara, dos madejas de resistente pero bastante áspero hilo de dos hebras, con una textura entre hilo y cordel.

—Nattie podría haberlo hilado más suave y regular —suspiró Fawn.

—Mmm —dijo Nattie, palpando las madejas. No discutió, pero dijo—: Servirá.

—¿Seguimos? —preguntó Fawn, ansiosa. Era noche cerrada, y durante la última hora habían trabajado a la luz de las velas.

—Estaremos más descansados por la mañana —dijo Dag.

—Estoy bien.

Yo estaré más descansado por la mañana, Chispa. Ten piedad de un viejo patrullero, ¿eh?

—Oh. Es verdad. El arte esencial te agota mucho —tras un momento de duda, añadió—: ¿Esto será tan malo como lo del cuenco?

—No. Esto es mucho más natural. Además, lo he hecho antes. Bueno… En realidad la madre de Kauneo hiló aquella vez, porque ninguno de los dos sabíamos. Pero cada uno de nosotros hizo el trenzado, para atrapar nuestras esencias.

Fawn suspiró.

—No voy a ser capaz de dormir esta noche.

De hecho, sí lo hizo, aunque no antes de que Dag oyera a través de la puerta a Nattie diciéndole que se calmara, que era peor que dormir con chinches. La suave risita de Fawn fue su último recuerdo de la noche.

Se reunieron de nuevo en el cuarto del telar después del desayuno, en cuanto el resto de la familia salió. Esta vez, Dag cerró la puerta con firmeza. Habían dispuesto un banco sacado del porche para que Fawn pudiera sentarse en él a horcajadas con Dag directamente tras ella. Nattie se sentó en una silla junto a la rodilla de Fawn, escuchando con la cabeza inclinada, su débil sentido esencial intentando extenderse más allá de su límite normal a flor de piel. Dag miró a Fawn practicar con un poco de hilo sobrante; era un trenzado de cuatro hebras que daba un cordón muy fuerte, un diseño que los Andalagos llamaban tallo de menta por su sección cuadrada y que los granjeros llamaban igual, lo que dejó perplejo a Dag.

—Empezaremos con mi cordón —le dijo—. Lo más importante es que, una vez tenga mi esencia anclada en el trenzado, no te detengas, o se romperá la esencia, y tendremos que deshacerlo todo y empezar desde el principio. Lo que, de hecho, podemos hacer sin problemas, pero es un poco frustrante llegar casi hasta el final y entonces estornudar.

Ella asintió seria y lo preparó todo, anudando las cuatro hebras a un clavo hundido en el banco ante ella. Extendió los ovillos de hilo, tragó saliva, y dijo:

—Muy bien. Dime cuándo empiezo.

Dag se enderezó y sacó el brazo derecho del cabestrillo, colocándose detrás de ella tan cerca como para tocarla, besándole la oreja para darle ánimos y hacerla sonreír, consiguiendo quizá lo primero pero no lo segundo. Miró por encima de su cabeza y puso sus brazos sobre los de ella, dejando que su mano y garfio tocaran, primero la fibra, luego los dedos de ella, y dejándolos por encima de las manos de Fawn. Su esencia, fluyendo desde su mano derecha, se enredó enseguida en las gruesas hebras.

—Bien. La tengo anclada. Empieza.

Sus hábiles manos empezaron a tirar, girar, retorcer, repetir. Sentía claramente los tirones a medida que el delgado hilo de su esencia se trenzaba bajo su toque, y recordó de nuevo la extraña sensación que había sentido por primera vez en una tienda tranquila en la boscosa Luthlia. Era aún muy extraña, aunque no desagradable. La habitación estaba muy silenciosa, y pensó que casi podía ver el movimiento de las luces y sombras por la ventana a medida que el sol matutino subía por el cielo del este.

Su brazo derecho temblaba y sus hombros le dolían para cuando ella tuvo un poco más de dos pies de cordón.

—Bien —le susurró al oído—. Basta. Átalo.

Ella asintió, hizo el nudo final, y tensó las hebras.

—¿Nattie? ¿Lista?

Nattie se inclinó con las tijeras y, guiada por Fawn, cortó por debajo del nudo. Dag sintió el latigazo en su esencia, y controló un jadeo.

Fawn se estiró y se puso en pie de un salto. Ansiosamente, se dio la vuelta y le alargó el cordón a Dag.

Él indicó con la cabeza que le pasara el cordón entre los dedos que asomaban por el cada vez más mugriento vendaje. La sensación era muy extraña, como ver un trozo de sí mismo en un espejo deformante, pero el entrelazado era firme y seguro.

—¡Bien! ¡Hecho! ¡Lo hemos conseguido, Chispa, Tía Nattie!

Fawn sonrió como un rayo de sol y puso el cordón en manos de su tía. Nattie lo palpó y sonrió también.

—Cielos. Sí. Incluso yo puedo sentirlo. Me trae recuerdos, ya lo creo. ¡Bien hecho, niña!

—¿Y el otro? —dijo ella, ansiosa.

—Recupera el aliento —aconsejó Dag—. Camina un poco, relaja los músculos. El siguiente será un poco más complicado —el siguiente podía resultar imposible, admitió desolado para sí, pero no iba a decirle eso a Chispa; para estas cosas tan sutiles, la confianza era importante.

—¡Oh, sí, te deben doler los hombros también! —exclamó ella, y corrió para subirse al banco tras él y masajearlos con sus fuertes manitas, un ejercicio al que él no podía poner objeciones, aunque se las arregló para no caer de bruces sobre el banco y derretirse. Recordó qué más cosas podían hacer esas manos, luego intentó no hacerlo. Necesitaría toda su concentración. Dos días sólo…

—Ya es suficiente, descansa los dedos —dijo heroicamente tras un rato. Se levantó y caminó por la habitación, preguntándose qué más podía hacer, o debía hacer, o no había hecho, para conseguir que la siguiente y más crítica tarea tuviera éxito. Estaba a punto de entrar en el preocupante y poco familiar territorio de las cosas que no había hecho antes; de cosas que nadie había hecho antes, que él supiera. Ni siquiera en baladas.

Se sentaron de nuevo en el banco, y Fawn ató las cuatro hebras de su hilo en el clavo.

—Cuando quieras.

Dag inclinó la cabeza y respiró el aroma de su cabello, intentando calmarse. Pasó su rígida mano y el garfio suavemente por los brazos de ella un par de veces, intentando coger cualquier fragmento, cualquier abertura en la esencia que percibía arremolinándose, tan vital, bajo su piel. Espera, ahí había algo…

—Empieza.

Sus manos empezaron a moverse. Tras apenas tres pasadas, él dijo:

—Espera, no. Para. Eso no es tu esencia, es la mía otra vez. Perdón, perdón.

Ella exhaló, enderezó la espalda, se acomodó mejor, y deshizo su trabajo.

Dag se sentó un momento con la cabeza inclinada, los ojos cerrados. Su mente volvió al incómodo recuerdo del arte de esencia que había practicado con la mano izquierda en el cuenco dos noches atrás. La fractura de su brazo derecho debilitaba la esencia dominante de ese lado; quizá el izquierdo trataba de compensar ahora al derecho, como el derecho había hecho durante tanto tiempo por el mutilado brazo izquierdo. Esta vez, se concentró en intentar la esencia de la mano izquierda de Fawn. Acarició el dorso de su mano con el garfio, pellizcó con dedos fantasmales que no estaban allí, casi… ¡ahí! Tenía algo asido, frágil y delgado, y esta vez no era suyo.

—Adelante.

De nuevo las manos de ella echaron a volar. Había completado doce pasadas del trenzado cuando él sintió que el tenue enlace se rompía.

—Para —suspiró—. Lo he perdido otra vez.

—¡Ngh! —exclamó Fawn, frustrada.

—Chist, calla. Casi teníamos algo.

Ella deshizo el trenzado, y movió los hombros, y frotó la cabeza contra su pecho; él casi podía ver su mueca, aunque desde este ángulo todo lo que veía era su pelo y su nariz. Y luego lo sintió cuando la mueca se volvió pensativa.

—¿Qué pasa? —dijo.

—Tú lo dijiste. Dijiste que la gente pone su pelo en los cordones porque fue parte de su esencia una vez, de modo que era fácil encontrarla, enlazarla. Porque era parte de sus cuerpos, ¿verdad? Un cuerpo vivo crea su esencia.

—Cierto…

—Y también dijiste una vez, una noche cuando te pregunté tantas cosas sobre las esencias, que la sangre de la gente vive durante un tiempo después de salir de sus cuerpos, ¿verdad?

—Qué vas a… —empezó él incómodo, pero se interrumpió cuando ella le cogió el garfio y lo llevó ante sí. Él sintió presión y un tirón, luego otro, a través del arnés del brazo.

—Espera, para, Chispa, que estás… —se inclinó hacia delante y vio para su horror que se había abierto las yemas de los dedos índice con la no especialmente afilada punta del garfio. Se apretó cada mano con la otra para hacer fluir la sangre, y tomó de nuevo las hebras.

—Prueba otra vez —dijo en un gruñido absolutamente decidido—. Vamos, rápido, antes de que deje de sangrar. Inténtalo.

No podía desoír una petición tan asombrosa. Con una fiereza que casi igualaba a la de ella, pasó las manos, la de verdad y la fantasmal, por sus brazos de nuevo. Esta vez, su esencia casi saltó a los hilos ensangrentados, uniéndose firmemente.

—Adelante —susurró él.

Y sus manos empezaron a doblar y retorcer y tirar.

—Me estás dando un susto de muerte, Chispa, pero funciona. No pares.

Ella asintió. Y no paró. Terminó su cordón, más o menos de la longitud del que habían hecho para él, justo cuando sus dedos dejaron de sangrar.

—Nattie, cuando quieras.

Nattie se inclinó y cortó bajo el nudo final. Dag sintió cómo la esencia de Fawn volvía a su sitio como la suya había hecho.

—Perfecto —le aseguró—. Dioses ausentes, está bien.

—¿De verdad? —Ella se volvió a mirarle, con la cara tensa—. No he sentido nada. No he sentido nada ninguna de las dos veces. ¿De verdad?

—Ha sido… Has estado… —buscó las palabras adecuadas—. Has sido muy lista, Chispa. Ha sido más que lista. Has sido brillante.

La tensión se convirtió en un relámpago de gloria, brillándole en los ojos.

¿De verdad?

Yo no hubiera dado ese salto mental.

—Bueno, claro que no lo hubieras hecho —ella resopló—. Te hubieras puesto todo protector o hubieras discutido conmigo.

Él le dio un abrazo, y la sacudió un poco, y sintió una nueva y extraña simpatía por sus padres y su ambigua reacción ante su vuelta a casa aquella primera noche.

—Probablemente tienes razón.

—Claro que tengo razón. —Ella soltó una risita más propia de Chispa.

Él se echó hacia atrás, soltándola, y deslizó de nuevo su dolorido brazo derecho en el cabestrillo.

—Por el amor del cielo, ve a lavarte enseguida los dedos. Con mucho jabón fuerte. No sabes dónde ha estado ese garfio.

—Por todas partes, ¿no? —le dedicó una alegre sonrisa por encima del hombro, acarició de nuevo su cordón, y salió bailando hacia la cocina.

Nattie se inclinó y cogió el nuevo cordón del banco, deslizándolo pensativa entre los dedos.

—No tenía ni idea de que iba a hacer eso —se disculpó Dag débilmente.

—Nunca la tienes, con ella —dijo Nattie—. Te mantendrá alerta, me parece, patrullero. Quizá más de lo que creías. Lo curioso es que crees que sabes lo que haces.

—Solía hacerlo —suspiró él—. Aunque eso puede deberse a que sólo estaba haciendo las mismas cosas una y otra vez.

Chispa volvió de la cocina, arrastrando a su madre para que viera el trabajo terminado. Dag confió en que Fawn no mencionara el último detalle de la sangre. Tril y Nattie se pasaron los cordones de una a la otra; Tril dio un tirón a uno, asintiendo pensativa ante su resistencia. Cuadró los hombros y metió la mano en el bolsillo de su delantal.

—Nattie, ¿te acuerdas de aquel collar que tenía mamá con las seis cuentas de oro, una por cada hijo, que se rompió aquella vez que el carro volcó en la nieve, y que nunca hizo arreglar porque no encontró todos los trozos?

—Oh, sí —dijo su hermana.

—Me lo quedé yo, y tampoco lo arreglé nunca. Ha estado en el fondo de un cajón durante años y años. He pensado que a lo mejor podrías usar las cuentas para rematar los nudos de los cordones.

Fawn, excitada, miró la mano de su madre y cogió una de las cuatro alargadas cuentas de oro, mirando a través del agujero.

—Nattie, ¿podemos? Dag, ¿estará bien?

—Creo que será un bonito regalo —dijo Dag, cogiendo una que le ofreció Fawn para que la examinara. De hecho, no estaba seguro de que no fueran una oración. Miró a Tril, que le dedicó un asentimiento breve, casi inexpresivo—. Son muy hermosas. Quedarán muy bien contra el trenzado oscuro y harán que los extremos cuelguen mejor. Me sentiré honrado de aceptarlas.

Cuentas y cordones fueron puestos en las hábiles manos de Nattie, que prontamente sujetó las cuentas de oro a los extremos, cortando las hebras de hilo que sobresalían de los nudos finales en pulcros flecos. Cuando terminó, los dos cordones, uno un poco más oscuro, el otro con un leve brillo cobrizo, relucieron en su regazo como cosas vivas. Cosa que eran, en cierto sentido.

—Quedará bien, cuando Fawn vaya a tu país —dijo Tril—. Sabrán que somos… que somos gente respetable. ¿No crees, patrullero?

—Sí —dijo él, oyendo la súplica en su voz y esperando no estar mintiendo.

—Bien —asintió ella de nuevo.

Nattie se hizo cargo de los cordones, guardándolos hasta pasado mañana, cuando se ocuparía de atarlos a la extraña pareja. Entrelazados y bendecidos, los cordones completarían la unión de esencias, si ambos corazones lo deseaban, como signo y señal de una unión válida que cualquier Andalagos con sentido esencial podría atestiguar. Fielmente creados. Dag estaba seguro de que recordaría este momento de creación durante toda su vida, tanto tiempo como llevara el cordón en torno al brazo, y cómo Chispa había derramado la sangre de su corazón tan furiosamente sobre él. Y sí su auténtico corazón se detiene, lo sabré.

Capítulo 18

Un día, fue el primer pensamiento de Dag cuando se despertó a la mañana siguiente.

Había esperado que la víspera de la boda fuera un día de tranquilos preparativos para la pequeña ceremonia familiar, quizá con tiempo para meditar con la adecuada seriedad sobre el paso que estaba a punto de dar, y también para calmar la estridente voz de su cabeza, ¿Qué estás haciendo? ¿Cómo has acabado aquí? ¡Esto no estaba en tus planes! ¿Tienes idea de lo que va a pasar cuando llegues a casa? Un simple No le pareció a Dag respuesta suficiente a la última pregunta. Intentó ignorar preguntas más complicadas, del tipo de ¿Cómo vas a proteger a Chispa si no puedes siquiera protegerte a ti mismo?, o ¿Qué pasará si hay niños, si hay mestizos?, aunque esta última llevó directamente a ¿Serán bajitos y fogosos?, y tomó impulso a partir de ahí.

Pero después del desayuno llegaron a la granja Bluefield, no el par de amigas de Fawn que había esperado vagamente, sino dos amigas, cinco de sus hermanas, cuatro cuñadas, unas cuantas primas, y un número indeterminado de madres y abuelas. Eran como una plaga de langosta al revés, trayendo enormes cantidades de comida con manos que producían y ordenaban en lugar de consumir y destruir. Hablaban, reían, cantaban, al menos las más jóvenes soltaban risitas, y llenaron la casa hasta reventar. Los varones Bluefield huyeron a las cuatro esquinas de la granja. Dag, fascinado, se quedó. Durante algún tiempo.

Las presentaciones no estuvieron mal, aunque consiguió sobre todo silencios intimidados o risitas nerviosas en respuesta. Las más valientes, sin embargo, viendo cómo Fawn le ayudaba, también quisieron probar, y en breve se encontró esquivando intentos de darle de comer y de beber como si fuera alguna extraña mascota nueva. Intentó no pensar Cebado para la matanza. Una tropa aún más risueña, encabezada esta vez por una matrona más severa, junto a Fawn, que se negó a explicar nada, lo acorraló con cordeles y procedió a medir diversas partes de su cuerpo —felizmente para su zarandeada ecuanimidad, ésa no—, y se fueron de nuevo flotando entre ráfagas de risas. El cuarto del telar de Nattie, normalmente un refugio tranquilo, estaba repleto, y la cocina estaba, no sólo llena de gente, sino también intolerablemente recalentada por todos los fogones funcionando a tope. Hacia el mediodía, Dag siguió a los hombres a un exilio voluntario, aunque se quedó lo bastante cerca para oír las canciones que flotaban por las ventanas abiertas. Con todos los varones fuera, algunas de las canciones se volvieron sorprendentemente escandalosas; era una fiesta de boda, después de todo. Se alegró de que Fawn no se viera privada de estos detalles por su extraña elección de pareja.

La ayuda femenina se fue antes de la cena, con planes de volver a la mañana siguiente para los últimos preparativos, pero fue más tarde cuando Dag encontró su momento para pensar. Se sentó en el porche delantero, con las piernas colgando sobre el borde, mirando el tranquilo valle pasar del verde dorado a un gris apagado mientras se ponía el sol. En los aleros del viejo granero, las suaves y grises tórtolas lanzaban sus suaves y grises arrullos. Era la vista favorita de la granja para Dag, y pensó que quien se hubiera instalado allí originalmente debía haber compartido el mismo placer. Se sentía extrañamente desvinculado, dejando atrás todas sus viejas certezas, sin otras nuevas para reemplazarlas. Salvo por Chispa. Y ella era un extraño punto fijo en su vertiginoso mundo, porque se movía tan rápido que él temía que si parpadeaba la perdería.

Vio a Rush andando camino abajo en la creciente oscuridad. Después del episodio del cuenco, los gemelos habían dejado de lanzarle pullas, pero sólo porque evitaban hablar con él en absoluto. Si no podía hacer amigos, ¿quizá la intimidación funcionaría? Por contraste, Whit se mostraba ahora fascinado por Dag, siguiéndole como si tuviera miedo de perderse otro espectáculo mágico. Dag intentó tratarle como a un patrullero joven especialmente irresponsable, lo que pareció funcionar. Si su brazo no estuviera roto, podía haberse ofrecido para enseñar a Whit a tirar con arco, lo que hubiera ayudado a que se llevaran mejor. Su comentario de pasada al respecto hizo a Whit decir, mostrándose dispuesto en un grado que le sorprendió:

—¿Cuando vuelvas, quizá?

Lo que le hizo preguntarse: ¿volverían alguna vez? La mitad de la intención original de Dag al proponer matrimonio había sido reparar los puentes de Fawn en caso de necesidad… en caso de su muerte, por decirlo claramente. Un Andalagos intentaría integrarse en la familia de su novia, encajar como un nuevo hermano de tienda; y la familia a su vez esperaría recibirlo como a uno. Los granjeros acogían a nuevas hermanas, no a nuevos hermanos, y no estaban acostumbrados al cambio de papeles. A Dag le había llevado algún tiempo darse cuenta de que los únicos miembros de la familia a los que tenía que convencer para poder llevarse a Fawn eran los mayores, y ellos a su vez esperaban que alguien viniera a llevársela, en cualquier caso. El caso de Dag no era una inversión de costumbres, sino una modificación. Las preguntas que esto planteaba ante el regreso a casa de Dag eran insistentes y molestas, más aún porque Fawn no podía prever la mayoría de ellas.

Y ahí venía Rush de nuevo, camino arriba. Vio a Dag en el porche y torció hacia él entre la casa y el viejo granero, un área de hierba donde a veces dejaban pastar a las ovejas. Lo que las ovejas no se comían era segado una vez al año para evitar que los bosques crecieran de nuevo y taparan la vista. Rush, se dio cuenta Dag cuando lo vio acercarse, estaba tenso, y Dag sopesó abrir más su sentido esencial, aunque probablemente le resultaría desagradable.

—Hey, patrullero —dijo Rush—. Fawn te busca. En la carretera al final del camino.

Dag parpadeó una vez, despacio, para ocultar el hecho de que acababa de abrir su sentido esencial al máximo. Fawn, determinó primero, no estaba al final del camino, sino casi fuera de su percepción al oeste, arriba en la cresta. No estaba sola —¿con Reed?—, pero no parecía estar en ningún apuro especial. ¿Entonces por qué mentía Rush? Ah. Los bosques allí abajo no estaban desiertos. Escondidos entre los árboles cerca de la carretera había los borrones de cuatro caballos, quietos… ¿atados? Cuatro personas los acompañaban. Tres esencias indistintas que no conocía, pero identificó la cuarta como la de Sunny el Estúpido. ¿Sería una suposición muy aventurada pensar que los otros tres eran también rudos muchachos granjeros? Dag pensó que no.

—¿Ha dicho por qué? —preguntó Dag, para conseguir un momento más para pensar.

Rush respiró dos veces mientras inventaba una respuesta; había esperado aparentemente que Dag saltara sin más.

—Algo de la boda —replicó—. No lo ha dicho, pero dice que te des prisa.

Dag se rascó suavemente la sien con el garfio, contento de haber seguido con su costumbre de no discutir las habilidades de los Andalagos con nadie aquí, salvo por Fawn y Nattie. Ahora llevaba ventaja en el juego; intentó figurarse cómo no perder esa ventaja, porque sospechaba que era la única que tenía. Sería divertido quedarse allí y ver cómo Rush se cavaba una fosa cada vez más honda inventando razones inverosímiles para llevar a Dag colina abajo hacia lo que al parecer iba a ser una bonita emboscada. Pero eso dejaría a todo el grupo suelto toda la noche para preparar otros planes. Por poco que Dag quisiera enfrentarse a esto esta noche, le apetecería todavía menos por la mañana. Y sobre todo no quería que afectara a Chispa en absoluto. Sus fraternales enemigos, parecía, se estaban ocupando de eso ahora mismo. Bien.

Dejó que su sentido esencial volara levemente sobre los bosques, que había cruzado a pie varias veces los últimos días, buscando… sí. Justo eso. Una oleada, no de excitación, sino esa peculiar calma que caía sobre él cuando se enfrentaba a un campamento de bandidos o a una malicia en su guarida llevó su mente a otro nivel. Objetivos, eh. Sabía qué hacer con los objetivos. ¿Pero sabrían los objetivos qué hacer con él? Sonrió. Si no, se lo enseñaría.

—Hum… ¿Dag? —dijo Rush, indeciso.

No llevaba su cuchillo de guerra. Bien; no tenía mano para blandirlo. Se levantó y sacudió su brazo izquierdo.

—Claro, Rush. ¿Dónde has dicho?

—Hacia la carretera —dijo Rush, a la vez aliviado y su opuesto. Dioses ausentes, qué mal mentía el muchacho. Dentro de todo, era un punto a su favor.

—¿Vienes conmigo, Rush?

—Enseguida. Adelántate tú. Tengo que coger algo de la casa.

—Muy bien —dijo Dag amablemente, y bajó la colina hacia el camino. Siguió bajando durante algunos cientos de pasos, luego cortó por la ladera boscosa, planeando su ruta. Tenía que sorprender a sus acechadores por el lado correcto para sus propósitos. Se preguntó lo rápido que correrían. Sus piernas eran largas; las de ellos, jóvenes. Mejor no apurarlo mucho.

Mari me daría una paliza por intentar esta tontería. Era un pensamiento extrañamente consolador. Familiar.

Dag bajó con sigilo por la colina, en ángulo, hasta que llegó a unos quince pies por detrás de los cuatro jóvenes escondidos entre los árboles y vigilando el camino. Parece que Sunny ha seguido mi consejo. El crepúsculo acababa de empezar; el sentido esencial de Dag le daría una ventaja considerable en la oscuridad, pero quería que su presa pudiera verle.

—Buenas noches, chicos —dijo—. ¿Me buscabais?

Saltaron y se dieron la vuelta precipitadamente. La cabeza dorada de Sunny brillaba incluso en las sombras. Los otros eran más anodinos: uno corpulento, otro tan musculoso como Sunny, y uno flaco; suficientemente jóvenes para ser temerarios y suficientemente grandes para ser peligrosos. Era una combinación desagradable. Tres de ellos iban armados con mazas, por las que Dag sentía un nuevo respeto. Sunny tenía un palo y un gran cuchillo de caza, este último todavía envainado en su cinturón. De momento.

Sunny recuperó el aliento y gruñó.

—Hola, patrullero. Déjame decirte cómo va a ser esto.

Dag inclinó la cabeza, como si sintiera curiosidad.

—No te queremos aquí. En unos minutos Rush traerá tu caballo y tu equipo, y vas a montar y a cabalgar hacia el norte. Y no vas a volver.

—¡Asombroso! —se maravilló Dag—. ¿Y cómo crees que vas a hacer que eso ocurra, hijo?

—Si no, te llevarás la paliza de tu vida. Y te ataremos a tu caballo y te irás igualmente hacia el norte. Sólo que sin dientes —la sonrisa de Sunny brilló blanca en las sombras, para enfatizar su amenaza. Sus amigos se movieron, un poco demasiado tensos y preocupados para compartir la diversión, aunque uno intentó soltar una risa malhumorada para mostrar su apoyo.

—No es por criticar, pero veo algunos problemas en tu plan. El primero es una notable ausencia de caballo. Me parece que Rush va a tener algunas dificultades para manejar a Mocasín —Dag extendió brevemente su sentido esencial hasta el viejo granero. Ciertamente, los problemas de Rush acababan de empezar. Decidió que no podía permitirse dividir su atención para manejar a su caballo a esta distancia, y rompió el enlace. Habían dicho a toda la familia, durante la cena y delante de Sorrel y Tril, que no se acercaran a Mocasín a menos que Dag estuviera delante. Rush tendría que arreglárselas solo. Dag intentó no sonreír demasiado.

—Patrullero, Fawn puede manejar a tu caballo.

—Ciertamente, ella puede. Pero, sabes, has enviado a Rush. Una pena.

—Entonces puedes echar a andar.

—¿Tras una paliza? Tienes una buena opinión de mi resistencia —suavizó la voz—. ¿Creéis que entre los cuatro podréis conmigo?

Miraron su cabestrillo, su brazo izquierdo mutilado, y se miraron entre sí. Dag se sintió halagado de que no se echaran a reír en este punto. Pensó que deberían, pero no iba a decirlo. El corpulento, de hecho, parecía un poco avergonzado. Sunny, era cierto, se mostraba más cauto. El cuchillo de caza era un nuevo accesorio.

—Para aclarar las cosas, rechazo vuestra invitación de ponerme en camino. No quiero perderme mi boda. Ahora bien, parece que los números van a vuestro favor. ¿Estáis preparados para matarme esta noche? ¿Cuántos de vosotros estáis dispuestos a morir para que eso ocurra? ¿Habéis pensado en cómo se sentirán vuestros padres y familiares por la mañana? ¿Cómo explicarán los supervivientes lo que ha pasado? Matar a alguien es mucho más complicado de lo que parece, y las complicaciones no terminan al enterrar los cadáveres. Hablo por larga experiencia.

Tenía que detenerse; a juzgar por sus expresiones indecisas, sus palabras estaban convenciendo al menos a dos de ellos, y ésa no había sido exactamente su intención al empezar a hablar. Una persecución, ése era el plan. Por fortuna, Sunny y el otro chico musculoso estaban intentando rodearle, alejándose para ponerse en posición y lanzarse sobre él. Para animarles, empezó a retroceder. Y dijo:

—No me extraña que Fawn te llame Sunny el Estúpido.

Sunny alzó la cabeza de golpe. Desde un lado, uno de sus amigos ahogó una carcajada; Sunny le lanzó una mirada de enfado y soltó a Dag de golpe:

—Fawn es una zorra. Pero ya lo sabes. A que sí, patrullero.

Bien, ya basta.

—Tendréis que cogerme primero, chicos. Si sois tan lentos de piernas como de mollera, no tendré ningún problema…

Sunny se lanzó hacia delante, con el palo silbando en el aire. Dag no estaba allí.

Dag estiró las piernas, corriendo colina arriba, esquivando árboles, con las botas resbalando sobre las hojas viejas y las húmedas piedras y los tocones verdinegros. A juzgar por los golpes y gruñidos de dolor, al menos uno de sus perseguidores estaba encontrando la subida igualmente difícil. No quería perder a los chicos en los bosques, pero quería tener una buena ventaja para cuando llegara…

Aquí.

Ah. Hum.

El árbol que había elegido resultó ser un nogal silvestre con un tronco de un pie y medio de grueso, más o menos. Y sin ramas durante los primeros veinte pies. Esto tenía sus ventajas y sus desventajas. Ciertamente a los chicos les resultaría difícil seguirle hasta arriba. Si es que él conseguía subir. Se sacó el brazo derecho del cabestrillo y lo dejó colgar al costado, alzó el brazo izquierdo, clavó el garfio, apretó las rodillas en torno al tronco, y empezó a trepar. Arrancó el garfio, alargó el brazo, clavó, trepó. Otra vez. Otra vez. Estaba a unos quince pies de altura cuando los perseguidores llegaron, sin aliento y maldiciendo y agitando las mazas. Se le ocurrió, pensativo, mientras arrastraba su cuerpo hacia arriba, que incluso sin la desagradable sensación ardiente de los músculos de su hombro izquierdo, estaba confiando muchísimo en una pequeña clavija de madera y unas costuras diseñadas para desgarrarse. La corteza áspera se rompía y chascaba bajo sus rodillas, dejando caer una aromática lluvia de trocitos. Además, si el garfio cedía y él se deslizaba hacia abajo, la corteza tendría un interesante efecto de sierra entre sus piernas.

Llegó a la primera rama gruesa, pasó una pierna y un brazo por encima, se izó, y se puso en pie. Buscó su objetivo. Dioses ausentes, quince pies más para trepar. Arriba, pues.

Una rama seca cedió bajo su pie, lo que le resultó útil en parte, porque la rompió de una patada y la dejó caer sobre la cara alzada del muchacho flaco al que sus amigos habían enviado árbol arriba en pos de Dag. Gritó y cayó, perdiendo ánimos durante un momento. Dag no necesitaba muchos momentos más.

Para su deleite, una piedra pasó silbando junto a él, luego otra.

—¡Ay! —gritó con realismo, para que le lanzaran más.

Un par de misiles subieron y bajaron, seguidos de un golpe carnoso y un enteramente auténtico «¡AY!» desde abajo. Dag se aseguró de que oyeran su risa malvada, a pesar de que a esas alturas estaba jadeando como un fuelle.

Casi en el objetivo. Dioses ausentes, la condenada cosa estaba bien lejos en la rama. Se estiró, sujetándose a la rama sobre la que estaba doblado a través con la axila derecha, los pies deslizándose por la rama oscilante de debajo, deseando casi por primera vez en su vida tener más altura y alcance. Si perdía el equilibrio a esta altura, podía probar rápidamente que era más estúpido que Sunny el Estúpido. Un poco más, un poco más, engancha el garfio en la sujeción… y un buen tirón.

Dag se agarró con fuerza cuando el avispero de avispas carpinteras del tamaño de una sandía se soltó de la rama y empezó su caída de treinta pies. La mayoría de los habitantes estaban en casa para pasar la noche, le dijo su sentido esencial. ¡Despertad! ¡Os atacan! Su débil intento de azuzar a las avispas con su esencia resultó innecesario cuando el avispero chocó contra el suelo y se rompió con un fuerte y satisfactorio crack. Seguido de un zumbido profundo y furioso que se pudo oír desde donde estaba.

Los primeros gritos fueron mucho más satisfactorios, sin embargo.

Se acomodó con la espalda contra el tronco, apoyando los pies en algunas ramas laterales más robustas, recuperando el aliento y dedicándose a añadir algunos refinamientos. Convencer a las furiosas avispas para que subieran por las perneras de los pantalones y entraran por los cuellos de las camisas no resultó tan difícil como había temido, aunque no podía simplemente espantarlas como mosquitos, y eran mucho menos tratables que las luciérnagas. Cuestión de práctica, decidió Dag. Se aplicó a ello con determinación.

—¡Ah! ¡Ah! ¡Las tengo en el pelo, las tengo en el pelo, me están picandoool —le llegó un aullido desde abajo, la voz demasiado aguda para identificarla.

—¡Au, mis orejas! ¡Ay, mis manos! ¡Quítamelas, quítamelas!

—¡Corre hacia el río, Sunny!

Los sonidos de la retirada le llegaron entre las hojas; la alocada huida no les ayudaría mucho, porque Dag se aseguró de que se fueran bien escoltados. Incluso sin sentido esencial, supo enseguida cuándo sus exploradoras de pantalones llegaron al objetivo, por los ensordecedores chillidos que siguieron y siguieron hasta que se quedaron sin aliento.

—Cojea hacia el río, Sunny —murmuró Dag salvajemente, mientras los frenéticos gritos se apagaban hacia el este.

Luego vino el problema de bajar.

Dag se lo tomó con calma, al menos hasta los últimos diez pies, cuando su garfio se soltó y marcó un largo surco en la corteza siguiendo la nube de trocitos desprendidos por sus rodillas. Pero consiguió caer de pie y evitar golpearse mucho el vendaje durante la caída. Se puso en pie tambaleante, jadeando.

—Era más fácil… cuando podía simplemente… destriparlos.

No. En realidad no.

Suspiró, e hizo lo que pudo para adecentarse un poco, sacudiéndose trozos de corteza y ramitas y anchas hojas secas de sus ropas y pelo con la curva de su garfio, y deslizando agradecido el dolorido brazo de nuevo en su cabestrillo. Algunas avispas rezagadas zumbaron cerca en amenazadora exploración; las envió tras sus compañeras de nido y se deslizó ladera abajo hacia donde estaban atados los caballos.

Los soltó e hizo lo que pudo para pasarles las riendas sobre el cuello para que no se las pisaran, los guió hasta la carretera, y los orientó hacia el sur, intentando implantar en sus mentes caballunas sugerencias de graneros y grano y hogar en sus limitadas mentes. Encontrarían el camino, o bien Sunny y sus amigos podrían pasar un buen rato los próximos días buscándolos. Cuando pudieran sacar sus hinchados cuerpos de la cama, claro. Un par de los potenciales bravucones, incluyendo a Sunny —Dag se había asegurado respecto a Sunny—, definitivamente no querrían montar hasta casa esa noche. O durante muchas más noches.

Mientras subía de nuevo por el camino, cansado, se encontró con Sorrel que bajaba apresuradamente. Sorrel llevaba una horca de aventar y parecía alarmado.

—¿Qué truenos eran esos horribles chillidos, patrullero? —preguntó.

—Algunos jóvenes idiotas en tus bosques pensaron que sería una gran idea tirar piedras a un avispero. No salió como habían planeado.

Sorrel bufó con irritación medio divertido, la tensión abandonando su cuerpo, y luego hizo una pausa.

—¿De verdad?

—Creo que ésa será la mejor historia, sí.

Sorrel soltó un pequeño gruñido que a Dag le recordó de pronto a Fawn.

—Está claro que hay más que contar. Lo tienes controlado, ¿no? —Se dio la vuelta para caminar de vuelta junto a Dag.

—Esa parte sí. —Dag extendió de nuevo su sentido esencial, esta vez hacia el viejo granero. Su futuro cuñado estaba todavía vivo, aunque su esencia estaba decididamente agitada en esos momentos—. Hay otra parte. De la que creo que te corresponde ocuparte a ti y no a mí. —No era trabajo de un jefe de patrulla disciplinar a la gente de la patrulla de otro jefe. Por otro lado, el trabajo en equipo a veces podía ser sorprendentemente efectivo—. Pero creo que adelantaríamos más si quisieras seguir mi consejo.

—¿Sobre qué?

—En este caso, Reed y Rush.

Sorrel masculló algo sobre «… punto de romperles las cabezotas», luego añadió:

—¿Qué pasa con ellos?

—Creo que debemos dejar que Rush nos lo cuente. Luego veremos.

—Huh —dijo Sorrel dubitativo, pero siguió a Dag cuando éste se desvió hacia el viejo granero.

La puerta corredera que daba al camino estaba abierta, y desde el interior se derramaba la suave luz amarilla de una lámpara de aceite colgada de un clavo en una viga. Grace, en un establo junto a la puerta, bufó inquieta cuando entraron. El pasillo de tierra apisonada olía agradablemente a caballos y paja y estiércol y guano de paloma y moho. Desde el establo de Mocasín se oyó un chillido furioso. Dag alargó una mano para detener a Sorrel cuando éste empezó a avanzar. Espera, vocalizó Dag.

A Dag le costó no echarse a reír cuando vio la escena, aunque la visión de la mitad de su equipo esparcido por el suelo del establo y bien pisoteado por Mocasín ayudó mucho a que mantuviera la cara seria. En el extremo opuesto del establo había unos cuantos tablones clavados para formar un rudimentario pesebre, y sobre él un agujero cuadrado en el techo permitía tirar el heno directamente desde el altillo del granero. Aunque el agujero era lo bastante grande para tirar por él una brazada de heno, no era lo bastante grande como para que los anchos hombros de Rush hicieran el viaje contrario. En esos momentos, habiendo trepado por el pesebre a guisa de escalera improvisada, Rush tenía una pierna y ambos brazos atascados en el agujero, y estaba intentando retorcer el resto de su cuerpo fuera del alcance de los dientes amarillos de Mocasín. Mocasín, con las orejas gachas y torciendo el cuello, chilló y tiró un bocado de nuevo, al parecer por el simple placer malévolo de ver retorcerse a Rush.

—¡Patrullero! —gritó Rush al verlos llegar a la partición del establo—. ¡Ayúdame! ¡Llama a tu caballo!

Sorrel lanzó a Dag una mirada preocupada; Dag negó brevemente con la cabeza y pasó los brazos sobre la partición, poniéndose cómodo.

—Veamos, Rush —dijo Dag en tono de conversación—. Recuerdo claramente haberos dicho a ti y a tus hermanos que Mocasín era un caballo de guerra y que no os acercarais a él. ¿Lo recuerdas, Sorrel?

—Sí, lo recuerdo, patrullero —dijo Sorrel, adoptando el mismo tono, y acodándose también en las tablas.

—¡Lo has hechizado de algún modo! ¡Quítamelo de encima!

—Bueno, eso vamos a tener que verlo. Pero siento mucha curiosidad por saber cómo es que estás en este establo, sin mi permiso, pero con mis alforjas y equipo, que había dejado en el cuarto del telar de Tía Nattie. Creo que a tu padre también le gustaría oír la historia.

Y entonces Dag guardó silencio.

El silencio se alargó. Rush intentó bajar. Mocasín, excitado, pateó el suelo y chascó los dientes, e hizo un ruido muy peculiar, a medio camino entre un serrucho y una risa caballuna, pensó Dag. Rush volvió a izarse a toda prisa.

—¡La mala bestia de tu caballo me ha atacado! —se quejó Rush. Tenía la camisa desgarrada en el hombro, y había un poco de sangre, pero a ojos de Dag estaba claro por el modo en que Rush se movía que no tenía nada roto.

—Vamos, vamos —dijo Dag en tono burlonamente tranquilizador—. Eso sólo ha sido un mordisquito cariñoso. Si Mocasín realmente te hubiera atacado, tú estarías allí, y tu brazo estaría aquí. Hablo por experiencia, sabes.

Rush abrió mucho los ojos al darse cuenta de que si quería simpatía estaba en la tienda equivocada con el dinero equivocado.

Dag guardó silencio un poco más.

—¿Qué quieres saber? —preguntó finalmente Rush, en tono hosco.

—Seguro que se te ocurrirá algo —dijo Dag perezosamente.

—¡Papá, haz que me deje bajar!

Sorrel soltó un suspiro exasperado.

—Sabes, Rush, os he sacado a ti y a tu hermano de los líos en los que os metéis más de una vez cuando erais más jóvenes, porque todos los chicos tienen que sobrevivir a sus tonterías. Pero como tanto os gusta decirme, ya no sois unos jovenzuelos. Me parece a mí que te has subido tú sólito ahí arriba. También podrás bajar solo.

Rush pareció horrorizado ante esta aparente traición paterna. Empezó a farfullar una enrevesada explicación de su estado que incluía una petición imaginaria de Fawn.

Dag negó de nuevo con la cabeza. Sorrel parecía más y más sombrío.

—No —interrumpió Dag con voz aburrida—. Eso no es. Piénsalo mejor, Rush —tras un momento, dijo—: También debería mencionar, imagino, que Sunny Sawman y sus tres fortachones amigos están ahora de camino río abajo a West Blue. Bajo escolta. Bajo el agua, principalmente. No creo que vuelvan hasta dentro de algunos días.

—¿Cómo lo…? ¡No sé de qué estás hablando!

Más silencio.

Rush añadió, con voz mucho más humilde:

—¿Están bien?

—Vivirán —dijo Dag con indiferencia—. Acuérdate de agradecérmelo, después —y guardó silencio de nuevo.

Después de un par de intentos en falso más, Rush empezó a confesar por fin. Era más o menos la historia que Dag esperaba, de conspiraciones en la taberna y bravuconería juvenil. En la versión de Rush, Reed era el cabecilla, valerosamente horrorizado ante la idea de su única hermana casándose con un patrullero comecadáveres y haciéndole por tanto cuñado de uno, y los motivos de Rush se perdieron en un murmullo; Dag no estaba seguro de si esto era cierto o estaba echándole la culpa a otros, ni tampoco le importaba mucho, porque estaba claro que ambos muchachos estaban juntos en esto. Habían encontrado en Sunny un cómplice extrañamente entusiasta, recién llegado de limpiar tocones y con ganas de presumir de músculos. Nada sorprendentemente, parecía que Sunny no había considerado necesario mencionar a los gemelos su anterior encuentro con Dag. Dag tampoco lo mencionó. Sorrel parecía más y más sombrío.

Rush dejó finalmente de hablar. Un silencio frío se hizo en el cálido granero. Rush empezó a deslizarse hacia abajo; Mocasín atacó de nuevo. Rush se izó de nuevo, agarrándose como una zarigüeya a una rama. Dag veía que le temblaban los brazos.

—Bien, Rush —dijo Dag—. Ahora te voy a decir yo lo que va a pasar. De hecho, estoy preparado para perdonar y olvidar vuestro fraternal plan de dejarme mutilado o muerto de una paliza y enterrarme en los bosques de tu padre la víspera de mi boda. El hecho de que hayáis puesto en peligro las vidas de vuestros amigos —porque, enfrentado a la muerte, no me hubiera contenido al defenderme—, dejaré que lo trate con vosotros vuestro padre. Perdonaré incluso que me hayas mentido —la voz de Dag bajó a un registro letal que hizo que Sorrel le mirara de reojo, alarmado—. Lo que no perdono es la malicia de vuestras mentiras a Fawn. Habíais planeado que se levantara gozosa la mañana de su boda, y entonces decirle que me había escapado en la noche, haciendo que se creyera avergonzada y traicionada, humillada delante de sus amigos y parientes, llorando… aunque creo que su verdadera respuesta os habría sorprendido —miró hacia un lado—. ¿Te gusta la imagen, Sorrel? ¿No? Bien —Dag tomó una larga bocanada de aire—. Cualesquiera que fueran las razones por las que tus padres toleraran los tormentos a vuestra hermana, terminan mañana. ¿Dices que Reed tenía miedo de mí? No el suficiente. Si cualquiera de vosotros mira siquiera mal a Fawn mañana, o en cualquier momento después, os daré motivos para lamentarlo cada día durante el resto de vuestras vidas. ¿Me escuchas, Rush? Mírame —Dag no había usado esa voz desde que era capitán de compañía. Le alegró ver que todavía funcionaba; Rush casi cayó de su posición. Mocasín retrocedió. Incluso Sorrel dio un paso atrás. Dag siseó—: ¿Me escuchas?

Rush asintió frenéticamente.

—Muy bien. Voy a retener a Mocasín, y tú vas a bajar de ahí. Entonces recogerás todo mi equipo y lo dejarás donde estaba. Tú y tu hermano arreglaréis lo que esté roto, limpiaréis lo que ha sido arrastrado por el estiércol —lo que os mantendrá ocupados y lejos de líos el resto de la noche, me parece—, reemplazaréis lo que no se puede arreglar, y en cuanto a lo que no se puede reemplazar, lo hablaréis con vuestro padre.

—Ya has oído al patrullero, Rush —dijo Sorrel, en un profundo gruñido paternal. En verdad, era casi tan bueno como la voz de capitán de compañía.

Dag extendió su esencia hacia su caballo, un movimiento familiar y largamente practicado; había estado cargando con este idiota castaño durante ocho años. Decepcionado por la pérdida de su juguete, Mocasín bajó la cabeza y empezó a comer paja, fingiendo que no había pasado nada. Dag pensó que en eso tenía mucho en común con Rush.

—Ya puedes bajar —dijo Dag.

—No está atado —dijo Rush nerviosamente.

—Sí lo está —dijo Dag—. Baja ya —Sorrel alzó las cejas, pero no dijo nada. Rush bajó con precauciones. Congestionado, con los ojos clavados en Mocasín, empezó a recoger las dispersas pertenencias de Dag: ropas y alforjas y el hatillo desgarrado, la abollada silla y la manta pisoteada. El arco adaptado, aunque lanzado de una patada a un rincón, estaba intacto; Dag se alegró. Sólo este final razonablemente favorable evitaba que se pusiera totalmente furioso; eso, y no pensar mucho en Chispa. Pero tenía que pensar en Chispa.

—Ahora —dijo Dag mientras Rush salía del establo cargado con sus cosas, y Dag cerraba la puerta tras él. Rush dejó el maltrecho equipo muy cuidadosamente en el suelo— llegamos a la otra pregunta. ¿Cuánto de esto quieres que le cuente a Fawn?

El lugar había estado tranquilo como un granero; durante un momento, quedó quieto como la tumba.

Sorrel contrajo el rostro. Dijo, con cautela:

—Me parece a mí que quedará casi tan afligida de oír esto como del hecho en sí. Quiero decir, respecto a Reed y Rush —añadió, evidentemente con visiones de Fawn llorando sobre el cadáver apaleado de Dag, como el mismo Dag tenía. Rush, que había estado muy rojo, se puso ahora muy blanco.

—A mí también me lo parece —dijo Dag—. Pero, sabes, hay ocho personas que saben la verdad de lo que ha pasado esta noche. De acuerdo, cuatro de ellas mentirán cuando lleguen esta noche a sus casas, aunque dudo de que sean las mismas mentiras. Van a correr algunos rumores.

Dag dejó que ambos contemplaran la fea situación durante un rato, y luego dijo:

—No soy el enlazador de Reed y Rush, aunque debería haberlo sido. No le mentiré a ella por ellos. Pero os daré esto, y no más: no seré el que hable primero.

Sorrel recibió esto casi sin expresión durante un momento, claramente pensando en las profundamente desagradables ramificaciones familiares. Luego asintió brevemente.

—Es justo, patrullero.

Dag extendió su sentido esencial brevemente, aunque la cercanía de los dos alterados Bluefields le dolía. Dijo:

—Reed está volviendo ahora a la casa con Fawn. Preferiría que tú te ocuparas de él, Sorrel.

—Envíamelo aquí al granero —dijo Sorrel, un poco entre dientes.

—Así lo haré, señor —Dag inclinó la cabeza en vez de su saludo habitual.

—Gracias… señor —dijo Sorrel, devolviendo el saludo.

Fawn volvió con Reed a la cocina un poco enfadada con él por haberla arrastrado fuera en la oscuridad. Encendió algunos cabos de vela en la repisa de la chimenea, para alegrar tanto la sala como su ánimo. Mucho mejor para este último fue el sonido de las largas zancadas de Dag que entraban por el vestíbulo. Reed, que por algún motivo se había escondido en el cuarto del telar de Nattie, salió con una inexplicable sonrisa de triunfo en la cara. Ella iba a preguntarle por qué parecía tan contento de pronto cuando su expresión desapareció al ver a Dag entrar a la cocina. Fawn contuvo aún más irritación con su hermano. Tenía cosas mejores que hacer que pelearse con Reed; dar un abrazo a Dag era la primera en la lista.

Él le dio un rápido abrazo en respuesta con su brazo izquierdo y se volvió hacia Reed.

—Ah, Reed. Tu padre quiere verte en el viejo granero. Ahora mismo.

Red miró a Dag como si éste fuera una serpiente venenosa apareciendo donde iba a poner la mano.

—¿Por qué? —preguntó suspicaz.

—Creo que él y Rush tienen mucho que decirte. —Dag ladeó la cabeza y dedicó a Reed una sonrisita, que tenía que ser una de las expresiones menos amistosas que recibían ese nombre que Fawn hubiera visto. Reed apretó los labios en respuesta, pero no discutió; para alivio de Fawn, se fue. Oyó la puerta delantera cerrarse tras él.

Fawn se apartó los rebeldes rizos de la cara.

—Bueno, esto sí que ha sido una pérdida de tiempo.

—¿Dónde habéis ido? —preguntó Dag.

—Me ha llevado hasta el prado de atrás para ayudar a rescatar a un ternero que se había quedado atrapado en la cerca. Si el muy bobo se las había apañado para enredarse, para cuando llegamos ya había conseguido desenredarse. Y luego quiso recorrer la cerca ya que estábamos allí. No me importa andar, pero tengo cosas que hacer. —Retrocedió y miró a Dag de arriba abajo. A menudo no iba especialmente aseado, pero ahora parecía más desaliñado de lo normal—. ¿Has tenido tiempo para pensar con calma?

—Sí, acabo de pasar una hora muy esclarecedora. Muy útil también, espero.

—Ah, ya. Apuesto a que no te quedaste sentado. —Le sacudió algunos trozos de corteza y hojas de la camisa, y miró con desaprobación un nuevo roto en sus pantalones manchado de sangre de un arañazo—. Caminando por los bosques, me parece. Juro que has estado caminando tanto tiempo que ahora no sabes cómo parar. ¿Qué pasa, te has puesto a trepar a los árboles?

—Sólo a uno.

—¡Vaya una tontería que hacer con un brazo roto! —Le riñó cariñosamente—. ¿Te has caído?

—No, no del todo.

—Menos mal. Ten más cuidado. ¡Trepando a los árboles, hay que ver! Estaba de broma. Déjame que te diga que no quiero que se rompa mi novio.

—Lo sé. —Él sonrió, mirando a su alrededor.

Fawn se dio cuenta de que, milagrosamente, estaban solos por el momento. Él pareció darse cuenta al mismo tiempo, porque se sentó en la gran silla de madera junto a la chimenea y la atrajo hacia sí. Ella subió contenta a su regazo y alzó la cara para un beso. El beso cobró urgencia, y ambos estaban sin aliento cuando se separaron de nuevo.

Ella dijo roncamente:

—No van a ser capaces de tenernos separados mucho más tiempo.

—Ni siquiera con cuerdas y caballos salvajes —asintió él, con los ojos brillantes. Su sonrisa se hizo más seria—. ¿Has decidido ya dónde quieres que estemos mañana por la noche? ¿Cabalgamos o esperamos?

Ella suspiró y se ir guió.

—¿Tienes alguna preferencia?

Él le apartó el pelo de la frente con los labios, probablemente porque solía mostrar muy poca disposición a tocarle la cara con el garfio. Se convirtió en una pequeña hilera de besos siguiendo el arco de sus cejas antes de que él también se echara hacia atrás, pensativo.

—Aquí será físicamente más fácil. No llegaremos a Hickory Lake en un día, menos aún en un par de horas mañana por la tarde. Si acampáramos, tendrías que hacer casi todo el trabajo.

—El trabajo no me importa. —Ella agitó la cabeza.

—También está esto. No sólo estaremos haciendo el amor, estaremos creando recuerdos. Es el tipo de día que recuerdas toda tu vida, cuando los otros días se desvanecen. La pregunta real, entonces, la única pregunta que importa es, ¿qué recuerdos de esto quieres llevarte al futuro?

Ésa era la voz de la experiencia. Mejor escucharla.

—Es costumbre de granjeros que la pareja vaya a su nueva casa, que duerman bajo su nuevo techo. La fiesta sigue. Si nos quedamos, seguro que acabaré lavando los platos a medianoche, que no es lo que quiero estar haciendo a medianoche.

—No tengo casa para ti. Ni siquiera tengo una tienda conmigo. Será un techo de estrellas, si es que no es un techo de lluvia.

—No parece que vaya a llover. El tiempo así de despejado en esta época del año suele durar tres o cuatro días. Admito que prefiero habitaciones de posada antes que trigales, pero al menos contigo no hay mosquitos.

—Creo que podremos conseguir algo mejor que un trigal.

Ella añadió con más seriedad, pensando en sus palabras:

—Este sitio está lleno de recuerdos para mí. Algunos son buenos, pero muchos de ellos duelen, y los dolorosos tienen modos de ponerse en primera fila. Y la casa estará llena de mi familia. Mañana por la noche, me gustaría estar en algún sitio donde no haya ningún recuerdo —ni familia.

Él inclinó la cabeza, comprendiendo.

—Eso es lo que haremos, entonces.

Ella enderezó la espalda.

—Además, voy a casarme con un patrullero. Deberíamos ir al estilo patrullero. Mantas bajo las estrellas, así —sonrió y le acarició el cuello con la nariz, y dijo seductoramente—: Podríamos bañarnos en el río…

Él estaba más que listo para ser seducido, con los ojos sonriendo del modo que a ella le encantaba ver.

—Bañarse en el río siempre está bien. Un patrullero limpio es, hum…

—¿Raro? —sugirió ella.

Y también amaba cómo su pecho retumbaba bajo ella cuando se reía desde muy dentro. Como un terremoto tranquilo.

—Un patrullero feliz. —Terminó con firmeza.

—Podríamos recoger leña. —Siguió ella, sus labios haciendo camino hacia arriba.

Los de él iban hacia abajo. Murmuró entre sus besos:

—Una gran, gran hoguera.

—Buscar ardillas amenazadoras…

—Esas ardillas son una auténtica amenaza —la miró de cerca, aunque ella pensó que no había manera de que pudiera enfocar la vista a esa distancia—. ¿Las tres cosas? ¡Optimista, Chispa!

Ella soltó una risita, alegre por ver sus ojos tan animados. Al entrar había parecido muy alicaído.

Para su irritación, oyó pesados pasos por las escaleras, Fletch o Whit, yendo hacia ellos. Suspiró y se incorporó.

—Cabalgaremos, entonces.

—A menos que tengamos una tormenta de las gordas.

—Rayos y truenos no podrían mantenerme en esta casa un día más —dijo ella fervientemente—. Es hora de que me vaya. ¿Lo ves?

Él asintió.

—Empiezo a verlo, chica granjera. Esto es lo adecuado para ti.

Ella le robó otro beso mientras se bajaba de su regazo, pensando Mañana compraremos estos besos limpia y legalmente. Su corazón se fundió en la ternura de la mirada de él mientras, de mala gana, la liberaba de su abrazo. Podía capear todas las tormentas al abrigo de esa sonrisa.

Capítulo 19

Fawn voló por las inevitables tareas de la granja a la mañana siguiente. Le tocó ordeñar a las vacas; después, agitando un palo con vigorosa resolución, envió a las asombradas vacas a pastar a un trote desacostumbradamente vivo. Por razones prácticas, dejaron de lado la regla de que los novios no pudieran verse antes de la boda para después del desayuno, cuando Tía Rose Bluefield llegó para ayudar a mamá con la comida y la casa, junto a las primas de Fawn y sus amigas Filly Bluefield y Ginger Roper para ayudar con el vestido.

Primero vinieron los baños. Las mujeres fueron al pozo; los hombres fueron enviados al río. Fawn dudaba en dejar a Dag entregado a los cuidados de su padre, Fletch, y Whit para una empresa tal vulnerable, aunque al menos los gemelos no irían hasta que completaran una larga lista de tareas desagradables. Filly y Ginger la arrastraron mientras ella todavía les gritaba órdenes estrictas de no dejar que los vendajes de Dag se mojaran. Luego siguió una desnuda, divertida y espumosa media hora junto al pozo; mamá les llevó su mejor jabón perfumado. Una vez de vuelta en la habitación con Ginger y Filly empezando a peinarla, Fawn se sintió aliviada al oír pisadas y voces de hombre a través de la puerta cerrada en el cuarto del telar, con Dag dando algunas tranquilas instrucciones a Whit.

Filly y Ginger hicieron lo que pudieron, a partir de la descripción que Fawn les hizo de lo que Reela le contó, por imitar las trenzas nupciales de los Andalagos, aunque Fawn era malhumoradamente consciente de que su pelo era demasiado rizado y rebelde para cooperar igual que las largas guedejas de los Andalagos. Pero lo cierto es que quedó muy bien, con el pelo recogido en espesos mechones desde las sienes para unirse en la coronilla, cayendo suelto desde allí en su habitual estilo turbulento. En el pequeño espejo de mano, la cara de Fawn parecía sorprendentemente refinada y adulta, y parpadeó ante la extraña visión. El hermano de Ginger había cabalgado todo el camino hasta Mirror Pond esa mañana, cuatro millas río arriba, para conseguir las flores que Fawn le había pedido: tres no demasiado arrugados lirios de agua blancos, que Ginger sujetó ahora al recogido de lo alto de su cabeza.

—Mamá dice que puedes coger tantas de sus rosas como quieras —observó Filly, inclinando la cabeza para ver el efecto.

—Estos son más de los lagos —dijo Fawn—. A Dag le gustarán. El pobre no tiene familia ni amigos aquí, y prácticamente todo tiene que tomarlo prestado de la granja. Sé que le ha sabido mal no poder enviar los regalos de la novia hasta después de la boda; al parecer se tienen que entregar antes.

Filly dijo:

—Mamá se preguntaba si ninguna de sus mujeres querría casarse con él porque tiene la mano mutilada.

Fawn, eligiendo ignorar la reflexión implícita sobre ella, dijo sólo:

—No creo. Un montón de patrulleros acaban muy maltrechos, con los años. Y de todos modos, es viudo.

Ginger dijo:

—Mi hermano dijo que los gemelos dijeron que su caballo habla en humano con él cuando no hay nadie cerca.

Fawn resopló.

—Si no hay nadie cerca, ¿cómo lo saben?

Ginger lo pensó un poco y luego admitió de mala gana:

—Tienes razón.

—Además, son los gemelos.

Filly aceptó:

—Ahí también tienes razón —y añadió con pena—: Entonces, supongo que también se inventaron esa historia sobre el cuenco que rompieron y que él rehízo con magia, ¿no?

—Hum. No. Eso es verdad —admitió Fawn—. Mamá lo ha llevado arriba hoy, para que no lo tiren otra vez.

Un silencio pensativo siguió a esto, mientras Filly empujaba los rizos para ahuecarlos y apartaba las manos de Fawn, que querían alisarlos.

—Es muy alto —dijo Ginger en un nuevo tono especulativo—, y tú eres muy baja. Me parece que te aplastará como a un bicho. Además, se ha hecho daño en los dos brazos. ¿Cómo os las vais a arreglar esta noche?

—Dag es muy ingenioso —dijo Fawn con firmeza.

Filly la empujó con un dedo y rió.

—¿Y tú cómo lo sabes, eh?

Ginger se rió.

—Alguien ha estado probando, me parece. ¿Qué estabais haciendo los dos, en el camino durante un mes?

Fawn agitó la cabeza y resopló.

—Nada que os importe —tras un momento, no pudo evitar añadir con satisfacción—: Pero sí os diré que ahora no podría volver a los granjeros —lo cual ocasionó una explosión de risotadas, rápidamente ahogadas cuando Nattie volvió a entrar.

Ginger le acercó una silla junto al banco de Fawn, y Nattie dejó la tela en la que había envuelto los cordones trenzados; acababa de darle el suyo a Dag, junto a su regalo sorpresa.

—¿Le ha gustado la camisa nupcial? —preguntó Fawn, un poco triste porque no podía preguntar a Nattie ¿Cómo le sienta?

—Oh, sí, cariño, estaba muy contento. Yo diría que hasta conmovido. Ha dicho que nunca había tenido nada tan bonito en su vida, y estaba asombrado de que la hubiéramos hecho tan rápido y en secreto. Aunque ha dicho que ha sido un alivio poder explicar lo de las chicas con los cordeles de medir ayer, que le había estado preocupando un poco.

Abrió el paquete; el oscuro cordón estaba enrollado sobre su regazo, con las cuentas de oro brillando firmes y lujosas en los extremos.

—¿Dónde se ha puesto el cordón? ¿Dónde me pongo yo el mío?

—Dice que la gente los lleva en la muñeca izquierda si son diestros. Y si no en la otra, naturalmente. Él se lo ha puesto alrededor del brazo sobre el arnés, por ahora. Dice que cuando sea el momento de la unión, él se puede sentar y tú ponerte frente a él, el lado izquierdo frente al lado izquierdo, y así yo podría atar los cordones sin demasiado problema.

—Muy bien —dijo Fawn dudosa, intentando imaginarlo.

Extendió el brazo izquierdo y dejó que Nattie enrollara el cordón varias veces en torno a su muñeca como un brazalete, atando los extremos en un lazo de momento. Las cuentas quedaban muy bien, y movió la mano para hacerlas rebotar contra su piel. Un poco de su ser más secreto estaba en él, había dicho Dag, unido con su sangre; debía aceptar su palabra.

Entonces llegó la hora de ponerse el vestido, el bueno de algodón verde, lavado y cuidadosamente planchado para la ocasión; su otro vestido bueno era de lana para el invierno. Que Dag recordara ese vestido de esa noche en Glassforge cuando se lo había quitado con tanto cuidado y urgencia, desenvolviéndola como un regalo, debía mantenerse como un secreto entre ellos dos; pero esperó que verlo le diera ánimos. Entre Ginger y Filly le pusieron el vestido con cuidado por la cabeza para no estropearle el peinado ni aplastar los lirios.

Sonó un golpe en la puerta, de alguien que no quería esperar permiso para entrar; Whit, que miró a Fawn y parpadeó. Abrió la boca como si fuera a lanzar alguna de sus pullas, luego pareció pensárselo mejor y sonrió incómodo.

—Dag dice que qué hace con las armas —recitó, revelándose como un mensajero—. Parece que se las quiere poner todas. Quiere decir todas, a la vez. Dice que es para mostrar lo que un patrullero lleva a la tienda de su novia. Fletch dice que nadie lleva armas a una boda, que eso no se hace. Papá dice que no sabe qué hacer. De modo que Dag ha dicho que preguntemos a Chispa, y él hará lo que ella diga.

Fawn empezó a responder Sí, es su boda también, debería tener alguna de sus costumbres, pero en vez de eso dijo con algo de prevención:

—¿De cuántas armas estamos hablando?

—Bueno, está el pincho enorme ese que llama su cuchillo de guerra, para empezar. Luego está el que se mete en la bota, y otro que a veces se sujeta al muslo. No sé para qué querrá tres cuchillos cuando sólo tiene una mano. Luego tiene el arco raro ese, y la aljaba con flechas, que también lleva sujetos unos cuchillitos. Parecía preocupado por no tener una espada también, al parecer tiene una que heredó de su padre en su campamento, y una lanza de fresno o algo así para luchar a caballo, que tampoco tiene aquí. Por fortuna.

Ginger y Filly escucharon este largo catálogo con caras cada vez más preocupadas.

Whit, mostrando su acuerdo con ellas con un asentimiento, terminó:

—Uno pensaría que el hombre tiene que sonar a lata cuando anda. Yo diría que lo último que quieres es que un patrullero caiga al agua el día de su boda. —Alzó las cejas con morboso entusiasmo—. ¿Crees que habrá matado a alguien con todo ese arsenal? Supongo que sí, en algún momento. Tiene una colección impresionante de cicatrices, lo vi cuando estábamos lavándonos. Aunque imagino que ha tenido tiempo de acumularlas —tras otro momento contemplativo, añadió—: ¿Crees que se está poniendo nervioso por la boda? No lo parece, pero con él, ¿cómo puedes decirlo?

Con Whit de ayudante, era un milagro que Dag no estuviera frenético ya, pensó Fawn ácidamente.

—Dile —la lengua de Fawn dudaba entre sí y no, recordando todo lo que había visto a Dag matar con esas armas—, dile que sólo el cuchillo de guerra —en el caso de que fueran nervios y el cuchillo fuera un consuelo—. Dile que puede representar a las demás armas, ¿de acuerdo? Lo sabremos.

—Muy bien —Whit no se marchó enseguida, se quedó rascándose la cabeza.

—¿Le sentaba bien la camisa? —preguntó Fawn.

—Oh, sí, supongo.

—¿Supones? ¿No has mirado? ¡Agh! Es inútil preguntarte a ti, imagino.

—Le gustó. No hacía más que tocarla con los dedos asomando por los vendajes, en todo caso, como si le gustara el tacto. Pero que lo quiero que me expliquen es… ya sabes, he tenido que ayudarle a abrocharse o desabrocharse los botones. ¿Cómo se las ha estado arreglando durante toda esta semana? Porque nunca he visto que fuera desabrochado por ahí. Y no me importa que sea un hechicero, ha tenido que ir a hacer sus necesidades alguna vez…

—Whit —dijo Fawn—, lárgate.

Ginger y Filly, tras pensarlo un poco, miraron la cara sonrojada de Fawn y prorrumpieron en risitas como teteras hirvientes.

—Porque —Whit, que nunca captaba una indirecta, siguió adelante— sé que no fue Fletch ni papá, y no pueden haber sido los gemelos, porque no les cae nada bien. A lo mejor podía haber sido Nattie, pero en realidad me parece que debes haber sido tú, y cómo… ¡au! —Terminó con un gemido cuando Nattie le golpeó firmemente y con precisión en las rodillas con su bastón.

—Whit, si no vas a buscarte algo que hacer, yo te encontraré trabajo —le dijo—. No andes avergonzando al patrullero de Fawn con tus suposiciones, o tendrás que responder ante mí, y yo estaré aquí mañana.

Whit, acobardado por fin, se fue, diciendo conciliadoramente:

—Entonces le digo que sólo el cuchillo, de acuerdo.

Fuera, Fawn podía oír los sonidos de cascos y de carros rechinantes subiendo por el camino, y los saludos de más gente llegando. Era muy raro estar sentada en la habitación esperando, en vez de estar fuera ocupada haciendo cosas.

Mamá entró, secándose las manos en un trapo, para decir:

—Shep Sower y su mujer acaban de llegar. Son los últimos. El sol está tan cerca del mediodía que no importa. Podemos empezar enseguida.

—¿Está listo Dag? ¿Está bien?

—Está limpio, y va bien vestido y sencillo. Parece muy tranquilo y por encima de todo, aunque ha hecho que Whit le cambie la mano de madera por el garfio y al revés dos veces ya.

Fawn pensó esto un poco.

—¿Con cuál se ha quedado?

—Con el garfio, la última vez que miré.

—Hum. —Entonces, eso quería decir que estaba más relajado, para dejar que extraños lo vieran así, o al menos, para tener su herramienta más útil y posible arma, por así decir, a mano?—. Bueno, terminará pronto. No quería hacerle pasar por esta tortura cuando accedí a detenernos aquí.

Mamá dedicó un gesto de cabeza a las primas de Fawn.

—Dadnos un momento, chicas.

Nattie se levantó, apoyando esto.

—Vamos, polluelas, dejad un rato a la novia con su mamá —escoltó a las ayudantes de Fawn al cuarto del telar y cerró la puerta silenciosamente tras ellas.

Mamá dijo:

—En algunos minutos serás una mujer casada. —Su voz oscilaba entre la ansiedad y el desconcierto—. Antes de lo que esperaba. Bueno, jamás esperé nada como esto. Siempre esperamos poder darte una buena boda. Todo esto es muy rápido. Hemos hecho más preparativos para Fletch —frunció el ceño ante esta injusticia.

—Me alegro de que no hubiera más. Éstos ya me están poniendo bastante nerviosa.

—¿Estás segura de esto, Fawn?

—Hoy, no. El resto de mis días, sí.

—Nattie ha guardado tus secretos. Pero, sabes, si quieres cambiar de opinión, podemos detener esto ahora mismo. Cualquier apuro en el que estés, podemos arreglarlo de algún modo.

—Mamá, ya hemos hablado de esto. Dos veces. No estoy embarazada. De verdad, en serio.

—Hay otros tipos de apuros.

—Para las chicas, es el único tipo que parece preocupar a la gente —suspiró ella—. ¿Cuántos ahí fuera están diciendo que debo estar embarazada, para que permitáis que esto siga adelante?

—Unos pocos —admitió Mamá.

Un buen puñado, seguro. Fawn gruñó:

—Bueno, el tiempo probará que se equivocan, y espero que les hagas tragarse sus palabras entonces, porque yo no estaré aquí para hacerlo.

Mamá se puso tras ella y le retocó el pelo, que no necesitaba retoque alguno.

—Admito que Dag parece un buen tipo, no, diré más, un buen hombre, pero ¿qué hay de su gente? Ni siquiera él promete que serás bienvenida donde vais. ¿Qué pasa si te tratan mal?

Que me sentiré como en casa. Fawn se mordió la lengua antes de que se le escapara.

—Me las arreglaré. Me las he visto con bandidos y hombres de barro y dañiespectros. Puedo vérmelas con parientes —siempre que no sean mis parientes.

—¿Es sensato?

—Si la gente fuera sensata, ¿se casaría alguien alguna vez?

Mamá soltó un bufido de risa.

—Imagino que no —añadió, en voz más baja—: Pero si enfilas un camino del que no ves el final, es posible que encuentres cosas oscuras en él.

A punto de defender su elección por centésima vez, Fawn hizo una pausa, y dijo sencillamente:

—Es verdad —se levantó—. Pero es mi camino. Nuestro camino. No puedo quedarme quieta y seguir respirando. Estoy lista. —Besó a su madre en la mejilla—. Vamos.

Mamá coló un último suspiro maternal, pero siguió a Fawn al exterior. Por el camino recogieron a Nattie, Ginger y Filly. Mamá recorrió rápidamente la cocina, dejó el trapo, se alisó el vestido, y abrió camino hacia el salón.

El salón estaba repleto, con la multitud derramándose en el vestíbulo. El hermano de Papá, el Tío Hawk Bluefield, y Tía Rose y su hijo aún en casa; Tío y Tía Roper y sus dos hijos menores, incluyendo al que había encontrado los lirios de agua; Shep Sower y su risueña mujer, siempre dispuesta a un convite gratis; Fletch y Clover y los padres de Clover y sus hermanas y los gemelos, que se estaban portando inexplicablemente bien, y Whit y Papá.

Y Dag, que les sacaba a todos una cabeza pero aun así parecía acorralado. La camisa blanca le sentaba bien. No habían tenido tiempo para bordados o apliques, pero Nattie y Tía Roper habían conseguido cintas verdes para el cuello y los puños y la pechera con los botones. Las mangas eran lo bastante largas para cubrirle el vendaje y el arnés, con botones para poder ajustar los puños más tarde. Habían sobrado suficientes botones de madreperla para terminarla. Fawn le había quitado el vendaje el día anterior lo justo para lavarlo y plancharlo, para que no pareciera tan mugriento aunque empezaba a tener un aspecto desgastado. Llevaba puestos los pantalones castaños que tenían menos manchas y remiendos, también lavados a la fuerza el día anterior. La desgastada vaina de su cuchillo, colgando de su cadera izquierda, parecía parte de él hasta el punto de ser casi invisible pese a su tamaño.

Cuando Fawn apareció sonaron algunos aplausos espontáneos que la hicieron sonrojarse. Y entonces Dag ya no miró a nadie más que a ella, y todo cobró sentido de nuevo. Fue a ponerse a su lado. Su brazo derecho tembló bajo el vendaje, como si quisiera desesperadamente cogerle la mano pero no pudiera. Fawn se conformó con deslizar hacia él su pierna de modo que se tocaran, cadera contra cadera, una presión tranquilizadora. La sensación de tensión en la sala, de todo el mundo intentando fingir que todo estaba bien y ser amables por Fawn, casi la hizo querer que todos volvieran a su habitual comportamiento horrible, pero no del todo.

Shep Sower se adelantó, sonrió, se aclaró la garganta, y atrajo su atención con algunas palabras breves, familiares. Para alivio de Fawn, miró a Dag y se saltó sus habituales bromas nupciales, que todos los presentes habían oído tantas veces como para poder recitar de memoria, de todos modos. Luego leyó el contrato matrimonial; la generación mayor escuchó atentamente, asintiendo juiciosamente o alzando cejas e intercambiando miradas de vez en cuando. Dag, Fawn, sus padres, las tres parejas adultas, y Fletch y Clover lo firmaron, Nattie puso su marca, y Shep firmó y lo selló todo.

Luego Papá sacó el libro de familia y lo abrió sobre la mesa, y se repitió el mismo ejercicio. Dag miró curiosamente las páginas por encima del hombro de Fawn, y ella retrocedió un poco por los registros de nacimientos, muertes, matrimonios e intercambios de tierras, compras o herencias, para señalar en silencio la entrada de su propio nacimiento, la nota de la boda de sus padres, con los nombres y firmas de los testigos; muchos muertos hacía tiempo, algunos aún aquí en la misma habitación llevando a cabo la misma tarea.

Luego Dag y Fawn, guiados por Shep, dijeron sus promesas. El día anterior habían tenido una pequeña discusión al respecto. Dag se había mostrado reticente ante las palabras, todas las promesas granjeras de arar y plantar y cosechar en la estación correcta, ya que dijo que no era probable que hiciera nada de eso y que para un voto matrimonial sentía que debía decir la verdad estricta. En cuanto a proteger la tierra para sus hijos, había estado haciendo eso toda su vida para los hijos de todo el mundo. Pero Nattie había explicado las declaraciones como un modo poético de hablar de una pareja cuidándose mutuamente y teniendo hijos y envejeciendo juntos, y él se había calmado. Las palabras sonaban extrañas en su boca, en este salón caluroso y atestado, pero su voz profunda y cuidadosa les daba de algún modo tanto peso que era como si pudieran usarse para anclar navíos en mitad de una tormenta. Parecieron flotar en el aire, y todos los adultos casados adoptaron una expresión introspectiva, como si las oyeran resonar en sus propios recuerdos. La voz de Fawn sonó débil y áspera a sus oídos en comparación, como si fuera una niña tonta jugando a ser una adulta, sin engañar a nadie.

En este punto de la ceremonia normal sería el momento de besarse e ir a comer, pero ahora venía la unión de los cordones, sobre la que todos los presentes habían sido informalmente avisados. Algo para contentar al patrullero de Fawn, y en caso de que eso sonara demasiado alarmante, Nattie lo hará por ellos. Papá sacó una silla y la puso en mitad de la sala, y Dag se sentó en ella con un gesto de agradecimiento. Fawn arremangó la manga izquierda de Dag; se preguntó qué estaría pasándole por la cabeza para exponer así el arnés de su brazo a la vista de todos. Pero el oscuro cordón de reflejos cobrizos apareció, rodeando su bíceps; el cordón de Fawn había estado a la vista todo el tiempo.

Papá escoltó a Nattie, y ella palpó hasta encontrarlo todo, cordones y brazo y muñeca. Soltó los lazos, reuniendo ambos cordones en sus manos, enrollándolos uno en torno al otro, murmurando a media voz bendiciones de su invención. Luego rodeó los brazos de Fawn y Dag con los cordones juntos, formando un ocho, y los ató con un lazo. Puso la mano sobre ellos, y entonó:

Lado a lado o separados,
corazones enlazados
caminad juntos

Que eran las palabras que Dag había dado a Nattie para que dijera, y a Fawn le recordaron inquietantemente a las palabras en el cuchillo del hueso del muslo de Kauneo que Dag había llevado durante tanto tiempo apuntando a su propio corazón. Quizá la inscripción pirograbada había pretendido recordar este canto nupcial, o invocación.

Las palabras, los cordones, y dos corazones dispuestos: todos tenían que estar presentes para hacer un matrimonio válido a… no a los ojos, sino al sentido esencial de los Andalagos, esa percepción sutil e invisible. Fawn se preguntó desesperadamente cómo el asentimiento de la gente hacía que las esencias de los cordones se comportaran así. Concentrarse furiosamente en ello le parecía tan efectivo como cuando un niño de cinco años desea desesperadamente un pony, y cierra los ojos en esfuerzo inútil, porque un niño no tiene ningún otro poder para cambiar el mundo.

Las acciones no necesitan deseos.

Crearía entonces su matrimonio, hora a hora y día a día con el trabajo de sus manos, y dejaría que los deseos cayeran donde quisieran.

Dag tenía la cabeza inclinada como si estuviera escuchando algo que Fawn no podía oír; bajó los párpados con satisfacción, y sonrió. Con alguna dificultad, levantó el brazo derecho y puso los dedos en un extremo del lazo, juntando las cuentas de oro de los dos cordones; asintió, y Fawn hizo lo mismo con el otro par de cuentas. Juntos soltaron el lazo, y Fawn dejó que los cordones se liberaran el uno del otro. Luego Fawn ató su cordón al brazo de Dag, y Dag, ayudado por Nattie, o más bien Nattie, estorbada por Dag, ató su cordón alrededor de la muñeca de Fawn, esta vez con nudos dobles. Dag la miró con una expresión contenida, alegría y terror y triunfo mezclados, con apenas un toque de salvaje regocijo. De hecho, a Fawn le recordó la expresión algo enloquecida que tenía cuando mataron a la malicia. Apoyó su frente contra la de Fawn y susurró:

—Está bien. Está hecho.

Todavía sentado, Dag la abrazó con el brazo izquierdo y la atrajo hacia sí para un beso, aunque la desorientó un poco bajar la cara hacia él en vez de levantarla. Con un esfuerzo, ambos se separaron antes de que el beso se alargara demasiado. Ella pensó que él había evitado por poco ponerla en su regazo y poseerla allí mismo. Llevaba demasiado tiempo sin que la poseyera como es debido. Luego, le prometieron sus ojos chispeantes.

Y entonces fue hora de ir a comer.

Los chicos habían dispuesto mesas de caballete en el patio oeste bajo los árboles, para que hubiera sitio suficiente para que se sentara todo aquel que quisiera hacerlo. Toda una mesa estaba dedicada a la comida y la bebida, sobre la que la gente cayó como halcones, llevándose platos cargados a las otras mesas. Las mujeres entraban y salían de la cocina a por cosas olvidadas o deseos de última hora. Con sólo las cuatro familias y los Sower, era una boda tranquila, sin música ni bailes, y por casualidad tampoco había pequeños presentes para caer por el pozo o de los árboles o del altillo del granero y mantener a los padres alerta, o enloquecidos.

Luego comieron, bebieron, comieron, hablaron, y bebieron. Cuando Fawn arrastró a Dag y su plato a la mesa de la comida por tercera vez, él se inclinó y susurró con miedo:

—¿Cuánto más tengo que comer para no ofender a todas esas imponentes mujeres de las que ahora soy pariente?

—Bueno, está la tarta de crema y miel de Tía Roper —dijo Fawn juiciosamente—. Y el pastel de nueces y mantequilla de Tía Bluefield, y las barritas de arce y nueces de Mamá, y mis pasteles de manzana.

—¿Todos?

—En teoría. O puedes elegir uno y ofender al resto.

Dag pareció reflexionar un momento, y luego dijo con gravedad:

—Dame un buen trozo de ese pastel de manzana, entonces.

—Me gustan los hombres que piensan tan rápido como se mueven —dijo Fawn, sirviéndole una generosa porción.

—Sí, mientras pueda moverme.

Ella sonrió.

Él añadió, quejoso:

—Ese hoyuelo va a ser mi muerte, lo sabes, ¿verdad?

—Jamás —dijo ella firmemente, y lo llevó de vuelta a sus asientos.

Poco después fue a su habitación a ponerse los pantalones de montar y los zapatos y la camisa resistente a juego. Pero se dejó los lirios en el pelo. Cuando volvió al cuarto del telar de Nattie, Dag se incorporó de sus alforjas pulcramente recogidas.

—Cuando tú digas, Chispa.

—Ahora —replicó ella fervientemente—, mientras están aún en los postres. Tendrán menos ganas de seguirnos.

—¿Porque no serán capaces de moverse? Empiezo a ver tu astuto plan. —Sonrió y fue a por Whit y Fletch para que le ayudaran con los caballos.

Se reunió con ellos en el camino al sur de la casa, donde Dag vigilaba con atención cómo sus nuevos cuñados aseguraban el equipo.

—No creo que vayan a intentar ninguna broma —le susurró ella.

—Si fueran Andalagos —replicó él en un murmullo—, a estas alturas las bromas no terminarían. Humor de patrulleros. A veces, se permite que la gente viva, después.

Fawn hizo una mueca burlona. Luego añadió, pensativa:

—¿Lo echas de menos?

Esa parte no —dijo él, moviendo la cabeza.

Pese a los mejores intentos de las cocineras, los parientes se arrastraron desde las mesas para ir a despedirlos. Clover, con una mirada a la ampliación de ese lado de la casa, deseó a Fawn la mejor de las suertes. Mamá la abrazó y lloró, Papá la abrazó y se puso serio, y Nattie sólo la abrazó. Filly y Ginger les tiraron pétalos de rosas, la mayoría de los cuales no les cayeron encima; Mocasín pareció dispuesto a encabritarse, evidentemente sólo por no perder la práctica, pero Dag le lanzó una mirada, y el animal desistió y se quedó quieto.

—Odio verte partir al camino sin nada —sollozó Mamá.

Fawn miró sus abultadas alforjas y todos los paquetes extra, la mayoría llenos de comida, atados en torno a la paciente Grace; Fawn apenas había conseguido rechazar la oferta de una cesta de mimbre para atar encima de todo. Dag, mencionando el carácter de Mocasín, había tenido más éxito en evitar las provisiones y los regalos de última hora. Tras una breve pelea con su lengua, ella sólo dijo:

—Nos arreglaremos de algún modo, Mamá.

Y entonces Papá la subió a Grace, y Dag, enrollándose las riendas en torno al gancho, se subió al alto Mocasín en un solo y fluido movimiento a pesar del cabestrillo.

—Cuida de ella, patrullero —dijo Papá con voz ronca.

Dag asintió.

—Eso pretendo, señor.

Nattie apretó la rodilla de Fawn, y susurró:

—Y tú cuida de él también, cariño. Visto el modo en que ese hombre se deja pedazos por ahí, quizá tu tarea sea la más dura.

Fawn se inclinó hacia la oreja de Nattie.

—Eso pretendo.

Y se pusieron en camino, bajo una lluvia de adioses pero de nada más; la tarde era cálida y despejada, y apenas mediada. Estarían bien lejos de West Blue para cuando acamparan esa noche. La granja quedó tras ellos mientras bajaban por el camino, y pronto quedó oculta por los árboles.

—Lo hemos conseguido —dijo Fawn, aliviada—. Hemos escapado de nuevo. Durante algún tiempo pensé que no lo haríamos.

—Te dije que no te abandonaría —observó Dag, cuyos ojos en esta luz eran de un dorado más brillante que las cuentas en los extremos de su cordón matrimonial.

Fawn se volvió en la silla para dar una última mirada colina arriba.

—No tenías por qué hacerlo así.

—No. No tenía por qué —sus ojos sonrieron—. Piénsalo, Chispa.

Intentar darse un beso mientras iban montados en dos caballos de alturas y zancadas desiguales acabó en una especie de pasada de refilón, pero la intención fue totalmente satisfactoria. Llevaron sus monturas hacia la carretera del río.

Era el absoluto opuesto de su primera huida de casa. Entonces había salido en secreto, en la oscuridad, sola, asustada, furiosa, a pie, y con todas sus posesiones en una delgada manta enrollada a la espalda. Incluso la dirección era la opuesta: al sur, en lugar de al norte como ahora.

Sólo en un aspecto se parecían los dos viajes: sentía que ambos eran un salto a lo desconocido.

Fin

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