Carson Page, un destacado hombre de negocios divorciado, amaba a su hijo, pero Joey era sordo y Carson era incapaz de comunicarse con él.

Gina Tennison comprendía la situación de Joey. Ella había pasado por lo mismo. Así que, por el bien del niño, aceptó vivir durante el verano en la casa de Carson para intentar mostrarle a éste cómo acercarse a su hijo. A medida que él iba transformándose en el padre con el que Joey siempre había soñado, Gina comenzó a preguntarse si aquel hombre sería capaz de acercarse también a ella…

Lucy Gordon

Palabras en el silencio

Palabras en el silencio (2001)

Título Original: For the sake of his child (2000)

Capítulo 1

Gina dio unas palmaditas a su pequeño coche en el aparcamiento, como mimándolo. Tenía doce años, y lo había conseguido por poco dinero. Mucha gente se había burlado cuando lo había visto. Pero era suyo. Le servía fielmente, y ella lo adoraba.

Su sonrisa se desvaneció cuando intentó abrir la puerta para entrar. De un lado tenía una pared y del otro un enorme Rolls-Royce, cuyo dueño, evidentemente, se sentía con derecho a apropiarse de más espacio del que le correspondía. No tenía sitio.

Afortunadamente el coche no tenía ninguna barrera entre el maletero y los asientos. Trepando por la parte de atrás, Gina podía llegar al asiento del conductor. No era una solución muy digna, y desde luego no disminuía su malhumor.

– ¿Quién se cree que es? -musitó ella.

Empezó a dar marcha atrás lentamente, conteniendo la respiración. Al principio todo iba bien, pero, de pronto, el pequeño coche se fue de lado y se dio un golpe con el lustroso Rolls.

Horrorizada, volvió a salir por atrás, y se agachó para inspeccionar el daño. Ambos vehículos estaban golpeados, pero el Rolls estaba peor.

– ¡Qué lista!-se oyó decir a una voz masculina-. ¡Me lo acaban de pintar!

Desde aquel ángulo el hombre parecía enorme. Era moreno y muy alto. Tenía los hombros anchos. Gina se puso de pie, pero él era bastante más alto, y le resultaba molesto demostrarle su indignación mirándolo desde abajo.

– Yo no usaría la palabra «lista». «Egoísta y arrogante», quizás.

– ¿Quién?

– Quien haya aparcado este Rolls ocupando dos espacios del aparcamiento, impidiéndome salir.

– ¿Y exactamente cuánto espacio necesita este «cacahuete con ruedas»?

– Todos no podemos conducir un Rolls-Royce -dijo ella, insensible al insulto a su querido coche.

– Casi mejor. Si condujese un Rolls como conduce este… este…

– Se ha puesto en mi lugar. No me ha dejado sitio ni para abrir la puerta. No tiene derecho a aparcar así.

– En realidad no he sido yo. Lo ha aparcado mi chofer.

– Debí de haberlo supuesto.

– ¡Ya veo! Si tener un Rolls es un delito, el tener un chofer debe de ser un crimen que merece la horca, ¿verdad?

– Va todo junto, ¿no? Cualquiera que puede permitirse un chofer, no necesita pensar en los demás. ¿Por qué no le ha impedido que hiciera esto?

– Porque no estaba en el coche en ese momento. Lo acabo de ver. Y estoy de acuerdo en que no ha estado muy brillante. Pero, admitámoslo, le ha dejado sitio suficiente para dar marcha atrás, si hubiera salido en línea recta. Se supone que no necesita hacer un giro tan brusco, ¿o no se lo ha dicho nadie?

– Si me hubiera dejado el espacio que me correspondía, no lo habría golpeado, aunque hubiera hecho muchos giros bruscos.

– Maneja mal el volante -dijo el hombre irritado-. Y es una suerte que lo descubra ahora y no cuando estuviera intentando evitar un camión.

Tenía razón, por supuesto. Y eso era lo peor. Ahora le tocaría pagar una buena factura de taller.

– Entonces, ¿qué vamos a hacer? -preguntó el hombre-. ¿Darnos los datos del seguro, o prefiere un duelo de madrugada?

– No tiene gracia…

– Si lo convertimos en una pelea, yo podría decir algunas cosas acerca de su manera de maniobrar…

– ¿Podría dejar de calumniar mi coche?

– Teniendo en cuenta lo que su coche le ha hecho al mío, las calumnias son lo de menos. Los del seguro probablemente declararán a ese «pequeño conejo» siniestro total.

– Mire…

– Entonces, ¿qué le parece si acepto toda la culpa y pago sus daños y los míos?

Aquello la tomó por sorpresa.

– ¿Haría… eso?

– Sí. A pesar de tener un desgraciado por chofer y un Rolls al que reprender, tengo cualidades humanas.

– Gracias -dijo ella.

Un hombre de mediana edad se había aproximado y estaba mirando la escena. Luego se dirigió a él.

– Tú me has metido en esto, Harry. ¿En qué estabas pensando para aparcar así?

– Lo siento, jefe, pero el tipo del otro lado… ahora se ha ido… Pero estaba ocupando la mitad de nuestro sitio, así que pensé que no importaría si… ¡Oh, Dios santo!-de pronto descubrió el daño.

– No importa. Lleva el… coche de esta dama al taller al que voy normalmente y diles que arreglen lo que haga falta. Luego vuelve aquí, y haces lo mismo con el Rolls.

– ¿Cómo entro? -preguntó.

– Por la parte de atrás -dijo Gina entre dientes.

El chofer entró en el coche y lo sacó con precisas maniobras, lo justo para no tocar el Rolls. El hombre miró a Gina como queriendo subrayarle que lo había hecho sin provocar daño alguno, pero se quedó en silencio.

– Lo siento -dijo ella.

– No es su día, ¿verdad? ¿Dónde podemos sentarnos y tomar nota cómodamente?

– Hay un café por allí.

Él parecía fuera de lugar en el Café de Bob, un antro grasoso que hacía comida para gente con poco dinero y tiempo. Debía de medir un metro ochenta y pico, por lo menos. Tenía piernas largas, hombros anchos y un aire de autoridad. Su traje era de Savile Row, como correspondía a un hombre con un Rolls.

Ella se miró la ropa. Su traje gris era adecuado para su trabajo, pero había sido el más barato de la tienda. Intentaba ponérselo con diferentes chales, bufandas y bisutería, para disimular y que pareciera que variaba. Pero aquel hombre debía de codearse con gente que llevase alta costura.

Ella intentaba pensar que él era el villano de la historia, pero era difícil, porque había ofrecido pagar el arreglo.

Era la hora del almuerzo, y el lugar se estaba llenando, pero él encontró una mesa frente a una ventana. Era el tipo de hombre, pensó Gina, que siempre podría encontrar una mesa frente a una ventana.

– Déjeme que lo invite a un café -dijo ella-. Es lo menos que puedo hacer.

– De ninguna manera -él estudió el menú-. Tengo hambre y no me gusta comer solo. Elija algo.

– Sí, señor.

– Lo siento. Estoy acostumbrado a dar órdenes, y es una costumbre que me cuesta romper.

Ella eligió y él llamó a la camarera. Después de pedir dijo:

– Mi nombre es Carson Page.

– Y el mío es Gina Tennison. Le agradezco lo que ha hecho, señor Page. Tiene razón acerca de mis maniobras. Y debí tener cuidado, puesto que me acaban de arreglar el coche…

– Debería demandar al taller. Búsquese un buen abogado.

– No lo necesito. Bueno, es difícil ser un abogado convincente en un taller lleno de mecánicos -dijo ella-. Da igual lo buen abogado que seas, hacen lo que quieren, porque creen que eres solo una mujer tonta que no sabe nada de coches.

Él no contestó, pero sus labios se torcieron.

– Venga, dígalo -lo desafió.

– ¿Hace falta?

Ella se rió, y él también. La risa lo transformó, suavizando los rasgos duros de su cara. Pero enseguida se desvaneció su risa. Daba la impresión de que la alegría lo hacía sentir incómodo, y que necesitase protegerse contra ella.

En reposo, su cara estaba llena de tensión. Tenía los ojos oscuros y con ojeras, y pequeñas arrugas alrededor de la boca. Aquel era un hombre que vivía en tensión, pensó ella, y tuvo la impresión de que sus nervios debían de estar a punto de estallar.

Era difícil adivinar su edad. Treinta y tantos, quizás. Se movía con facilidad, lo que sugería juventud. Pero lo envolvía un aire de gravedad que hacía que su breve e inesperada sonrisa fuera un placer.

– ¿Así que es abogada? ¿Dónde trabaja? ¿Por aquí?

– Sí. Trabajo con Renshaw Baines.

– ¿Con Renshaw Baines? Yo soy uno de sus clientes. Al menos lo seré después de una entrevista esta tarde.

– ¡Oh, cielos! ¡He ofendido a un cliente!

– Eso es un poco injusto si tenemos en cuenta que yo he hecho poco para no ser ofendido.

– Pero yo he abollado su Rolls.

– Bueno, no se lo diré a nadie, si usted no lo hace. De todos modos, puede arreglarlo contándome cómo es Philip Hale, que va a ser quien se ocupe de mis asuntos. No lo conozco. Descríbalo.

– Philip Hale… Bueno, es un nuevo socio… Todos dicen que es brillante… Mejor hombre no puede haberle tocado.

– No le cae bien, ¿verdad? -preguntó él, leyendo entre líneas.

– Sí… no… Bueno, más bien yo no le gusto a él. No aprueba mi forma de trabajar. Yo soy un peso liviano, y él no quería darme el trabajo. Señor Page, realmente no debería preguntarme a mí.

Él volvió a sonreír, y se transformó en un hombre encantador.

– Me gustaría que pudiera verse la cara en este momento. De acuerdo, no lo haré. ¿Por qué piensa que usted es un peso liviano?

– Lo soy, según su criterio. Pero no puede decir nada de mi trabajo de papeleo. He hecho algunos trabajos que hasta él ha tenido que reconocer que han sido buenos.

– ¿Trabajos de papeleo? ¿No hace dramáticas apariciones en las cortes?

– No, gracias. Me siento contenta de permanecer en la trastienda.

– ¿No es eso un poco aburrido para una mujer joven?

– Para mí, no -dijo ella con energía-. Durante años yo…

– Siga.

– No, sería hablar demasiado de mí misma. Normalmente no lo suelo hacer.

– Pero yo estoy interesado. ¿Qué pasó durante años?

– Yo… estuve enferma, eso es todo. Y daba la impresión de que no podía vivir una vida normal. Pero ahora, sí. Tengo un buen trabajo, y mi pequeña y modesta cuota de éxito, y es como un sueño para mí. Usted ha dicho que debía de ser aburrido para mí, pero yo no veo nada aburrido en mi vida. Porque es mucho más de lo que esperaba.

Él la miró con curiosidad. Le extrañaba encontrar alguien contento con lo que le había tocado.

– ¿Qué tipo de enfermedad? -preguntó él amablemente.

Ella agitó la cabeza.

– Ya he hablado demasiado de mí. Por favor, no quiero hablar más.

Afortunadamente, él no insistió. La ponía nerviosa el estar hablando con un cliente de Philip Hale, aunque hubiera prometido mantener el secreto.

A Gina le había costado conseguir lo que tenía. Renshaw Baines no era el despacho de abogados más importante de Londres, pero tenía un nombre de primera clase y había mucha gente que quería trabajar en él. Ella se sentía orgullosa de que sus jefes la valorasen.

Tenía veintiséis años. Era modestamente guapa, pelirroja, piel blanca y una figura delgada. Su verdadera belleza radicaba en un par de ojos color esmeralda.

Pero poca gente había visto lo adorable que podía ser. Las circunstancias de su vida le habían enseñado el valor que tenía la precaución y el no llamar la atención. En el trabajo se vestía discretamente, e incluso cuando salía no le gustaba sobresalir. Tenía un trabajo que la hacía valorarse, más un novio que era como unas zapatillas viejas. Y se sentía satisfecha.

Sonó el móvil de Page y lo atendió. Era Harry, que estaba en el taller.

– Dicen que necesitará un motor nuevo ese montón de chatarra para poder salir a la carretera. Y que eso costará bastante -dijo Harry.

– Diles que hagan lo que sea necesario -dijo Carson sin dudarlo.

– Mire, jefe, no hace falta que le compre un motor nuevo a esa mujer…

– Hazlo -dijo Carson Page bruscamente, y colgó-. Están trabajando en su coche -le dijo a Gina.

– ¿Está muy mal?

– No tiene nada que no se pueda arreglar.

– ¿Va a costarle mucho?

– Eso ya es otra historia. Olvídelo.

– Pero…

– He dicho que lo olvide. Tendrá su coche funcionando, pero yo pensaría que podría permitirse tener uno mejor, si es abogada.

– No hace mucho que estoy en la profesión. Pero supongo que ahora podría pensármelo.

– Debería hacerlo. Por el bien de todos -dijo él gravemente, pero la miró con amabilidad.

– Pensará que soy una loca, pero me va a dar pena decirle adiós a mi «cacahuete». Ha sido un buen amigo y es triste pensar que yo iré para arriba y para abajo, y que el pobre estará esperando que lo destripen en un desguace.

– Todavía no. Cuando se lo entregue el taller, podría vendérselo a otro loco.

– Eso es cierto -dijo ella, más animada-. Y quizás lo amen como yo -ella pinchó la ensalada, que había llegado mientras estaban hablando.

Carson la miró fascinado mientras comía su sándwich. Luego reflexionó que, aunque no se consideraba un sentimental, había aceptado pagar por algo que era culpa suya solo en parte.

¿Y por qué? Porque le gustaba verla sonreír. No se le ocurría otra explicación.

Después se sintió idiota por perder el tiempo en aquel lugar con aquella chica. Tenía mejores cosas que hacer que escuchar sus tonterías. ¿O no?

De pronto él contrajo sus cejas y se restregó los ojos.

– ¿Se encuentra bien? -le preguntó ella-. ¿Tiene dolor de cabeza?

– No -contestó él rápidamente.

Era cierto que le dolía la cabeza, pero le pasaba tan a menudo, que él no le dio importancia.

– A mí me parece que sí.

– Quizás un poco.

Ella tenía una cara amable, y, por un momento, él estuvo tentado de contarle acerca de los desastres que lo amenazaban. Tal vez le fuera fácil contarle a aquella extraña acerca de la soledad de su vida después de que la mujer a la que había amado se hubiera transformado en una egoísta y en una calculadora.

Hasta podría contarle acerca del dolor por su hijo, el pequeño del que una vez había estado tan orgulloso, pero que se había transformado en un ser desventajado y digno de lástima. Podía sentir compasión por el niño, y amor desgarrador, pero no orgullo.

Pero, ¿en qué estaba pensando? No era su estilo demostrar debilidad, aunque fuera con extraños.

Además, no quería estropear aquel momento. Ella era descarada, dulce, y divertida.

Se había olvidado de lo que quería decir eso. Hacía tiempo que no se divertía. Pero debía de tener relación con aquella deliciosa mujer y su cara radiante, que se reía de su coche, que contaba modestamente sus logros. Se alegraba de pasar un rato con ella. Le hacía bien recordar que había gente que podía enfrentar el mundo con una sonrisa.

Miró el reloj y se sorprendió de ver que había pasado una hora.

– Es hora de entrevistarme con Philip Hale. ¿Ha terminado?

– ¡Dios santo!-ella se terminó el café deprisa-. ¿Puedo marcharme yo primero? Si llegamos juntos, la gente se preguntará por qué, y una pregunta llevará a otra…

– Y su secreto quedará al descubierto. De acuerdo. Le daré cinco minutos. Aquí está mi tarjeta. He escrito la dirección del taller por la parte de atrás. Llámelos mañana.

– Gracias. Y gracias por el almuerzo.

– No es nada. Que tenga un buen día.

Él le dio la mano brevemente. Tenía dedos largos y una sensación de poder entre ellos. Luego, la soltó y le dijo adiós con la cabeza.

Ella se dio prisa en llegar a la oficina, un poco turbada. Jamás había conocido a un hombre que le enviara señales tan confusas. Era atractivo, tenía los ojos negros y vivaces, y si hubiera sido capaz de relajarse podría haber tenido una mirada encantadora. Pero eso era evidentemente lo que no podía hacer. Su faceta de hombre de negocios había estado pendiente del reloj, recordándole que estaba perdiendo el tiempo. Debía de haberse alegrado de deshacerse de ella.

Carson Page miró a Gina hasta que esta desapareció. Tuvo una sensación muy extraña, como si el sol acabase de marcharse. Se restregó los ojos nuevamente, preguntándose por qué le habría dado por perder tiempo en algo que podría haber solucionado en cinco minutos.

Pero había sido un encantador intervalo, algo así como unas vacaciones que le hacían falta. Ahora tenía que volver al mundo real, y sería mejor no volver a verla.

Gina encontró a su secretaria enfrascada en el trabajo. Dulcie era una mujer de mediana edad. Llevaba trabajando para la empresa unos veinte años y tenía una visión muy cínica de sus jefes. Pero Gina le caía bien.

De pronto le preguntó:

– ¿Te he visto almorzando con Carson Page en el café de Bob o me ha parecido?

– ¡Oh, cielos! No se lo has dicho a nadie, ¿verdad?

– A nadie. Si Philip Hale piensa que estás intentando birlarle su nueva adquisición, lo vas a pagar caro.

– Lo sé. Mira, Dulcie, esto te lo digo a ti solamente…

– Seré una tumba.

Gina le contó brevemente lo que había pasado, y Dulcie soltó una risotada.

– ¿Golpeaste el coche de Carson Page y no te mató? -preguntó-. ¿Y te va a pagar la factura del taller? ¿Cuál es tu secreto?

– Ninguno. Simplemente es un hombre agradable y razonable.

– No lo es. Conozco a un amigo que trabaja para el último bufete de abogados que llevó sus asuntos, y es un cliente terrorífico. Es el dueño de Ingenieros Page, y supongo que si no fuese agresivo, no habría podido convertir la empresa en lo que es hoy.

– ¡Dios santo!-exclamó Gina-. ¿Es ese Carson Page? No se me ocurrió… Quiero decir, he oído hablar de él.

Carson Page había creado Ingenieros Page de la nada, luchando duramente con la competencia, comprando empresas más pequeñas, y acaparando una buena parte del mercado. Todo lo que tocaba se transformaba en oro, o, por lo menos, eso era lo que decían los periódicos de economía.

También era un mal enemigo, que solía ganarle a sus oponentes. Y ella le había chocado su Rolls.

– Es un hombre difícil y exigente. Pero no contigo, ¿eh?

– ¡Oh! ¡Basta!-exclamó Gina, poniéndose levemente colorada-. Solo fue… No lo sé. Fue un cascarrabias, pero un cascarrabias simpático. Al menos intentó ser agradable, pero se sintió torpe. Como si estuviera usando músculos que estaban un poco rígidos.

– Eso está bien. No se lo conoce por su simpatía y encanto con la gente. Evidentemente, le has causado buena impresión. Juega bien las cartas, y terminarás viajando tú en ese Rolls.

– Tonterías. No lo volveré a ver. De todos modos, tengo a mi solitario Dan.

– No se me ocurriría usar ese término para tu Dan -dijo Dulcie-. Es aburrido, limitado. Solo sales con él porque lo conoces desde siempre, y te ve segura.

– Bueno, yo también lo doy por seguro. Es cómodo.

– ¡Dame paciencia, Dios mío, para no contestarle!-murmuró Dulcie, y volvió a su trabajo, después de que una vez más Gina le hiciera prometer que no abriría la boca.

Era cierto que conocía a Dan desde la infancia, y que se sentía cómoda con él, pero, ¿qué tenía de malo eso?, pensó ella a la defensiva. Los largos años de minusvalía la habían dejado deseosa de valorar lo que tenía.

Esa noche lo iba a encontrar en un pequeño restaurante a unos pocos kilómetros. Pidió un taxi, y luego, en un impulso, llamó al taller y preguntó por su coche.

– Tiene suerte -le dijo el jefe de los mecánicos-. No es fácil encontrar un nuevo motor que valga. Pero por el señor Page, hacemos lo imposible.

– Perdone… ¿Ha dicho un nuevo motor?

– No había otra posibilidad. También le hemos cambiado la dirección.

– Pero eso costará una fortuna.

– Bueno, la factura es para él, así que, ¿para qué se preocupa?

– ¡Oh, no! No quiero esto…

– Es tarde. El coche está desarmado ahora.

Abrumada, Gina colgó. Necesitaba el motor nuevo. ¡Pero deberle tanto a un extraño!

Sin embargo, Carson Page era un hombre rico que seguramente resolvía con dinero todos los problemas. Así que no volvería a pensar en aquello.

Capítulo 2

Gina fue a cambiarse para salir. Se quitó el traje que usaba para trabajar y se puso un vestido verde. No tenía mangas, pero el cuello era cerrado y lo adornaba un colgante.

Se cepilló el pelo y se puso algo más de maquillaje. Estaba lista.

Llegó unos minutos tarde al restaurante, pero Dan no estaba todavía. Pidió un jerez y lo esperó en la mesa, con la esperanza de que no tardase mucho.

– ¿Le importa si la acompaño?

Cuando Gina alzó la vista vio a Carson Page, de pie, mirándola gravemente.

– ¿Está esperando a alguien? -preguntó Carson Page.

– Sí. A Dan… mi novio. Se ha retrasado un poco.

– Entonces, solo me quedaré un momento -él se sentó-. Solo quería que supiera que su coche estará listo pasado mañana.

– Lo sé. He llamado al taller. Señor Page…

– Carson, llámame Carson.

– Carson, no sabía que iban a cambiar el motor. No hacía falta eso.

– Según el taller, sí hacía falta.

– Sabe a qué me refiero. Quiero pagarle… no inmediatamente, pero en cuotas…

– De acuerdo, págueme algún día. Y ahora, ¿podemos dejar ese tema?

Ella estuvo de acuerdo. Sospechó que lo estaba aburriendo.

– ¿Cómo supo que estaría aquí? -le preguntó ella.

– Iba a pasarme por su oficina, pero llegué justo cuando usted estaba tomando un taxi. Así que le dije a mi taxi que la siguiera.

Carson pidió algo de beber, y ella lo observó, tratando de relacionar a aquel hombre con el ogro que había descrito Dulcie.

«Difícil y exigente», pensó. Sí, aunque estaba actuando con amabilidad se notaba un aire de orgullo, y de voluntad firme. Un mal enemigo. Un hombre que esperaba que las cosas se hicieran a su manera. Un hombre turbador. Y excitante.

Era distinto a otros hombres, al igual que un león se diferenciaba de un gatito. Ella deseaba que Dan se diera prisa. Allí estaba pasando algo que era amenazador para su mundo tan cuidadosamente construido, y si se daba prisa, tal vez todavía estuviera a tiempo de evitarlo.

– ¿Y qué ha pasado con su coche? -le preguntó ella, intentando que no le temblase la voz.

– Mañana me lo tienen arreglado -él miró el reloj de la pared-. Son las siete y media. ¿A qué hora se supone que llegaba su novio?

– Alrededor de esta hora -contestó ella. Pero Dan debía de haber llegado a las siete-. Está muy ocupado.

– Yo también. Pero si tengo una cita con una dama, soy puntual.

– En realidad, he llegado temprano. No lo espero hasta las siete y media -dijo ella, desafiante.

– Si usted lo dice -sus ojos oscuros le advirtieron que no lo había engañado.

– ¿Qué ha pensado de Philip Hale? -preguntó ella, para cambiar de tema.

– Es como usted dijo. Brillante… no hay mejor hombre. También muy aburrido. Nunca dice las cosas una sola vez, sino diez.

Ella bebió un sorbo de vino y lo dejó en la mesa, moviendo los hombros.

– No se reprima la risa -le advirtió él-. Ríase en alto. Él no está aquí.

– Creo que nunca he oído hablar de él de este modo -sonrió ella.

– Tonterías. Cualquiera que lo conozca diría lo mismo.

Él deseó verla sonreír, porque era como ver salir el sol. Pero ella se controló, aunque sus ojos seguían riendo. Tendría que conformarse con eso.

– De todos modos, aburrido o no, he decidido que trabajaré con él. Mañana lo veré. Es un buen abogado, dentro de su especialidad. ¿Tiene usted alguna especialidad?

– Derecho comercial y de la propiedad.

– ¿Así que es posible que haga algo de mi trabajo?

– ¿Podría repetirlo? -había ruido de fondo y Gina no lo escuchó. Se inclinó hacia adelante.

– Que es posible que haga algo de mi trabajo. ¿Cuál será?

– Soy sorda -dijo ella.

– ¡Tonterías! No puede ser.

Gina sonrió de oreja a oreja.

– Gracias. Eso es lo más bonito que me han dicho desde que… me he vuelto sorda.

Él frunció el ceño.

– Pero parece haber estado escuchando normalmente. ¿Quiere decir que me ha estado leyendo los labios todo el tiempo?

– ¡Oh, no! Tengo un implante que me ayuda. Puedo oír casi todo, pero si hay ruido de fondo, a veces no oigo algunas palabras.

– Comprendo -dijo él, con pesar-. Nunca pensé…

– ¿Por qué iba a imaginarlo? Excepto en algunos casos, soy como todo el mundo.

– Sí por supuesto. Perdóneme. Solo estaba pensando…

Gina lo miró. Sabía en qué estaba pensando exactamente. Estaba acostumbrada a la gente que se echaba atrás cuando oía la palabra «sorda», que no podían soportar ni la idea.

Pero le sorprendió que le pasara con aquel hombre. Había estado tan segura de que era especial, que había confesado su problema sin preocuparse. Ahora se sentía decepcionada al pensar que se había equivocado.

Para su alivio, vio a Dan yendo deprisa hacia ella.

– Cariño, siento mucho llegar tan tarde. Ocurrió algo…

Carson se levantó rápidamente.

– Supongo que esta es su cita. No la entretendré -asintió con cortesía a Dan y se marchó.

– ¿Quién era ese? -preguntó Dan, dándole un beso en la mejilla.

– Carson Page. He golpeado a su coche.

– ¡Dios santo! ¿Ese es Carson Page, el auténtico? Querida, no debiste dejarlo marchar tan fácilmente. Es un gran hombre.

– No, no lo es. Es como todos los demás.

Al día siguiente por la tarde la recepcionista llamó para decirle que habían llevado algo para Gina. Dulcie estaba muy ocupada con la correspondencia, así que Gina salió de su despacho. Y así fue como vio llegar a Carson Page, acompañado de un niño de unos ocho años. El niño tenía una cara pálida e inteligente, y parecía nervioso.

Philip Hale llegó y saludó efusivamente a Carson, este le contestó con cortesía pero con una mesura que habría alertado a un hombre más sutil que Hale.

Era curioso, pero el niño no mostraba ningún interés ni atención en la conversación que estaban manteniendo los adultos. Como si fuera…

Ella debía de estarse imaginando cosas, pensó Gina.

Carson no dio muestras de haberla visto, y siguió a Philip Hale llevando al niño por el hombro.

– Me pregunto qué le ocurre a ese niño -le dijo Gina a la joven recepcionista.

– Pobre niño. Sus padres no se hablan, lo usan como arma. Al parecer el señor Page está intentando impedir que su ex tenga acceso a Joey.

– ¡Eso es terrible!

Su idea de Carson Page se vino abajo.

Volvió a su oficina y se puso a trabajar. Al rato se echó atrás en la silla, bostezó y se estiró. Era por la tarde. El sol estaba caliente.

Miró por la ventana y exclamó:

– ¡Dios santo!-se puso de pie.

– ¿Qué está haciendo ese niño ahí?

Era Joey Page. Estaba dando vueltas por la calle, al parecer sin importarle las furiosas motos a su alrededor. Un coche casi lo atropello. Un motorista le gritó, pero el niño solo parecía sorprendido, como si lo que hubiera a su alrededor no fuera real.

– ¡Oh, Dios!-susurró ella-. No sabe… No puede…

Salió corriendo de su oficina, atravesó la zona de recepción y salió a la calle, rogando llegar a tiempo.

Llegó hasta el niño y lo sujetó por el brazo. El niño se quiso soltar, pero ella lo agarró más firmemente y lo llevó nuevamente a la acera.

– ¿En qué estabas pensando? -le preguntó ella sin aliento-. ¡Podrían haberte atropellado!

– Yaa… yaaa… yaaa… -el niño la miró severamente y se soltó.

Detrás de su furia, el niño parecía aturdido, como si las palabras de Gina no significaran nada para él. Y entonces ella estuvo segura de algo que había sospechado. Se agachó para que el niño pudiera ver sus labios.

– Eres sordo, ¿verdad? -le dijo lentamente.

– ¡Ahha!-gritó él.

Tenía un gesto triste. Y ella sabía quién lo privaba de su madre.

– No bajes a la carretera -le dijo hablando lenta y claramente-. Es peligroso -ella intentó ponerle la mano en el hombro.

– ¡Aaaa!-gritó el niño.

– ¡Joey!-dijo una voz detrás del niño-. ¡Basta!

Cuando Gina alzó la vista, vio a Carson con el ceño fruncido.

– Es inútil que le grite. No le oye -dijo Gina.

– Sí. Lo sé.

Carson le hizo darse la vuelta y mirarlo. El niño volvió a gritar. Hacía un ruido impresionante, como si fuera un animal enloquecido, pero Gina se dio cuenta de que temblaba.

Ella conocía aquella frustración que solo encontraba alivio en la rabia. La expresión abrumada de Carson le trajo un montón de recuerdos, e instintivamente Gina rodeó al niño con su brazo.

– Yo soy su padre. Lo llevaré.

Gina sintió una rabia que no pudo contener.

– Si es su padre, ¿cómo lo ha dejado que saliera solo a la calle? ¿No sabe que los niños sordos son muy vulnerables en la carretera?

– No me hacen falta lecciones sobre mi hijo -contestó él.

– Yo creo que sí. Un padre como es debido protegería a su hijo.

Él la miró furioso.

– Tiene problemas -gritó ella-. No puede oír. Eso significa que necesita más amor y cuidado, no menos. Necesita a su madre.

– ¡Ya está bien!-exclamó Carson-. Usted no sabe nada. Y ahora, si quiere ayudar, ¿por qué no lo intenta traer dentro?

Gina llevó al niño hasta el edificio. Por suerte, no había nadie en la oficina de Philip Hale.

– Le agradezco el que lo haya rescatado, y las molestias que se ha tomado… -dijo Carson.

– No es ninguna molestia. Le traeré… -se interrumpió y se puso donde Joey podía verla-… galletas de chocolate con leche -terminó de decir muy claramente-. ¿Te apetece?

El niño asintió. Su expresión era beligerante aún, pero cuando ella intentó irse de la oficina, Joey le agarró la mano firmemente. Daba la impresión de sentirse a salvo finalmente, y de que no quisiera perder esa seguridad. Gina llamó a Dulcie por el teléfono interno y le pidió que llevase la comida y la bebida.

– Enseguida las traerán -le dijo a Joey.

Pero el niño frunció el ceño. No había comprendido.

– Las traerán enseguida -repitió ella lentamente y con énfasis.

Aquella vez el niño asintió, y Gina le sonrió. El niño tardó en devolverle la sonrisa, y cuando lo hizo, apenas duró.

Era como su padre, pensó ella.

Tenía la cara redonda y unas facciones muy definidas que empezaban a parecerse a las de Carson. En su rostro se reflejaba cierto carácter y el movimiento de sus cejas sugería un toque de humor. Detrás de la barrera de la sordera se estaba desarrollando una fuerte personalidad, pensó Gina.

Cuando Dulcie entró con las galletas, la cara de Joey se iluminó. Pero, antes de tocarlas, miró a su padre. A Gina le pareció que había habido algo de aprensión en su mirada, y volvió a sentir rabia.

– Le tiene miedo -lo acusó.

– Le tiene miedo a todo -dijo Carson.

– Por supuesto. Cuando eres sordo, el mundo da miedo, pero debería apoyarse en usted para superarlo. Usted es su padre. Debería interponerse entre su hijo y las cosas que lo amenazan.

– ¡No sé cómo hacerlo!-gritó, contrariado, como si le molestase admitir una debilidad.

– Podrían haberlo atropellado en la calle, pero usted no lo ha rodeado con sus brazos. En lo único que pensaba era en pedirme disculpas. Como si yo importase, al lado de él.

Gina vio por el rabillo del ojo que se estaba acercando Philip Hale.

– ¿Por qué no trae a Joey a mi oficina mientras usted se ocupa de sus negocios? -le dijo ella.

– Gracias.

– Ven. Nos llevaremos esto -tomó la bandeja con galletas y leche y salieron juntos.

Afortunadamente, Gina encontró su oficina vacía, lo que le daría tiempo de hablar con Joey y suavizar su angustia.

– Soy Gina -dijo finalmente, poniéndose donde pudiera verla-. ¿Cómo te llamas?

Ella sabía que se llamaba Joey, pero quería que se lo dijera él. Sería una forma de empezar a comunicarse.

El niño la miró, luego desvió la mirada. Luego la volvió a mirar.

– ¿No quieres decírmelo?

Joey tomó aliento. Luego emitió un sonido parecido a «¡Oooeey!».

– ¿Joey? ¡Qué bien! Yo me llamo Gina -como el niño frunció el ceño, ella lo repitió.

Joey intentó repetirlo, con poco éxito.

– Mira -dijo ella, alzando la mano.

Lentamente hizo la seña de la G, luego la I. Se preguntó si Joey conocería el alfabeto de los sordos. Pero el niño se puso contento, y entonces Gina terminó de decir la palabra.

– Gina -repitió ella.

Joey intentó repetirlo. No lo hizo muy bien. Pero ella le sonrió para darle ánimos. Y volvió a deletrearlo con los dedos. Joey la miró con atención. Luego repitió las señas con los dedos.

– Muy bien -dijo ella-. Come algo, e intentaremos seguir más tarde.

Ahora que el niño se había calmado, podía observarlo mejor. Y vio tristeza en él, como si el peso del mundo lo estuviese aplastando.

– ¿Te gustan las galletas? -se aventuró Gina, con una frase más larga.

Él asintió, intentó decir algo y recogió una miga. Ella le palmeó la espalda, y se rieron juntos.

Entonces Joey intentó hablar. Dijo algunas palabras que Gina entendió prácticamente. Y también lo dijo por señas. «Debes comer galletas tú también», quería decir.

Después de eso, la conversación fue rápida y frenética. Al niño se le había iluminado la cara. Se comunicaba como si no lo hubiera hecho nunca antes.

– Yo también soy sorda -le dijo-. Ahora puedo oír, pero sé lo que se siente. Nadie lo comprende.

El niño asintió, y repitió con señas las últimas palabras de Gina.

– Eres muy listo -le dijo Gina con señas.

Joey la miró y preguntó:

– ¿Yii?

Gina comprendió lo que quería decir y contestó:

– Sí, tú, cariño. Eres muy listo, de verdad.

El niño agitó la cabeza. A Gina se le partió el corazón. Le rodeó los hombros y lo abrazó. El niño también la abrazó.

«Soy una extraña. Sin embargo, el pobrecito se ha aferrado a mí», pensó Gina.

Gina cerró los ojos y abrazó al niño. Cuando los abrió se encontró con Carson Page en la puerta, observándolos.

– Es hora de marcharnos -dijo.

Gina intentó soltar al niño, pero Joey se aferró más a ella y gimió.

– Está bien -dijo ella. Lo hizo mirarla y le aseguró-: No te preocupes, estoy aquí.

No sabía qué le había hecho decir aquello en presencia de su padre, pero en aquel momento, habría hecho cualquier cosa por el niño.

– Me lo voy a llevar a casa -dijo Carson.

– A casa -le dijo Gina mirando a Joey.

El niño agitó la cabeza furiosamente. Y cuando su padre fue a agarrarlo, se resistió.

– Ven -le dijo Carson firmemente, sujetándolo más fuertemente.

– ¡Suéltelo!-Gina se puso de pie y lo enfrentó.

– ¿Qué ha dicho?

– He dicho que lo suelte. No tiene derecho a tratarlo así.

– ¿Se ha vuelto loca?

– Solo le estoy pidiendo que sea amable con él…

– Hago grandes esfuerzos por lograrlo, pero no pienso aguantar rabietas.

Cuando oyó la palabra «rabieta», Gina hubiera querido matarlo.

– No es una rabieta. Se siente solo y asustado. ¿Es tan monstruo como para no ver la diferencia?

Carson la miró, impresionado por la fuerza de su ataque. Ella también se sorprendió. Normalmente era una persona apacible, pero el sufrimiento de Joey le había hecho salir a la superficie viejos temores y tristezas, haciéndole perder el control. Se volvió a sentir una niña otra vez, en un mundo cruel, que no comprendía a los seres diferentes.

Entonces vio a Philip Hale en la puerta y el alma se le fue a los pies.

– Recoja sus cosas, señorita Tennison, y váyase inmediatamente -dijo el señor Hale, en un tono que contenía cierto sentimiento de triunfo.

– No -dijo Carson-. Yo estoy en deuda con la señorita Tennison, y no puedo permitir que pierda su trabajo.

En la cara de Hale se reflejaron sentimientos contradictorios. El deseo de no ofender a un cliente y la indignación por el modo en que Carson había declarado lo que permitiría y lo que no en su despacho. Debatiéndose entre esos dos impulsos, oyó decir a Carson:

– Señorita Tennison. Le agradezco que haya salvado a mi hijo, y… y por la comprensión que ha demostrado hacia él. Es una persona digna de crédito para sus jefes, y escribiré a los socios más antiguos para decírselo.

Philip Hale achicó los ojos.

Gina dejó escapar la respiración. Estaba confusa. Era un hombre arrogante, brusco y duro, pero también era justo.

Carson tocó a Joey. Su rebeldía parecía haber terminado y tomó la mano de su padre sin protestar. Pero estaba sollozando con resignada desesperación. Y eso rompió el corazón de Gina.

Los observó marcharse hacia la entrada. Cuando estaban a mitad de camino, Carson se detuvo y miró al niño, que en aquel momento se estaba secando las lágrimas. Carson tomó la barbilla del niño y lo miró a los ojos. Luego sacó un pañuelo y le secó las lágrimas amablemente. Entonces miró a Gina, con gesto inseguro.

– Será mejor que venga con nosotros -dijo Carson-. Quiero decir… si tiene tiempo.

Gina iba a decir que por supuesto que tenía tiempo, pero entonces sintió un peso que se lo impidió.

– Yo… yo -balbuceó.

– Vaya con él y haga algo útil -le dijo Hale entre dientes-. Más tarde le diré algunas cosas.

Gina recogió su bolso y se dio prisa para alcanzarlos. Joey la miró y sonrió. Luego dijo por señas: «Ven también».

– Entonces, vamos -dijo Carson.

Capítulo 3

Nadie habló durante el viaje. Gina se sentó detrás, con Joey. El niño parecía contento simplemente, y ella estaba intentando calmarse, y ahuyentar traumas que había creído superados.

Por un momento, se había vuelto a sentir en la terrible pesadilla de su infancia, en una prisión cercada por el silencio y la incomprensión. Había creído que se había escapado de allí, pero de pronto había vuelto a sentir que la rodeaban sus muros. Ahora se sentía luchando consigo, porque no quería volver a esa prisión. Pero la necesidad de Joey era tan grande…

Pero… ¿qué estaba pensando? Aquella era una visita breve, y luego no volvería a ver a Joey ni a su padre.

Se sentía desilusionada por Carson. Era un hombre prejuicioso frente a la sordera, y estaba furioso con la suerte que le había tocado de tener un niño sordo.

Vio que el niño estaba intentando atraer su atención, diciendo algo. Ella contestó por señas, y conversaron en silencio el resto del viaje.

Se fijó que el coche se estaba dirigiendo a una zona rica de Londres. Sabía que las casas valían millones allí.

Pararon frente a la mansión más grande de la calle y Carson se metió por un camino que conducía a la casa, pasando por una hilera de árboles que la ocultaban de la mirada de extraños.

– Normalmente está aquí la señora Saunders -le explicó Carson mientras abría la puerta de la casa-. Ella se ocupa de todo lo doméstico y cuida a Joey, cuando no está en el colegio, pero necesitaba un día libre, y por eso he tenido que llevar al niño conmigo.

– Sí, me he dado cuenta de que no tiene demasiada experiencia en cuidarlo -dijo Gina.

Habían entrado en un gran vestíbulo con suelos de madera lustrados y una gran escalera. La casa era agradable, con ventanas altas y, por lo que había podido apreciar a través de las puertas abiertas de las habitaciones, tenía mucha luz. Podría haber sido un sitio ideal para vivir, pero tenía algo poco acogedor. No era un hogar para las dos personas que vivían allí, que estaban atrapadas cada una en su aislamiento.

A Gina empezaba a preocuparle la forma en que Joey le tomaba la mano, como si ella fuera esencial para él. No debía ser esencial para él. Ella solo podía estar un rato con él y pasar de largo por su vida.

Pero también recordaba cuánta gente había pasado por su vida durante su infancia, el sentimiento de que por fin había encontrado alguien que la comprendía, y luego la decepción de que desapareciera.

Joey estaba tirando de su mano, llevándola al jardín. Gina lo siguió, con Carson detrás. Era un jardín grande, hermoso, con magníficas zonas de hierba y flores.

Pero Joey no tenía tiempo para deleitarse en aquella belleza. La arrastró hasta un gran estanque donde había peces. Los señaló y habló sobre ellos con señas.

– Está muy interesado en los peces -dijo Carson cuando los alcanzó.

Joey los dejó un momento y se fue al otro lado del estanque y se quedó mirando el agua. Estaba concentrado y con el ceño fruncido. Parecía un pequeño profesor.

– ¿Por qué usted no le gusta a Philip Hale? -le preguntó Carson de repente-. Hay algo más de lo que me ha contado ayer, ¿no es verdad?

– Sí. Me considera «minusválida», y no sabe cómo manejar eso. Alguna gente no sabe cómo tratar a la gente que se sale de lo común -ella lo miró.

– ¿Lo dice por mí?

– ¿No es así?

– Evidentemente es lo que usted piensa. No le gusta la gente que juzga a la ligera, ¿no? Pero hoy me ha juzgado muy rápidamente. Sin atenuantes por las circunstancias. Sin tener en cuenta todos los datos. Simplemente se dijo «Cortadle la cabeza».

Era cierto. Ella se sintió incómoda.

– Carson, por favor, no piense que no le estoy agradecida por salvar mi trabajo. Ha sido muy amable por su parte, después de las cosas que le he dicho.

– Ha sido una cuestión de justicia. Además, usted me puede resultar útil.

– Sí, pensé que diría algo así.

– Usted no toma prisioneros, ¿verdad? -dijo él secamente.

– Bueno, si hay una batalla, estaré del lado de Joey. No se deje engañar por mi apariencia. Es posible que tenga aspecto de ratoncito marrón, pero soy muy dura realmente.

– ¿Ratoncito marrón? ¿Con ese pelo rojizo encendido?

Ella se sorprendió. Nunca había pensado en su pelo con aquel atractivo.

Volvieron a la casa en tensión. Joey los miraba. Cuando estuvieron dentro, el niño tiró de ella hacia las escaleras.

– Por favor, vaya con él -le dijo Carson.

Las paredes de la habitación de Joey no tenían un solo póster de un futbolista. Estaban cubiertas con láminas de delfines, ballenas, pingüinos, tiburones, leones marinos, peces, corales, y caracolas. Los estantes estaban adornados con los mismos motivos.

– Debes saber mucho de esto -le dijo Gina.

El niño asintió.

– ¿Te ha interesado siempre el mundo marino?

Joey asintió nuevamente. Y luego le mostró su habitación.

Tenía todo lo que se puede comprar con dinero, incluido un ordenador desde donde tenía acceso a su tema favorito por Internet. Incluso tenía una tarjeta de crédito para comprar lo que quisiera por este sistema.

En realidad la habitación tenía de todo, menos la calidez y el cuidado de un adulto. Por los libros que tenía, era evidente que era muy inteligente, pero no tenía con quién compartir sus intereses.

Hubo algo que llamó su atención. En la cabecera de la cama había una foto de una mujer de veintitantos años. Tenía mucho maquillaje. Pero aun sin él, habría sido hermosa. Su pelo rubio le caía sobre los hombros y su boca se curvaba provocativamente para la cámara. Gina la reconoció. Era una joven actriz llamada Angelica Duvaine, que se estaba haciendo famosa por sus películas. La había visto hacía poco en un papel secundario. Su talento era limitado, pero su belleza y atractivo eran deslumbrantes. Era extraño encontrar su foto en la habitación de un niño.

Joey la vio observar la foto y se puso orgulloso.

«Mi madre», deletreó con señas.

– Pero… -se interrumpió. Luego siguió-: Es muy guapa.

Joey asintió y señaló la foto.

– Yiii… diii mee…

«Me la dio», entendió Gina.

Era una foto enviada por correo, y el niño se sentía favorecido con aquel envío especial.

– ¿Te la dio ella? ¡Qué bien!

Joey le dijo con esfuerzo que su madre lo quería.

– Sí. Por supuesto -dijo Gina.

Carson asomó la cabeza y dijo:

– Hay algo de comer abajo.

La cena estaba puesta en un elegante comedor con cuadros caros en las paredes. Gina pensó que se hubiera sentido mal en un lugar así de haber sido una niña. Y Joey debía sentir lo mismo, porque estaba apagado.

La comida era excelente y se la elogió a Carson.

– No ha sido mérito mío. La señora Saunders dejó todo listo y yo solo la calenté en el microondas -miró a su hijo, que observaba el plato sin entusiasmo-. ¿Qué pasa? -le tocó el hombro para que lo mirase-. ¿Qué ocurre con la comida? -preguntó Carson en voz más alta.

– ¿Oye algo Joey? -preguntó Gina.

– No, nada.

– Entonces, ¿por qué grita? Lo que necesita es hablarle muy claramente, para que pueda seguir el movimiento de los labios. De todos modos, no pasa nada con la comida. Pero si Joey es como era yo a su edad, seguramente preferiría una hamburguesa.

– Es comida mala. Esto es mejor para él.

Joey los miró a ambos, con la mirada desesperada de quien está excluido. Ella le tomó la mano, e inmediatamente su expresión de desasosiego se desvaneció.

– Pero, ¿quién quiere tomar lo que es mejor siempre? La comida rápida es más divertida. ¿Le ha preguntado alguna vez qué prefiere?

– Eso no es fácil.

– Sí, lo es. Lo mira a la cara para que él pueda leerle los labios.

– ¿Cree que no he intentado eso? No me comprende. O no quiere hacerlo, por razones que solo él conoce.

Gina iba a discutirle esto, pero un recuerdo de infancia hizo que se abstuviera.

– Eso depende de cómo le hable -murmuró Gina-. Si le demuestra que está impaciente, se sentirá molesto.

– Yo no… Bueno, intento no… ¿Quiere decir que lo hace deliberadamente?

– No lo sé. Pero a mí solía pasarme. Si estás con un adulto que no te comprende, y que solo está cumpliendo con su deber, pero que desearía estar en cualquier otro sitio menos contigo… Tú… No intentas hacérselo fácil.

– Y yo soy el adulto poco comprensivo, ¿verdad?

– ¿Lo es?

Él dejó escapar una lenta exhalación.

– Hago todo lo que puedo.

– ¿Y cuánto es eso?

– Es poco. ¿De acuerdo? Eso es lo que usted piensa, ¿verdad? Y es la verdad. Soy un padre desastroso. No sé lo que estoy haciendo y estoy sufriendo por ello.

– Al menos es sincero.

– Pero, ¿dónde nos lleva la sinceridad? ¿Tiene la respuesta? -preguntó él angustiado.

Él también estaba sufriendo, y estaba más perdido que el niño. Ella se abstuvo de censurarlo.

El día anterior la palabra «muda» había ocasionado un cambio en él que ella había juzgado mal. Ahora se daba cuenta de que lo que verdaderamente le ocurría era que no podía manejar aquella situación, y que lo enfrentaba a su fracaso.

– ¿Qué debería hacer? ¡Por el amor de Dios, dígame, si lo sabe!

– Le diré cómo es la situación para Joey. Si lo comprende, será capaz de hacer las cosas más fáciles para ambos -dijo ella. Vio que Joey los estaba mirando, y dirigiéndose a Carson agregó-: Ahora, no.

El resto de la comida, Gina se concentró en el niño haciéndolo sentir incluido. Carson comió muy poco, pero los observó comunicarse, moviendo los ojos de un lado a otro, como si no quisiera perderse detalle.

– ¿Puedo usar su teléfono? -preguntó Gina después de un rato.

Recordó que Dan iba a llamarla.

– Hay un teléfono allí, en aquella habitación.

Gina llamó al móvil de Dan y lo encontró un poco molesto.

– No me habías dicho que estarías fuera esta noche -se quejó Dan.

– No lo sabía. Surgió algo imprevisible.

– Mi jefe me ha invitado a su casa y me ha dicho que te lleve. No quedó nada bien que apareciera sin ti.

– Lo siento. No lo sabía.

– Todavía tienes tiempo de llegar aquí, si te das prisa.

– De acuerdo, intentaré…

Entonces vio a Joey mirándola desde la puerta. Su cara le indicó que comprendía. No podía oír su conversación. Pero cuando se era mudo, siempre se sabía cuándo te iban a abandonar.

– Lo siento. No puedo -se apresuró a decir ella.

– Gina, esto es muy importante para mí.

– Y mi trabajo lo es para mí -Gina se inventó una excusa que Dan pudiera comprender-. He metido la pata con un cliente esta tarde, y estoy tratando de arreglarlo -le explicó atropelladamente lo del accidente, y le habló sobre Joey. Dan empezó a sentir interés.

– ¿Carson Page? ¿El hombre con el que estabas hablando anoche?

– Sí.

– ¿Estás en su casa?

– Sí.

– ¿En ese sitio deslumbrante de Belmere Avenue?

– Mmm. De acuerdo. Estaremos en contacto.

Dan colgó.

Carson había ido hasta la puerta, a llevarse a Joey a la mesa nuevamente. Estaba claro que había oído parte de la conversación. La miró gravemente.

– ¿Le he estropeado una cita? -preguntó.

– No. No hay problema -dijo ella. Luego se dirigió a Joey-: No me marcho todavía.

El niño sonrió y eso fue su recompensa.

Después de la comida, Carson hizo una seña con la cabeza y Joey se puso a mirar su programa favorito de televisión con subtítulos. Carson y Gina se levantaron de la mesa y llevaron las cosas a la cocina. Carson le sirvió una copa de vino y le ofreció una silla frente a la mesa.

– No le he dicho todo lo agradecido que estoy -dijo Carson-. No debí llevar a Joey a ese sitio, pero no sabía qué hacer. Hoy no tenía colegio, y sin la señora Saunders, tenía que llevarlo conmigo. Me metí de lleno en los negocios y no vi que andaba por ahí. De no ser por usted, lo habría perdido -agregó serenamente-. Y no lo habría soportado. Él es todo lo que tengo.

– Me hubiera gustado que me pidiera que lo cuidase.

– Lo pensé, pero no sabía cómo, sin interrumpir la conversación y sin poner en evidencia que nos conocíamos de antes.

– Debió de interrumpirla -dijo ella inmediatamente.

– Además, no estaba seguro de si sus jefes sabían lo suyo. No quise meter la pata. Justamente porque en el mundo hay gente como Philip Hale.

– Yo pensé que usted era como él. Anoche…

– No reaccioné muy bien, lo sé. Pero por momentos me siento muy confuso. Intento recordarme que para Joey la situación es peor que para mí.

– Sí, pobrecito. La gente que ve el problema desde fuera, no se imagina la frustración que siente uno cuando va formando las estructuras dentro y no puede sacarlas fuera, y te miran como si estuvieras loca…

– Si lo dice por mí, no se moleste. Ya hemos estado de acuerdo en que soy un padre desastroso que no tiene idea de lo que necesita su hijo.

– Seguro que sabe que necesita una cosa. Necesita a su madre. Aunque ustedes estén separados, ella es la persona que tiene más posibilidades de comprenderlo. Si la tuviera, no tendría que inventarse historias con estrellas de cine.

– ¿Qué le hace pensar que se inventa historias con estrellas de cine? -preguntó Carson.

– ¡Oh, por favor! He visto la foto de Angelica Duvaine en la cabecera de su cama. Debe de tener unos veintipocos años.

– Estaría encantada de oír sus palabras. Tiene veintiocho años. Esa foto ha sido retocada. De todos modos, aparenta menos edad de la que tiene. Hace dieta, se da masajes, hace ejercicio. Iba a hacerse cirugía en los pechos para levantárselos. Fue la discusión por ese tema lo que la decidió a marcharse. Aunque no estaba mucho tiempo en casa, de todos modos.

– ¿Quiere decir que Angelica Duvaine es realmente la madre de Joey?

– Sí. Aunque su verdadero nombre es Brenda Page. Pero hace años que no usa ese nombre. Y cuando acabemos de divorciarnos, dentro de pocas semanas, ya no tendrá ese nombre. Sé que parezco un monstruo que quiere separar a madre e hijo, pero no lo haría si ella demostrase algún interés en él. Debería leer las entrevistas de Brenda con la prensa. Jamás ha dicho que tiene un hijo. Desde el momento en que se dio cuenta de que Joey tenía un problema con el oído, para ella dejó de existir. Era un estorbo para ella, algo de lo que sentía avergonzada. Mi esposa, como ve, valora la perfección física sobre todo lo demás.

Carson esperó un momento, para ver si ella tenía alguna respuesta para aquello.

– ¡Oh, Dios santo!-susurró Gina finalmente-. ¡Pobre niño!

– Joey la adora. No sé por qué, puesto que ella lo trata sin mayor cuidado. Se marcha. Lo ignora, vuelve por cinco minutos, se vuelve a marchar y le rompe el corazón nuevamente. Pero él no se lo reprocha jamás, se porte como se porte.

– Por supuesto que no. Él cree que es culpa suya -dijo Gina.

Carson la miró con extrañeza y preguntó:

– ¿Era eso lo que sentía?

– Algo así. Yo tuve suerte con mi madre. Era maravillosa, pero murió. Mi padre… Bueno, creo que yo le parecía repelente. Y yo sabía que debía de haber hecho algo terrible para que no me amase.

– ¿Y eso es lo que piensa Joey?

– Él me ha dicho que su madre lo quiere. Probablemente explica sus ausencias echándose la culpa. Pero solo es una suposición.

– Entonces, ¿qué hago? ¿Le explico que su madre es una mujer egoísta que no se quiere más que a sí misma? ¿Que se acuerda de él cuando le viene bien y que lo abandona cuando le place? ¿Por qué cree que estoy intentando separarlos? Porque no puedo aguantar la cara que tiene el niño cuando ella se marcha nuevamente… como lo hace siempre.

– Pero ella es su madre… Debe de quererlo, a su manera…

– Entonces, ¿por qué no lo lleva con ella? Yo no se lo hubiera impedido, si de verdad quisiera tenerlo consigo. No juzgue a todas las madres por la suya. No son todas maravillosas.

– Lo siento -dijo ella-. No tengo derecho a criticarlo sin conocer todos los datos.

Él se pasó la mano por el pelo. En algún momento se había quitado la corbata y había abierto el botón de arriba de la camisa. El hombre totalmente controlado había dado paso a aquel que se sentía a merced de fuerzas que no comprendía.

– Supongo que no puedo reprochárselo. Es algo que yo mismo hago. ¿Qué cosas hay que tener en cuenta? ¿Cómo se puede saber? -preguntó Carson.

– Háblame de la señora Saunders. ¿Está cualificada para ocuparse de Joey?

– Eso pensé. Brenda la contrató. Al parecer trabajó en una escuela con niños especiales. Pero a Joey no le gusta. Tiene violentas rabietas con ella. Ayer mismo tuvo un ataque de gritos.

– Eso es frustración. No es justo llamarlo rabietas.

– Es posible que no. Pero creo que es por eso que la señora Saunders se ha tomado el día libre hoy. Necesitaba descansar. ¿Quién será?

El timbre había sonado. Carson frunció el ceño y fue a atenderlo. Luego volvió con Dan.

– Me habías dicho que todavía no tenías el coche -explicó Dan-. Así que pensé en llevarte a casa.

– Muy considerado, pero yo habría llamado un taxi para la señorita Tennison -dijo Carson; luego la miró reacio-. ¿Tiene ganas de marcharse? -le preguntó a Gina.

– Eso depende de Joey.

– Es hora de que se vaya a la cama.

– ¿Por qué no lo llevas a la cama? -le sugirió Dan a Gina-. Seguro que le gusta -desplegó una sonrisa que a Gina no la convenció.

Gina le dijo al niño que era hora de dormir y Joey saltó y se marchó con ella.

– No tardaré -dijo Gina.

– No te des demasiada prisa, cariño -le dijo Dan. Dan trabajaba duro y sabía cómo abrirse paso en el mundo. Pero aquella noche era de Joey, y a Gina le disgusto su oportunismo.

Cuando Joey se metió en la ducha, Gina fue a buscar su albornoz, que estaba colgado en su dormitorio. Al pasar por allí, vio a los dos hombres conversando, o al menos Dan lo estaba haciendo.

Cuando Joey salió de la ducha se puso el albornoz que ella le ofreció. Emitió un sonido que quería decir «Gracias».

Gina lo acostó y le preguntó por señas si quería leer. El niño agitó la cabeza y le sonrió. Parecía relajado y contento, muy diferente del niño que había conocido aquella tarde.

Gina le dio un beso de buenas noches.

– ¿Está listo para irse a la cama? -preguntó Carson desde la puerta.

– Está esperando que entre su papá y le diga buenas noches.

Ella se quedó atrás para que padre e hijo se pudieran dar un abrazo, pero Carson solo dijo torpemente:

– Buenas noches, hijo.

Joey intentó decir las palabras, y lo dijo bastante bien, pero Gina se dio cuenta de la tensión de Carson.

– Buenas noches, Joey -le dijo ella.

Estaba por darse la vuelta para marcharse, pero Joey la detuvo sujetándole el brazo. Gina se sentó en la cama. El niño hizo una seña con una sonrisa tímida.

– ¿Qué ha dicho? -preguntó Carson.

– Ha dicho que le gusto.

Gina hizo el mismo gesto al niño.

De pronto, Joey le echó los brazos al cuello, con desesperación y ansias. Ella lo abrazó también. El niño tardó en soltarse.

Ella se sintió partida en dos. Quería quedarse y hacer lo que pudiera por Joey. Pero también deseaba alejarse de aquella casa que le hacía recordar tanto dolor.

– Gracias -dijo Carson-. Lo que ha hecho significa mucho para él. ¿Cuándo volverá?

– ¿Es buena idea que vuelva?

– No comprendo. Usted me ha dado lecciones acerca de lo que necesita Joey, y usted puede ayudarlo más que yo.

– Pero no soy su padre… ni su madre. Es usted quien tiene que ocuparse de él.

– De acuerdo -dijo él después de una pausa.

Abajo, Dan parecía dispuesto a quedarse conversando, pero Carson lo evitó, disculpándose por entretenerla hasta tan tarde. Dan se puso de pie, reacio.

– Buenas noches, señorita Tennison -dijo Carson formalmente-. Pensaré en lo que me ha dicho.

En el coche Dan estaba eufórico.

– Si podemos venderle nuestros enchufes a Ingenieros Page, me ganaría un tanto. Creí que nunca podría conocerlo.

– Lamento haberte dejado colgado, pero ese pequeño…

– Le he contado lo de los enchufes y pareció interesado. Quiere que lo llame a la oficina y que le lleve los detalles, y me ha dado la impresión de que estaba muy interesado.

– Me alegro mucho por ti, Dan.

– Bueno, en parte te lo debo a ti -le dijo generosamente-. Bien hecho, cariño. ¿Sabes? Esa es una de las cosas buenas de ti. Siempre se puede confiar en ti.

– Gracias. Es bueno saberlo -dijo ella.

Era un piropo. Pero entonces ella recordó las palabras de Carson: «¿Un ratoncito marrón? ¿Con ese pelo rojizo encendido?».

No había querido decirle un piropo.

Rechazó la invitación de Dan de tomar una copa.

De pronto, se sintió muy cansada después de un día tan lleno de emociones.

Dan la dejó en su piso y se marcho en su coche, con la cabeza llena de enchufes y tratos comerciales.

Antes de irse a la cama esa noche, Gina se echó el pelo hacia adelante y se miró al espejo durante un rato. Respiró profundamente.

Era rojizo encendido.

Y no se había dado cuenta antes.

Capítulo 4

– La posición es difícil, realmente -dijo George Wainright-. Es una pena que Philip te haya tomado manía.

Estaban en la oficina de George a la mañana siguiente. Como había temido Gina, ya le habían llegado noticias del incidente del día anterior, adornado con el desagrado de Philip.

– Afortunadamente, el señor Page ha escrito una carta halagándote -siguió George-. Llegó en mano esta mañana, y será útil, ciertamente. Pero no podemos dejar que pierdas el control con los clientes.

George Wainright era un hombre mayor que tenía aspecto de abuelito, pero Gina sabía que era duro, y a veces hasta implacable.

– De todos modos, lo vamos a dejar así, de momento -dijo-. Sigue haciendo un excelente trabajo, y pronto quedará olvidado.

A medida que pasaba el día, Gina sentía esperanzas de que todo fuera bien. El encuentro con Joey había sido una experiencia muy fuerte para ella, pero con calma y tiempo volvería a centrarse.

A media tarde la llamó la recepcionista para decirle que tenía una visita. Por el tono de la mujer, supo quién era el visitante.

Nerviosa, fue a la recepción. Allí estaba Joey, con aspecto de nerviosismo pero firme.

Gina lo llevó a su oficina y le preguntó:

– ¿Qué estás haciendo aquí?

El niño le contestó con señas que quería verla.

– ¿Ha venido alguien contigo?

Le contestó que no, que solo quería que estuviera ella.

– ¿Ha ocurrido algo?

El niño no contestó y se quedó mirando el suelo. Gina se sintió alarmada y llamó a Ingenieros Page.

Una barrera de ayudantes y secretarias frenaron su acceso a Carson Page, hasta que ella les dijo:

– Dígales que soy la señorita Tennison, y que se trata de su hijo.

Eso fue algo mágico.

La voz de Carson la sobresaltó. Se había olvidado de que era tan profunda y atractiva.

– Señor Page. Joey está aquí. Ha venido solo a mi oficina, y está mal por algo.

– ¿Solo? ¿Dónde está la señora Saunders?

– Espere, se lo preguntaré.

Le deletreó el nombre cuidadosamente, y Joey hizo una seña que la sorprendió tanto que le hizo repetirla.

– Carson, dice que se ha marchado.

– ¿Y lo ha dejado solo en la casa?

Más señas y ella contestó:

– Dice que sí.

Carson juró.

– ¿Puede venir a buscarlo? -preguntó ella-. Está alterado y necesita que lo tranquilicen.

– Estoy en una reunión urgente. Además, yo no soy quien quiere que esté con él. Ha ido a verla a usted, no a mí.

– Pero usted es su padre. Antepóngalo a todo, ¡por el amor de Dios!

– Déme cinco minutos. La llamaré enseguida -dijo él bruscamente.

Cuando colgó vio que Joey la miraba. Sabía que había estado hablando con su padre, y sabía cuál había sido la respuesta.

Su expresión no era triste, sino más bien quería decir que era lo que esperaba.

Gina le ofreció algo de comer y conversaron. El niño le contó que la señora Saunders se había ido tarde aquella mañana y que le había dicho que volvería pronto, pero que después de tres horas no había vuelto.

Sintiéndose abandonado, había recurrido a la única persona con la que se sentía a salvo.

– ¿Cómo has llegado hasta aquí?

El niño le dijo que había anotado su dirección en un papel y que había caminado hasta la estación de metro. Allí había una parada de taxis.

Tenía ocho años, era vulnerable, se había sentido abandonado. Había estado caminando solo.

Finalmente, Carson la llamó.

– Me temo que tendré que abusar de su amabilidad un rato más. ¿Podría llevar a Joey a casa, por favor, y quedarse allí hasta que llegue yo? Ya lo he aclarado con su jefe. ¿Le han entregado el coche ya?

– Sí. Pero, ¿cómo entro en su casa?

– Hay una llave debajo del arbusto del porche. Joey sabe dónde está. Estaré allí en cuanto pueda. Gracias por hacer esto por mí.

– No me ha dado opor…

Pero Carson había colgado.

George Wainright apareció en su oficina.

– Bueno, está bien. Philip y yo hemos acordado que lo mejor es dejarte libre el tiempo que te haga falta.

– Quieres decir que Carson Page ha presionado para que me dejen en libertad el tiempo que él me necesite -dijo Gina.

– Bueno, en cierto modo, sí, lo admito. Pero si tú lo mantienes tranquilo, toda la empresa se beneficia.

A Gina no le quedó más opción que ir con Joey. Como otras veces, el chico se serenó en su compañía y estuvo contento.

Salieron al aparcamiento y recogieron su «cacahuete». El niño abrió los ojos y se reprimió la risa.

– Todos se ríen de él -le dijo ella.

Luego le contó cómo había conocido a su padre y que había tenido que entrar trepando por atrás.

El niño se rió.

– Hazlo -le dijo ella, y abrió el maletero.

Cuando llegaron, la casa de Carson estaba en completo silencio. No estaba la señora Saunders, pero el teléfono empezó a sonar.

Era el hospital local.

– La señora Saunders nos pidió que llamásemos a este número y que dejáramos un mensaje. Sufrió un accidente en el que estaban implicados un coche y una moto. No ha sufrido daños graves, pero estará ingresada aquí varios días.

Gina le contó a Joey lo que había pasado, insistiendo en que la señora Saunders no lo había abandonado deliberadamente. Pero el niño estaba más interesado en el hecho de estar con Gina. Estaba feliz.

– Bien. Hagamos de esto una aventura.

Encontró huevos y beicon para cenar, y un poco de helado en el congelador.

Hablaron en silencio y comieron contentos.

La personalidad de Joey estaba cada vez más clara para Gina. Era un niño vivaz, valiente, e inteligente, con un claro sentido del humor. Y cuando entraba en su tema favorito, el mundo marino, era imparable.

Cuando estaban recogiendo la mesa sonó el teléfono. Probablemente sería Carson, para decir que se retrasaría.

Pero la voz era femenina y seductora.

– No creo conocerte.

– Mi nombre es Gina Tennison y estoy aquí para cuidar a Joey.

– Bueno, soy Angelica Duvaine. Por favor, llama a Carson.

– No está. Se ha retrasado por una reunión.

– ¡Oh! Lo creo. ¡Él y sus reuniones! No tiene tiempo para su esposa, pero sí para esas malditas reuniones.

– Pero Joey está aquí. Se alegrará de que haya llamado. Iré a buscarlo.

– ¿Para qué? Quiero decir, no me oye, ¿no es cierto? -dijo irritada.

– No, pero yo puedo transmitirle el mensaje con señas.

– Mira, ¿puedes dejarle un mensaje a Carson?

– Tomaré el mensaje cuando haya hablado con Joey -dijo Gina firmemente-. Iré a buscarlo.

Oyó un suspiro desde el otro lado de la línea.

Cuando volvió, Gina le preguntó:

– ¿Qué le digo de su parte?

– Bueno, dile hola, y que espero que se esté portando bien.

– ¿Le digo que usted lo quiere? -preguntó Gina, reprimiéndose la rabia por el bien del niño.

– Sí… Sí, dile eso.

Gina hizo las señas.

– El niño pregunta dónde está.

– Estoy en Los Angeles.

– Quiere saber si lo echa de menos.

– Por supuesto que lo echo de menos. Es mi pequeño.

Gina pasó las señas y Joey se puso contento.

Gina transmitió el mensaje con más entusiasmo del que puso la mujer, para que el niño se sintiera mejor.

Luego, se abrió la puerta de entrada, y apareció Carson.

Asintió para saludar a Gina y fue hacia la cocina.

– Espere -le gritó Gina-. Es su exesposa. Está al teléfono. Un momento -volvió al receptor y dijo-: Joey.

Carson pareció darse cuenta de lo que estaba pasando. Estaba con el ceño fruncido.

«Mamá se tiene que marchar ahora, pero dice que te quiere…», dijo Gina por señas.

– Joey dice que la quiere también, mucho -transmitió Gina a Brenda-. Y quiere saber cuándo…

Gina se interrumpió cuando Carson le quitó el teléfono.

– Brenda, ¿a qué estás jugando?

Gina se llevó a Joey. Afortunadamente el niño estaba demasiado contento para que le afectara la actitud brusca de su padre. Ella intentó no escuchar la conversación, pero Carson no se molestó en bajar la voz.

– Te he dicho que te entendieras con mi abogado, y no representes ese acto de madre sufriente, porque no me engañas ya. Me has engañado durante años, en relación a eso y a otras cosas. Pero ahora, no.

Carson colgó violentamente y fue hasta donde estaba Gina.

– ¿A qué diablos estaba jugando? ¿No ve que es una farsa?

– Pero para él es muy importante…

– ¿Y cómo va a sentirse cuando se dé cuenta de que sus expectativas no se cumplen? ¿No se ha parado a pensar en eso?

– No -admitió ella-. Solo quería hacerlo un poco feliz. No he pensado en lo que pasaría después. Lo siento.

– ¡Menuda tontería!

De pronto se dio cuenta de que su hijo lo estaba mirando y dijo:

– Hola, hijo.

El niño vio que su padre extendía la mano hacia él. Carson era torpe, pero se notaba su afecto en el modo en que le despeinaba el pelo. Y cuando Joey lo rodeó con sus brazos, Carson le devolvió el abrazo. Gina lo observó, y luego desvió la mirada antes de que la viera.

– Hemos comido -le dijo Gina, siguiéndolo a la cocina-. Pero le prepararé algo.

– ¿Qué ha pasado con la señora Saunders?

– Está en el hospital, la atropellaron en la calle. No es grave, pero estará ingresada unos días.

– ¡Unos días!-repitió Carson-. ¡Maldita sea! Siento que haya tenido un accidente, por supuesto, pero no tiene derecho a dejar solo a Joey, ni un momento.

– Estoy de acuerdo. Pero él se ha arreglado muy bien. Recordó mi dirección desde el otro día, la escribió y se la dio a un taxista. Realmente es un niño brillante.

– Sí. Sabe perfectamente a quién ir, ¿no? -preguntó él.

Ella notó que él se sentía herido. No había querido interrumpir su reunión, pero le dolía que Joey ni siquiera hubiera intentado recurrir a él siquiera.

– Sabe lo ocupado que está… -empezó a decir ella.

– No se moleste… -le dijo él contrariado-. Dígame qué va a pasar ahora… sin la señora Saunders.

– Bueno, evidentemente yo voy a estar aquí hasta que vuelva ella -dijo Gina-. Creí que ya lo había decidido.

– Yo… iba a preguntarle si es posible que se ocupe de nosotros por un tiempo -dijo Carson, escogiendo las palabras cuidadosamente-. Da la impresión de que puede ocuparse de lo que sea.

Ella sonrió.

– Supongo que puedo ocuparme de Joey y de usted.

– ¿De ambos?

– De ambos. Joey es el más fácil.

– Gracias -dijo él-. No sé qué haría si usted no estuviera aquí.

Ella escribió un número en un trozo de papel y se lo dio.

– Es el teléfono de la casa de George Wainright. Puede hablar con él, mientras acuesto a Joey.

– ¿Parece que me conoce, no?

– Bueno, no es difícil -dijo ella algo indignada-. Doy por hecho que nos avasallará, y no me equivoco cada vez que lo pienso.

– ¿Y cree que no soy más que eso, una apisonadora?

Ella recordó el primer día, y pensó que no. Había algo más en él, algo que le había hecho ver la parte graciosa del choque y que lo había hecho actuar generosamente y acercarse a ella, pero luego se había echado atrás.

– Creo que es una apisonadora cuando le viene bien -dijo ella.

– Y cree que me viene bien muchas veces, ¿no?

– Puesto que es virtualmente mi jefe ahora, no sería muy propio contestar a esa pregunta.

– ¿Y siempre hace lo que es propio? -preguntó él.

– Sabe que no. Es por eso por lo que tengo problemas en el trabajo… Porque me he excedido.

De pronto, él sonrió.

– Diga lo que quiera. No lo diré.

Ella no pudo remediar sonreír. Luego dijo:

– Voy a acostar a Joey. ¿Por qué no hace esa llamada?

– Lo que usted diga.

Gina bajó a la media hora. Joey se había dormido contento. Carson la estaba esperando.

– ¿Podemos hablar?

– Me temo que tendrá que ser más tarde. Si voy a quedarme aquí, tengo que ir a casa y traer ropa.

– ¿Va a tardar mucho?

– Intentaré no tardar. Un par de horas, quizás.

– La llevaré en mi coche… No, no puedo dejar solo a Joey, ¿verdad? Es una pena, puesto que ya está en la cama…

– Carson, tarde o temprano tendrá que aprender estar solo con él.

– Sí. No se me da muy bien esto, ¿verdad?

– Está intentando hacer lo que puede.

– Al parecer no puedo más que agarrarme a usted Me parece que no solo Joey se agarra de su mano.

– Bueno, yo tengo una mano muy firme. Vendré en cuanto pueda.

Su pequeño piso estaba lejos de ser la lujosa mansión de Carson, pero era suyo. Y cuando hizo la maleta miró alrededor con pena.

«Solo un par de días», se dijo. «Luego, volveré».

Las calles estaban vacías y ella hizo el viaje muy rápido. A pesar de ello, se encontró con Carson esperándola, ansioso, en el porche.

– Joey se despertó y descubrió que se había marchado -dijo él-. Pensó que lo había abandonado. He intentado tranquilizarlo, pero… No me hace caso.

Gina oyó unos gemidos por detrás de Carson. Corrió deprisa hasta el niño, que estaba en las escaleras, abrazado a sus rodillas, llorando. Y al principio ni ella pudo tranquilizarlo.

Gina le sujetó los hombros, y al final logró que la mirase.

– Estoy aquí, Joey. Estoy aquí. No me he marchado.

Joey empezó a hacer señas, pero estaba demasiado afectado y finalmente lo dejó. Luego intentó hablar. Gina lo escuchó cuidadosamente mientras él repetía las palabras una y otra vez.

– ¿Qué está diciendo? -preguntó Carson desesperadamente.

– Dice que se despertó y que yo no estaba allí -le tradujo Gina.

– Pero yo sí estaba -gritó Carson.

Ella hizo las señas.

Toev agitó la cabeza violentamente, señalando a Gina.

– No me lo diga. Supongo que eso lo puedo entender.

– Lo llevare nuevamente a la cama.

Le llevó tiempo tranquilizar a Joey, pero al final escuchó la explicación de dónde había estado. Cuando se enteró de que había ido a buscar ropa para quedarse, se puso contento.

«Quédate», le dijo Joey por señas.

– Solo por unos días.

«Quédate», repitió el niño.

Gina suspiró y dejó la conversación. No era el momento de contarle que se marcharía cuando volviera la señora Saunders. Que estuviera contento mientras pudiera.

Esperó a que se durmiera, le dio un beso y salió de la habitación.

Carson estaba esperando fuera.

– Se puede quedar en este dormitorio, cerca de Joey. Es un poco pequeño, pero tiene una puerta que se comunica con él.

– Es ideal.

La cama estaba sin hacer. Pero Carson abrió el armario y sacó sábanas y mantas para ella, y para su sorpresa, incluso la ayudó a hacer la cama.

– Tiene talento para esto -dijo ella, observando lo bien que había dejado la cama en los ángulos del colchón.

– Mi madre no nos libraba de hacerla. Y si no, nos tiraba de las orejas. También me enseñó a hacer café. Prepararé uno cuando termine.

Gina bajó unos minutos más tarde y lo encontró en el salón, con café recién hecho.

– ¿Está bien Joey? -le preguntó él.

– Sí, profundamente dormido.

– Ahora, que usted está aquí.

Ella se sentó y tomó la taza de café que le ofreció Carson. Este la observó.

– Perfecto -dijo ella.

– Se lo dije. Me han entrenado bien.

Hubo un silencio incómodo entre ellos.

– Yo siempre me jacté de estar por encima de todo. En los negocios no es duro. Pero esto… -suspiró-. No lo sé.

– ¿Cómo ha llegado a este punto? ¿Por qué no lo conoce mejor?

– No hace falta que me diga que yo tengo la culpa…

– No intento echarle la culpa. Solo quiero ayudar a Joey. Él cree que yo lo sé todo, pero no es así.

– Estábamos tan orgullosos de él cuando nació -recordó Carson-. Pasaron unos años hasta que empezó a perder oído.

– Entonces, ¿ha tenido oído?

– Sí. El médico le puso un tratamiento, y pensamos que con ello sería suficiente. Yo creí que Brenda era una buena madre, hasta que las cosas empezaron a ir mal. Su carrera estaba empezando a tomar vuelo, y ella no pasaba mucho tiempo con Joey, pero cuando estaba aquí parecía adorarlo, y teníamos una niñera excelente.

– ¿Cuánto tiempo pasaba usted con él? -preguntó Gina.

– Yo solía pasar mucho tiempo fuera, formando mi negocio. Pero cuando volvía, él crecía tan rápidamente… ¡Si lo hubiera visto entonces! Era un niño tan fuerte, tan inteligente. Todos nos envidiaban… -balbuceó Carson.

Carson cerró los ojos de pronto. Gina contuvo la respiración y no dijo nada. Evidentemente él estaba recordando un tiempo en que el mundo resplandecía y estaba lleno de esperanza.

– Solía acordarme de él cuando conducía a casa. Era mi pequeño, mi hijo, más fuerte y mejor que yo. Tenía la sensación de que había un entendimiento entre ambos, una especie de promesa para el futuro.

Carson abrió los ojos y la encontró mirándolo, consternada.

– Estoy diciendo algo malo, ¿verdad? No sé por qué.

Ella agitó la cabeza. Era demasiado largo de explicar.

– ¿Qué pasó entonces?

Carson se echó atrás en el sillón y miró el techo.

– Durante un tiempo iba bien. Empezó a emitir sonidos, algunos incluso parecían palabras. Luchaba por vencer el obstáculo, pero estaba perdiendo audición. Cuando volvimos al médico, hubo que ayudarlo más. Y siguió perdiendo más y más audición. Hasta hace un año, en que se transformó en un sordo profundo. Ahora no oye nada, y parece haber perdido los progresos que había hecho.

– Así que usted dejó de considerarlo una promesa para el futuro. Y empezó a avergonzarse de él -no pudo resistir decirlo.

– ¡Maldita sea, no! Jamás me he avergonzado de él.

– ¿Se siente orgulloso de él?

– ¿Cómo podría estarlo…? Siento pena por él.

– No la sienta. ¿Por qué tiene que sentir pena por él? Es un niño con un cerebro privilegiado. Cuando se comunica por señas, jamás comete un error. ¿Qué edad tiene, ocho?

– Casi. Los cumple dentro de unas semanas.

– Tiene una edad de doce años, para la lectura.

– Sí, sus profesoras dicen lo mismo. Todas me dicen lo inteligente que es, como si eso lo enmendara todo. ¿No ven que eso es peor aún? El mundo es despiadado, y él tendrá que sobrevivir en él, ¡Dios sabrá cómo!

Gina suspiró, comprendiendo su confusión. Aquel hombre estaba acostumbrado a imponer su voluntad en el mundo, a tener éxito, pero en ese caso no lo había logrado.

– ¿Por qué no me cuenta cosas sobre el niño en la escuela? -preguntó Gina.

– Va a una escuela especial, cerca de aquí, es para niños con deficiencias. Le enseñaron a hablar por señas y a leer los labios, y se supone que también le enseñan a hablar, pero no progresa mucho.

Ella asintió.

– Habla como alguien que jamás hubiera oído una voz humana -le explicó ella.

– Eso me desespera. Debe de haber oído algo cuando era pequeño.

– Sí, pero era demasiado pequeño para entender lo que estaba oyendo. Cuando fue lo suficientemente mayor como para relacionarlo, los sonidos desaparecieron. Así que no ha aprendido nunca adecuadamente, porque los niños aprenden a hablar imitando lo que oyen.

Ella pensaba que debía de existir otra razón: Que Joey, había reaccionado a la ausencia de su madre y a la incomprensión de su padre abandonando el esfuerzo de hablar y metiéndose en su propio mundo, un mundo de agua, tiburones, caracolas, donde era un rey.

Pero Gina no lo dijo. Habría sido cruel decírselo así a Carson, cuando él estaba intentando hacer todo lo que podía. En cambio, el niño podría intentar comunicarse con alguien a quien viese como una amiga.

– Me tomaré el tiempo y lo animaré -dijo ella-. Si él sabe que a usted no le gusta como habla, no tendrá incentivo para intentarlo.

– No sé cómo puede saberlo.

– ¿Realmente cree que no lo ha sentido? Joey lo conoce a usted más de lo que usted lo conoce a él. Es una pena que no se haya tomado más interés en él.

– Cómo se atreve a decir que no me he tomado interés en él? Ha tenido todo lo mejor…

Gina perdió la paciencia.

– Estoy segura de que ha tenido todo lo que se puede comprar con dinero. Es una pena que no se puedan comprar padres, como para que tuviera lo mejor en ese sentido también.

En cuanto dijo aquello, Gina se dio cuenta de que había perdido el control.

– Lo siento -dijo luego-. No debí decir eso.

– No, no lo estropee. Agradezco que me hablen abiertamente. Y supongo que ese pelo de fuego tiene su precio.

– ¡Tonterías!-dijo ella, poniéndose colorada-. Es solo pelo. No significa nada.

– Bueno, no he conocido a ninguna rubia o morena que me haya puesto en mi lugar como usted. Y no es solo pelo. Es una llama, es hermoso. Como le digo, tiene su precio, pero no me importa pagarlo.

– ¿Podemos dejar ese tema?

– Si le molesta que le digan que es hermosa…

– Esto no tiene nada que ver conmigo.

– ¿Qué pasa con su novio, el de los enchufes? ¿No le dice que es hermosa?

– No, dice… -prefirió no seguir.

– ¿Qué dice? -insistió Carson.

– Que soy alguien en quien puede confiar -admitió ella de mala gana.

– ¡Oh! ¡Realmente la vuelve loca! ¿No es verdad?

– Se puede confiar en mí.

– Seguro, pero como palabras amorosas, le falta algo, ¿no le parece?

– Bueno, Dan está muy ocupado en su negocio. En realidad, es un poco como usted.

– No se parece en nada a mí. ¿Está enamorada de él?

– Yo… No lo sé. Conozco a Dan desde hace años. Su madre me enseñó a hablar por señas cuando era pequeña. Él estaba mucho en casa, y nos hicimos amigos. A él no le importó que yo fuera sorda. Él estaba acostumbrado a la gente así.

– Pero, ¿y qué me dice ahora?

– ¿Qué quiere decir?

– Habla de él como si fuera una costumbre.

– Bueno, algunas costumbres pueden ser muy agradables.

– Sí. Pero, ¿no quiere más?

Ella se quedó pensativa. De pronto se dio cuenta de que Carson la estaba mirando.

– Nunca le he pedido mucho a la vida. De ese modo, no te decepciona.

– ¡Eso es una tontería! Es una filosofía para los cobardes. Arriésguese. Decepciónese. Luego recompóngase y siga adelante.

– Ésa es su filosofía. Pero no todo el mundo puede vivir como usted.

– Por supuesto que sí. No hay más limitaciones que las que usted se ponga -de pronto, se dio cuenta de lo que había dicho y agregó-: ¡Dios santo! Estoy diciendo tonterías, ¿verdad?

– Un poco -sonrió Gina.

– Joey tiene limitaciones que no se ha puesto él. Y usted también. ¿Por qué me ha dejado decir esa bobada?

– ¿Podría haberlo evitado?

– Probablemente, no -sonrió él.

Capítulo 5

No le llevó demasiado tiempo comprobar que Joey era un diablillo, pero su encanto le hacía ganarse el perdón rápidamente. A la noticia de que iban a visitar a la señora Saunders al hospital había reaccionado con una mirada desafiante y una cara de contrariedad.

– Vamos a ir al hospital. ¡Ahora!-le dijo ella firmemente-. ¿Por qué no te gusta?

«Porque yo no le gusto a ella», le contestó el niño. Gina le aseguró que se equivocaba.

– Venga. Cumplamos con nuestro deber.

El niño le hizo una mueca, y ella le hizo otra, y ambos se rieron.

Encontraron a la señora Saunders sentada en una silla. Era una mujer de mediana edad, parecía tener heridas y una actitud beligerante. Miró a Joey con hostilidad. El niño la miró del mismo modo.

– No quiero que me venga con alguna de sus rabietas -dijo la mujer.

– No tiene rabietas… -empezó a decir Gina.

– Eso es lo que usted cree. Chilla y grita…

– Solo lo hace porque no puede hacerse entender. Cuando vuelva…

– No voy a volver. Tengo otro trabajo esperándome, cuando salga de aquí.

– ¿Qué?

– El otro día me tomé el día para ir a una entrevista de trabajo. Al día siguiente me llamaron para otra entrevista. Estaba yendo a la casa cuando tuve el accidente.

– O sea que fue por ello que salió y lo dejó solo -dijo Gina, enfadada.

– Bueno, no podía llevarlo conmigo, ¿no? De todos modos, ahora tengo otro trabajo, y no hay más que hablar.

Por la sonrisa de Joey, Gina dedujo que el niño había entendido la conversación.

No les quedaba más que marcharse.

Gina estuvo pensativa durante todo el día. Estaba armando un plan en su cabeza. Carson llamó para decirle que llegaría tarde, y ella le dijo que no se preocupase.

Cuando Carson llegó aquel día a las diez, se sorprendió al verla en el salón, junto a sus maletas.

– Iba a llevarlas a mi coche.

– No se irá, ¿verdad? -preguntó él alarmado.

– Ahora mismo.

– No puede hacer eso.

– Sí. No sé a qué arreglo llegó con mis jefes, si me despiden, me despiden. Ya he tomado la decisión.

– Gina, solo hasta que la señora Saunders…

– La señora Saunders no va a volver. Tiene otro trabajo.

Carson juró entre dientes.

– De acuerdo. Buscaré a otra persona. Pero hasta entonces…

– Joey no necesita a nadie más. Necesita a su padre. Usted es su padre. Yo, no. Ni la señora Saunders. Ni la persona que contrate, sino usted.

– Yo tengo que atender mis negocios…

– Los negocios son una excusa para no estar a solas con él.

– Porque sé que no le sirvo de nada.

– Bueno, eso puede cambiar, ¿no?

– ¿Cómo?

– Puede aprender el lenguaje de las señas, para empezar, para que se puedan comunicar. Tendría que haberlo hecho hace tiempo.

– ¿Y cree que tengo tiempo?

– Me decepciona, Carson. Pensé que era un hombre sincero, con los demás y con usted mismo.

– ¿Me está diciendo que no lo soy?

– ¿Por qué no admite la verdadera razón de no haber aprendido el lenguaje de los señas?

– Está segura de saber el motivo, ¿verdad?

– ¿Me pregunta eso, sabiendo cuál es mi pasado?

– De acuerdo. Dígamelo.

– Porque no puede enfrentarse a la verdad. Aprender el lenguaje de los sordos habría sido como admitir que su hijo es sordo. Probablemente haya decidido no admitirlo hace mucho tiempo.

– Es posible -dijo él con la boca pequeña.

– Pero Joey no puede olvidar ese hecho, como usted. Para él es un hecho cierto cada minuto y cada momento del día y de la noche. No tiene escapatoria. Está atrapado en una jaula, y todo su dinero y su éxito no pueden abrir la puerta y sacarlo. Solo le queda entrar a usted con él en ese mundo, y tal vez ayudarlo a encontrar parte del camino de salida. Si no quiere hacer eso, yo me iré.

Se miraron.

– Esto es un chantaje.

– Sí, lo es.

– Déme un poco de tiempo…

– El momento es ahora. Mis condiciones son sencillas. Quiero la promesa de varias cosas. Joey tiene seis semanas de vacaciones de verano todavía. Usted tiene que aprovechar ese tiempo. Aprenda el lenguaje de los sordos, y hable con él. Y escúchelo. Es un niño muy interesante. Además tiene que salir del trabajo más temprano, no volver a llegar a las diez. Si tiene reuniones, las interrumpe. Tómese una semana de vacaciones, por lo menos para irse de vacaciones con él a algún sitio. Quiero su palabra. Si no la tengo, me iré ahora mismo. Y cuando Joey se levante mañana, puede explicarle mi ausencia como quiera.

– ¿Y qué significaría eso para él? Pensé que quería ayudarlo.

– Lo estoy ayudando del modo que me parece mejor. ¿Me da su palabra o recojo mi abrigo?

Hubo un silencio.

– Me advirtió que era dura.

– Tengo que serlo. Descubrirá que Joey también lo es, por la misma razón.

– Ya veo de qué lado está.

– Carson, veo que el pequeño afronta los problemas de minusvalía con coraje y humor. Y veo a su padre que esconde la cabeza. ¿De qué lado cree que me puedo poner?

– Si le hago esas promesas, quiero una a cambio.

– ¿Cuál?

– Que se quedará con nosotros las seis semanas enteras. Puedo hacerlo, Gina, pero no sin usted.

– Si mis jefes dicen que sí…

– Lo harán.

Gina sonrió. Sabía que había ganado.

– Sí, estoy segura de que lo aceptarán si usted se lo dice. De acuerdo. Lo prometo, si usted lo hace.

Carson extendió la mano y dijo:

– Démonos la mano.

– De acuerdo.

Se dieron la mano como el primer día. Pero los dos sintieron que habían pasado años desde aquel primer encuentro.

Durante la cena, Gina estuvo eufórica.

– No me gustaría tenerla en la sala de reuniones. Me mandaría a la bancarrota en una semana -dijo Carson.

– Tenemos que establecer unas reglas básicas.

– Que no haya bancarrota. Solo, relevo.

– ¿Quién limpia esta casa?

– La señora Saunders era quien lo hacía, pero no se lo voy a pedir a usted.

– Bien. Mi tiempo es para Joey. Llamaré a una agencia y pediré que envíen a alguien.

– Lo que usted diga.

Después del segundo vaso de vino él dijo:

– Será mejor que me enseñe el lenguaje de las señas.

– Hay dos tipos. El lenguaje con los dedos, que tiene un signo para cada letra. Pero eso llevaría demasiado tiempo, así que algunas palabras tienen signos propios. Como esta.

Gina puso la mano horizontalmente, con los dedos juntos y el pulgar aparte, y la posó en su pecho. Luego la deslizó arriba y abajo hasta que la volvió a dejar en su pecho.

– Ese es el símbolo de «Por favor». Inténtelo.

El lo hizo, torpemente.

– No, deje el pulgar aparte. Hay señas para casi todas las palabras, de manera que se pueda hablar deprisa.

– ¡Deben de ser muchos los signos para aprenderlos!

– No me diga que el hombre que creó Ingenieros Page no es capaz de aprender lo que su pequeño ha aprendido hace tiempo?

– ¡Muy lista! ¿Actúa así con Joey?

– No tengo problema con Joey. Es un chico listo y jamás duda que pueda hacer algo. Eso es muy importante.

Él sonrió, y ella se sintió un poco turbada.

– De acuerdo, profesora. Adelante con la lección.

Ella se rió.

– Será más fácil de lo que cree. Y tendrá a Joey para que le enseñe.

– Si cree que voy a permitir que me vea balbuceando…

– ¡Carson, su hijo estará encantado de ver lo que hace por él!

– Mmmm…

– De todos modos, no tendrá problemas con los signos. No obstante necesitará el alfabeto también. Algunas palabras son demasiado complicadas para representarse con un solo signo.

– Entonces, empecemos con el alfabeto.

Ella empezó a enseñarle. Él la imitó.

Después de un rato él le preguntó:

– ¿Qué haría si a mitad de camino, falto a mi palabra? ¿Acerca de las vacaciones, por ejemplo?

Ella sonrió.

– No sé por qué no se me ocurrió que pudiera faltar a su palabra. ¿Me he equivocado?

– No, no se ha equivocado. Es alarmante que me conozca tanto. Tengo un amigo que tiene una agencia de viajes. Es un poco tarde para reservar un viaje a Disneylandia, pero él podrá… ¿No? -preguntó, puesto que Gina estaba agitando la cabeza-. ¿A Disneylandia, no?

– A Disneylandia, no. A Kenningham.

– ¿A Kenningham? ¿A ese pequeño enclave en la costa oeste? No es gran cosa.

– Tiene el mejor acuario del país. Podemos pasar dos días allí, y luego ir al segundo mejor acuario. Usted sabe que él está muy interesado en ese tema. No me sorprendería que algún día Joey contribuyera a la ciencia marina.

– Sí -dijo él con escepticismo.

– Carson, hablo en serio. Joey es sordo, no es estúpido. Su problema es que cuando intenta hablar parece estúpido. Pero usted tiene que ver más allá. Es muy inteligente. ¿Es que podría ser de otro modo siendo hijo de Carson Page?

Él la miró con curiosidad.

– ¿No me dice esto porque piensa que Joey tiene que ser brillante para que yo pueda amarlo?

– ¿He dicho eso?

– Lo piensa.

– ¿Es verdad?

– No, no lo es. Es posible que usted crea que no es así, pero yo amo a mi hijo. Déme su vaso. Se lo llenaré.

Evidentemente, Carson quería cambiar de tema.

– Dígame, ¿qué sabe sobre los wrasse?

– Nada. ¿Qué es?

– Joey le puede hablar horas de ese tema.

– Me siento como en una casa de locos.

– El tema es que usted tiene que aprender cosas sobre wrasse.

– ¿Tiene algo que ver con el mundo marino?

– Correcto -dijo ella.

– Averiguaré…

– No, no lo haga. Joey es un experto. Dígale que le hable de ellos.

– ¿Lo pondrá… contento?

Él estudió su cara.

– Muy contento.

– Entonces, lo haré.

– Pero no lo busque en libros. Deje que él se lo cuente.

– Lo que usted diga.

Ella dejó su vaso. Al inclinarse hacia adelante, dejó al descubierto un aparato pequeño detrás de la oreja.

– ¿Es ese implante del que me ha hablado? -preguntó él.

– Sí. Hay una parte dentro del oído también. Hace falta una operación para implantarlo.

– ¿Y cura su sordera?

– No. Sigo siendo sorda. Si me quito esto, no oigo como Joey. Pero si lo llevo encendido, escucho los ruidos y los entiendo, no igual que usted, pero lo suficiente como para llevar una vida normal.

– No comprendo. ¿Cómo puede oír y seguir siendo sorda?

– Al oír a la gente, el sonido entra en el oído externo, atraviesa el oído interno y hace contacto con el nervio auditivo. Pero si los pelos del oído interno no funcionan, no pueden recoger el sonido y transmitirlo al nervio. El implante estimula los pelos eléctricamente en lugar de acústicamente y el sonido pasa de ese modo. Me sorprende que el especialista de Joey no le haya hablado de implantes hace un año.

– Dijo algo así. Pero no comprendí muy bien. Estaba tan deprimido, que creo que me bloqueé. Además parecía una operación terrible. Lo dejamos suspendido por un tiempo. Pero luego Joey tuvo neumonía. Y después se contagió de todo virus y bacteria que había: tuvo resfriado, bronquitis, gripe. Durante años estuvo con una u otra cosa. El médico dijo que no podía operarlo hasta que no estuviera completamente bien.

– ¿Y ahora?

– Ahora está fuerte, así que, quizás… ¿Realmente cree…? -su cara estaba llena de entusiasmo.

Gina sonrió.

– Es posible -dijo ella-. Tal vez sea momento de volverlo a llevar al especialista. Pero, Carson, por favor, no ponga todas sus esperanzas en esto. No todo el mundo puede operarse. Pero vale la pena que lo averigüe. Si va a ocurrir, me gustaría estar presente.

– Es posible que pueda oír… y hablar… -dijo Carson.

– Sí Tendrá que aprender a hablar como si fuera un bebé. Le costará más porque es mayor.

– Yo tuve suerte de aprender a hablar antes de quedarme sorda, y eso ayuda mucho. Cuando empecé a oír sonidos otra vez, me acordé de lo que querían decir. Pero Joey tendrá que aprender desde el principio antes de poder aprender a hablar. Necesitará terapia para hablar, y tal vez le lleve un año o más -lo miró malévolamente-. Así que tendrá que aprender el alfabeto y los signos mientras tanto.

– ¡Ustedes la jefa!

– Déme los datos de su médico y arreglaré una cita con él.

– De acuerdo. Estoy en sus manos -luego reflexionó y dijo-: Tal vez sea el mejor lugar donde estar.

Subieron juntos y pasaron a ver a Joey. Estaba dormido. Luego Carson se fue a su dormitorio, pensativo.

Se quedó pensando en Gina. Aquella mujer parecía tener varias personalidades. La del primer encuentro: dulce, divertida, un poco loca. Luego, cuando la había vuelto a ver, había sido muy diferente. Y ahora… otra Gina, una maestra prácticamente.

Le sorprendía que ella se viera como un «ratoncito marrón».

Al día siguiente Carson Page volvió a casa con unos folios con señas y un. alfabeto de sordos.

– Hasta he practicado unas cuantas letras en la oficina -dijo a Gina-. En un momento entró mi secretaria y me miró extrañada…

– ¿No se dio cuenta de que lo estaba haciendo por su hijo?

– No lo sabe. Nadie lo sabe -dijo Carson. Ella se quedó en silencio y él gritó-: ¡Dígalo!

– Nadie debe saber que Carson hizo algo que no fue perfecto.

– ¡Dios santo! ¡Qué dura es!

Carson salió de la habitación con un movimiento brusco y se chocó con Joey en la puerta, tan fuertemente que el niño se cayó y Carson casi perdió el equilibrio.

Joey se levantó rápidamente e hizo un signo, tocándose el pecho formando círculos.

– ¿Qué está diciendo? -preguntó Carson.

– Esa seña quiere decir «Lo siento».

– Pero si ha sido culpa mía.

– Entonces dígale que lo siente. No es difícil la seña.

Joey empezó a disculparse otra vez, pero Carson le tomó la mano y lo detuvo. Lentamente hizo él la seña.

Joey frunció el ceño, y giró levemente la cabeza hacia un lado. Al parecer no comprendía a su padre.

– ¿Se ha disculpado alguna vez con él? -preguntó Gina.

– No creo… -contestó.

Finalmente el niño sonrió y tocó la mano de su padre.

Carson dejó escapar una exhalación. Por un momento los papeles se habían invertido.

Luego, el niño se apartó. Aquella intimidad con su padre pareció incomodarlo, y se transformó en un niño pequeño corriente.

– Cenemos -dijo Gina.

Joey se sorprendió al ver los folios con el alfabeto de sordos. Los miró y luego miró a su padre.

– ¿Por qué no le dice que va a aprender?

– Todavía no sé las señas para decírselo.

– Intente decírselo. Él sabe leer los labios. Póngase donde se los vea y háblele claramente.

Carson se acomodó y se lo dijo.

Joey frunció el ceño. No comprendió.

– Más despacio -dijo Gina.

Aquella vez salió mejor. El niño le hizo una seña indicando «Bien».

– Lo hace bien. Es fácil.

– Gracias por el voto de confianza -dijo con una sonrisa Carson. E hizo la seña de «Bien»

– ¿No le ha hablado antes?

– Lo intenté, pero no me entendía.

– Tal vez no lo haya intentado firmemente.

– Parece una maestra de escuela. Sí, señorita. Me esforzaré más.

– Más vale -dijo ella con una severidad burlona.

– Y cuando Joey podía seguir mi conversación, intentaba contestarme y… No sé.

– Hizo esos ruidos que usted no puede soportar escuchar.

Él respiró profundamente.

– Y se dio por vencido. ¿Va a darse por vencido esta vez?

– No estaría dónde estoy si fuera un hombre que se da por vencido.

– ¿Y dónde está hoy?

Él estuvo a punto de darle un discurso acerca de Ingenieros Page y su lugar en el comercio internacional, pero se calló a tiempo. Por supuesto que ella no estaba hablando de eso.

Nada de lo que él había hecho la impresionaba, pensó él. Sus éxitos eran poca cosa frente a sus fracasos con su hijo.

El placer de Joey al ver los esfuerzos de su padre lo llevaron a excitarse en exceso. Durante la cena intentó comunicarse con él y Carson no pudo seguir sus señas de rápido que las hacía.

– Ve más despacio -le dijo Carson-. Soy un principiante.

Joey asintió y repitió la seña que le había hecho.

Era compleja, y Carson la entendió mal. El niño la volvió a intentar, y su padre se puso nervioso. No estaba acostumbrado a no hacer las cosas bien. Entonces Joey puso una mano encima de la de su padre y puso los dedos en la posición adecuada.

– Gracias -dijo Carson con palabras.

Joey frunció el ceño y miró la boca de su padre.

– Gracias -repitió Carson.

El niño hizo una seña después de mirar a su padre.

– ¿Quiere decir «gracias»? -preguntó Carson.

Ella asintió, complacida.

Gina se alegró de quedar en un segundo plano mientras padre e hijo se entendían. Lo lograron, y, a la hora de acostar al niño, Gina sabía que Carson se sentía mejor.

Más tarde esa noche, cuando ella se estaba por ir a dormir, Carson le dijo:

– ¿Cómo era esa seña que le hizo Joey la primera noche, cuando le dijo que usted le gustaba?

Gina hizo una seña formando una Y.

– Eso quiere decir «gustar». El resto se hace señalándose a sí mismo y a la otra persona.

Carson intentó hacerlo.

– Así, muy bien -dijo ella.

Carson se señaló, formó una Y, y luego la señaló.

– Lo ha comprendido -dijo Gina. E hizo el mismo gesto.

Él volvió a hacerlo y dijo:

– Me gusta…

Luego pareció sentirse incómodo.

– Buenas noches -dijo apresuradamente y se marchó.

Capítulo 6

Gina preparó el terreno para hablar con Joey. Pero al final el niño hizo que surgiera la conversación a través de una broma.

Una tarde, cuando abrió la puerta del dormitorio del niño, le cayó agua encima. Joey había puesto un florero encima de la puerta.

– ¡Joey!-exclamó Carson.

Gina lo silenció con un gesto. Joey estaba muerto de risa, y ella se rió con él.

– ¡Eres un pillo! ¡Un pillo terrible!-exclamó Gina.

Joey comprendió el sentido cariñoso del término y se rió más.

– Es poco amable de su parte, después de todo lo que ha hecho por él -dijo Carson, recogiendo el florero.

– Es una broma -protestó Gina-. Es un niño pequeño. Los niños hacen bromas. Pero, mira, cariño…

Carson se sobresaltó, pero luego se dio cuenta de que ese «cariño» estaba dirigido a Joey.

– Mira, cariño, la próxima vez…

– ¿La próxima vez? -preguntó Carson.

– ¡Shhh! La próxima vez no uses agua. Mira -ella le mostró el implante que tenía en la oreja-. Eso es lo que uso para poder oír. No debe mojarse, si no, dejará de funcionar.

Joey se transformó de pronto en una persona seria.

«Ayuda para oír», dijo el niño con señas.

– Es más que eso. Una ayuda para oír es para alguien que puede oír un poco, y que hace que oiga más fuerte. Esto es para gente que es totalmente sorda. Como nosotros…

Al oír la palabra «nosotros» el niño alzó la cabeza y la miró. Al principio, le había dicho que era sorda pero se veía que al notar que oía tan bien, el niño se debía de haber creído que eso había sido en el pasado.

El niño le preguntó si ya no era sorda, y ella le contestó que sí, pero le mostró el aparato y le dijo que con él podía oír.

El niño pareció preocupado, y le preguntó si lo había estropeado mojándolo.

– No, he tenido suerte. El agua no lo ha tocado. Y si se me moja, puedo comprar otro. Pero no más floreros con agua.

Joey agitó la cabeza vigorosamente y se lo prometió.

Luego, miró el aparato y preguntó si podía ponerse uno él.

– Podemos averiguarlo -le contestó ella.

Joey le pidió encarecidamente ponerse un aparato. Gina lo abrazó fuertemente, deseando que los sueños del niño se hicieran realidad.

– ¿Se ha puesto en contacto con el especialista ya? -preguntó Carson.

– Le he escrito hoy.

– ¿No habría sido más rápida una llamada telefónica?

– No siempre me es fácil hablar por teléfono. Algunas veces, si es inevitable, y es con alguien a quien le conozco la voz, no me es tan complicado. Pero con extraños me es más fácil escribir. Cuando estoy en la oficina, Dulcie me suele ayudar.

– ¿Cómo se arregló con la llamada de Brenda, entonces?

– Afortunadamente, no he tenido problema con ella. A veces ocurre con ciertas voces.

Al día siguiente recibió la contestación del especialista para una entrevista. Eso era lo fácil. Lo difícil era explicarle a Joey que tendría que hacer varias pruebas v ver a un número de personas antes de ser declarado apto para la operación. Le dijo que le llevaría varios días de duro trabajo, y que era posible que le resultase muy cansado. Joey asintió y expresó que no le importaba.

Carson fue con ellos al hospital. Para Gina era obvio que estaba más nervioso que su hijo. Joey estaba excitado pero contento. Parecía no tener dudas acerca del resultado de sus pruebas. Y tuvo razón. Se fijó la fecha para la operación dos días más tarde.

El día que tenía que ingresar en el hospital, Joey estaba muy contento, y le pidió a Gina que le contase su historia.

– Si te la he contado muchas veces.

Joey le pidió que la repitiera, «por favor». Gina sonrió y empezó a contársela.

– Yo pude oír hasta tener tu edad. Un día tuve una fiebre muy alta, y cuando me recobré, quedé completamente sorda. Entonces no tenían estos implantes, así que me quedé igual que estaba hasta los diez años.

– En esos años se inventaron estos aparatos y fue cuando me operaron. Tuve que esperar cuatro semanas para que me implantaran el procesador de habla al exterior.

«¡Cuatro semanas!», señaló el niño.

– Pasarán muy rápido.

Gina lo acompañó al hospital ese día y se quedó con él. Carson fue un poco más tarde, y los encontró mirando televisión, leyendo los subtítulos y riendo. Joey estaba cenando, aunque la comida parecía consistir en helado fundamentalmente.

– No puede tomar nada después de medianoche. Así que está aprovechando ahora.

Gina salió de la habitación para dejar solos a padre e hijo.

Carson iba progresando mucho en sus señas y podía llevar una conversación básica, siempre que supiera qué decirle a su hijo.

A la media hora Carson salió de la habitación.

– La enfermera ha dicho que es hora de dormir, pero él dice que no puede dormirse hasta que usted no esté allí.

– Ahora mismo iré. En casa tiene comida preparada, si quiere comer allí -dijo Gina.

– No hace falta. Volveré al trabajo. Comeré un bocadillo. Llámeme mañana, cuando Joey haya salido de la operación -dijo Carson.

– Pero…

– Será mejor que vaya con Joey, Gina. Se está poniendo impaciente.

Carson se marchó rápidamente por el corredor. Era evidente que no quería quedarse allí. Había estado todo el tiempo incómodo y tenso.

Por supuesto que a algunos hombres no le gustaban los hospitales, pero no era justo para Joey.

¿Por qué tenía que decepcionarla justo ahora?

Se recompuso y fue a la habitación de Joey.

A la mañana siguiente Joey estaba tranquilo y contento. Sonrió cuando le dieron la medicación previa a la operación, y saludó a Gina con la mano cuando se lo llevaron en la silla de ruedas.

Ella no podía hacer más que esperar. Pensó en Carson, asistiendo a reuniones, dando órdenes, aumentando sus ganancias, imaginándose que estaba haciendo todo lo necesario porque podía pagar el mejor tratamiento para su hijo en el mejor hospital. Casi lo odiaba, pensó Gina.

– Gina -le dijo de pronto una voz muy baja.

Carson estaba de pie en la puerta de su habitación. Tenía la cara muy pálida y ojeras.

– ¿Puedo entrar? ¿Va todo bien? -preguntó Carson.

– Sí, por supuesto.

– ¿Hay alguna novedad?

– No, sigue en el quirófano. No tiene muy buen aspecto usted.

Carson se sentó en el sofá, al lado de ella.

– Ahora estoy mejor. He tenido que marcharme del trabajo. No servía. No podía concentrarme.

– ¿No? -le preguntó ella, tiernamente.

– Me daba la impresión de que mi trabajo no tenía ninguna importancia, frente a la operación de mi hijo… -sus manos temblaron.

Gina las tomó, y él se aferró a ellas fuertemente.

– Al final, le he dicho a Simmons, mi mano derecha, que hiciera lo que le pareciera, porque yo me marchaba. Todos me miraron como si estuviera loco.

– ¡Me alegro de que lo haya hecho!

– Creo que son las primeras palabras de aprobación que me ha dicho desde que me conoce -dijo él, con una risa temblorosa.

– Bueno, se las merece.

– Ayer no podía soportar estar en este sitio… ¡Es tan importante para Joey…! Es algo que puede cambiarle la vida. Quisiera darle el mundo entero a mi hijo, pero lo único que cuenta es usted… Estoy diciendo tonterías, ¿verdad?

– Da igual. Creo que lo comprendo.

– ¡Doy gracias a Dios por tenerla a usted! Anoche no he podido dormir. He pensado en usted, y en él… aquí, tan valientes… Y lo único que hice yo fue huir… Pensé que el niño y usted estarían mejor sin mí, y es cierto…

– No, no lo es -le dijo ella suavemente-. Joey se aferra un poco más a mí porque yo he pasado por esto, pero usted es su padre. Me alegro de que esté aquí.

– ¿De verdad?

– De verdad -ella hizo un gesto de dolor.

– ¿Qué ocurre?

– Mis manos. Me las está apretando demasiado.

– Lo siento -él empezó a frotarle las manos-. ¿Están mejor ahora?

– Un poco. Siga un poco más.

Era agradable sentir las manos de Carson, unas manos grandes, depredadoras. Pero en aquel momento no era más que un padre vulnerable, buscando consuelo, por un lado, y por el otro, reconfortándola con sus manos.

– ¿Durará mucho la operación? -preguntó él, agonizante.

– Me temo que sí. Es una operación muy delicada.

– ¡Dios santo!-se tapó la cara con las manos-. ¿Qué puedo hacer por él?

– Lo ha hecho viniendo aquí. Simplemente espere. Será bueno que esté presente cuando Joey se despierte.

– ¿Solo esperar? No sé esperar. El caso es que si no doy órdenes o escribo cartas, soy totalmente inútil -se rió brevemente, contrariado consigo mismo-. Usted siempre pensó que yo era inútil, ¿no es cierto?

– Durante un tiempo, lo he visto a través de un cristal distorsionado…

– No. Me ha visto como soy -dijo él con amargura.

– Carson, no se torture. A Joey no lo ayudará que usted se derrumbe.

– ¿Derrumbarme? No. Yo siempre he sido fuerte. Soy famoso por ello. ¡Y pensar que mi hijo ha sido el fuerte todo este tiempo, el que ha tenido que luchar sin mi ayuda! Ni siquiera puedo decirle que lo quiero. A él no le importa si lo quiero o no…

– Eso no es cierto.

– ¿No? Ya ha visto cómo se aparta de mí. Aquella vez que quise pedirle disculpas.

– Es todo muy nuevo para él. Ustedes dos se tienen que conocer todavía. No se dé prisa. Tómeselo con tranquilidad.

– Usted debe de ser la mujer más sabia del mundo. ¡No sé qué sería de mi vida sin usted! Bueno, en realidad mi vida ha sido un desastre, ¿verdad?

– Pudo crear un imperio comercial.

– ¡Como si eso importase! ¡Oh, Dios!-de pronto volvió a hundir la cara en sus manos. Gina lo rodeó con sus brazos y puso su cabeza contra la de él.

– Tranquilo -dijo ella.

Gina sintió que él buscaba su mano. Se quedaron sentados sin moverse. Ella estaba un poco incómoda en esa posición, pero no quería moverse. No deseaba que Carson la soltase. No quería. Se sentía bien así, sintiendo su calidez, sabiendo que él la necesitaba.

Después de un rato, la respiración de Carson cambió y ella se dio cuenta de que se había dormido.

Evidentemente, no solo el niño la necesitaba. Se imaginó a Carson solo en su casa, lleno de temores y tristeza…

Debió de dormirse también ella, porque de pronto la sobresaltó un ruido en la habitación de Joey.

Gina tocó a Carson para despertarlo.

– Ya han vuelto. Ha terminado la operación -dijo ella.

Se quedaron de pie, delante de la habitación mientras las enfermeras llevaban a Joey. Solo se veía un bulto en la camilla, y la cabeza llena de vendas. Carson quiso dar un paso y acercarse, pero Gina se lo impidió.

– Deje que hagan su trabajo.

Una mujer joven de bata blanca se acercó a ellos.

– Soy la doctora Henderson. Todo ha ido muy bien. Volverá en sí dentro de una hora, aproximadamente.

– ¡Gracias a Dios!-exclamó Carson.

Al final se marcharon todos, excepto una enfermera que los acompañó a ver a Joey. El niño respiraba a ritmo regular. Parecía pequeño y frágil. Gina notó que tenía buen color. Le dio un beso suave, y luego se apartó, para dejar a Carson solo con su hijo.

Carson se inclinó hacia su hijo y le acarició la cara. Luego le susurró algo al oído.

A los tres días Joey estaba en casa. Ya le habían quitado las vendas. Tenía la cabeza igual, excepto por una zona afeitada debajo de la oreja izquierda, y por una gasa.

Después de la intimidad que habían compartido en el hospital, Gina sintió que algo debía de haber cambiado entre Carson y ella. Pero él parecía haber salido brevemente de su concha, y luego se había vuelto a meter en ella. Eso la entristecía. Pero no podía hacer nada.

Lo veía muy poco, a pesar de estar compartiendo la casa. Él volvía temprano a casa, y cenaban los tres juntos, antes de que ella acostase a Joey.

Después, Carson solía trabajar en su estudio hasta tarde, haciendo llamadas a diferentes países. Y aún seguía trabajando cuando ella se iba a dormir.

Pero una noche, ella se quedó mirando una película hasta tarde, y cuando esta terminó, Carson se acercó a ella y la convidó con una copa de coñac. Luego se sentó en el sofá y respiró profundamente.

– He estado una hora hablando por teléfono con el hombre más estúpido del mundo -dijo Carson con los ojos cerrados-. Cuando crees que ha quedado todo claro, él vuelve al principio y tienes que empezar de nuevo. Y así varias veces, hasta que te quieres morir.

Carson bebió la copa y se sirvió más coñac. Era parte de su naturaleza controlada el que no bebiera nada durante el día, ni siquiera durante el almuerzo.

Gina sorbió su coñac con placer, a pesar de que no solía beber normalmente.

– ¿Y le ha tocado hoy pasar por esa experiencia?

– Sí -sonrió él.

Ella le devolvió la sonrisa. No pudo evitar sonreír por el aspecto que tenía. Después de hablar con el hombre más estúpido del mundo se había aflojado la corbata, se había abierto la camisa y revuelto el pelo hasta quedar totalmente despeinado.

Parecía tener diez años menos, por lo menos.

– ¿Cómo ha sido su día? -preguntó él-. Joey parecía contento hoy durante la cena.

– Sí, lo hemos pasado bien. Fuimos al parque y tomamos un bote en el lago. Y nos hemos encontrado a un profesor de su colegio, Alan Hanley. Parece un hombre simpático. Me ha comentado algunas cosas que no sabía.

– Lo conozco. ¿Cómo reaccionó Joey?

– Extrañamente. Fue cortés, pero no parecieron conectar.

– Entonces, ¿cuál es su secreto?

– ¿Cómo dice? -preguntó ella.

– Joey tiene profesores expertos. Algunos de ellos son sordos, así que ellos comprenden sus problemas también. Pero él la ha elegido a usted como referencia. ¿Qué tiene usted que no tienen los demás?

– Me gustaría saberlo. ¿Cómo puede explicarse la empatía?

– No se puede, supongo. Es como el amor. Viene de no se sabe dónde, y no se puede explicar.

– Y a veces hasta sobrevive, aunque la gente haga cosas para destruirlo -dijo Gina.

– ¿A qué se refiere?

– Joey ha estado hablando hoy de su madre. ¿Le ha dicho a ella lo de la operación?

– ¿Para qué? -dijo él, encogiéndose de hombros.

– Supongo que tiene razón, pero Joey la sigue queriendo mucho. No sé qué decirle cuando me habla de ella de ese modo, si animarlo o decepcionarlo.

– Ella le hará daño, sea como sea -dijo Carson, como hablando solo.

Hacía eso siempre que hablaba de algo personal.

– Siempre ha sabido seducirlo con su encanto. Su belleza es algo secundario, en realidad. Tiene un encanto que te envuelve, aunque sepas que puede quitártelo igual que te lo da…

– ¿Era así con usted? -preguntó Gina.

Él no contestó inmediatamente. Y ella se preguntó si le habría molestado la pregunta. Luego empezó a hablar como si hablara consigo.

– Al principio uno cree que todo ese encanto es exclusivamente para ti, que eres un ser privilegiado, a quien le dedican esa sonrisa increíble, como si ella te hubiera estado esperando toda la vida. Después de todo, Brenda tenía diecinueve años, y no podía haber aprendido muchas argucias. Te convences de todo ello porque eres un joven tonto, locamente enamorado, y quieres creértelo. Es un poco arrogante el pensar que semejante premio ha caído en tus manos porque te lo mereces, pero a esa edad eres arrogante. Y estás dispuesto a creerte cualquier cosa si ella lo dice con esa sonrisa tan especial. «Cariño, te amo, solo a ti, y jamás amaré a nadie más…».

– Pero ella debe de haberlo amado, si no fuera así, no se habría casado, ¿no? -dijo Gina.

– Es una mujer de grandes apetitos, y yo se los satisfacía. Cuando te arrebata ese tipo de pasión, no eres capaz de darte cuenta de que esa pasión no lo es todo. Y luego, cuando descubres que no lo es… Es demasiado tarde.

Carson se quedó en silencio. El corazón de Gina se aceleró al sentir que compartía aquel dolor secreto con él Pero sabía que la confesión no era para ella, y que más tarde lamentaría habérsela hecho.

Gina pensó que el sueño cortaría aquella conversación. Y que sería mejor así.

Pero el momento se prolongó. Y aunque era cierto que era importante hablar de todo aquello por Joey, también sabía que para ella era importante por Carson.

– Sabía que ella quería ser famosa cuando nos casamos -siguió Carson-. Pero no tenía idea de lo ambiciosa que era. La vi tan feliz como esposa y madre que pensé que duraría toda la vida. Luego me di cuenta de que había sido solo una etapa, algo que había querido probar, como si fuera un nuevo papel.

Carson volvió a llenar su copa, como si solo con alcohol pudiera aguantar aquellos recuerdos.

– Y, cuando descubrimos que Joey tenía problemas, ella se cansó del papel, y quiso algo diferente. Intenté ser comprensivo. Teníamos una niñera muy buena y eso a Brenda le daba libertad para pasar algún tiempo fuera de casa. A mí no me gustaba que se marchase, pero pensé que nuestro matrimonio era lo suficientemente fuerte como para sobrevivir a cualquier cosa -se rió con rencor-. Tenía unas ideas un poco ingenuas en aquellos tiempos, algo así como que el verdadero amor lo podía todo. Todas esas cosas que dicen las canciones románticas…

– ¿Y ahora no las cree? -preguntó Gina.

– No lo sé. Todo se nos vino abajo. El encaprichamiento no es una buena base para el matrimonio. Lo mejor es que la gente tenga algo en común y que se gusten, incluso que no se gusten demasiado -se rió amargamente-. Si lo hubiera sabido entonces, jamás me habría casado con una mujer que me volvía loco. Nos hubiéramos ahorrado mucho dolor -se volvió a reír afectadamente y continuó-: Empezó a pasar más tiempo fuera de casa. Rodaba en el extranjero a veces Su carrera estaba en alza.

Carson hizo una pausa, luego continuó:

– Al principio Brenda lo negaba. Es muy convincente… Te hace dudar de lo que sabes que es verdad. Luego la sorprendí con una persona… Me rogó que la perdonase… Me juró que no volvería a pasar…

– ¿Y la creyó?

– Parece muy loco, ¿no? Pero yo quería creerla, para no volverme loco. Al final ya no se molestaba en fingir. Y entonces comprendí que tenía que apartarla de mi vida, o que me volvería loco. Y eso es lo que hice -las últimas palabras tuvieron un tono de final. Después, no dijo nada más.

Debajo del tono sereno de Carson, Gina adivinó una rabia salvaje. Él había conocido la pasión, y su destrucción lo había dejado vacío. Él había arrancado a Brenda de su corazón, pero en cierto modo se había arrancado también el corazón.

Un leve temblor la hizo alzar la mirada. A Carson la copa se le había caído a la alfombra. Estaba dormido.

Gina se agachó a recoger la copa con cuidado de no despertarlo. Así, dormido, parecía un muchacho.

Nunca se había fijado en la boca, pero ahora veía lo ancha, firme y sensual que era.

Carson mostraba un aspecto controlado al mundo, porque temía ser arrastrado otra vez por sentimientos que no pudiera manejar.

Cuando se arrodilló, su cara estuvo muy cerca de la de él. Sintió el poder de aquel cuerpo que ni siquiera la había tocado, y que, sin embargo, la estaba derritiendo, debilitándola con el deseo.

No podía entender que la mujer lo hubiera abandonado. Si Carson la hubiera amado a ella, jamás podría haberlo arrancado de su vida. Él habría sido el centro de su vida, hubiera satisfecho todos sus deseos y sueños.

Mientras lo miraba, la asaltó un deseo irrefrenable: El de posar sus labios en los de él. Luchó por reprimirla, pero no lo suficiente. Se acercó y lo besó, sin medir las consecuencias.

Él se movió, extendió la mano a ciegas y le tocó la cara. Ella temió que se despertase y que la encontrase allí.

Lentamente le tomó la mano y la quitó de su cara. La dejó apoyada en el sofá. Luego se puso de pie y salió de la habitación.

Carson abrió los ojos, confundido. No sabía si lo había soñado o no… En su estado medio dormido le había parecido que ella…

Pero no había nadie allí.

Capítulo 7

Dan había estado en contacto con ella todo ese tiempo, proponiéndole que se vieran, pero ella le había puesto excusas.

A los diez días de estar el niño en casa, Carson le dijo que Dan la había llamado nuevamente.

– Me pesa monopolizarte de este modo -le dijo-. Llámalo y dile que saldrás con él.

– ¿Cómo vas a arreglarte solo con Joey?

– Bien. Podemos practicar señas. Seguro que se reirá a mi costa. Es una pena que no estés aquí para verlo.

– No te preocupes -dijo ella maliciosamente-. Me lo contará luego.

– Seguro -dijo él riendo.

Su trato era cordial, pero medido, a pesar del tuteo. Al día siguiente de la confesión de Carson, este había dicho:

– Anoche bebí demasiado. Eso me hace decir tonterías. Es por eso por lo que no lo hago a menudo. ¿He dicho muchas cosas?

– Poco. Has estado medio dormido.

– Bien -y cerró el tema.

Además del sueldo de Renshaw Baines, ella estaba recibiendo un buen salario de Carson, y decidió comprarse un vestido nuevo. Era elegante y sofisticado, y dudó que Dan la llevase a algún sitio que justificase el ponérselo.

No era el tipo de vestido para Dan, pensó, mirándose al espejo del vestíbulo, puesto que su habitación un poco pequeña para hacer un desfile.

Joey estaba sentado en la escalera, mirándola. Le hizo la seña que significaba «guapa».

– Gracias, señor -le respondió ella.

– ¿Qué ha dicho? -preguntó Carson, que estaba de pie en el pasillo, observándolos.

Ella se sintió incómoda sin saber por qué.

– Dice que… le gusta.

Joey volvió a hacer la seña.

– Deletréala -le pidió Carson.

Joey lo volvió a hacer.

– ¿Guapa? ¿Es eso? Sí, Gina es muy guapa.

Joey lo repitió diciendo «Muy muy guapa».

– Sí, lo es. Yo también lo creo.

– Gracias -dijo ella, sonriendo, excitada.

Se miró al espejo. Tenía el pelo bonito, el maquillaje bien puesto. Dan nunca se había fijado en ella.

El timbre de la puerta la sobresaltó. Esperaba que no fuera Dan. Necesitaba tiempo para ordenar sus sentimientos.

Pero era Dan.

Cuando la vio se quedó sorprendido. Aquella vez parecía haberse fijado en cómo estaba vestida.

– Me parece que te has arreglado mucho, ¿no? Solo vamos a ir a una carrera de perros.

– ¿A una carrera de perros? -preguntó Carson inocentemente.

– Pensé que íbamos a cenar -dijo Gina, decepcionada.

– Hay un restaurante que da a la pista donde podemos comer algo.

– Iré a cambiarme -dijo ella.

– No, no lo hagas. No tenemos tiempo. No me gustaría perderme la primera carrera. Ve como estás. Toma tu abrigo.

Cuando salieron, Carson miró a su hijo. Aunque el niño no escuchaba, había captado perfectamente la atmósfera. Y en la mirada ambos quisieron decir: «¿Qué diablos le ve a ese?».

– Lo estás haciendo muy bien -le dijo Dan-. Toma un poco más de empanada. Está muy buena.

Gina recogió el borde del vestido para que no se manchase. Empanada y judías.

Habían encontrado un lugar en un restaurante que daba a la pista, junto a una ventana. Desde allí podían ver las carreras.

Dan había apostado en todas las carreras, había ganado dos y perdido una, y estaba de buen humor.

– ¿Cómo sabes que estoy haciendo un buen trabajo? -preguntó Gina-. Si apenas has visto a Joey.

– Me refiero a su padre. Hoy ha duplicado su pedido con mi empresa.

– ¿Sí?

– Mira, sé lo que estás pensando.

– No creo.

– Sí. Crees que está haciendo esto para que tú sigas ayudándolo.

Era tan cierto, que Gina se quedó muda. Dan siempre había sido muy intuitivo.

– Son buenos enchufes, Gina. Todo lo que quiero es la oportunidad de que los pruebe, y eso es lo que tú me estás dando. Te lo agradezco. No debe de ser fácil trabajar como niñera con él, y sin que te pague.

– Sí me paga. Me paga, además de recibir el salario de mi empresa. ¿Cómo crees que he podido comprarme este vestido si no?

Iba a empezar una carrera. Pero Dan miró su vestido.

– Mmm… Sí. Debe de costar mucho dinero. Es una pena que gastes dinero. Podrías haber… ¡Mira, van a empezar!

– Dan…

– ¡Espera, cariño! ¡He apostado por Silver Lad!

Durante los siguientes minutos Dan estuvo absortó en la carrera. Y después de que ganase su perro, no habló más que de su triunfo. Luego, cuando podrían haber conversado, sacaron a los perros para la siguiente carrera.

– Hoy es mi noche de suerte. He apostado por Slyboots, el perro negro que hay al fondo. Es el favorito, pero no importa.

– Sí, tenemos otras cosas de qué hablar además de Slyboots. Dan, realmente eres extraordinario.

– ¿Sí, cariño? Eres muy amable.

– Me refiero a que a cualquier otro hombre le disgustaría que estuviera compartiendo la casa con otro hombre, pero a ti no se te mueve un pelo.

– Bueno, no hay nada de malo en ello, ¿no?

– No. Pero, ¿por qué estás tan seguro?

– Porque te conozco. No serías capaz ni de pensar en él de ese modo. Lo haces por nosotros. Y somos un equipo fabuloso. Están muy contentos conmigo en el trabajo por hacer ese negocio. Me van a dar bonificaciones, así que tal vez sea hora de planear el futuro.

– ¿El futuro?

– Nuestro futuro. La casa y esas cosas. ¡Eh! ¡Ya salen!

Gina lo miró.

– Dan, ¿es una proposición?

– ¿Qué?

– ¿Es una proposición? -gritó ella.

– Si quieres -dijo Dan entre el ruido.

«No quiero», pensó ella. No quería a un hombre que le hiciera una proposición comiendo empanada y judías, un hombre que no le prestase atención.

Pero así era Dan. No había cambiado desde que se habían conocido. Era ella quien había cambiado. Lo que antes le había parecido suficiente, ya no lo era.

Dan la llevó a casa eufórico por haber ganado cuatro carreras. No se había dado cuenta de que ella no le había contestado a la proposición. Tal vez pensara que no hacía falta ninguna respuesta.

Cuando llegaron y Dan la acompañó a la puerta Gina supo que tenía que decírselo, porque allí le daría el beso de buenas noches. Y ella no quería sentir sus labios en los suyos. Ni los labios de ningún otro hombre que no fuera…

– Hay luces encendidas. Está despierto todavía -dijo Dan-. Entremos pronto. Luego tú te vas a preparar un café y así puedo tener la oportunidad de charlar con él.

Carson estaba en su oficina. El ruido de la puerta le hizo alzar la vista, y salir al corredor. Gina notó que Joey estaba espiando.

– Es la quinta vez que sale a ver si has vuelto -dijo Carson.

– ¿Por qué no vas a acostarlo, cariño? -dijo Dan enseguida.

Sabía lo que quería Dan, pero la cara de Joey era irresistible, así que Gina subió las escaleras y sonrió al niño.

Una vez a solas con Dan, Carson lo llevó a la cocina para preparar un café.

– ¿Así que habéis tenido una velada agradable?

– Sí. He ganado bastante.

– ¿Y Gina?

– Ella también ganó un par de carreras.

– Quiero decir, ¿se lo pasó bien?

– ¡Oh, sí! Eso es lo bueno de Gina. Es fácil de complacer. Nunca hace problema por nada.

– Sí, esa debe de ser una gran ventaja en una mujer -dijo Carson con la voz tensa. Pero Dan no lo notó.

– Sí. Gina y yo nos llevamos bien. De hecho se lo he propuesto esta noche, y estuvo de acuerdo. Bueno, ya era hora de que formalizáramos algo.

Carson detuvo la mano a medio camino de la cafetera.

– ¿Se refiere a…?

– Algún día tenía que ser. Llevamos mucho tiempo juntos. Nunca he querido estar con otra persona. Ella es algo muy querido por mí.

– Sí -murmuró Carson.

Carson puso dos tazas en la mesa. Así tenía las manos ocupadas. Cualquier cosa con tal de ocultar que acababa de recibir una sacudida.

– He pensado ir a comprarle un anillo. No es que a mí me guste mucho eso, pero a las chicas parece gustarles. ¿Podría contar con la tarde de mañana para ir con Gina?

– Sí, por supuesto -contestó Carson fríamente.

Cuando bajó Gina, se encontró con los dos hombres hablando de negocios en la cocina.

– Le agradezco su comprensión en esta situación en que Gina está en mi casa. Mi hijo necesita tanto…

– ¡Pobre niño! Si necesita a Gina, ella debe quedarse…

– Exactamente. Está intentando dar a Joey el cuidado y comprensión que la madre de ella le dio en su momento.

Dan se rió.

– ¿Cuidado y comprensión? ¿De dónde sacó esa idea?

– Bueno, sé que murió cuando Gina era pequeña, pero…

– Y antes de morir no servía de nada. Perdió interés en la niña después de lo ocurrido. ¿No es así, querida?

– Yo… No lo recuerdo -balbuceó ella.

– Bueno, yo sí. Mi madre se quería morir. No comprendía cómo una madre…

– Perdonen -dijo ella, y se marchó a la habitación.

Estaba turbada, las lágrimas le nublaron la vista ¿Cómo había podido decir eso Dan, cuando sabía que eran recuerdos tan dolorosos para ella?

Pero era normal en Dan. Jamás se daba cuenta de lo que podía afectarle a la gente.

Dan la había seguido.

– ¿Qué pasa, cariño? No sueles ponerte así.

– No, se puede estar tranquilo conmigo, ¿no? Se puede confiar en mí -dijo ella con amargura.

– ¿Cómo dices?

– Nada. Solo estoy cansada. Gracias por una velada estupenda, Dan.

– ¿No ha estado mal, no? Mejor que todas esas salidas a lugares exóticos, ¿no?

– Un hombre sencillo -dijo Carson, que estaba detrás de Dan-. Debemos seguir hablando de esos enchufes de los que me estaba contando… -Carson se lo llevó hacia la puerta.

De pronto Dan se encontró yéndose, sin despedirse de Gina. Pero antes de que pudiera protestar, la puerta de entrada se abrió y Carson se despidió de él.

Carson volvió junto a Gina, que en aquel momento estaba lavando las tazas del café.

– Deja eso -le dijo Carson.

– No hay problema, me gusta dejar las cosas ordenadas antes de irme a dormir.

– He dicho que lo dejes. Quiero hablar.

– No hay nada de qué hablar.

– Después de eso, ¿no hay nada de qué hablar? -preguntó él, enfadado.

– Si te refieres a que te he engañado… Lo siento.

– ¿Engañarme?

– Supongo que te he hecho creer que mi madre era perfecta, y que por eso yo sabía lo que necesitaba Joey…

– ¡Al diablo con eso! ¿Quieres dejar esas cosas?

– Sí, he terminado. Me voy a la cama.

– Todavía no. Déjame que te sirva un coñac. Parece que has tenido un shock.

– Estoy bien, de verdad.

Carson le tomó las manos.

– Entonces, ¿por qué estás temblando?

– No estoy… Solo estoy cansada.

Ella hubiera salido corriendo, pero él la estaba sujetando.

– Cuéntamelo, Gina.

– No tengo nada que contar -dijo ella, desesperada-. Mi madre está muerta. Ha pasado mucho tiempo…

Él soltó sus manos.

– Comprendo -dijo en un tono que a ella la alarmó.

– ¿Qué comprendes? -preguntó Gina.

– Tú sí puedes escuchar mis problemas, pero cuando yo pregunto por los tuyos, no hay tiempo.

– No, no es así…

– Tú has conocido cosas acerca de mi vida que no se las he mostrado a nadie. No es agradable que me mantengas a distancia después de ello -dijo Carson.

– Yo no…

– Se supone que tengo que confiar en ti, pero tú no confías en mí. Creí que éramos amigos. De no ser así, no te habría confiado tantas cosas. Pero al parecer solo es por mi parte -dijo él, con resentimiento.

– No hay nada que contar -le dijo ella-. Nada en absoluto. Me voy a la cama.

Gina se fue corriendo a la habitación. Carson la observó marcharse, y se preguntó por qué le había dado por hablarle así.

¡Maldita sea! ¡Qué derecho tenía Gina a ganarse el corazón de Joey y luego desaparecer casándose con ese zoquete!, pensó Carson.

Carson se sirvió un generoso whisky. Lo necesitaba.

La casa se había transformado desde que ella la había llenado con su calidez y su risa. Y ahora planeaba desaparecer, dejándola vacía. Había sido soportable sobrevivir sin ella antes de conocerla, pero ahora sería insoportable. Habría sido mejor no conocerla que sufrir su pérdida.

Carson tenía mucho trabajo. Intentó concentrarse en él durante la siguiente hora, pero no pudo.

Sería mejor que Gina se marchase cuanto antes, pensó Carson.

Finalmente, Carson abandonó el trabajo. Le dolía la cabeza.

No se molestó en encender la luz del pasillo, subió las escaleras a oscuras. En el último escalón se tropezó con algo.

– Gina, ¿qué estás haciendo, sentada ahí en las escaleras?

– No lo sé -Gina respiró y se sonó la nariz-. Iba a bajar a beber algo, y luego cambié de opinión. Me senté aquí sin saber qué hacer… De eso hace diez minutos, creo…

– Estás balbuceando -dijo él amablemente.

– Sí, supongo que sí.

Carson se sentó a su lado. Aunque solo llegaba la luz del descansillo, él notó que se había quitado el hermoso vestido y que se había puesto una barata bata de algodón. Era una suerte que ella estuviera acostumbrada a agradecer lo que tenía, pensó él con rabia, porque cuando se casara con Dan, usaría batas baratas el resto de su vida.

Gina se volvió a sonar la nariz, y la rabia de Carson se evaporó.

– ¿Has estado llorando? -le preguntó.

– Si te digo que no, ¿me creerías?

– No.

– Entonces, sí he estado llorando.

– ¿Por mi culpa? ¿Porque he sido desagradable contigo? Siento haber dicho esas cosas.

– No, no es por ti. Es… por todo.

– Por Dan, que te ha hecho recordar cosas desagradables delante de mí…

– Sí…

– No debió decir esas cosas. Ha tenido poco tacto.

– ¡Oh! Dan es una buena persona, y no tiene malas intenciones, simplemente que dice lo primero que se le cruza por la cabeza.

– ¿Aun si hiere a la gente?

– Bueno, supongo que estoy exagerando un poco. De aquello hace mucho tiempo.

– Pero era tu madre.

– Sí. Y yo no comprendía por qué de pronto no podía soportar mirarme. Yo estaba enferma, y cuando me mejoré, me quedé sorda, y fue como si me hubiera transformado en una persona diferente. Seguí pensando que un día yo volvería a estar bien y que la complacería. Pero entonces ella murió…

Gina había estado intentando no llorar, pero, de pronto, el dolor se apoderó de ella y estalló en llanto. Carson le rodeó los hombros con su brazo. La apretó contra él y apoyó su mejilla en la cabeza de Gina.

– Ahora ya no hay posibilidad de nada. Solo la puedo recordar enfadada porque yo no podía hacer lo que ella quería. Solía gritarme, yo no la oía, pero sabía que estaba gritando por sus gestos, y me miraba con hostilidad, como si yo actuase estúpidamente a propósito. Cuando venía gente a casa, me decía que no apareciera por allí.

– ¡Dios santo!-exclamó Carson.

– Un día, cuando yo tenía diez años, mi madre se puso muy impaciente. Cuanto más impaciente se ponía yo menos la entendía. Al final, salió hecha una furia de la casa. Yo me sentía mala, pero no sabía qué había hecho. Me senté en las escaleras y me quedé pensando que todo sería diferente cuando volviera, que intentaríamos comprendernos otra vez, y que yo sería capaz de entender. Pero no regresó nunca más. Chocó con un camión y murió. Yo pensé que había sido culpa mía.

Carson la abrazó.

– Hacía años que no me acordaba de todo esto. Los recuerdos estaban ahí, pero sepultados… Luego, más tarde, cuando mi padre tampoco pudo resolver bien la situación, me inventé una imagen de mi madre para compensar. Cuando la gente no está, uno puede inventarse un montón de mentiras consoladoras.

– Sí -murmuró él-. Eso es cierto.

Gina suspiró.

– No fue culpa de ella realmente. Creo que mi madre era una persona alegre, que cuando las cosas no iban bien, reaccionaba mal.

– Muchas madres pueden sobrellevar esa situación -dijo Carson-. ¿Por qué tienes que disculparla?

– Tal vez porque sea menos doloroso de ese modo -Gina hizo un esfuerzo por recomponerse-. Estoy bien, no sé por qué he reaccionado de ese modo.

– Algunas heridas no se curan. Y si intentamos fingir que sí, es peor -dijo Carson.

– Sí -susurró Gina.

– Tú eres fuerte con Joey y conmigo.

– Ha habido gente que me ayudó. La señora Braith, la madre de Dan, me enseñó el lenguaje de signos. Ella fue muy amable, y Dan me cuidaba mucho cuando éramos niños.

Carson la miró pensando en Dan con dureza, y la abrazó más.

Luego Carson sintió los brazos de Gina alrededor de él, como si encontrase consuelo en el calor de su cuerpo. Él le acarició el pelo. Sintió la menudez de Gina contra su poderoso cuerpo viril. Pero era su personalidad la que era fuerte.

– Supongo que tienes muchas cosas por qué llorar -dijo él.

– ¡Oh! Ya no lloro. He superado todo eso hace años.

Carson le alzó la barbilla con un dedo y le deshizo una lágrima.

– ¿De verdad? Ahora solo secas las lágrimas de otros.

Ella sonrió trémulamente, y Carson respiró profundamente.

– Tranquila. Todo irá bien -le dijo él suavemente, sin saber qué decir realmente.

Carson había llegado a ella, no a través de sus oídos, sino a través de su cuerpo y su corazón. Ella hubiera deseado quedarse allí, envuelta en sus brazos, disfrutando de la calidez de aquel momento.

Carson se quedó mirando su cara, con la impresión de que aquello era un sueño. Aquella era la noche de su compromiso con otro hombre, y él no tenía derecho a besarla. Pero mientras su consciencia protestaba, su boca la besó.

La boca de Gina era grande y curvada, generosa. Hacía tanto tiempo que su corazón vivía en invierno, que la aparición de la primavera era como un shock para él.

Para Gina, que solo podía compararlo con Dan, aquel beso fue una revelación. No había sabido que los labios de un hombre podían ser tan sutiles, tan diestros, ni que podía perderse de aquel modo en las sensaciones.

Había deseado aquello desde la noche en que él se había dormido, en que ella había mirado su boca como si fuera una fruta. Por eso no podía volver a besar a Dan.

No era capaz de pensar en nada, solo de sentir. Aquello era lo que quería. Y aún quería más.

Gina estaba temblando con el despertar de la vida. No deseaba solo sus labios, sino sus manos también.

Ella deslizó una mano y le acarició el cuello y lo atrajo hacia sí, invitándolo a explorarla más íntimamente. Entonces sintió su lengua en su boca, llenándola de sensaciones gloriosas. Se entregó a ellas, muriéndose por la intimidad de sus caricias. En ese momento sintió los brazos de Carson apretarla más.

Ella no había sabido que las caricias de un hombre podían hacerle sentir aquello. Se derretía contra su cuerpo. Sintió su espalda fuerte, su pecho ancho.

Se sentía viva al lado de Carson. Las sensaciones que le había despertado con su beso le recorrieron todo el cuerpo.

Carson era un amante demasiado experimentado para no saber que Gina estaba al borde de la derrota. Su beso se hizo más intenso. En un momento la llevaría a la cama, y ella lo dejaría porque sus caricias le habían arrebatado la voluntad. ¡Al diablo con Dan! Un hombre no tenía derecho a una mujer si no era capaz de retenerla.

Pero el recuerdo de Dan fue fatal. Para Carson sería un zoquete, pero para ella era el hombre que había escogido, ¡quien sabe por qué!

La lucha consigo misma era terrible. Pero él ganó.

De pronto sintió que su abrazo se hizo más laxo, y supo que se estaba apartando. Gina quiso mirarle a la cara, para ver si en ella se reflejaba la suya propia.

Pero cuando la vio su corazón se hundió. Estaba llena de cautela y de incomodidad, como si se arrepintiera de haber hecho lo que acababa de hacer. Ella sintió un frío recorriéndola entera.

– Quizá no sea una buena idea -dijo-. No quisiera que pensaras… Yo quería hacerte sentir mejor, pero creo que elegí el camino equivocado.

Gina intentó recomponerse y aclarar su mente.

– Por favor, no te preocupes, Gina. Sé que eres muy vulnerable en esta casa, y no voy a presionarte.

– Carson, yo no…

– Después de todo, comprendo lo que ocurre entre tú y Dan… No quiero que te preocupes.

– No estoy preocupada -dijo ella, con voz apagada-. Sé que solo intentabas hacerme sentir mejor.

– Sí -dijo él rápidamente-. Solo que me pasé un poco. Olvídalo, por favor, por Joey.

– Por supuesto. Yo… creo que me voy a ir a la cama.

– Sí, yo también -dijo él.

Al parecer Carson no veía la hora de huir de ella. ¡Qué tonta había sido!

Capítulo 8

Al día siguiente por la mañana, Carson dijo sin mirarla.

– Mañana volveré temprano para que puedas salir.

– ¿Salir? No tengo idea de salir -dijo Gina, sorprendida.

– ¿No vas a ver a Dan para comprar el anillo de compromiso?

– ¿El añil…? -Gina se levantó de la mesa, irritada-. ¿Qué te ha dicho Dan?

– Anoche me dijo… Bueno, lo dio a entender… Dio a entender que te pidió que te cases con él.

– Sí, me lo pidió, pero no le he contestado, porque no podía hacer que dejara de prestar atención a la carrera. ¿Quieres decir que lo dio por hecho, y que él te lo dijo? -respiró profundamente-. Si Dan estuviera aquí en este momento… Bueno, tiene suerte de no estar aquí.

– ¿No vas a casarte con él?

– No -dijo enfáticamente-. Te lo habría dicho. ¿Cómo puedes pensar…? -furiosa, se echó hacia atrás un mechón de pelo.

Carson la miró deleitado. El sol había vuelto a salir.

Cuando él fue hacia la puerta de entrada, Joey lo siguió y le preguntó por señas si Gina y él estaban enfadados.

– No. En realidad, mejor no podíamos estar.

Cuando se tranquilizó, Gina llamó a Dan.

– La culpa es mía. Debí decirte anoche que no podía casarme contigo, pero estaban pasando tantas cosas…

– Pero si lo teníamos todo pensado.

– Dan, no teníamos pensado nada. Apenas mencionamos el matrimonio entre las carreras. Ese no es modo de decidir algo tan importante.

– Gina sabíamos desde hacía siglos que nos íbamos a casar. No hemos hecho muchos planes concretos, pero se daba por hecho.

– Tal vez por eso no debemos hacerlo. Hemos sido buenos amigos. Es mejor que nos mantengamos así.

Dan discutió un rato, pero ella sabía que no había vuelta atrás. Cuando Dan colgó, pareció más sorprendido que herido. Encontraría a otra persona, pensó ella, alguien que apreciara las cualidades que él tenía, y a quien no le preocupasen las que no tenía. Tal vez ella hubiera sido esa chica alguna vez. Pero ahora, ya no.

Recordó a Carson besándola. Había sido una experiencia maravillosa. Pero él se había apartado finalmente. ¿Por qué? ¿Porque pensaba que estaba prometida con Dan?

Sí, por eso, pensó. Y se sintió excitada.

¿Solo por eso?

Carson la había atraído desde el primer momento en el café de Bob. La había turbado, no solo por el accidente, sino por sí mismo.

Se dio cuenta de que Joey quería llamar su atención.

«¿Por qué estás sonriendo tanto?», le preguntó por señas el niño.

– Porque estoy contenta.

«¿Por qué?», le preguntó el niño por señas.

– Sería demasiado largo de contar. Vayamos a dar un paseo en coche.

«¿En el cacahuete?»

– Si quieres.

Carson había puesto un coche elegante y caro a si disposición, pero Joey prefería «el cacahuete».

Fueron a un lago cerca de la zona y pasaron el día remando en un bote.

Cuando volvieron a casa por la noche, Gina encontró un mensaje en el contestador, que le decía que Carson llegaría tarde. En general solía cumplir con su promesa de llegar temprano, pero a veces no podía evitar retrasarse.

Joey estaba cansado de la salida y se quedó dormido prácticamente a la hora del té, así que Gina supo que no habría problemas a la hora de irse a la cama.

Se equivocó.

Joey quería estar despierto cuando volviera su padre. Tuvieron una discusión, en la que Gina intentó convencerlo de que la hora de dormir había que respetarla. El niño podía ser tan cabezón como cualquier otro, y le llevó su tiempo convencerlo.

Al final lo acompañó a su habitación.

A la media hora Gina bajó sonriendo. Se sirvió una copa de vino y se dispuso a mirar televisión. Pero no había ningún programa que le gustase, y empezó a buscar entre los vídeos de Carson.

Había algunas cintas compradas en tiendas, otras con programas sobre negocios grabados de la televisión, y por fin encontró uno sin etiqueta, que le resultó curioso.

Se sobresaltó al ver que era de una boda. Y más tarde reconoció a Carson y a Brenda, quien luego iba a convertirse en Angelica Duvaine.

Carson estaba joven, lleno de alegría y esperanza, y miraba con adoración a su esposa.

El cámara los seguía, los novios sonriendo y riendo por un camino, y esquivando confetis. Luego se subían a una limusina. El brazo de Carson rodeó a Brenda y le dio un beso que amenazó con estropearle el velo. Eran felices.

Gina sintió una extraña pena. Quiso quitar el video y que esas dos personas desaparecieran. Sobre todo, no quería ver a Carson mirando a esa mujer con ojos de adoración.

Quería quitarlo, pero no podía. La película siguió con el banquete, las palabras del novio…

Estaba muy joven. No debía tener más de veinticinco años, seguro, contento, feliz, tan diferente del hombre que era actualmente.

Luego, se cortó la película, y cuando siguió apareció Brenda embarazada. Carson la acompañaba a sentarse en una silla del jardín. Le acomodaba los cojines del sillón, le tomaba la mano, la miraba tiernamente.

Entonces la película se desvaneció.

Después apareció Brenda con un bebé recién nacido en brazos.

Aun en esa situación se la veía bella. Hasta en el hospital estaba perfectamente maquillada, y parecía calcular cada movimiento. Gina lo apreciaba claramente. Se preguntó cuánto habría tardado Carson en notarlo.

Luego aparecía Carson con su pequeño en brazos…

Un ruido le hizo darse la vuelta. Joey estaba de pie allí, con los ojos fijos en la pantalla. Gina le dio la mano y lo hizo sentarse en el sofá, al lado de ella.

Le preguntó por señas si había visto esa película antes. El niño negó con la cabeza.

«¿Sabes quién es?», le preguntó por señas.

El niño contestó: «Papá y yo».

Joey no dejaba de mirar absorto la cara de embelesamiento de su padre mirando al bebé. Gina se emocionó. Evidentemente, el niño estaba conmovido. ¿Qué estaría pensando? Que jamás había visto esa expresión en su padre posteriormente.

La pantalla se puso oscura.

– Ya terminó, cariño. Es hora de irse a la cama.

Pero Joey quiso ver el vídeo otra vez.

Gina dudó, preguntándose si eso era bueno para él.

Pero Joey se lo pidió nuevamente y ella no se pudo negar.

– Una sola vez más. Y luego a la cama -le dijo al niño.

Joey rebobinó la cinta y esta volvió a la boda. A Gina le tocó volver a ver a Carson feliz, junto al amor de su vida.

Gina estaba segura de que Brenda era el amor de su vida, porque ningún hombre podía mirar de ese modo a más de una mujer.

Brenda había agotado la capacidad de amar de Carson, dejándolo vacío. Ahora comprendía por qué Carson se había apartado de ella después del beso, que había sido tan importante para ella. No había sido por Dan. Había sido porque era un hombre justo, y no quería que ella se enamorase cuando él no tenía nada que ofrecer.

Cerró los ojos, deseando olvidar el sentimiento de celos que la asaltaba viendo el vídeo. Pero era inútil. Carson estaba allí, detrás de sus párpados. Y Brenda también.

Carson era un hombre difícil, que enfrentaba la vida como un toro contra una valla, y que se hacía daño a menudo. Creía que todo era tan directo como los negocios. Pero debajo de esa dura fachada, era un hombre sensible a quien resultaba fácil hacerle daño. A pesar de todo, ella le había llegado al corazón.

Él la necesitaba, al menos de momento. Tal vez, por todo lo que significaba para Joey, Carson llegase a sentir algo de afecto por ella. Pero jamás podría sentir aquella pasión que había sentido por Brenda.

Y eso era lo que quería ella, más que nada en el mundo. Jamás había deseado tanto algo.

Al empezar las escenas de la boda, Gina oyó el ruido de la llave de Carson. Ella fue a su encuentro, aliviada.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Carson, al verla preocupada.

– Estaba mirando algunos de tus vídeos, y encontré uno que al parecer es un vídeo casero. Hay escenas en que estás con Joey cuando era bebé, y el niño ha aparecido cuando los estaba probando. Por favor, sé cauteloso. Parece que le hace feliz verlo, y no he querido estropearle esa felicidad -ella lo vio fruncir el ceño, entonces agregó rápidamente-: Supongo que no debí mirar tus cintas íntimas…

– No importa. Debí de quitarla, pero se me olvidó que estaba allí.

Fueron juntos hasta la puerta. Carson respiró profundamente. Joey estaba mirando a su madre, que estaba sonriéndole a su hijo.

Joey alzó la vista y descubrió a Carson y a Gina. Se tocó detrás de la oreja, que ya estaba prácticamente curada, e hizo señas.

– ¿Qué ha dicho? -preguntó Carson.

– Ha preguntado si su madre regresará, cuando él vuelva a oír.

Gina intentó darle alguna respuesta, decirle que Brenda no se había marchado por su sordera. Pero Joey la miró con ojos tristes e inteligentes hasta que ella se dio por vencida. Después de eso, ya no preguntó más.

Joey miró la escena una y otra vez. Luego detuvo la imagen en el momento en que Brenda le daba un beso en la frente al niño que tenía en brazos, y se quedó mirándola.

Gina se dio la vuelta y se apresuró a ir a la cocina. Después de un momento, Carson la siguió.

– ¡Dios santo! -exclamó-. ¡Dios santo!

– ¡Pobre pequeño! -dijo Gina.

– Todo este tiempo he intentado decirme que Joey comprendía por qué he intentado mantener a su madre a distancia… Yo no sabía lo que sentía por ella en realidad… Tal vez no le haya dado la oportunidad de decírmelo.

– Hago todo lo que puedo por él, pero creo que n llego a comprender realmente su dolor -dijo Gina con un suspiro-. Ella es su madre.

– Una madre terrible…

– Pero es su madre. Y él la quiere.

– Él quiere a una imagen que se ha hecho de ella en su mente. La realidad solo volvería a romperle el corazón.

– Esa foto de Brenda con el niño en brazos no es imaginación. Era real.

– Pero dejó de ser real en el mismo momento en que ella descubrió que tenía problemas con el oído. ¿Por qué no puede enfrentar ese hecho?

– Porque no tiene ni ocho años. ¿Cómo quieres que acepte que su madre no lo ama?

– Sobre todo porque encima su padre es un fracaso hecho persona -dijo Carson-. Supongo que ha tenido que aferrarse a algo al ver que yo le fallaba también. Debe de haber sido fácil hacerse una fantasía de su madre, porque ella no estaba aquí -la miró a los ojos-. Tú lo sabes muy bien.

– Sí. Pero no te tortures. Al menos lo estás intentando.

– Tal vez si hablase con él… Ahora puedo hacerlo. Puedo intentar explicarle que ella… que…

– ¿Puedes explicarle por qué su madre no le escribe nunca, ni siquiera un correo electrónico? No le costaría mucho, si quisiera hacerlo -le dijo Gina.

– Pensé que lo había hecho. Estoy seguro de que se mandan correos electrónicos -dijo Carson.

– Sí, yo también lo creía, hasta que leí algunos. No los escribe ella, Carson. Tienen aspecto de ser notas para la prensa. Estoy segura de que su secretaria es muy eficiente.

– ¡Maldita sea!-exclamó él.

– Por favor, ve a decirle algo ahora.

Afortunadamente, Joey ya no estaba mirando el vídeo de su madre. Había vuelto a mirar el que tenía con su padre. Cuando entró Carson, le señaló algo y le hizo señas de algo.

– ¿Soy ese yo? -le tradujo Gina, al ver que Carson no comprendía.

Carson se puso donde Joey podía verlo.

– Sí, ese eres tú -le dijo lentamente-. Eras un niño estupendo y… y… lo sigues siendo.

El niño sonrió radiante. Aquella felicidad de su hijo fue un shock para él. Había sido un mínimo piropo, pero para el niño era muy importante.

Joey señaló la pantalla y empezó a hacer señas muy deprisa.

– ¿Dónde… -Carson intentó descifrar-. ¿Dónde… está mamá? Mamá estaba filmando.

Joey volvió a hacer señas.

– No comprendo -le dijo Carson urgentemente a Gina.

– Pregunta si eran felices los tres.

– Sí. Éramos felices -dijo Carson, sombríamente.

Antes de que Joey pudiera formular otra pregunta, Gina le tocó el hombro y le preguntó si tenía hambre.

Por suerte, esto distrajo un poco a Joey, quien se levantó del sofá y se marchó a la cocina. Carson quitó el vídeo y lo guardó antes de seguir a Joey y ponerse a hablar con él, mientras Gina calentaba un poco de pizza.

Ella se quedó en un segundo plano deliberadamente. Luego, acostaron juntos a Joey.

El niño estaba contento ahora, sin darse cuenta de que aquella felicidad era como un puñal clavado en el corazón de su padre.

Cuando Gina y Carson se marcharon de la habitación, Carson dijo:

– Los Angeles está a ocho horas de viaje. Tal vez pueda dar con ella.

Se marchó a su oficina y marcó el número de teléfono de su ex mujer. Gina no hizo nada por escuchar pero no pudo evitar oír:

– Vaya a buscarla. Esperaré.

Esperó bastante. Gina le llevó un café. Él le sonrió brevemente.

– Es una estrella, y una estrella jamás atiende el teléfono inmediatamente -dijo él, secamente.

Al final, después de una espera acorde con su estatus, Gina lo oyó decir:

– Brenda… ¿qué estás…? Da igual eso. Necesito hablar contigo seriamente.

Gina no quiso escuchar más y se marchó.

Estuvo ocupada en la cocina, tratando de no pensar en lo que él le estaría diciendo.

Estaría intentando hacer ver a Brenda que su lugar estaba junto a su hijo. Tal vez hasta se estuvieran reconciliando.

Eso sería lo mejor para Joey… Pero no para ella…

Sin embargo, cuando Carson volvió su cara expresaba algo muy diferente: derrota total.

– Dice que va a empezar un nuevo programa de televisión, y que no tiene tiempo de visitarlo -dijo él amargamente-. También me recordó los esfuerzos que yo había hecho por mantenerla alejada de Joey, lo que me merezco, supongo. Le he sugerido llevar a Joey a verla, y casi le ha dado un ataque de histeria. Nadie sabe que tiene un hijo sordo, y no debe saberlo nadie. ¡Qué madre!

– ¿Le has contado lo de la operación?

– Lo he intentado. Pero Brenda escucha una palabra de diez. No me ha dado tiempo a contarle todo. Me ha interrumpido para preguntarme si el niño estaba curado. Intenté explicarle que todavía no estaba curado, y que si puede oír algo, tendrá que ser con ayuda de un aparato y mucho tiempo por delante, que tardará mucho en hablar. Cuando vio que no había ninguna solución mágica, perdió interés.

– De todos modos, aunque uno de sus padres esté perdido para él, Joey sigue teniendo al otro. Puedes ser el mejor padre del mundo, y cuanto más contento esté contigo, menos echará de menos a su madre. Y yo estoy aquí para ayudarte.

Carson cerró los ojos, como lo había hecho en su primer encuentro.

– Muéstrame el camino, Gina -dijo él suavemente-. Esto es lo más importante del mundo, y no puedo hacerlo sin ti.

Su ruego le tocó el corazón. Hubiera querido rodearlo con sus brazos y prometerle que todo iría bien. Pero sabía que intentaría que él la besara otra vez, y ella no se atrevía. No sabía muy bien cuál era su lugar con él.

Pero no pudo dejar de mirar aquella boca, y de imaginar su calor.

– ¿Gina? -le dijo él.

– ¿Sí?

– Siento haber venido tarde esta noche. Sé que te prometí que no lo haría.

– Está bien -dijo ella, intentando ocultar su decepción-. Pero el tiempo pasa y pronto Joey volverá a la escuela. Le has prometido unas vacaciones.

– ¿Podemos planear una vacaciones, estando él como está?

– No puede volar o nadar, pero si nos ceñimos a nuestro plan original, no habrá problemas.

– Nos iremos la próxima semana -dijo Carson.

– Es maravilloso. ¡A Joey le encantará!

– Tendré que dejar que seas tú quien lo planee… A ti y a Joey. Arregla lo que él quiera, aunque quiera ir a todos los acuarios del país.

– ¡Oh, no!-dijo ella seriamente-. Solo uno o dos llegan al nivel que él espera. Pero ya verás que se conoce todo lo que hay allí.

Capítulo 9

Acordaron salir de viaje el lunes a las nueve de la mañana. Gina estaba mirando su habitación para ver si se había olvidado algo.

– ¿Estás lista para marcharnos?

– Sí, todo en orden.

Cuando abrió la puerta de la habitación que comunicaba con la de Joey, se detuvo ante lo que vio.

Joey estaba mirando la foto de su madre. Estaba haciendo señas como queriendo explicarle algo a ella.

– ¿Qué significa eso? -preguntó Carson.

– Es la seña que significa amor -dijo Gina-. Está diciendo que la quiere.

– ¡Maldita sea! ¡Maldita sea!-exclamó Carso.

Gina intentó sonreír al entrar en la habitación del pequeño y hacer que este le prestara atención. El niño tomó su mano y casi la arrastró a la planta de abajo.

Carson le tocó el hombro y le habló:

– Por aquí.

El niño preguntó si no iban a ir en el «cacahuete». La idea de tres personas apretujadas en su pequeño coche hizo sonreír a Carson.

– No deberías llamarlo «cacahuete»-dijo Carson.

«Gina, tú dijiste que mi padre lo llamó "cacahuete con ruedas"», dijo el niño.

– ¿Sí? -dijo Gina-. Eres un diablillo…

Era estupendo ver a Carson compartir la broma con su hijo.

El niño le preguntó a su padre qué era Gina, cómo le llamarían.

– Bueno… Gina es… ¿Cómo la llamaremos a Gina? -dijo Carson finalmente.

Joey hizo señas.

Gina se quedó helada. El niño había hecho la seña de la palabra «madre».

– Es hora de marcharnos -dijo ella, incómoda-. O habrá mucho tráfico.

Había cuatrocientos kilómetros hasta el sitio escogido.

El enclave había perdido brillo y esplendor. Pero con el acuario había vuelto a ganar cierta popularidad.

– ¿Nos has reservado algún sitio, verdad? -le preguntó Carson a Gina mientras conducía por el paseo marítimo.

– En el Grand Hotel, dos habitaciones frente al mar.

Gina había reservado una habitación para Carson y otra para Joey y ella.

Joey estaba excitadísimo.

«¿Cuándo podremos ir al acuario?», le preguntó a Gina.

– Pronto.

El niño quería ir aquel día.

– No sé cuándo cierra el acuario.

«Entonces, ¿no podemos ir ahora?», insistió el niño.

Y así volvieron al principio de la discusión.

Era un hotel de primera con un restaurante muy bueno. Pero Carson, que empezaba a conocer a su hijo, prefirió ir a comer a una hamburguesería cerca de allí.

– Creo que me merezco una medalla por la elección -dijo Carson viendo comer entusiasmado a su hijo.

– Sí -dijo ella-. Y se come más rápido aquí, así que tal vez lleguemos al acuario antes de que cierre.

– Llegaremos. He mirado la hora de cierre y tenemos tres horas todavía -dijo Carson, notando que ella alzaba una ceja-. Organización. Esa es la llave de una empresa con éxito.

– Me siento impresionada. ¿Por qué no se lo dices a Joey?

Joey estaba comiendo con una mano y con la otra sujetaba un panfleto. Se lo mostró a ellos, señalando algo imprimido en la hoja. Se miraron y se rieron.

Se trataba del acuario, y Joey había visto la hora de cierre.

– No por nada es tu hijo. Debe de haberlo recogido del hotel. Eso sí que es organización.

– Sí, lo es -Carson miró con ternura a su hijo.

– ¿Por qué no le preguntas por las wrasse ahora? No has hecho trampa, ¿verdad? -preguntó Gina a Carson.

Joey pareció dudar, como si no supiera si iba en serio aquella conversación.

– Venga, cuéntamelo -dijo Carson.

El niño no necesitó más. Empezó a hacer señales y haciendo el alfabeto con tanta energía y tan rápidamente, que Carson tuvo que hacerlo parar.

– Tranquilo. Vas demasiado deprisa para mí.

Joey asintió y empezó de nuevo.

– Espera. Hazlo nuevamente. No sé si te he comprendido. Me parece que has dicho… No, debo de estar equivocado.

Joey agitó la cabeza. No había comprendido mal.

– Sigue -le dijo Gina-. Ayuda a tu padre.

– Gracias -dijo Carson con una sonrisa.

Joey hizo la seña nuevamente. Carson observó sus dedos y frunció más el ceño.

– ¡Me estás tomando el pelo!-exclamó.

Joey comprendió y se rió.

– ¿Lo he comprendido bien? -preguntó Carson a Gina.

– Es increíble, ¿no?

– Dice que wrasse es un pez. Y que son todos femeninos… O sea que nacen todos femeninos.

– Bien, sigue.

– ¿Viven en grupos de alrededor de veinte hembras y un macho, y cuando el macho muere, una de las hembras cambia de sexo, y se transforma en el macho que vive con ellas? ¿Y esperas que me lo crea?

– No me lo preguntes a mí. Joey es el experto.

Carson se volvió a su hijo y le dijo:

– No puede ser cierto eso.

Joey asintió y luego dijo con señas «Espera a ver el acuario».

Después de eso Carson estuvo tan ansioso por ir al acuario como su hijo, porque quería saber si le había tomado el pelo.

En cuanto entraron al acuario se hizo evidente que Joey era diferente de otros niños. En lugar de quedarse mirando los peces de colores vivos, se detuvo a observar a pequeños peces que para otros pasaban inadvertidos.

– Es como un pequeño profesor -dijo Carson.

– Sí, lo es. Cuando se mete en su tema favorito, tiene una edad mental superior a la suya.

Joey pasaba de un exótico ejemplar a otro, se quedaba profundamente absorto en ellos, dejando a su padre y a Gina entretenerse con los ejemplares más accesibles.

– Me siento como si yo fuera el niño y él el adulto -se quejó Carson, no muy seriamente-. Joey -tocó al niño en el hombro.

El niño le hizo una seña que quería decir que estaba ocupado. Que le hablara más tarde.

– ¿Has visto eso?

– No te enfades con él.

– No me enfado. Solo me pregunto qué está pasando.

– Es muy sencillo -le dijo Gina-. Estás en presencia de una inteligencia superior.

– Empiezo a creerte -dijo Carson.

Joey salió de su feliz trance y les sonrió.

– Wrasse -dijo Carson.

Joey asintió como si fuera un profesor, y los hizo seguirlo.

Y allí estaba el wrasse con un cartel que lo indicaba, confirmando todo lo que había dicho Joey. Carson se había quedado sin habla. Joey lo miraba como diciendo: «¿No me creías, eh?».

La respuesta de Carson le encantó a Gina. Él extendió la mano, Joey puso la suya y se dieron la mano.

No hubo tiempo de ver todo, pero Joey estaba listo para marcharse, con la promesa de una visita al día siguiente. Se detuvieron en la librería del acuario a comprar libros para Joey. También compró un libro introductorio en el tema para él, acerca del mecanismo de supervivencia de esos peces, le dijo a Gina.

Pasaron una tarde alegre. A Joey le permitieron estar despierto hasta tarde porque estaban de vacaciones, y cuando el niño cayó rendido en la cama, ellos se alegraron de acostarse temprano también.

Al día siguiente lo primero que hicieron fue ir al acuario. Gina y Carson tenían la impresión de haber visto todo, pero el experto no opinaba lo mismo.

Al final, Joey sintió pena por ellos y pareció comprender que estaban cansados. Bajaron a la zona de mayor atracción del acuario, que era un túnel que pasaba a través del agua. Había tiburones nadando al lado de ellos, lenguados por encima de sus cabezas, langostas debajo de sus pies. Joey les señaló algo que no habían visto ninguno de los dos: un congrio y una anguila espiando desde su escondite, inmóviles.

Después de tomar una hamburguesa y un zumo estuvieron de acuerdo en que los adultos necesitaban un poco de diversión, y fueron al parque de atracciones. Aquí Joey dejó de ser el profesor y se convirtió en un niño excitado, queriendo probar todos los juegos. Hasta tiró al blanco, demostrando que tenía buena puntería.

Más tarde, en otra tómbola, Gina cargó con muñecos de peluche y joyas de plástico que ganaron en los juegos.

Al final, Joey se detuvo en el Tren Fantasma, donde colgaban calaveras del techo, los sorprenderían esqueletos y monstruos que los asaltarían desde sus escondites…

– ¿Aquí? -le preguntó Gina.

Joey asintió vigorosamente.

– ¿Estás seguro?

Joey asintió nuevamente.

– Me parece que no nos quedará otra elección -dijo Gina.

Carson pagó las entradas de los tres y se metieron en un carro, Joey en la parte de dentro, Gina en medio, y Carson en la parte de fuera.

– No me gustan estas cosas -dijo Gina-. Nunca me han gustado.

– Pero estamos nosotros para cuidarte -dijo Carson.

Los coches se empezaron a mover. De pronto, estuvieron dentro. Un gemido los sorprendió. Parecía provenir de todos lados.

Aparecieron esqueletos y volvieron a desaparecer. Gina miró a Joey. El niño estaba disfrutando de cada momento. Algo le cayó en la cara a Gina, haciéndola saltar y gritar.

– ¿Estás bien? -preguntó Carson, rodeándola con su brazo para protegerla.

Ella le pidió que repitiera lo que había dicho, puesto que los ruidos se habían filtrado en el implante Él lo repitió más claramente.

– Por supuesto que estoy bien -dijo ella, intentando recuperar la dignidad.

Pero una calavera que se rió delante de ellos, la volvió a asustar.

Luego, el coche siguió su camino y la oscuridad los envolvió.

– ¡Uh!

Carson la apretó contra él. Luego le sujetó la barbilla, y la obligó a mirarlo.

– ¿Estás bien? -le preguntó Carson.

– Estoy bien, mientras no te transformes en una calavera tú también -le dijo ella.

La luz roja aparecía y desaparecía, dándole a Carson un aspecto satánico. Ella pensó que de haber sido educada en el papel tradicional de la mujer, habría usado aquella situación para agarrarse a Carson, con la excusa del miedo.

Entonces apareció un esqueleto que se descolgó del techo y que le acarició la cara, antes de desvanecerse. Sobresaltada, Gina pegó un grito auténtico y sin darse cuenta se refugió en el hombro de Carson. Este se rió.

– ¡Qué horror!

– Ya pasó, ya se fue -dijo él.

– No pienso mirar. ¡Esa cosa es espantosa!-exclamó ella.

– Estás a salvo, te lo prometo.

Lentamente ella alzó la cabeza y descubrió que estaban totalmente a oscuras. Los gemidos de los monstruos habían cesado, pero no había luces. Ella se quedó expectante, preparada para resguardarse nuevamente si algo volvía a tocarle la cara.

Pero cuando sintió el roce de los labios de Carson no se defendió. Fue como el roce de una pluma.

Luego el roce se hizo más firme. Sintió unos labios cálidos, haciendo preguntas silenciosas, recibiendo calladas respuestas.

Carson abrazó a Gina y la besó más intensamente.

Ella respondió hambrienta al beso que había estado esperando desde aquel día en que él se había apartado. Aquella vez Carson no se apartó, sino que le demostró que la deseaba con ferocidad.

En la oscuridad, parecían estar solo ellos dos. Gina sintió su propio deseo. Susurró su nombre en el oído de Carson. Gimió cuando él la exploró con su lengua, rindiéndose a la exquisita sensación del fuego.

En el anonimato de la oscuridad y las luces intermitentes, asustada por las espantosas visiones de esqueletos que se agitaban y contorsionaban alrededor de ellos, Gina se sintió libre para apretarse contra él y hacer lo que deseaba.

Finalmente, sintió que el brazo de Carson se relajaba, y se dio cuenta de que estaban llegando al final del túnel. No podían verlos así. Ella se separó de él y se recompuso a tiempo. Un momento más tarde salieron a la luz del día.

Allí estaba Carson riéndose relajado, como si no hubiera pasado nada.

¿No había pasado nada? ¿Habían sido imaginaciones suyas? Sus labios estaban ardiendo aún y su corazón latía aceleradamente con la pasión que se había desatado en ella.

Joey pidió volver a montar en el tren.

– Espera un momento -le dijo Carson-. Necesito un momento para recuperarme -sonrió de repente.

– ¿Qué pasa? -preguntó Gina.

– Me estaba acordando de lo que tenía que hacer esta tarde. Hojas de balance, por ejemplo. Pero me parece que me gusta más pescar patos de plástico en el agua.

Mientras hablaba estaba pagando la entrada para pescar patos. Cuando Gina fue a dirigirse a Joey alarmó al no verlo.

– ¡Carson! ¡Joey, se ha marchado! ¡Oh, Dios mío!-exclamó ella.

– Relájate. Allí está -le dijo Carson.

Al mirar hacia donde señalaba Carson, Gina se sintió aliviada. Joey estaba subiendo a un coche del Tren Fantasma. Cuando el coche se movió los saludó con la mano. Luego las negras cortinas se lo tragaron.

– ¡Qué pillo!-dijo Carson.

– Supongo que se cansó de esperar y decidió ir solo -dijo Gina-. Me alegro de que se sienta seguro. Solo que…

– Sí, lo sé. A mí casi me dio un ataque al corazón. Vayamos a tomar una taza de té para recuperarnos del susto. Hay una cafetería pequeña allí, desde la cual se ve el Tren Fantasma.

Gina se sentó a la mesa y Carson fue a buscar el té. Había cola y él tardó un poco. Gina no dejaba de mirar el Tren Fantasma. Después de unos minutos, Joey reapareció. Ella le hizo señas, y el niño saludó con la mano, pero no salió. Simplemente le dio el dinero al hombre, y le hizo sitio a una niña de vestido rojo que se sentó junto a él.

El hombre puso la mano para que la niña le diera el dinero, pero la niña no se movió. Entonces el hombre le empezó a hablar, indicándole, naturalmente, que no podía subir si no pagaba. Joey le tocó el brazo y le dio el dinero. El hombre lo tomó y los coches se pusieron en movimiento.

– ¿Qué estás mirando? -preguntó Carson, que acababa de volver con el té.

– Me parece que acabo de ver a Joey siendo galante con una dama -dijo ella.

Le contó la escena y Carson sonrió.

– Empieza joven… Como su padre.

– ¿Empezaste a los ocho años?

– Antes. A los siete, compartía los helados con Tilly, la niña de al lado. No recuerdo su apellido, y la cara tampoco. Pero su gusto por la frambuesa lo recordaré siempre.

Era un placer verlo relajado y de buen humor. Estaba vestido con una camisa de manga corta, y el sol iluminaba su cara bronceada y sus antebrazos. Por una vez, la tensión había desaparecido de su cara, y estaba guapo solamente, como un animal, macho y vital.

Hubo un ruido detrás de ellos. Cuando se dieron la vuelta vieron a un hombre y a una mujer de mediana edad, con caras de preocupación.

– ¿Qué vamos a hacer? -preguntó la mujer.

– No te preocupes, Helen. Seguramente la niña está bien.

– ¿Cómo puede estar bien, tan sola y desamparada? Perdone… -la mujer se dirigió a Gina-. ¿No ha visto a una niña? Tiene ocho años y lleva un vestido rojo… Se alejó de nosotros…

– No se preocupe. Yo la he visto. Ha entrado en el Tren Fantasma. Saldrá enseguida.

– Pero si no tenía dinero -dijo el hombre.

– Joey se ocupó de eso.

La pareja se presentó como Helen y Peter Leyton.

– Sally es muy vulnerable -explicó Helen-. Tiene el síndrome de Down.

En ese momento los coches volvieron a aparecer y se pararon. Joey y la pequeña estaban allí, sonriendo después de una aventura fantástica. Helen se puso de pie y saludó con la mano, pero Sally no la miró.

– Espere -dijo Gina-. Veamos qué pasa. No se preocupe por ella. No correrá ningún peligro con Joey.

– Gina… -protestó Carson.

– Está bien. ¿No ves que sabe lo que está haciendo?

Joey le estaba dando más dinero al hombre encargado del Tren. Mientras los adultos miraban, le tomó la mano a Sally de forma protectora. Y volvieron a salir.

– Bueno… -Peter se rascó la cabeza y sonrió-. ¡Que chico más amable que es su hijo, señora…?

– Es el hijo del señor Page. Yo solo lo cuido -explicó Gina.

– Bueno, están haciendo un buen trabajo -dijo Helen-. Es un verdadero pequeño caballero. Debe de estar muy orgulloso de él -le dijo a Carson.

– Sí. Lo estoy.

– Es tan hermoso ver a Sally haciéndose amiga de un niño normal… La mayoría de ellos se apartan de ella, pero su hijo la trata con naturalidad, y eso es lo que ella necesita -Peter notó una mirada extraña en Carson-. ¿Ocurre algo? -preguntó.

– Nada -dijo Carson rápidamente.

Pero Gina sabía que había sido un shock para Carson que describieran a su hijo como un chico normal. Porque eso es lo que pensaría la gente por su actitud. Que no era una víctima.

– Sally es un encanto -dijo Helen-. Pero tiene una voluntad de hierro. Si quiere hacer algo, da vueltas y merodea por ahí hasta que se sale con la suya. Siempre tenemos que estar vigilándola. Esta vez se nos escapó.

– Y tiene problemas para hablar -agregó Peter-. A veces no habla bien, y la gente no la entiende. En esos casos se enfada.

– No hace mucho que la tenemos -dijo Helen-. Somos padres adoptivos, y nos especializamos en niños con problemas. Es un modo de agradecimiento, puesto que nuestros tres hijos biológicos tienen todos una salud estupenda.

Cuando los coches reaparecieron, notaron que había alguna disputa. Sally no quería bajar del coche. Joey le tomó el brazo y la quiso hacer salir. Al final, el niño le tomó la mano firmemente y señaló la cafetería. Frente a aquella muestra de autoridad, Sally cedió y lo siguió, apretando la mano de Joey.

Gina miró a Carson.

– Seguro que Tilly no dejaba que le dieras órdenes como Sally.

– No. Una vez que lo intenté, me tiró el helado a la cara.

Joey apareció con su nueva amiga y le ofreció una silla a esta. Sally tenía una cara dulce y era miope. Llevaba unas gruesas gafas. Su sonrisa era encantadora.

– Te agradecemos tanto que te hayas ocupado de ella… -le dijo Helen a Joey. Le habló de frente, de manera que el niño pudo ver el movimiento de sus labios-. ¿Has entendido lo que te ha dicho? La mayoría de la gente no la entiende -dijo Helen a Joey.

Joey comprendió sus palabras perfectamente. Sonrió y miró a Gina y a Carson, como para que estos compartieran la broma con él.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Helen-. ¿Qué he dicho?

– Joey es sordo -le explicó Gina-. Así que el problema de Sally no le importa.

– ¡Bueno!-Peter se echó atrás en su silla-. ¡Creí que sabía cosas sobre los niños sordos. Nosotros hemos acogido a varios. Pero jamás me imaginé…

– Mi hijo tiene mucho estilo -dijo Carson.

– Sí -dijo Gina-. Esa es la palabra: estilo.

Peter empezó a hacer señas para presentarse ante Joey. Luego le presentó a Helen y a Sally. Joey asintió y le devolvió la cortesía, pero Sally lo interrumpió, tirándole de la camisa para decirle que quería algo.

«¿Podemos tomar un helado?», preguntó el niño por señas. «Sally quiere uno de fresa y yo uno de chocolate».

– ¿Cómo sabes que Sally quiere uno de fresa? -preguntó Gina.

El niño le dijo que estaba seguro de que le gustaría.

Y Gina pensó que a Sally le gustaría seguramente, viniendo de Joey.

El niño había encontrado lo que necesitaba, alguien que tuviera un problema más grande que el de él. Gin miró a Carson y descubrió en él el orgullo de padre.

Antes de marcharse hicieron planes para ir a Leytons al día siguiente. Joey estaba cansado, y después de la cena se le cerraban los ojos. Gina dejó que Carson lo acompañase a acostarse y le diera las buenas noches. Mientras tanto, ella bajó a la recepción del hotel y se entretuvo hojeando una revista.

De pronto, encontró un titular que hablaba de Angelica Duvaine. Al parecer su carrera estaba en declive. Le había fallado un proyecto de un programa de televisión. Y su romance con un productor famoso acababa de terminar.

Gina dejó la revista, sintiéndose incómoda de repente.

Capítulo 10

Después de aquello, se reunieron más de una vez con Sally y sus padres. Todas las mañanas empezaban con una visita al acuario. Joey se hizo conocido de los empleados del acuario, que se acostumbraron a su forma de hablar.

Una mañana, mientras Joey estaba distraído con una conversación, Carson dijo:

– ¿Te sientes tranquila si dejamos a Joey con los Leyton?

– Por supuesto. Lo pueden cuidar tanto como nosotros. ¿Por qué?

– Van a llevar a Sally a la feria esta noche, y luego a comer pizza, y quieren que Joey vaya con ellos. Pensé que podríamos ir a cenar juntos tú y yo.

– Sería estupendo.

– Bien. Y ahora, si ese Einstein ha terminado, me gustaría tomar una taza de té.

Aquella noche, cuando Carson se estaba vistiendo para ir al restaurante, vio a Joey en el espejo. Estaba a la entrada de la habitación.

– ¿Tienes ganas de ir a la feria?

Joey asintió.

El niño le dijo con señas que irían al Tren Fantasma.

– Bien -Carson le dio dinero al niño-. Cómprale un helado también. A las chicas les gusta -guiñó el ojo a su hijo-. Lo sé.

Cuando Joey se dispuso a marchar, algo lo retuvo. Miró la alfombra, y luego a su padre.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Carson.

«¿Te gusta Gina?», le preguntó el niño por señas.

Carson asintió y dijo:

– Por supuesto.

El niño le preguntó si le gustaba mucho.

– Sí, mucho.

«¿Mucho, mucho, mucho?».

– Ya está bien. Me gusta, simplemente. Dejémoslo ahí -miró a su hijo-. ¿Y a ti?

El niño le dijo que muchísimo.

En ese momento, alguien golpeó a la puerta. Apareció Gina seguida de los Leyton.

– Será mejor que nos des el número de tu móvil -dijo Helen-. Por si acaso. ¡Venga, chicos! ¡Vámonos!

Gina se había puesto una ropa que Carson no le había visto nunca. Se alegró y pensó que no le habría gustado que hubiera usado un vestido que conociera otro hombre.

Era una noche agradable y pasearon por delante del mar, deteniéndose cada tanto para mirar las olas rompiendo en la arena.

– ¿De qué estabais hablando Joey y tú cuando entré? -preguntó Gina.

Carson se dio cuenta de que no podía repetirle la conversación.

– De distintas cosas. No me acuerdo de los detalles. Vamos a comer.

Afortunadamente para ella, Carson había encontrado un restaurante tranquilo, con poco ruido.

– ¿Te parece bien este? -preguntó él, ansiosamente.

– Este está bien -dijo ella, contenta-. Realmente es una suerte que alguien se preocupe de estas cosas.

– ¿Cómo te las arreglaste aquel día en el Café de Bob? Había muchísimo ruido.

– Estoy acostumbrada a ese lugar. Y además, completo la información leyendo los labios.

– Me sorprende que te lo tomes tan fríamente.

– El truco está en no dejar que se transforme en un problema mayor del que es -dijo ella seriamente. Luego chasqueó la lengua-. Y a veces puede ser muy útil.

– No me lo creo.

– No, de verdad. Estuve de vacaciones en España con unas amigas, y el hotel de al lado no estaba terminado todavía. Se pasaban día y noche golpeando, dando martillazos, y todos se estaban volviendo locos porque no los dejaban dormir. Yo, simplemente, apagaba el aparato y me iba a dormir.

Carson se rió, mirándola con admiración.

– Eres increíble.

Mientras Carson hablaba con el camarero, Gina se echó hacia atrás en la silla y disfrutó de aquel momento. Por la ventana se veía el mar al anochecer. Estaban encendiéndose las luces en todo el paseo marítimo, dando a la escena un encanto fantasmal.

– ¿Cuándo van a ponerle a Joey su aparato? -preguntó él.

– Dentro de diez días.

– Tres días antes de que cumpla ocho años -comentó Carson-. ¡Tendremos que celebrarlo!

– Pero no le demuestres a Joey que esperas milagros, o que te decepcionas si no ocurren. Oirá cosas, pero al principio estará muy desorganizado.

– Lo sé. Pero será un gran cumpleaños. Volverá a haber esperanza.

– Me pregunto si Joey tendrá esperanzas -dijo Gina.

– Solo se aferra a la fantasía de su madre, que es una falsa esperanza. Nuestro divorcio se hará firme una semana después de su cumpleaños. Casi nueve años más tarde de nuestro matrimonio.

– ¿Te importa? -preguntó ella.

– El pasado es pasado. Hay que dejarlo marchar.

Ella lo miró con ojos celosos, preguntándose si no habría un tono de lamento en sus palabras. ¿Podría dejarlo marchar tan fácilmente como decía él?

– He querido hacerte una pregunta desde el otro día. ¿Qué dijo Joey cuando le pregunté cómo te llamaríamos? Hizo una seña que no comprendí.

– Era la seña para «madre»-dijo Gina.

– ¿Así te ve a ti?

– En cierto modo.

Carson dejó de mirarla un momento y dijo:

– Por algo lo debe decir.

– Bueno, yo he ocupado el papel que debería de haber ocupado Brenda…

– No me refiero a eso. Tú me dijiste que antepusiera sus necesidades, y él te necesita a ti… como madre.

– Pero yo no soy su madre.

– Podrías serlo… si nos casamos -Carson la oyó suspirar y se apresuró a decir-: No es imposible, ¿no? Formamos una familia perfecta, tú… yo y Joey.

– Carson… -balbuceó ella.

– Si creyera en el destino, diría que nos ha unido. Joey lo vio enseguida. Se volcó en ti desde el primer momento. Te necesita, y yo…

– ¿Sí?

– Tú sabes que te necesito. ¿A quién recurro cuando las cosas no van bien? A la misma persona que acude Joey. Creo que no podría estar sin ti ahora -hizo un ruido de impaciencia-. ¡Maldita sea! Parezco un niño aferrado a las faldas de su madre.

– No, yo jamás pensaría eso de ti -dijo ella con una sonrisa-. Y hay peores cosas en el mundo que ser necesitada.

– Sí, pero no es solo eso. Yo sería un buen marido, Gina, te lo juro. Haría todo lo posible por hacerte feliz. Significas mucho para mí. Me pregunto si lo sabes…

– Bueno, tengo algunos recuerdos del Tren Fantasma.

La sonrisa de Carson casi le hace parar el corazón.

– No has dicho nada. Parecía que ni te habías dado cuenta.

– ¡Oh, sí, lo he notado!

Ella estaba jugando, esperando a que él dijera las palabras que ella quería oír. Ella lo amaba tanto que hubiera sido capaz de aceptarlo en aquel mismo momento, pero tenía que ser cautelosa, y su instinto le decía que se reprimiera.

– Pero como tú no dijiste nada, creí que eran imaginaciones mías -siguió ella.

– No fue así. No creo haberme imaginado que me besaste. Podríamos formar un buen matrimonio. Muchas parejas se forman teniendo menos cosas en común que nosotros.

«Excepto que se aman», pensó ella.

Él tomó su mano y se la acarició.

– Tú me besaste de verdad. Lo sentí. Creo que puedo complacerte. ¿No crees que podríamos ser felices? -preguntó Carson.

Pero para ella no era suficiente. Ella sentía amor por él. En cambio Carson hablaba de afecto.

Al ver que Gina no contestaba, Carson dejó su mano.

– Lo siento. Supongo que ha habido un malentendido -dijo él.

Ella deseaba preguntarle si solo la quería por Joey, y porque estaban tan unidos, pero no tenía sentido hacerlo.

– No ha habido un malentendido -dijo ella, finalmente-. Pero no puedo contestarte ahora. Dame tiempo hasta mañana.

– Por supuesto. Tienes razón. Es una decisión muy importante, pero para mí está tan claro, que pensé que tú también lo habrías pensado -dijo él.

Desde que Carson la había estrechado en sus brazos, ella había pensado constantemente en el matrimonio con él. Lo había soñado y esperado, y ahora el sueño se hacía realidad. Pero había algo que no la convencía.

Caminaron por la playa para regresar al hotel. Carson le tomó la mano. No volvió a hablarle de matrimonio y ella pensó que dejaría el tema para el día siguiente.

Pero, de pronto, dijo:

– Gina… -él le rozó los labios-. Bésame… Quiero sentir que me besas…

– Carson, por favor…

– Esto es muy valioso. Lo sé. Créeme.

La besó con energía, como si quisiera convencerla de lo bien que podían estar los dos juntos. Para ella era muy difícil rechazar lo que deseaba su corazón.

Debía de haberse puesto de pie y no dejarse dominar por sus exigencias. Pero ella deseaba estar allí, besándolo.

Se encontró reaccionando apasionadamente, desafiando sus propias advertencias. Pronto recobraría la sensatez, pero todavía no quería recobrarla. Primero disfrutaría de aquel momento, tal vez el último que tendría.

– Di que sí -susurró él-. Sé sensata y di que sí, Gina.

– ¡Sensata!-exclamó ella.

– Es lo que queremos los dos. Puede ir muy bien -él se apartó levemente de ella para poder verle la cara claramente.

Sus pechos estaban subiendo y bajando con la agitación del deseo.

– Si pudiera hacer lo que quisiera, te llevaría a la cama ahora mismo y te haría el amor hasta convencerte. ¿Me dejarías hacerlo?

Ella se reprimió el deseo de echarse en sus brazos y decir que sí. Y, en cambio, agitó la cabeza.

– Estás hablando de una relación para toda la vida -contestó Gina-. No… no… eso sería solo un momento. No voy a decidir de ese modo. Déjame marchar, Carson, por favor.

Carson frunció el ceño, turbado y la soltó. Ella se apartó levemente de él y se apoyó en el espigón, tratando de que no le viera la cara desencajada que tenía.

¿Por qué no podía rendirse simplemente?, pensó con desesperación.

– Lo siento, Gina -dijo Carson al final-. No he querido molestarte, ni ofenderte.

Ella se rió forzadamente y contestó:

– Está bien. No estoy ofendida, pero me has avasallado un poco.

– Me temo que soy un poco así. Da resultado en los negocios, pero supongo que no es forma de cortejar a una dama.

«No me estás cortejando», pensó ella con tristeza. Simplemente le estaba haciendo una oferta que le resultaba beneficiosa.

– ¿He perdido toda posibilidad? -preguntó él-. ¿Quiere decir esto que la respuesta es no?

– No he dicho eso. Tú me has dicho que podía pensarlo hasta mañana. Un trato es un trato.

– Sí. Lo siento. Caminemos hasta el hotel. Dame tu mano. Te prometo que estarás a salvo.

Carson la llevó del brazo, caminando serenamente de regreso al hotel. Cuando llegaron al hotel, Carson la acompañó a su habitación para ver cómo estaba Joey. Al ver que el niño estaba profundamente dormido, sonrió a Gina y se marchó.

Las horas de la noche pasaron lentamente hasta que apareció la primera luz del día. Entonces Gina se levantó y se sentó al lado de la ventana. El hombre al que amaba le había pedido que se casara con ella, y debía de haber sido el momento más feliz de su vida pero su corazón estaba apesadumbrado.

No podía olvidar las palabras de Carson: «El encaprichamiento es mala base para el matrimonio. Lo mejor es que la gente tenga algo en común y que se gusten, pero incluso no demasiado».

Ahí estaba lo que Carson le ofrecía, un matrimonio con una distancia cautelosa. Un arreglo sensato entre dos personas que no se pedirían muchas cosas. Que compartiesen intereses, algo de placer físico, pero no amor, porque él no tenía amor para dar, excepto a su hijo. Pero, ¿cuánto duraría el placer cuando se encontrase con su corazón vacío una y otra vez?

Pero abandonar a Carson… No volverlo a ver por el orgullo de no conformarse con lo que le ofrecía él…

¿Por qué darse por vencida tan pronto? Seguramente estaría a tiempo de ganarse su amor.

Su amor, quizá, pero no la pasión desenfrenada que le había dado a Brenda. ¿Podría casarse con él y evitar destruir su relación con el demonio de los celos?

Daba vueltas y vueltas sin encontrar la solución. Al final apoyó la cabeza en la ventana y se adormiló con tristeza. Joey la encontró así.

El día estuvo dominado por una atmósfera poco natural, puesto que a pesar de fingir que no pasaba nada de extraordinario, y de pasear por el puerto y el paseo marítimo, los dos estaban pensando en lo mismo.

Los Leyton se marchaban esa tarde. Se reunieron para tomar café y visitaron juntos la feria como despedida. Después de acostar a Joey decidieron ir a cenar al restaurante del hotel.

– ¿No te importa que bajemos? -le preguntó Gina a Joey-. Si te despiertas y no estamos aquí…

«Me volveré a dormir», hizo señas el niño.

Durante la cena hablaron de diversas cuestiones, hasta que no pudieron seguir postergando el tema del que tenían que hablar.

– ¿Tienes una respuesta? -le preguntó él.

– Vas a pensar que soy una tonta. He estado pensando y pensando…

– ¿Es una perspectiva tan tremenda que tienes que darle tantas vueltas?

– No, pero… Necesito un poco más de tiempo. Carson, por favor…

– Por supuesto -dijo él cortésmente-. Si has terminado, podríamos dar un paseo.

El camarero trajo la cuenta y Carson la firmó. Luego se tocó el bolsillo y se quedó perplejo.

– Me he dejado la cartera, será mejor que la vaya a buscar antes de que salgamos.

Carson se dio prisa en subir, recogió su cartera y se dispuso a bajar nuevamente. Pero al pasar por la habitación de Joey oyó un ruido suave que le extrañó. Frunció el ceño y abrió la puerta. La luz estaba apagada y Joey estaba bajo las mantas, haciendo ruido y moviéndose agitadamente. Había algo de desesperación en aquella actitud.

Tocó a su hijo y lo agitó. Pero Joey parecía no poder despertarse de una pesadilla. Gemía fuertemente pero tenía los ojos cerrados. Carson lo agitó otra vez, y entonces él niño tembló y abrió los ojos.

Pero en lugar de centrar la mirada en su padre, miró a la distancia. Tenía el pecho estremecido y por sus mejillas resbalaban unas lágrimas.

Carson sintió pena. Aquel era su hijo, angustiado, y él no podía ayudarlo. Encendió la luz de la mesilla para que Joey pudiera verlo y sujetó al niño fuertemente para captar su atención. Al final, aliviado, vio que el niño lo miraba.

– Joey -le dijo lenta y claramente-. Tranquilo… Ya ha terminado. Era una pesadilla… Ya ha terminado…

Si Gina hubiera estado allí, habría sabido qué hacer. Pero no estaba. Solo estaba él para consolarlo, y le estaba fallando, como siempre. Lleno de pena e impotencia, abrazó a su hijo.

– Ya pasó… Ya pasó… -dijo Carson.

Sintió los dedos del niño en su cuello.

– Estoy aquí, contigo -dijo Carson nuevamente-. Ya pasó. Papá está contigo… Papá está contigo.

No sabía si su hijo comprendía sus palabras, pero siguió diciéndole palabras de consuelo. Y, finalmente el niño se fue relajando.

Carson miró después de un rato. Su hijo se había dormido en sus brazos, confiado, a salvo de sus fantasmas. Carson observó la cara del niño. Le despertó sentimientos intensos que hacía tiempo no experimentaba, pero que estaban allí: un amor intenso por su hijo, que la barrera del miedo y de la incomprensión habían frenado.

Oyó un ruido suave en la puerta y vio a Gina. Cuando esta vio a padre e hijo se quedó quieta. Respiró profundamente al ver la expresión en la cara de Carson. Aquel era el verdadero Carson, un hombre que amaba profundamente a su hijo.

Ella había estado a punto de rechazarlo, pero habría rechazado todo lo bueno que podía ofrecerle la vida. Su matrimonio tal vez no colmase sus expectativas podría ser una tristeza, pero ella amaba a aquel hombre vulnerable, y no podía apartarse de él.

Gina lo tocó suavemente en el hombro y esperó a que la mirase.

– Me casaré contigo -dijo.

Aquella noche durmió en la habitación de Carson, para que este pudiera estar con su hijo. A la mañana siguiente, golpeó la puerta de su habitación, porque tenía algo importante que decirles.

– ¿Está despierto Joey?

– Sí.

– ¿Te ha contado lo que le ha pasado anoche?

– Ni siquiera recuerda que ha tenido una pesadilla.

– Entonces, debes de haberlo tranquilizado totalmente. Carson, ¿le has contado lo nuestro?

– No. Quería que estuvieras tú también para verle la cara.

– No se lo quiero contar todavía. Esperemos hasta que pueda tener el implante.

– Quizás tengas razón.

Era la última mañana de vacaciones; por la tarde emprenderían el viaje de vuelta a casa. Decidieron hacer una última visita a la feria, y allí sucedió un penoso incidente. Pero Gina pensó que, visto de otro modo, había sido una especie de triunfo para Joey.

Joey se había quedado absorto, pescando patos de plástico. Allí había otro niño de su misma edad aproximadamente, y, enseguida, se pusieron a relacionarse.

Los padres del niño sonrieron.

Pero sus sonrisas se desvanecieron cuando los oyeron hablar. Joey se animó a decir algunas palabras, que el niño pareció comprender. Pero sus padres parecían sentirse incómodos. La madre del niño fue hacia ellos, agarró al niño y le dijo:

– Ven, cariño. Tenemos que marcharnos ya.

– Mmm… -el niño intentó presentarles a su nuevo amigo.

– Este es Joey…

– Sí, cariño, pero nos tenemos que ir.

– Pero Mmmm…

– ¡Ven!-le gritó la madre-. Déjalo tranquilo, cariño. No es como los otros niños.

Había hablado lentamente y con énfasis, y Joey le había seguido el movimiento de los labios. Gina se apenó al ver su expresión.

Carson también había visto la escena y había notado la tristeza de su hijo. Entonces, sin pensarlo dos veces encaró a la mujer, conteniendo apenas su rabia.

– Tiene razón, señora. Mi hijo no es como los otros niños. Es más inteligente, más valiente, y tiene más agallas que mucha gente.

Era un placer ver cómo iba cambiando la expresión de Joey al ver a su padre defendiéndolo.

Carson lo rodeó con su brazo.

La pareja se llevó a su hijo. Carson y Joey se miraron.

– ¿Estás bien, hijo?

Joey asintió y dio la mano a su padre confiado. Se lo veía feliz, y su alegría lo acompañó durante todo el viaje a su casa.

Capítulo 11

El día en que a Joey le iban a probar el implante, Carson lo llevó al hospital. Joey se sentó en el asiento de atrás, con Gina.

Ella le explicó que ese día no verían a un médico sino a un especialista llamado audiólogo y a una terapeuta del habla.

Cuando entraron al edificio, Joey tenía el aspecto de un adulto que había comprendido perfectamente lo que le iban a hacer.

Gina tuvo miedo de que la prueba de sonido angustiase al niño, pero Joey estaba tan deseoso de oír, que no se quejó.

Cuando el audiólogo terminó dijo:

– Ahora, veamos qué pasa -dijo el médico, e hizo la prueba.

No pasó nada.

Joey miró alrededor como preguntando qué iba a pasar. Gina cerró los ojos, rogando que pasara algo. Carson se puso pálido. Se dio la vuelta y fue hacia la ventana que estaba detrás de su hijo. Cuando volvió a mirar, Joey estaba sentado con la cabeza gacha, como si estuviera derrotado totalmente.

– ¡Dios mío!-exclamó, desesperado-. ¡Oh, Dios!

Joey se giró abruptamente para mirar a su padre.

– Carson -dijo Gina entre lágrimas-. ¡Te ha escuchado!

– ¿Me has escuchado? -Carson se dio la vuelta y agachó al lado de Joey-. ¿Me has oído?

– No te comprende -protestó Gina-. No está acostumbrado al sonido de las palabras.

Carson tomó la cara de Joey entre sus manos y lo miró fijamente:

– Joey… Joey.

– Aahh… -dijo el niño. Y, de pronto, una luz se encendió en su cara. Acababa de oír su propia voz.

– Joey -repitió Carson, prácticamente incapaz de creer el milagro.

– ¡Lo ha conseguido! ¡Puede oír!-gritó Carson triunfante.

El audiólogo sonrió con cautela.

– Ahora empieza el verdadero trabajo -dijo-. El proyecto llevará tiempo y trabajo.

– ¿El proyecto? -repitió Carson.

– El proyecto para programar el aparato para que Joey consiga los mejores resultados. Los niveles y la sintonización varían de una persona a otra. Tendrá que traerlo todas las semanas, y luego cada dos semanas. Después, una vez al mes, y luego cada dos meses, cada tres, cada seis… Una vez al año. Cada vez que venga, adaptaremos el sonido a sus necesidades, partiendo de lo que él haya experimentado.

El especialista y Joey se pusieron a trabajar, probando ruidos, ajustando constantemente la sintonía hasta que encontraron el nivel de ruido en el que Joey se encontraba cómodo.

Después de un rato Gina miró alrededor y se dio cuenta de que Carson no estaba allí. Salió al corredor y lo encontró allí. Parecía abatido, en lugar de esperanzado. Pero ahora ella ya lo conocía, y sabía que estaba experimentando una violenta emoción.

Gina se acercó y lo tocó. Luego lo rodeó con sus brazos. Carson lloró como un niño abrazado a ella en el corredor. Se quedaron así un rato.

Gina hizo la tarta de cumpleaños de Joey con mucho amor. Le puso ocho velas en el centro.

Le había dado los últimos toques por la mañana antes de que Joey se despertase. Cuando Carson se levantó la encontró en la cocina, de espaldas. Él le besó el cuello. Eso la distrajo, y se le cayó una vela al suelo.

– ¡Mira lo que has hecho!-le dijo ella seriamente.

– Tienes otras velas. Puedes dedicarme un momento, ¿no?

Se abrazaron y ella emergió de sus brazos momentos después.

– No quiero seguir esperando. Quiero decirle lo nuestro a Joey. Podemos casarnos al final del mes que viene -le dijo Carson-. Dime que sí.

– Sí -dijo ella.

¿Qué más podía pedir?

El ruido de unos pasos los alertó. Al rato apareció Joey con cara de alegría. Luego hubo risas y regalos.

Pasaron el día en el parque y fue uno de los días más felices de Joey. El mundo era un lugar con sonidos nuevos. Algunos lo confundían. Tampoco podía distinguir muchos ruidos a la vez, pero estaba aprendiendo.

Por la tarde, Gina llegó a casa y preparó la mesa para el té. La tarta había sido un éxito y ahora tocaba encender las velitas y soplar.

– ¡Sopla!-le dijo a Joey.

Joey tomó aliento y sopló las ocho velitas de una vez, mientras Gina y Carson aplaudían. Después de comer un trozo de tarta, Carson la miró como haciéndole una pregunta, y ella asintió.

– Joey, sabes que Gina se ha transformado en algo muy importante para nosotros, ¿verdad?

Joey asintió.

– Bueno… ¿Qué dirías si…?

La pregunta fue interrumpida por un golpe en la ventana que tenían detrás de ellos. Afuera, una mujer rubia, joven y hermosa, estaba golpeando con una mano y saludando con la otra. Detrás de la cortina Gina no podía ver claramente sus facciones al principio.

Pero luego, sí. Y con horror reconoció a Angelica Duvaine.

De repente, todo pareció ocurrir en cámara lenta. Carson se puso tenso y se quedó paralizado. Joey miró tras la ventana y formó con la boca un silencioso «mamá».

Carson se levantó como si estuviera en un sueño, con movimientos lentos, dudosos. Gina lo observó. Parecía no poder creer lo que veía.

Joey fue el primero en volver a la vida. Se puso de pie de un salto y corrió a la puerta. La abrió y se echó en brazos de la mujer. Carson pareció recobrar la energía para moverse y fue detrás de él. Gina lo siguió y vio que Angelica lo rodeaba con sus brazos y le daba un beso en la boca, mientras Joey se movía excitado y una docena de fotógrafos tomaban fotos.

Angelica Duvaine había llevado a la prensa.

– ¡Maldita sea! ¡Marcharos de aquí!-gruñó Carson.

– No te enfades, cariño -le dijo Angelica con voz seductora-. Tenía que compartir nuestra felicidad con el mundo -se dio la vuelta y volvió a abrazar a Joey. Tenía expresión de madre feliz, pero siempre teniendo cuidado de mirar a las cámaras.

Un hombre con un micrófono dio un paso al frente.

– ¿Tiene algo que declarar, señorita Duvaine?

– Solo que este es el día más feliz de mi vida. Toda mi tristeza ha terminado…

– Entra en la casa -le dijo Carson entre dientes.

– Tengo que marcharme ahora -le dijo Angelica al periodista-. Necesito estar a solas con mi familia… Estoy segura de que lo comprenderán…

Tomó a Carson del brazo y abrazó a Joey con el otro, y los tres entraron en la casa. Gina se hizo a un lado para dejarlos pasar. Angelica la miró sin perderse detalle.

Pero no se molestó en hablar con ella. En cuanto se cerró la puerta, se anticipó a la explosión de ira de Carson agachándose y abrazando a Joey con palabras cariñosas. El niño se abrazó a su madre de un modo que dejaba claro su sentimiento de soledad y abandono.

Gina lo observó, y se dio cuenta de que se había estado engañando. Había intentado acercarse a Joey todo lo posible, y el niño había llegado a quererla realmente, pero, en cuanto aparecía su madre, aquello parecía no tener la más mínima importancia.

¿Y Carson? ¿La olvidaría ahora que había aparecido la mujer a la que había amado apasionadamente?

Estaba aturdida con tantos acontecimientos a la vez. Su boda con Carson, la aparición de Angelica…

– ¡Oh, es estupendo estar en casa!-exclamó Angelica.

– Tienes una llave todavía, me parece recordar -dijo Carson-. Podrías haber entrado directamente.

– ¡Oh! Eso no habría sido tan efectivo, cariño.

– No, no habríamos salido, y la prensa no nos hubiera visto, ¿no es verdad?

– Bueno, debes admitir, que han sido unas fotos encantadoras.

– ¿Cómo te atreves a hacerle eso a Joey?

– A Joey no le importa, ¿no es verdad, cariño?

El niño estaba intentando adaptarse a un huésped con sonidos nuevos. Hizo un sonido que Gina comprendió, pero que hizo que su madre lo mirase con el ceño fruncido.

– ¿Qué? -preguntó Angelica bruscamente.

– Ha dicho «mamá»-le dijo Gina serenamente.

Angelica se irguió y miró de arriba abajo a Gina con sus ojos profundamente azules. Su boca se torció como si hubiera visto algo gracioso. Y Gina, que hasta entonces se había sentido satisfecha consigo, sintió nuevamente que era un ratoncito marrón.

– Creo que no nos han presentado -dijo Angelica.

– Me llamo Gina Tennison. Estoy aquí para ayudar a Joey.

Antes de que Gina pudiera evitarlo, la estrella de cine la rodeó con sus brazos.

– Entonces eres mi amiga -dijo con apasionada sinceridad-. Cualquier persona que ayude a mi querido hijito es mi amiga, y yo soy la suya.

– Debes saber, Brenda, que Gina es mucho más que…

– Carson -Gina lo interrumpió con un tono que era casi un ruego, casi una advertencia-. Ahora, no.

Angelica achicó los ojos. No era una persona muy inteligente, pero tenía un agudo instinto para las cosas que le interesaban. Las palabras de Carson habían sido reveladoras, y la libertad con que Gina había interrumpido a Carson y ese «Ahora, no» la había alertado.

Angelica mantuvo la sonrisa y dijo:

– Háblame de ti. ¿Eres una especie de terapeuta del lenguaje?

– No, soy abogada. Pero soy sorda.

– ¡Oh! ¿De verdad? Debes de ser muy buena leyendo los labios. Pensé que oías.

– Puedo oír, porque llevo un implante, como el de Joey. Pero sigo siendo sorda, como él.

Angelica se rió exageradamente.

– Tonterías. Joey no es sordo ya. Se ha curado.

– No hay cura -le dijo firmemente-. Joey sigue siendo tan sordo como antes. Con tiempo y mucho trabajo llegará a parecer «normal». Pero seguirá siendo sordo.

– ¿De verdad? -dijo Angelica-. Eso no es lo que… Bueno, no importa. Estoy segura de que nos arreglareis de algún modo.

– «¿Nos?»-preguntó Carson.

– Bueno, somos una familia, cariño -dijo Angelica dulcemente-. Tú, yo, y nuestro pequeño. Y los encuentros familiares son ocasiones de alegría.

– ¿Qué diablos te ha hecho volver, Brenda? -preguntó Carson, muy pálido.

– Preferiría que no usaras ese nombre. No soy yo.

– Te he preguntado qué te ha hecho volver. ¿Por qué esta demostración repentina de amor maternal?

Angelica se encogió de hombros.

– Bueno, querido, es algo esperado, especialmente si… ¡Oh, diablos! Una estúpida periodista de una revista descubrió una pista y ha querido causarme problemas.

– Lo han descubierto, ¿verdad? -preguntó Carson con ferocidad-. Alguna persona de ese pequeño mundo de egocéntricos ha descubierto a Joey y ha hecho preguntas molestas, como ¿cómo es posible que la bella Angelica Duvaine tenga un niño enfermo?

– Piensa lo que quieras. Estoy aquí ahora y no puedes hacer nada al respecto.

– ¿No? Podría echarte por esa puerta…

– ¡Oh! No creo que le gustase a Joey -contestó ella, volviéndose hacia el niño-. ¿No es verdad?

Carson no dijo nada. Fue Gina quien contestó.

– No, a Joey no le gustaría.

– ¿No te das cuenta de cuál es su juego? -preguntó Carson.

– Por supuesto. Pero tienes que aguantarlo, al menos de momento -dijo Gina.

– Él lo aguantará el tiempo que yo quiera -dijo Angelica-. Y ahora, si no te importa, quisiera que nos dejaras solos. Tengo que hablar en privado con mi marido.

– Yo no soy tu marido. Nuestro matrimonio terminó hace mucho tiempo.

– No, según la ley. Hay papeles que dejan muy claro que todavía somos marido y mujer, durante los próximos días, al menos.

– Después de los cuales nuestro divorcio se hará definitivo -dijo Carson.

– ¿Por qué no hablamos de ello más tarde? Ahora quiero disfrutar del cumpleaños de mi pequeño.

Angelica había ido con una montaña de regalos para su hijo. Aparentemente no se había dado cuenta de que su presencia le era suficiente a su hijo para ser feliz. Joey abrió los paquetes entusiasmado, e intentó darle las gracias. Las pocas palabras que pudo pronunciar le salieron distorsionadas y Gina tuvo que interpretarlas. Mientras, la sonrisa de Brenda fue apagándose.

Pero siguió cubriendo a Joey de besos. El niño miraba a su madre, encantado. Y luego a su padre.

Gina se apartó de aquella escena, con el corazón herido.

La casa llevaba un rato en silencio, pero a pesar de que lo intentaba, Gina no podía dormirse.

Miró la habitación de Joey. Estaba dormido. Brenda había hecho una gran representación en el momento de llevarlo a la cama, y el niño no había parecido notar nada.

Tal vez la actriz tuviera un sentimiento maternal auténtico, pensó Gina. Le habría gustado creerlo, por el bien de Joey.

Gina se había marchado a su habitación sin intentar hablar con Carson. Ahora se preguntaba dónde estaría. ¿En su dormitorio? ¿Y Angelica?

Se había olvidado de llevar un vaso de agua a su habitación. Se levantó sigilosamente y bajó a la cocina.

El corredor estaba iluminado apenas por una luz proveniente de una habitación con la puerta abierta. Al llegar al escalón de abajo, se dio cuenta de que se había equivocado y de que Carson y Angelica no estaban en la habitación de Carson. Los vio abrazados en el salón.

Al principio parecía un lío de cuerpos juntos, dos bocas unidas, Angelica medio desnuda, las manos acariciando, incitando a la pasión.

Luego, Gina se aclaró la mente y vio que Carson tenía los brazos a un lado. Eran las manos de Angelica las que se movían y acariciaban su cabeza, sus hombros, intentando despertar el deseo. El hombre estaba inmóvil, esperando fríamente que ella terminase con aquella escena.

Después, Angelica se apartó y soltó una risa de incredulidad.

– No te pongas tan rígido, cariño. Tú y yo siempre hemos ardido, y algunas cosas no mueren. Últimamente he pensado mucho en ti…

Carson no se movió ni habló.

– ¡Oh, cariño! ¿Estás intentando castigarme, haciéndote el difícil? Bueno, será divertido, incluso. ¿Te acuerdas de cuando…?

– Cállate y vete -dijo Carson con voz de hielo, apartándola-. Y no vuelvas a tocarme o lo lamentarás.

– Tienes miedo -dijo Angelica-. Sabes que no puedes resistirte.

– Creo que acabo de comprobar que sí puedo. No, es más sencillo que eso. Me molestas. No hago más que pensar en lo podrida que estás por dentro.

– Comprendo. Se trata de esa santurrona, ¿verdad?

– Voy a casarme con Gina, sí. Y tendremos un verdadero matrimonio, que es mucho más de lo que ha habido entre tú y yo.

– ¡Oh, estás tan seguro de ti mismo! Eso es lo que nunca he podido aguantar de ti. Bueno, no hagas planes para una boda muy pronto. No me conviene divorciarme todavía. No quedaría bien con la historia de la reconciliación que acabo de dar a la prensa. Pero un día… quién sabe. Sé bueno conmigo, y al final probablemente yo seré buena contigo. Mientras tanto siempre podemos…

Angela le acarició el cuello e intentó besarlo, pero Carson se apartó tan violentamente que ella se cayó encima del sofá.

– ¡Eres un desgraciado!-exclamó Angelica-. En Hollywood hacen cola para acostarse conmigo. He tenido… -empezó a decir un montón de nombres.

Pero se quedó hablando sola. Porque Carson se marchó de la habitación.

Gina lo vio salir y subir las escaleras. La encontró en el rellano, apoyada en la pared, casi mareada de lo que acababa de oír y presenciar.

– ¿Has visto todo? -preguntó Carson.

– La he visto intentando besarte…

– Entonces también me has visto rechazarla. No podría acostarme con ella aunque fuera la última mujer sobre la tierra. Me pone enfermo. No me digas que lo has dudado… -Carson se acercó más y vio el brillo de las lágrimas en los ojos de Gina-. ¡Qué tonta eres, cariño mío!-le dijo suavemente-. ¿Realmente crees que puede tenerme nuevamente en su cama?

– No estaba segura -contestó Gina susurrando.

– Bueno, ahora ya lo sabes bien.

Al oír un movimiento en la planta de abajo, Carson la llevó a su habitación. Cerró la puerta y puso las manos en los hombros de Gina, mirándola a los ojos, bajo la tenue luz que entraba por la ventana.

– ¿Realmente has creído eso de mí? -preguntó Carson-. Vamos a casarnos pronto, ¿y has creído que iba a llevar a otra mujer a mi cama?

– Brenda no es solo otra mujer. Te he oído hablar de ella, como si fuera una obsesión imposible de arrancar.

– Tal vez lo fue una vez. Una obsesión enfermiza. Pero la enfermedad se puede curar. Ahora soy un hombre distinto, sano y entero porque apareciste tú en mi vida, con tu generosidad, tu coraje, tu risa. Me había olvidado de que existía la alegría hasta que apareciste tú con aquel coche. Se me había olvidado lo que era el amor hasta que te tuve en mis brazos -la abrazó-. Esto es lo que quiero. ¡Que esa mujer haga lo que quiera! ¡No nos separará!

– Pero Carson, ¿no te das cuenta de que…?

– Olvídala.

Gina pensó que Angelica ya había hecho su maldad, y que había sido suficiente como para que jamás volvieran a estar juntos.

Pero sentir sus labios era maravilloso, y los pensamientos negativos desaparecieron. Habría toda una vida para ellos más tarde. Ahora se rendiría a su amor y luego tendría recuerdos imborrables que atesoraría en la soledad que la esperaba, y de la que él era inconsciente.

Lentamente, Carson le quitó el camisón, dejando su cuerpo desnudo.

– ¿Sabes cuánto hace que te deseo, y cuánto te deseo? -murmuró él.

Gina agitó la cabeza.

– Me hubiera gustado saberlo.

– Te lo demostraré -dijo Carson.

Carson se quitó la ropa también, la tiró con impaciencia y la atrajo hacia él. El primer contacto fue como fuego para los dos. La besó profundamente, intensamente, poseyéndola. Ella se apretó contra él, contenta de entregarse a su deseo, de entregarse a él en cuerpo y alma.

Ella sintió su cuerpo masculino contra el suyo femenino. Lo abrazó, le acarició la espalda, las caderas y muslos. Él se estremeció al contacto de sus dedos suaves al principio, incitantes luego, a medida que iba sanando confianza.

Carson la llevó a la cama y la dejó allí tiernamente. No se dio prisa. Contempló cada línea y curva de su belleza antes de hundir su cara entre sus pechos.

Luego le acarició sus pechos y pezones con la boca. Gina gimió de placer. Ella no podía reconocer dónde empezaba el amor y dónde el deseo, porque estaban unidos en un profundo sentimiento por aquel hombre. Había temido que la pasión de Carson estuviera terminada, pero ahora veía su feroz deseo, aquel que Angelica Duvaine no había podido despertar.

Cuando él la cubrió con su cuerpo, ella deseó entregarle todo su ser. No se había equivocado al elegir vivir aquel momento, porque tal vez sería todo lo que conocería del amor.

Gina lo abrazó apasionadamente, queriendo imprimir en su memoria cada detalle de su cuerpo. Se llevaría el recuerdo de aquella unión, donde sus cuerpos, sus almas y sus corazones habían formado una unidad.

Ella lo abrazó más y susurró su nombre, entregándose a él, sin reservas, sin defensas. Era toda suya. Intentó aferrarse a aquel momento. Porque no habría otra vez.

Carson la besó hasta que sus lágrimas se secaron.

– Ahora eres mía para siempre -le dijo.

– Sí -dijo ella en un susurro-. Yo siempre te perteneceré, dondequiera que esté, donde quiera que estés.

– ¿De qué estás hablando? No vamos a estar separados. Vamos a casarnos.

– ¡Pero no podemos casarnos!-dijo ella desesperadamente-. Querido mío, ¿no has comprendido que tengo que marcharme y abandonarte, y que tal vez no nos volvamos a ver?

Capítulo 12

Carson la miró sin comprender.

– ¿Qué quieres decir? Esto es un principio para nosotros. No puedes dejarme ahora. No lo permitiré -dijo él, con la arrogancia de la posesión.

– ¿No comprendes que no está en nuestras manos, cariño? ¡Oh, querido! ¡Cuánto me gustaría pensar que hay alguna esperanza para nosotros, pero no la hay.

Él la miró sin poder creerlo.

– No puedes hablar en serio. Olvídate de que Brenda ha dicho que todavía está casada conmigo…

– No se trata de Brenda, sino de Joey. Él quiere volver a tener a su familia junta, y cree que la tiene. ¿No has visto lo feliz que ha estado?

– Está en un paraíso inventado. Gina, no hables así. No nos hagas sufrir a todos porque esa mujer te haya engañado.

– No me ha engañado -contestó Gina con voz temblorosa-. Veo perfectamente lo que es. Pero también he visto la cara de Joey cuando apareció ella. Cuando murió mi madre, yo no podía creer que estuviese muerta, y creía que un día me perdonaría por ser «una chica mala», y volvería a casa. Me lo imaginé una y otra vez, que un día abriría la puerta y que yo correría a sus brazos. Estaba muerta, pero eso no impedía que yo fantaseara con ella. Y hoy lo he visto en los ojos de Joey. Que su sueño se había hecho realidad.

– Pero hace pocos días Joey habló de ti como de su madre.

– Solo como una sustituta. Ahora tiene a su madre real, y por primera vez es completamente feliz. Yo no seré quien le arrebate esa felicidad.

– No, será Brenda quien lo haga.

– Entonces, te tendrá a ti. Tendrás que estar cerca de ellos, hacer que su madre se comporte como debe, ayudarlo tú cuando ella no lo haga.

– Esto acabará en pocos días. Ella se irá a Los Angeles corriendo…

– No creo que podamos contar con eso. Brenda está atravesando un mal momento. Ha perdido ese programa de televisión. Querido, deja que Joey disfrute de esa felicidad mientras pueda. Ahora puedes ayudarlo. Os habéis encontrado.

– Porque tú lo has hecho posible.

– Sí, tal vez sea así. Me gustaría pensarlo de ese modo. Pero ahora tú y tu hijo estaréis bien sin mí.

– ¿Sí? -dijo él amargamente-. ¿Crees que puedo amarte tan profundamente y estar bien sin ti? ¡Dios mío! ¡Sabía que no me amabas tanto como yo te amo, pero esperaba algo más que esto!

– ¿Me amas? -susurró ella-. ¿Y crees… de verdad crees… que no te amo?

– ¿Lo has hecho solo por Joey, no? Y porque querías enmendar lo que habías vivido de pequeña. Te habrías casado por Joey, y ahora me dejas por Joey.

– Pero… -ella no podía creer lo que acababa de escuchar-. Por supuesto que no ha sido solo por Joey. ¿Cómo has podido creer eso?

– Porque has tardado mucho en contestar que te casarías conmigo. Me has contestado después de que Joey tuviera esa pesadilla. Sabía lo que estaba pasando.

– No lo has comprendido. ¿Y lo de esta noche? ¿Qué has pensado que pasaba? ¿Por qué crees que he hecho el amor sabiendo que nos íbamos a separar?

– No lo sé -dijo él sombríamente-. Estoy confundido. Me ha dado la impresión de que me amabas y de que te entregabas a mí. Tal vez me haya engañado -buscó la cara de Gina con desesperación.

La cabeza de Gina le daba vueltas.

– Te amo, Carson -dijo ella apasionadamente-. ¡Si supieras cuánto te amo! Pero pensé que Brenda estaba entre nosotros todavía, y que te había dejado vacío e incapaz de amar. Creí que querías una madre para Joey y que por mí no sentías más que afecto.

– ¿Un poco de afecto? ¡Querida mía! Si pudiera decirte… ¿Gina? ¿Qué ocurre?

Ella se estaba riendo y llorando a la vez, histéricamente.

– ¿Qué ocurre? -preguntó él, alarmado.

– No puedo creerlo -sollozó ella-. ¿Cómo es posible que lo hayamos descubierto ahora, que es demasiado tarde?

Con un gruñido, Carson la abrazó y hundió su cara en su pelo.

– No es tarde. Tú eres mi amor, mi único amor. Y no habrá nadie más.

– ¿De verdad? -susurró ella con alegría en medio de su desesperación.

– Te lo digo con el corazón, te lo juro.

– Pero esas cosas que dijiste de las cosas que tenemos en común… Una vez me dijiste prácticamente que solo querías un matrimonio sensato.

– Tal vez pensé que era así, pero ahora sé que no. Si fuera sensato, no me pondría así ante la idea de perderte. ¡Dios santo! No es posible que ahora nos perdamos el uno al otro…

– ¡Oh, cariño mío! ¡Bésame! Una y otra vez… Es lo único que tenemos…

– No debe ser así. No te dejaré marchar. ¿Me oyes?

Habría sido fácil resguardarse en su insistencia… La tentación la torturaba. Era injusto, pensó ella, rebelándose contra la situación. Pero no podía olvidar la cara de Joey. Tenía que hacerlo por él.

– De momento, al menos, tienes que rendirte. No puedes echar a Brenda. Rompería el corazón de Joey -dijo ella.

– Pero ambos sabemos que sus juegos no durarán. Se cansará y…

– Brenda seguirá el juego mientras le sea útil. A lo mejor el tiempo suficiente como para que crezca Joey y pueda aceptar la situación. No lo obligues a aceptar la verdad ahora. No podría soportarlo.

– ¿No es mejor para él que la acepte ahora?

– De acuerdo. ¿Crees que puedes decirle que la madre que siempre creyó que lo amaba lo está usando sin piedad, que su sueño ha terminado, y que lo rechaza tanto como antes, y que lo abandonará como siempre? ¿Quieres decirle eso, querido mío? ¿O quieres que se lo diga yo?

Él se sintió tocado.

– Tienes razón -susurró horrorizado-. No podemos hacerle eso…

Se miraron. No había más que decir.

Carson la abrazó en silencio, para sentir su calor. Y así permanecieron hasta que amaneció.

Gina había pensado que ella era una mujer de segunda para él. Ahora sabía que Carson era todo suyo, su corazón, su alma, su pasión. Tenía todo lo que había querido.

Pero era tarde.

Mientras amanecía, pensó que tal vez habría sido mejor no haberlo amado para no sentir aquel dolor de su pérdida.

– No puedo creer que este sea el final -dijo Carson-. Un día volveremos a encontrarnos. Y mis sentimientos por ti seguirán intactos.

– Yo te seguiré amando también -dijo ella-. A pesar de todo, te querré, como ahora. ¡Abrázame! ¡Abrázame!

Gina hundió su cara contra él. Sus hombros temblaban. Y él la abrazó en silencio.

Angelica encontró a Gina en la cocina mientras esta hacía el café.

– Ahora sé quién eres -dijo Angelica beligerante-. Eras tú quien atendió el teléfono aquella vez. Al principio no reconocí tu voz. O sea que has estado aquí desde entonces, labrando tu porvenir.

– Estaba aquí para ayudar a Joey.

– Buena excusa. Miraste alrededor y pensaste que meterías las manos en el bote. No creo que una terapeuta del lenguaje, o lo que seas, gane mucho.

– Soy abogada.

– ¡Oh! Abogada… ¿Crees que me voy a creer que no has intentado sacar tajada de esto?

– Puedes pensar lo que quieras -dijo Gina serenamente.

– ¡Oh, claro! Conozco a las de tu clase. Pensaste que sería fácil reemplazar a una mujer en su casa y con su marido. Bueno, piénsalo otra vez, señorita. Porque he venido a quedarme.

– Mientras hagas feliz a Joey… Está bien.

– No me des lecciones acerca de mi hijo -dijo Angelica-. Quiero que te marches de aquí, rápidamente.

– No te preocupes. Me voy a marchar. Pero me gustaría hablarte de Joey primero. Hay cosas que tienes que saber de su desarrollo.

– ¿Cómo cuáles? Puede oír ahora, ¿no?

– En cierto modo, pero…

– Bueno, como si no pudiera. No entiendo una palabra de lo que dice. Y en cuanto a las señas…

– Puedes aprenderlas. El señor Page lo ha hecho -agregó Gina-. Estoy segura de que podrá enseñarte.

– Pero, ¿por qué tengo que aprenderlas? Creía que una vez que tuviera ese chisme estaría bien. Pero está igual que antes. Supongo que eso tiene que ver contigo.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– ¡Oh, venga! ¿Crees que me engañas? ¡Pobre niño! Te necesita. A ti no te interesa que se mejore demasiado pronto, por si Carson se arrepiente.

Gina estaba furiosa, pero se controló.

– No pienso contestar a eso -dijo cuando pudo hablar con calma-. Pero tienes que saber cómo son las cosas para él.

– De acuerdo, de acuerdo. Tal vez más tarde…

– ¡Cállate y escucha!

Angelica no podía creerlo. Hacía años que nadie le hablaba de aquel modo.

Gina le explicó lo del implante de Joey, y acerca del tiempo y trabajo que le llevaría hablar apropiadamente.

– Bueno, no es lo que pensaba, te digo…

– Tienes que tener paciencia con Joey. Está aprendiendo deprisa, y ahora que te tiene otra vez, está… realmente feliz. Si aprendieses unas pocas señas…

– De ninguna manera. ¡Me pone enferma! Si Joey puede oír ahora, es hora de que se adapte. Y seguramente le irá mejor no teniéndote cerca. Así que… fuera.

Hubo un ruido en la puerta y ambas se dieron la vuelta. Era Joey. Miraba alternativamente a una y a otra mujer. Era difícil saber lo que podía haber escuchado. Angelica estaba de perfil, y no podía leer sus labios, y no habría oído más que un montón de ruidos.

La actriz saludó efusivamente a su hijo, lo que lo hizo sonreír. Luego Joey empezó a hacer señas, y Brenda apretó la boca.

– Ha dicho «Hola, mamá» -le dijo Gina.

– Bueno, puede decirlo entonces, ¿no? -le preguntó Angelica.

– Déjalo que lo haga cuando pueda -le rogó Gina.

– Te he dicho que no te metas, señorita. Joey puede hablar bien si quiere, y lo hará bien cuando no te tenga por aquí.

Angelica cambió el tono y habló a su hijo.

– Vamos, cariño. Puedes hacerlo por mamá, ¿verdad? Ahora di: «Hola, mamá».

El niño lo intentó. Y para ser un niño que llevaba solo unos días oyendo no había estado mal, pero no como para complacer a Angelica.

Angelica hizo una mueca de horror.

– Da igual -dijo entre dientes-. Lo intentaremos más tarde nuevamente.

Carson escuchó parte de la conversación, y tuvo la sensación de estar en una pesadilla. Esta aumentó al saber que Angelica había invitado a la prensa ese día.

– Si cree que voy a permitir que… -dijo Carson.

– Deja que lo haga -dijo Gina-. Tarde o temprano va a hacerlo, mejor ahora, entonces, que estoy aquí para ayudar a Joey. Después, tendré que marcharme.

– ¿Se lo has explicado a Joey? Será duro para él.

– No estoy segura. No soy indispensable. Tengo la sensación de que ni siquiera notará que me he ido.

– Después de todo lo que has hecho por él…

– Los niños son prácticos, cariño. Toman lo que necesitan para sobrevivir, y siguen…

Joey estaba siguiendo a su madre, tratando de comunicarse con ella. Cuando esta no comprendía sus señas, Joey intentaba hablar, y conseguía decir algunas palabras. Lo que él no sabía era que Angelica esperaba que su problema hubiera terminado.

Joey leía sus labios. Su madre le explicó que iban tener otra fiesta a la que asistirían algunos amigos de ella y que debía portarse muy bien. Joey sonrió, disfrutando de la idea de tener otra fiesta, pero preguntándose cuándo querría su madre estar a solas con él, para que pudieran hablar, como lo hacían en sus sueños Como lo hacía con Gina.

Joey pensó que Gina sabría cuál era la respuesta y fue a buscarla. La encontró en su habitación, haciendo las maletas.

«¿Adonde vas?», le preguntó.

– Vuelvo a mi trabajo, cariño. Eso fue lo convenido desde el principio… Que estaría aquí unas semanas.

El niño le dijo que no quería que se marchase.

– Tengo que irme. Tú ya no me necesitas. Ahora tienes a tu mamá.

Joey agitó la cabeza y la movió como si estuviera pensando, como si no se le hubiera ocurrido que no podía tener a las dos.

– Quieres a tu madre, ¿no? -le preguntó Gina.

Joey parecía no comprender leyendo los labios, y ella tuvo que hacer señas.

Joey asintió y sonrió. Luego, se marchó sin decir nada más.

Ella sintió pena. Pero, ¿qué se había pensado? El niño había recuperado a su madre… Y todo iría bien…

Angelica estaba agitada. Se había puesto un vestido elegante y sofisticado y se había arreglado concienzudamente. Cuando vio a Joey frunció el ceño.

– ¿Por qué no te has puesto la ropa que te he comprado? No te quiero ver con esos viejos vaqueros y esa sudadera.

Había hablado demasiado rápidamente para comprender, y Gina, que lo había seguido hasta la habitación, interpretaba sus palabras.

– ¡Por el amor de Dios! ¡No me digas que no ha comprendido eso! ¿Qué es, mudo o algo así?

– No, es muy inteligente -dijo Gina-. Pero no ha podido ver tus labios y todavía no conoce las palabras por sonidos.

– Bueno, ponle la ropa que le he traído. Es de diseño, y me ha costado muy cara. ¿Qué está diciendo?

Joey estaba haciendo señas.

– Dice que la ropa es pequeña. Ha crecido mucho últimamente. ¿Tiene mucha importancia lo que se ponga?

– Está bien. Déjalo. Pero haz que agarre esto -Angelica tomó un balón de fútbol y se lo dio a Joey-. Te gusta el fútbol, ¿verdad?

El niño agitó la cabeza.

– Tonterías. Por supuesto que te gusta. A todos los niños les gusta el fútbol.

Carson entró en la habitación. Había oído la última parte de la conversación.

– No le gusta -dijo-. Le aburre. Está interesado en el mundo marino.

– ¿En qué?

– En los peces, para que lo entiendas tú.

– Bueno, si crees que voy a dejar que la gente lo vea con un pez… ¡Por supuesto que le gusta el fútbol!

Joey agitó la cabeza.

– ¡Sí! Te gusta. A todos los niños les gusta. Así es como se sabe que son chicos.

Joey intentó explicarle, usando palabras, puesto que ella no comprendía las señas. Angelica escuchó los sonidos incoherentes que salían de su boca, y se quedó helada.

– Mira. No quiero que hagas esto. Quédate callado, ¿de acuerdo? -dijo Angelica poniéndose a la vista del niño.

Pero en su necesidad de explicarle, el niño la ignoró. Su cerebro iba mucho más rápido que su capacidad de hablar y emitió un lío de sonidos y se excitó cada vez más.

Angelica se puso nerviosa también. Se levantó e intentó apartarse de él, pero Joey le sujetó el brazo para hacerla escuchar.

– Sí, sí… -dijo Angelica, intentando mantener su sonrisa-. Bien, bien, pero ahora, no. Ten cuidado… mi vestido.

Él no pudo seguirla. Se sujetó más fuertemente y dijo:

– Momi… Momi…

En su nerviosismo no se dio cuenta de que había un vaso de batido encima de la mesa. Su manga lo rozó y lo tiró sin querer, con el resultado de que el batido de fresa salpicó el bonito vestido de Angelica.

– ¡Mira lo que has hecho!-gritó a Joey-. ¿Qué pasa contigo, chico? Pensé que ahora eras normal…

Gina se puso tensa al ver la cara de Joey. Había leído los labios de Angelica sin problema. También la había oído, sin distinguir todas las palabras, pero recibiendo toda la malevolencia de su tono.

En aquel momento, Joey comprendió lo que pasaba con su madre, y sus ojos se llenaron de lágrimas.

Gina se acercó al niño para que supiera que ella estaba allí, pero sin presionarlo.

Angelica se recompuso, dándose cuenta de que acababa de arruinar una representación. Y se esforzó por sonreír.

– Tengo que ir a cambiarme. No tengo mucho tiempo. La prensa llegará enseguida. ¿No has querido estropear el vestido de mamá, verdad?

Joey no contestó. Solo la miró.

– Espero que no tengas ese aspecto de tonto cuando vengan a hacerte fotos -dijo Angelica.

– Nadie va a hacerle fotos -dijo Carson-. Esta farsa se ha acabado. ¡Vete de aquí, ahora!

Angelica se rió.

– No, cariño… Si no hablas en serio. Haces una montaña de un grano de arena.

– No he dicho nada más en serio en mi vida. Recoge tus cosas y márchate.

– No seas tonto. La prensa llegará en un momento.

– Sí. Y si estás aquí todavía, les contaré una historia que hará que te miren de otro modo.

Angelica se jugó la última carta. Miró a Joey y gritó:

– Tú no quieres que me vaya, ¿verdad, cariño?

El niño no contestó. Pero se quedó mirándola fijamente.

– Tú quieres que me quede. Tú quieres a mamá, ¿verdad?

Joey la miró en silencio durante un largo rato, luego se acercó a Gina y le tomó la mano.

– Sí -dijo claramente.

Al principio Gina se preguntó si había comprendido bien.

Luego, se dio cuenta de que el niño la miraba.

– Ya tienes la respuesta, Brenda -dijo Carson.

– ¡No me llames así!

– Te he aguantado por Joey, pero ahora que hasta él ha visto lo que eres, ya no aguantaré. Si causas algún problema, le daré una información a la prensa que terminará con tu imagen y destruirá lo que te queda de carrera.

– No puedes hacer eso -dijo Angelica-. No debes… es todo…

– Es lo único que te queda -dijo Carson-. Sí. Tenías un marido y un hijo que te adoraban, pero los despreciaste. Así que ahora ambos han elegido otra cosa, una mujer de verdad, con corazón, a la que amarán toda la vida. Y ahora ve y haz las maletas. Habrá un taxi esperándote cuando bajes.

– Os creéis muy listos vosotros dos -dijo Angelica-. Pero yo tengo amigos aún. Les diré lo que me has hecho, que me has echado para reemplazarme por una terapeuta del lenguaje…

– Es abogada.

– No -dijo Gina-. Terapeuta del lenguaje suena mejor, ¿no, Angelica? Alguien que comprende a Joey y que lo ayuda. Tú eres una madre abnegada, ¿verdad? Así que eso es lo que quieres: lo mejor para tu hijo, aunque hagas un sacrificio.

– ¿Qué?

– Te han tratado muy mal -siguió Gina-. Tendrás la solidaridad de la gente.

– ¡Gina!-exclamó Carson.

Pero Gina no le hizo caso.

– Si lo planeas bien, la primera entrevista saldrá el día del divorcio definitivo.

– ¿La primera entrevista? -preguntó Angelica.

– Estoy segura de que alguien como tú puede matar dos pájaros de un tiro. Carson y yo nos casaremos en pocas semanas. Te haré saber la fecha, y podrás dar otra entrevista que realmente nos arruinará el día. Pero tú conseguirás notoriedad.

Angelica sonrió maliciosamente. Gina la miró con desprecio y pena a la vez. ¡Como si Angelica pudiera arruinar su felicidad con Carson!

Los ojos de las dos mujeres se encontraron. Hubo un trato en el silencio.

– Por supuesto -dijo Angelica-. Por mi niño, seré capaz de hacer el sacrificio… Aunque eso signifique renunciar a mi marido y mi casa…

Angelica habló lentamente, como haciendo cálculos. Por un momento, todos pudieron imaginarse los titulares que la proclamarían una mártir.

– Y como ni Carson ni yo vamos a hablar con la prensa -agregó Gina-. Nadie va a contradecirte.

– Tú dices eso, pero, ¿y tú? -se dirigió a Carson-. ¿Habla ella por ti también?

– Por supuesto -dijo él, disgustado-. Quítate de mi vista. Y yo me quitaré de la tuya.

– Pero tú y Joey debéis estar en contacto -dijo Gina rápidamente-. Dentro de poco, cuando él pueda hablar bien, es posible que te vayamos a visitar y tú y él podréis…

Angelica se dio la vuelta, de manera que quedó frente a Gina y en cambio el niño no podía verle la cara.

– De verdad, es todo tuyo -dijo Angelica; luego se dirigió a Carson y dijo-: Que el taxi esté aquí en diez minutos.

Angelica subió y en pocos minutos bajó y se marchó sin mirar atrás.

Joey miró la partida de su madre en silencio, de pie, cerca de Gina. Lo habían herido, pero en otro sentido, había llegado el fin de su dolor. Como su padre, había elegido, y para siempre.

Cuando estuvieron solos, tiró de la mano de Gina y le dijo con señas:

«¿No te vas a marchar?».

– No, me voy a quedar, cariño.

– Yo me aseguraré de que así sea -dijo Carson.

Joey tocó la manga de su padre, señaló a Gina y puso sus manos juntas.

– No conozco esa seña, hijo -dijo Carson.

– Quiere decir casarse -dijo Gina.

– Sí, vamos a casarnos -dijo Carson.

«¿Cuándo?», preguntó el niño.

– El mes próximo.

Joey hizo otro gesto.

– Sí, así es. Los tres -dijo Carson.

– ¿Has comprendido eso? -preguntó Gina.

– Sí, porque tú me has enseñado. Sin ti, jamás lo habría comprendido -dijo Carson.

– Haz la seña, Carson. Te he oído decirlo, pero me gustaría ver cómo lo dices con señas.

Carson asintió. La miró, cruzó sus manos y se las puso en el corazón.

– Nos amamos -dijo, haciendo la seña al mismo tiempo.

Lucy Gordon

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