El hombre del que se había enamorado no era como ella creía en absoluto.

Selena era una mujer fuerte e independiente que tenía el dinero justo para sobrevivir. Cuando se enamoró de Leo Calvani, lo creyó su alma gemela porque él también llevaba una vida sencilla en la Italia rural y también era hijo ilegítimo…

Pero al ver su casa se dio cuenta de que no era el hombre que ella pensaba: vivía en una casa enorme, poseía otras dos villas y su tío era conde. Y aún le quedaba otra sorpresa: resultaba que tampoco era hijo ilegítimo, con lo que se convertía en el heredero del conde. Aquello era una verdadera pesadilla porque Selena no tenía la menor intención de convertirse en condesa.

Lucy Gordon

La esposa del magnate

La Esposa del Magnate (2003)

Título Original: The tuscan tycoon’s wife (2003)

Serie: 3º Los Condes de Calvani

Capítulo 1

– Selena, tú necesitas o un milagro o un millonario.

Ben salió de debajo del coche con una llave inglesa en la mano. Era mayor, delgado, y hacía treinta años que era mecánico en un taller. Y su experiencia le indicaba que Selena Gates quería que reviviera a un cadáver.

– Este cacharro está acabado -dijo; miró sombrío la furgoneta, que era en realidad una mini autocaravana.

– ¿Pero puedes hacer que ande? -le suplicó Selena-. Sé que puedes. Tú eres un genio.

– Deja esas tonterías -dijo él con severidad fingida-. Conmigo no funcionan.

– Siempre han funcionado -repuso ella-. Puedes hacer que ande, ¿verdad?

– Un poco, sí.

– ¿Hasta Stephenville?

– ¿Quinientos kilómetros? No pides mucho. Está bien, seguramente lo consigas. ¿Y luego qué?

– Luego, ganaré dinero en el rodeo.

– ¿Montando a ese bruto viejo?

– Elliot no es viejo; está en la flor de la vida.

– Creo que lleva años en la flor de la vida -gruñó Ben.

Cualquier crítica de su adorado Elliot le llegaba al alma, y Selena se disponía a defenderlo con fiereza cuando recordó que Ben le arreglaba la furgoneta muy barato y se calmó.

– Elliot y yo ganaremos algo -dijo con terquedad.

– ¿Suficiente para una furgoneta nueva?

– Suficiente para dejar esta como nueva.

– Selena, no hay bastante dinero en el mundo para hacer que este viejo autobús quede como nuevo. Cuando lo compraste se caía a pedazos y de eso ya hace tiempo. Te resultaría más fácil engatusar a un millonario para que te comprara una furgoneta nueva.

– No tiene sentido que yo persiga a millonarios -suspiró ella-. No tengo buen tipo.

– ¿Quién lo dice?

– Lo digo yo.

El mecánico miró su figura alta y muy delgada.

– Puede que seas demasiado plana de pecho -admitió.

– Ben, debajo de estos vaqueros viejos soy plana de todo -sonrió ella-. Es inútil. A los millonarios les gustan las mujeres… -trazó una figura voluptuosa en el aire con las dos manos-. Y yo nunca he sido así. Y tampoco tengo el pelo adecuado. Necesitas melena larga y rizada y no… -señaló su pelo liso cortado a estilo juvenil.

Era de un color rojo fuerte que destacaba como un rayo de luz y atraía la atención hacia ella. Imposible no fijarse en Selena. Lista, traviesa, independiente y optimista hasta la locura, estaba segura de no necesitar a nadie.

– Además -dijo-. A mí no me gustan los millonarios. No son personas reales.

Ben se rascó la cabeza.

– ¿No lo son?

– No -dijo Selena, con la seguridad del que declara un artículo de fe-. Tienen demasiado dinero.

– Dinero es lo que necesitas tú ahora. O un milagro.

– Un milagro sería más fácil -dijo ella-. Y encontraré uno. No, me encontrará él a mí.

– ¡Maldita sea, Selena! ¿Quieres intentar ser un poco realista?

– ¿Para qué? ¿De qué me ha servido nunca ser realista? La vida es más divertida si esperas lo mejor.

– ¿Y cuando lo mejor no sucede?

– Pues piensas en otra cosa buena y la esperas. Ben, no sé cuándo ni cómo, pero te prometo que yo encontraré un milagro.

Leo Calvani estiró las piernas todo lo que pudo, que no era mucho. El vuelo de Roma a Atlanta duraba doce horas y él viajaba en primera clase porque, si uno medía un metro noventa, con piernas de noventa centímetros, necesitaba toda la ayuda que pudiera encontrar.

Normalmente no se consideraba un hombre de «primera clase». Rico, sí. Podía permitirse lo mejor sin problemas, pero las tonterías lo ponían nervioso. Las ciudades y la ropa elegante también. Por eso vestía sus vaqueros más viejos y la chaqueta vaquera, combinados con zapatos gastados. Era su modo de declarar que la primera clase no iba a poder con él.

Una azafata elegante se acercó.

– ¿Champán, señor?

Leo se tomó un momento para observar sus grandes ojos azules y figura de curvas seductoras. En él era una reacción instintiva, un tributo que pagaba a todas las mujeres de menos de cincuenta años y, como era un hombre de buen corazón, casi siempre encontraba algo agradable.

– ¿Señor?

– ¿Cómo dice?

– ¿Le apetece champán?

– Preferiría whisky.

– Por supuesto, señor. Tenemos… -la mujer le dio una lista de marcas caras.

– Solo whisky -dio él con un toque de desesperación. Mientras sorbía la bebida, bostezó y deseó que el viaje terminara ya. Habían pasado once horas y la última era la peor, porque se había quedado sin distracciones. Había visto la película, disfrutado de dos comidas excelentes y coqueteado con la mujer sentada a su lado.

Esta había respondido alegremente, atraída por el rostro atractivo de él, enmarcado por un pelo castaño oscuro con un asomo de rizos, y el brillo entusiasta de sus ojos. Los dos disfrutaron un par de horas agradables, hasta que ella se quedó dormida. Leo pasó entonces a coquetear con la azafata.

Pero en ese momento estaba solo, con la única compañía de sus pensamientos. Un par de semanas en el Cuatro-Diez, el rancho que Barton Hanworth poseía cerca de Stephenville, Texas, disfrutando de los espacios abiertos, la vida al aire libre y asistiendo al rodeo eran su idea del paraíso.

Al fin el avión empezó a descender hacia Atlanta. Pronto podría estirar las piernas, aunque solo fuera un par de horas, antes de embarcar de nuevo en el vuelo para Dallas.

Ben redujo la factura al máximo porque apreciaba a Selena y sabía que los pocos dólares que le quedaban los destinaría al cuidado de Elliot. Si le sobraba algo, compraría comida para ella y, si no era así, pasaría sin comer. La ayudó a enganchar el remolque del caballo a la parte de atrás de la furgoneta, le dio un beso de buena suerte en la mejilla y la observó alejarse. Cuando la perdió de vista, envió una plegaria a cualquier deidad que protegiera a las jóvenes locas que no tenían otra cosa en el mundo que un caballo, una furgoneta destrozada, un corazón de león y una terquedad a prueba de bomba.

Cuando Leo embarcó en el vuelo de enlace con Atlanta, empezaba a notar los efectos del cambio de horario y logró dormitar hasta que aterrizaron. Cuando bajó del aparato, juró no volver a subir a un avión en toda su vida, algo que hacía después de cada vuelo.

Cuando cruzaba la aduana, oyó una voz entusiasta.

– ¡Leo, sinvergüenza!

Su rostro se iluminó al ver acercarse a su amigo con los brazos abiertos.

– ¡Barton, sinvergüenza!

Poco después ambos se abrazaban con ganas.

Barton Hanworth era un hombre grande, de unos cincuenta años, aire amable, pelo rizado y el comienzo de una barriga que su altura disimulaba. Su voz y su risa eran estentóreas. Y su coche, su rancho y su corazón, muy grandes.

Leo no olvidó estudiar con atención el coche. En las seis semanas transcurridas desde que planearan aquel viaje, había hablado varias veces con Barton por teléfono y ni una sola vez había dejado este de hablarle de su «nueva preciosidad». Según él, era lo último, lo más rápido y lo mejor del mercado. No le había dicho el precio pero Leo lo había buscado en Internet y había comprobado que era el más caro.

Por eso alabó con entusiasmo el coche plateado y Barton correspondió con una sonrisa de felicidad.

Cargaron las pocas bolsas de Leo en el coche y se pusieron en marcha hacia el rancho cercano a Stephenville.

– ¿Cómo es que has venido desde Roma? -preguntó Barton, con la vista fija en la carretera-. Yo pensaba que Pisa te pillaba más cerca.

– Había ido a Roma a la fiesta de compromiso de mi primo Marco -contestó Leo-. ¿Lo conoces?

– Pasó por tu granja cuando fui a verte hace dos años -gruñó Barton-. Fue él el que te compró aquellos caballos. ¿Cómo es ella?

– ¿Harriet? -Leo sonrió-. Te aseguro que, si no fuera la prometida de mi primo… Pero lo es. ¡Qué lástima!

– ¿Así que Marco se llevó el premio y al fin se va a asentar?

– Sí, creo que sí -repuso Leo pensativo-. Pero no sé si él lo sabe todavía. Él dice que va a hacer una boda «apropiada» con la nieta de la vieja amiga de su madre, pero hubo algo muy raro en esa fiesta. No sé qué ocurrió, pero Marco pasó la noche fuera, durmiendo en el suelo. Yo salí a tomar el aire al amanecer y lo vi. Él no me vio, así que me retiré deprisa.

– ¿No dio explicaciones?

– No dijo ni una palabra. El último compromiso de Marco se rompió de un modo del que nadie habla nunca.

– ¿Y crees que pasará lo mismo con este?

– Puede ser. Depende de lo que tarde en darse cuenta de que está loco por Harriet.

– ¿Y a tu hermano le pasa lo mismo?

– Guido tiene suficiente sentido común para saber cuándo está loco. Dulcie es la mujer perfecta para él.

– ¿O sea que tú eres el único libre?

– Libre y contento de serlo. A mí no me atraparán.

– Eso dicen todos, pero mira a tu alrededor. Los hombres que valen la pena caen como moscas.

– Barton, ¿tú sabes cuántas mujeres hay en el mundo? ¿Y de las pocas que he conocido hasta el momento? Un hombre ha de tener la mente abierta, ampliar sus horizontes.

– Al final encontrarás una especial.

– La encuentro una y otra vez. Y al día siguiente conozco a otra que también es especial. Y me siento estafado por eso.

– ¿Tú estafado? -gruñó Barton.

– Sí, te lo juro. Mírame, estoy solo. Ni esposa amantísima ni hijos -suspiró con tristeza-. Tú no sabes la tragedia que es para un hombre darse cuenta de que la naturaleza lo ha hecho inconstante.

– Sí, seguro.

Soltaron los dos una carcajada. Leo tenía una risa alegre, llena de vino y de sol, repleta de vida. Era un hombre de la naturaleza, que buscaba instintivamente los espacios abiertos y los placeres de los sentidos. Y todo eso es taba presente en sus ojos y en su cuerpo grande y relajado. Pero, sobre todo, estaba presente en su risa.

En el último tramo del viaje empezó a bostezar.

– Es espantoso tener que mirarle tanto tiempo el trasero a un caballo -dijo.

Delante de ellos había un remolque viejo, que exhibía un trasero amplio de caballo. Y llevaban ya un rato así.

– Además de lo cual, he tenido que levantarme a una hora indecente para llegar a tiempo al aeropuerto -añadió Barton.

– Eh, lo siento. Deberías habérmelo dicho.

– Y no solo eso. Anoche nos quedamos levantados hasta tarde celebrando tu visita.

– Pero yo no estaba presente.

– No te preocupes, volveremos a celebrarla esta noche -lo tranquilizó Barton-. Estamos en Texas.

– Ya lo veo -sonrió Leo-. Estoy empezando a pensar si podré soportar ese ritmo. Me ofrecería para conducir, pero después del vuelo, estoy peor que tú.

– Bueno, ya no falta mucho -gruñó Barton-. Y menos mal, porque la persona que lleva ese remolque no puede ir a más de cincuenta kilómetros por hora. Voy a pisar a fondo.

– Más vale que no -le aconsejó su amigo-. Si estás cansado…

– Cuanto antes lleguemos, mejor. Vamos allá.

Salió de detrás del remolque del caballo y aceleró para adelantarlo. Leo miró por la ventanilla y vio, el remolque pasar de largo y la furgoneta que iba delante. Miró a la conductora, una mujer joven de pelo rojo y corto. Ella levantó la vista y lo vio mirándola.

Lo que sucedió después sería luego un punto de discusión entre ellos. Ella siempre dijo que él le guiñó un ojo. Él juraba que ella había sido la primera en hacerlo. Ella decía que no era cierto, que había sido un truco de la luz y que él tenía la cabeza llena de pájaros. Jamás se pusieron de acuerdo.

Barton apretó el acelerador y la dejaron atrás.

– ¿Has visto eso? -preguntó Leo-. Me ha guiñado un ojo. ¿Barton? ¡Barton!

– Vale, vale, solo descansaba los ojos un momento, pero quizá sea mejor que me hables… ya sabes, para…

– Para que no te duermas. No estoy seguro de que después de ese adelanto estemos mejor que antes -Leo miró el camión que tenían ahora delante y que oscilaba de un carril a otro. Barton se colocó a la izquierda con intención de adelantar de nuevo, pero el camión se movió también en ese momento y tuvo que retroceder. Lo intentó una vez más y el camión le bloqueó el paso por segunda vez y luego frenó de pronto.

– ¡Barton! -gritó Leo, ya que su amigo no había reaccionado.

Al fin los reflejos de Barton entraron en acción. Era demasiado tarde para disminuir la velocidad, solo un frenazo en seco podía evitar ya la colisión, así que pisó el freno con fuerza y paró en el último momento.

La furgoneta que los seguía no tuvo tanta suerte. Oyeron un chirrido de frenos seguido de un golpe, una sacudida que afectó al coche entero y, al fin, un aullido de rabia y angustia.

El camión culpable de todo aceleró y se alejó, seguramente sin darse cuenta de nada. Los dos hombres salieron del coche y corrieron a la parte de atrás a inspeccionar los daños. Lo que vieron los dejó anonadados.

En el coche, orgullo de Barton, había un golpe que se correspondía exactamente con otro en la parte delantera de la furgoneta. En la parte de atrás de la furgoneta las cosas eran aún peores. El frenazo había hecho que el remolque del caballo se moviera de lado y chocara con el vehículo con una fuerza que hizo que los dos acusaran el golpe. El remolque estaba medio volcado y se apoyaba en la furgoneta, mientras el caballo lanzaba coces en el interior, aumentando el desastre. Leo veía aparecer en los agujeros cascos volando que después se retiraban para cocear de nuevo.

La joven de pelo rojo intentaba enderezar el remolque, una tarea imposible pero a la que ella se aplicaba con vigor.

– ¡No haga eso! -le gritó Leo-. Se va a hacer daño.

Ella se volvió hacia él.

– ¡Usted no se meta!

Le sangraba la frente.

– Está herida -dijo Leo-. Déjeme ayudarla.

– Le he dicho que no se meta. ¿No ha hecho ya bastante?

– Eh, yo no conducía. Y además no ha sido culpa nuestra.

– ¿Y qué me importa a mí quién conducía? Son todos iguales. Van por ahí con sus coches caros como si fueran los dueños de la carretera y casi matan a Elliot.

– ¿Elliot?

Otro golpe en el interior del remolque respondió a su pregunta. Al momento siguiente cedió la puerta y el caballo saltó a la carretera. Leo y la joven se lanzaron hacia su cabeza, pero el animal esquivó a los dos y cruzó la autopista al galope. La joven echó a correr tras él sin vacilar, eludiendo el tráfico como podía.

– Qué mujer tan loca! -exclamó Leo con violencia, y salió detrás de ella.

Hubo más chirridos, frenados, maldiciones y conductores frustrados que gritaban lo que les gustaría hacer con Leo. Este no hizo caso y corrió tras ella.

Barton se rascó la cabeza.

– Están los dos igual de locos -murmuró.

Por suerte para sus perseguidores, Elliot estaba algo magullado y no podía ir deprisa. Y por desgracia para ellos, estaba decidido a no dejarse atrapar. Lo que le faltaba en velocidad lo suplía en ingenio, y giró repetidamente de un lado a otro hasta que desapareció en un grupo de árboles.

– Usted vaya por ahí -gritó Leo-. Yo voy por aquí y entre los dos le cortamos el paso.

Pero sus esfuerzos no lograron persuadir al caballo. Selena casi estuvo a punto cuando lo llamó por su nombre y él paró y la miró. Pero luego consiguió pasar entre los dos y volvió por donde había llegado.

– ¡Oh, no! -exclamó Leo-. Vuelve a la autopista.

Poco tiempo después, volvían a ver el tráfico. Leo, asustado por lo que imaginaba que podía pasar, aceleró la carrera y consiguió agarrar la brida a dos metros de la autopista.

Elliot lo miró con nerviosismo, pero las primeras palabras de Leo parecieron tranquilizarlo. No las había oído nunca, ya que eran italianas, pero Leo tenía la voz de un hombre que amaba a los caballos, un lenguaje universal de afecto. Los temblores del caballo remitieron y permaneció quieto, nervioso y confuso, pero dispuesto a confiar.

El subconsciente de Selena percibió todo aquello mientras cubría los últimos metros, y la conquista fácil de su adorado Elliot no contribuyó a mejorar su temperamento. Como tampoco el modo experto en que el hombre examinaba las patas del animal, que rozaba con gentileza.

– Creo que lo más grave que tiene es una torcedura leve de ligamento, pero un veterinario lo confirmará.

¡Una factura de veterinario cuando estaba ya al límite de su capacidad económica! Se volvió, para que él no viera su desesperación, y se pasó una mano por los ojos con fiereza. Cuando giró de nuevo hacia él, volvía a estar rabiosa.

– Si usted no hubiera frenado tan de repente, ahora no tendría nada -dijo con amargura.

– Perdone, yo no he hecho nada porque no conducía -repuso Leo, que jadeaba todavía debido al ejercicio-. Conducía mi amigo, y él tampoco ha tenido la culpa. Puede echársela al hombre que iba delante de nosotros, aunque me temo que hace rato que se ha largado, pero si hay justicia en el mundo… Qué tonterías… ¿qué puede saber usted de justicia?

– Sé que mi caballo está herido y mi furgoneta averiada. Y sé que están así porque he tenido que frenar con brusquedad.

– Ah, sí, frenar. Me gustaría mucho ver sus frenos. Seguro que sería muy interesante.

– ¿Ahora quiere echarme la culpa a mí?

– Yo solo…

– Es el truco más viejo del mundo y debería darle vergüenza.

– Pero…

– Conozco a los hombres como usted. Creen que una mujer sola está indefensa y que pueden asustarla fácilmente.

– No se me ha pasado por la cabeza que usted se asuste fácilmente -replicó Leo con sinceridad-. En cuanto a lo de indefensa, he visto tigres más indefensos.

Barton había cruzado la carretera y llegaba hasta ellos.

– Un momento, Leo…

Este normalmente era un hombre tranquilo, pero poseía un temperamento latino que podía estallar fácilmente en ocasiones como aquella.

– Nosotros estamos aquí, ¿no? Muy bien, échenos la culpa. Somos los chivos expiatorios más apropiados y… y… -como siempre que le fallaba el inglés, recurrió a su lengua materna y soltó una riada de palabras en italiano.

– ¡Maldita sea, Leo! -gritó Barton, después de un minuto-. ¿Quieres dejar de ser tan excitable y tan… italiano?

– Solo quería decir lo que pienso.

– Pues ya lo has hecho. ¿Por qué no nos calmamos todos y nos presentamos como es debido? -miró a la joven-. Barton Hanworth, rancho Cuatro-Diez, a las afueras de Stephenville, a unos ocho kilómetros de aquí.

– Selena Gates. Voy para Stephenville.

– Muy bien. Cuando lleguemos allí podemos enviar a buscar su vehículo y llevar su caballo al veterinario.

– ¿Y cómo vamos a llegar allí? ¿Volando?

– En absoluto. Acabo de hacer una llamada y ya viene ayuda en camino. Usted se quedará un día con nosotros mientras arreglamos todo este lío.

– ¿Quedarme con ustedes?

– ¿Y dónde si no? -preguntó él-. Si yo la he metido en este lío, me toca a mí sacarla de él.

Selena miró a Leo con recelo.

– Pero él dice que usted no ha tenido la culpa.

– Bueno, creo que he reaccionado un poco tarde -mintió Barton, sin mirar a su amigo-. Lo cierto es que, si hubiera frenado antes… pero no haga caso a lo que dice mi amigo -se inclinó hacia ella en ademán conspirador-. Es extranjero y dice cosas raras.

– Gracias, Barton -sonrió Leo.

Seguía centrando su atención en Elliot, al que acariciaba el morro y le murmuraba de un modo que el animal parecía encontrar consolador. Selena lo miraba sin decir nada, pero viéndolo todo.

Poco tiempo después apareció una camioneta que tiraba de un remolque con el logotipo del rancho Cuatro-Diez y lo bastante grande para tres caballos.

Selena ayudó a subir la rampa a Elliot, que ya cojeaba claramente.

– Cuando lleguemos a casa, habrá un veterinario y un médico esperando -dijo Barton-. Suba usted al coche con nosotros y nos vamos.

– Gracias, pero prefiero quedarme con Elliot.

Barton frunció el ceño.

– Es ilegal que vaya ahí. ¡Ah, qué diablos! -exclamó al ver la expresión terca de ella-. Solo son ocho kilómetros.

– Tengo que quedarme con él -explicó la joven-. Se pondrá nervioso si está sin mí en un sitio nuevo. ¿Qué pasa con mi furgoneta?

– No se preocupe, se la llevará una grúa.

– A Elliot no le gusta ir muy deprisa.

– Se lo diré al conductor. Leo, ¿vienes?

– No, creo que me quedaré aquí.

– No necesito ayuda con Elliot -dijo Selena con rapidez.

– No estoy pensando en él. Usted se ha dado un golpe en la cabeza y no debe quedarse sola.

– Estoy bien.

– Podemos empezar el viaje y llevar a Elliot al veterinario o podemos seguir aquí hablando hasta que ceda. Usted decide.

Antes de terminar de hablar, cerró la puerta. Selena lo miró de hito en hito, pero no siguió discutiendo. Hasta le permitió que la ayudara a instalar a Elliot en uno de los apartados.

Estaba enfadada con él sin saber bien por qué. Sabía que no conducía él y que Barton Hanworth, que era el que conducía, se estaba portando muy bien. Pero tenía los nervios de punta, se había llevado un gran susto y toda su agitación parecía concentrarse en aquel hombre que tenía el valor de darle órdenes y que le hablaba ahora con la misma voz tranquilizadora que había usado para calmar a Elliot. ¡Imperdonable!

– Llegaremos pronto -decía él-. La examinará un médico.

– No necesito que me mime nadie -replicó ella entre dientes.

– A mí sí me gustaría que lo hicieran conmigo si hubiera tenido un golpe como el suyo.

– Supongo que algunos somos más fuertes que otros -gruñó ella.

Leo lo dejó estar. Parecía enferma y suponía que tenía derecho a su mal genio. La observó volverse al animal y notó sorprendido cómo pasaba de gritarle a él a mostrarse amable y tierna con el caballo.

No era un animal hermoso, pero sí fuerte, y mostraba huellas de una vida dura. Por el modo en que ella apoyaba la mejilla en él, estaba claro que, a sus ojos, era perfecto.

A primera vista, ella tampoco era hermosa, excepto en sus ojos, grandes y verdes. Su piel tenía un brillo sano de vida al aire libre y su rostro parecía que pudiera mostrarse travieso en bastantes momentos. Los ojos observadores de Leo habían notado también con placer sus movimientos. Era delgada como un punzón, no elegante, pero sí fuerte y, sin embargo, se movía con la gracia instintiva de una bailarina.

Intentó ver de nuevo sus maravillosos ojos, sin que se notara mucho. Con unos ojos así, una mujer no necesitaba nada más. Lo hacían todo por ella.

– Mi nombre es Leo Calvani -dijo, y le tendió la mano.

Ella la estrechó y el sintió de inmediato la fuerza que había intuido en ella. Quiso prolongar el contacto para averiguara algo más, pero ella retiró la mano enseguida.

Empezaron a moverse despacio, como Selena había pedido. Después de unos minutos, Leo se dio cuenta de que lo miraba con curiosidad. No con una curiosidad erótica, como solía pasarle. Ni con fascinación romántica, cosa que también le ocurría con cierta frecuencia.

Solo con curiosidad. Como si pensara que quizá no fuera tan malo como había creído al principio y estuviera dispuesta a admitirlo así.

Pero nada más.

Capítulo 2

El rancho Cuatro-Diez eran diez mil acres de tierra de primera calidad, poblada por cinco mil cabezas de ganado, doscientos caballos, cincuenta empleados y una familia de seis miembros.

Selena supo que allí había mucho dinero en cuanto saltó del remolque y vio los establos en los que guardaba Barton a sus caballos. Sabía que había muchos humanos que vivían peor.

Todo se movía con la precisión de un reloj. Cuando entró llevando a Elliot de la brida, un hombre abrió la puerta de un apartado amplio y cómodo. Allí había ya un veterinario. Y también un médico que quiso apartarla enseguida, pero Leo lo detuvo al decirle:

– Espere que antes se ocupe del caballo. No se tranquilizará hasta que no vea que está bien.

Selena le lanzó una breve mirada de gratitud por su comprensión y observó al veterinario, quien, tras explorar al animal, dio el mismo diagnóstico que había dado Leo, aunque más elaborado para justificar la factura. Una inyección antiinflamatoria, una venda y todo había terminado.

– ¿Estará bien para el rodeo de la semana que viene? -preguntó la joven con ansiedad.

– Veremos. Ya no es un caballo joven.

– ¿Por qué no deja ya que la vea el médico? -preguntó Leo.

Ella asintió se sentó para que el doctor le examinara la cabeza. A pesar de su calma aparente, estaba desesperada por dentro. Le dolía la cabeza, le dolía el corazón y le dolía todo el cuerpo.

– ¿Cómo están los animales que te vendí hace dos años? -preguntó Leo a Barton.

– Ven a verlos por ti mismo.

Se alejaron juntos por el establo y las cabezas largas e inteligentes de los caballos se volvían a verlos pasar.

Los cinco caballos que Barton le había comprado a Leo se hallaban en muy buen estado. Eran animales grandes, de patas poderosas, y aunque habían trabajado duro, también los habían tratado como a reyes.

– Juro que se acuerdan de ti -musitó Barton, al ver que uno de ellos frotaba el morro contra Leo.

Este sonrió. Mientras admiraba a los caballos, echó un vistazo a Selena, a la que en ese momento le ponían una gasa en la frente.

– Descanse un par de días -decía el médico-. Mucho descanso.

– Solo ha sido un chichón -declaró ella.

– Un golpe en la cabeza.

– Me aseguraré de que descanse -intervino Barton-. Mi esposa le está preparando una habitación en este momento.

– Es muy amable -contestó la joven-, pero prefiero quedarme aquí con Elliot.

Indicó los montones de paja como si se preguntara para qué iba a querer nadie algo mejor.

– Bien, tiene que venir a comer -dijo Barton-. Será solo un tentempié, porque vamos a empezar la barbacoa en un par de horas.

– Es usted muy amable, pero no puedo entrar en la casa -declaró ella, muy consciente de su ropa arrugada.

Barton se rascó la cabeza.

– La señora Hanworth se ofenderá si no viene.

– En ese caso, iré a darle las gracias.

Pensó que no necesitaba quedarse mucho tiempo, solo el suficiente para ser amable.

Los siguió de mala gana hasta la casa, una mansión blanca cuya sola visión la ponía nerviosa. Se preguntó cómo lo llevaría Leo, quien, con sus vaqueros viejos y deportivas desgastadas, se veía tan fuera de lugar como ella, aunque a él no parecía preocuparlo.

El sonido de unos gritos hizo levantar la vista a Leo, que al momento siguiente se vio asaltado por la familia Hanworth.

Delia, la esposa de Barton, era una mujer exuberante que parecía diez años más joven de lo que era. Barton y ella tenían dos hijas, Carrie y Billie, versiones más jóvenes de su madre, y un hijo estudioso, Jack, que daba la impresión de vivir en un mundo de ensueño separado del resto de la familia.

La familia la completaba Paul, o Paulie, como lo llamaba Delia. Era su hijo de un matrimonio anterior y lo mimaba hasta el absurdo para exasperación de todos los demás.

Paulie saludó a Leo como, a un camarada, con palmadas en la espalda y anunciándole que lo pasarían muy bien juntos lo cual casi hizo gemir a Leo. Paulie estaba al final de la veintena y era guapo, aunque la buena vida empezaba ya a redondear sus rasgos. Se consideraba un hombre de negocios, pero su «negocio» consistía en una empresa de internet, la quinta que fracasaba rápidamente como había ocurrido con las cuatro anteriores.

Barton había acudido en su rescate una y otra vez, jurando siempre que esa vez era la última y cediendo siempre a las súplicas de Delia para hacerlo «solo una vez más».

Pero en ese momento Paulie acababa de reconocer a Selena.

– Te vi montar en el rodeo de… -soltó una lista de nombres-. Y también te he visto ganar.

Selena se relajó y consiguió sonreír.

– No gano a menudo -admitió-. Pero sí lo bastante para seguir adelante.

– Eres una estrella -declaró Paulie. Le estrechó la mano con las dos suyas-. Es un gran honor conocerte.

Si Selena opinaba lo mismo, lo disimuló muy bien. Había algo en Paulie que empañaba hasta sus intentos por halagar. La joven le dio las gracias, retiró la mano y reprimió la tentación de limpiársela en los vaqueros. Paulie tenía las palmas húmedas.

– Su habitación está lista -dijo Delia con amabilidad-. Las chicas la acompañarán arriba.

Carrie y Billie se hicieron cargo de ella de inmediato y la guiaron escaleras arriba sin darle tiempo a protestar. Paulie las siguió y, para cuando llegaron al mejor dormitorio de invitados, había conseguido colocarse delante y abrir la puerta.

– Solo lo mejor para nuestra famosa invitada -comentó.

Como Selena no era famosa y lo sabía, aquello solo logró que lo mirara con desaprobación. No le gustaba aquel chico y se alegró cuando Carrie salió de la estancia con él.

Miró a su alrededor. La habitación, amplia, estaba decorada en blanco, malva y rosa, los colores predilectos de Delia. La alfombra era de un tono rosa delicado que hizo que Selena mirara si tenía barro en las botas. Las cortinas eran malvas y rosas y la enorme cama de columnas tenía cortinas blancas de red. Probó el colchón con cuidado y calculó que allí podían dormir cuatro personas.

El baño resultaba igual de femenino y de lujoso, con una bañera en forma de caracola grande. No era el estilo de Selena, que habría preferido una ducha, pero el gorro no era lo bastante grande para cubrir la gasa de la frente, así que llenó la bañera.

Disfrutó del placer del agua caliente y dejó que calmara sus huesos. Buscó entre los jabones hasta dar con el menos perfumado y se enjabonó con él.

Miró una hilera de frasquitos colocados sobre un estante, y cada uno lleno con cristales de un color diferente. Tomó uno con curiosidad, le quitó la tapa y arrugó la nariz ante el aroma, más potente que el de los jabones. Se apresuró a taparlo, pero tenía los dedos resbaladizos y el frasco cayó al agua y chocó contra el fondo con un ruido raro. Selena lanzó un grito de sorpresa.

Leo, que se hallaba en su cuarto situado enfrente, se disponía a entrar en la ducha y acababa de quitarse la camisa cuando oyó el grito. Salió al pasillo y se paró a escuchar. Silencio. Luego oyó otro grito.

Llamó a la puerta.

– ¿Hola? ¿Se encuentra bien?

– No del todo -llegó la voz débil de ella.

Leo abrió la puerta, pero no vio a nadie.

– ¿Hola?

– Estoy aquí.

Se acercó con cuidado a la puerta del baño, intentando no inhalar el aroma dulce e intenso que salía de allí y rodeaba su cabeza como una nube.

– ¿Puedo pasar? -preguntó.

– Si no lo hace, me quedaré aquí atrapada para siempre.

Avanzó con cautela y miró la caracola rosa. Selena estaba en el centro con los brazos cruzados sobre el pecho y lo miraba con miedo.

– He roto un frasco de cristales -dijo con desesperación.

El hombre miró a su alrededor.

– ¿Dónde?

– En la bañera. Hay cristales rotos por todas partes debajo del agua, pero no veo dónde están y no me atrevo a moverme.

– Vale, no se asuste -encontró una toalla blanca y se la tendió sin mirarla.

– Ya puede mirar -dijo ella un instante después.

– ¿Puede llegar al tapón?

– Si no me muevo, no.

– Lo haré yo. No se mueva. Dígame solo dónde está.

– Entre mis pies.

Leo pasó los dedos con cuidado por la superficie interior de la bañera, intentando encontrar el tapón sin tocarla, una tarea casi imposible. Al fin lo consiguió y logró quitarlo para que la bañera empezara a vaciarse.

– Cuando el agua empiece a irse, puedo empezar a retirar el cristal -dijo.

Al fin vio los trozos afilados, peligrosamente cerca del cuerpo de ella y empezó a retirarlos uno a uno. Era un proceso largo, porque el frasco se había roto en docenas de fragmentos, y el movimiento del agua implicaba que, cuando limpiaba un espacio de cristales pequeños, se llenaba de nuevo con otros. El nivel bajaba poco a poco y cada vez se veía más trozo de ella, lo cual era otro problema.

– Intento no mirar, pero tengo que ver lo que hago -dijo con desesperación.

– Haga lo que tenga que hacer -dijo ella.

Leo respiró hondo. La toalla solo le cubría una parte y el agua desaparecía deprisa.

– He quitado los que he podido -anunció al fin él-. Tiene que salir moviéndose hacia arriba, no de lado.

– ¿Y cómo voy a hacerlo? Tendré que girar para conseguir equilibrio y agarrarme a algo.

– Agárrese a mí -se inclinó-. Ponga los brazos en torno a mi cuello.

Ella lo hizo así, y la toalla resbaló de inmediato.

– Olvídelo -dijo Leo-. Estoy tratando de ser un caballero, ¿pero prefiere estar indemne o tapada?

– Indemne -repuso ella enseguida-. Vamos.

Le echó los brazos al cuello y sintió las manos de él en la cintura. Eran manos grandes, que casi la abarcaban por completo. Él se enderezó lentamente, llevándola consigo. Ella se apretaba contra él, procurando no pensar en sus senos desnudos contra el pecho masculino ni en las cosquillas que le producía el vello de él.

Poco a poco, centímetro a centímetro, lo estaban logrando. Desapareció el resto del agua, que dejó al descubierto un trozo de cristal que habían pasado por alto. Selena lo miró horrorizada e intentó apartarlo con el pie.

Fue un error fatal. Al momento siguiente, el pie había resbalado y empezaba a caer. Pero Leo apretó uno de los brazos en torno a ella y bajó el otro, agarró su trasero, y lo retiró con tal rapidez que perdió el equilibrio. Retrocedió varios pasos mientras luchaba por seguir de pie, pero no lo consiguió y acabó tumbado de espaldas sobre la alfombra rosa con Selena desnuda encima de él.

– ¡Oh, Dios! -se estremeció ella, que se agarró a él con fuerza y olvidó su modestia y todo lo demás.

Leo la sujetaba respirando con fuerza. La sensación de ella encima de él lo asustaba y le gustaba al mismo tiempo; y sabía que tenía que acabar con aquello de inmediato.

Un ruido le heló la sangre.

Una risa femenina. Dos risas femeninas. Justo al otro lado de la puerta.

– Selena -dijo la voz de Carrie-. ¿Podemos pasar?

– ¡No! -gritó Selena. Se levantó de un salto, corrió a la puerta y buscó la llave.

No había. La puerta no tenía llave.

¡Desastre!

– No entréis, no estoy decente -gritó; colocó la espalda contra la puerta y empujó-. Bajaré en un momento. Por favor, dad las gracias a vuestra madre.

Las voces se alejaron.

Leo seguía tratando de recuperar el control. Si tenerla encima desnuda no había destruido su sistema nervioso por completo, verla cruzar la habitación como una gacela había estado a punto de lograrlo.

Pero había podido al menos comprobar una cosa. Su rescate había sido un éxito. Ella no tenía ni un arañazo en ninguna parte del cuerpo.

Selena corrió al baño y regresó con un albornoz que la cubría por completo.

– Gracias -dijo-. Me ha salvado de algo muy desagradable.

Leo se había puesto en pie.

– Más vale que me vaya antes de que empiecen a hablar de los dos.

– ¿Qué le voy a decir a la señora Hanworth?

– Déjeme eso a mí. No creo que deba bajar de todos modos. Acuéstese. Es una orden.

Se asomó al pasillo y lo alivió ver que estaba vacío. Pero apenas acababa de salir cuando aparecieron Carrie y Billie, como si hubieran estado escondidas al doblar el recodo.

– Hola, Leo. ¿Va todo bien?

– No del todo -repuso él, muy consciente de que sólo iba vestido a medias-. Selena ha roto uno de los frascos de cristal en la bañera.

– ¡Pobrecita! ¿Está todavía atrapada ahí?

– No, la he sacado y está bien -repuso él, que quería que se lo tragara la tierra-. Le he prometido que le diría a vuestra madre lo del frasco. Bajaré… en cuanto me ponga una camisa.

Se alejó de las adolescentes tan deprisa como pudo y entró en la habitación.

Tal y como Leo esperaba, Delia reaccionó amablemente.

– ¿Qué importancia tiene un frasco? -dijo-. Voy a ver si está bien.

Volvió poco después y entró en la cocina para ordenar que subieran comida a Selena.

– Creo que has hecho de caballero andante -le dijo después a Leo-. Y no me extraña. Es una chica muy atractiva.

– Delia, juro que no la había visto nunca hasta hoy.

Un error fatal. Delia sonrió comprensiva.

– Los italianos sois tan románticos que nunca perdéis una oportunidad con las mujeres.

– ¿Qué es ese olor maravilloso que viene de la cocina? -pregunto él con desesperación. Porque estoy muerto de hambre.

Por suerte, la comida cambió el tema de conversación y la única persona que volvió a aludir a lo sucedido fue Paulie, quien habló con Leo aparte y le dijo lo mismo que había dicho su madre, aunque en él sonaba vulgar y ofensivo. Pero después de que Leo le contara con una sonrisa todas las cosas desagradables que le haría si volvía a mencionar el tema, Paulie guardó silencio.

Cuando se vestía para la barbacoa, Leo pensó en sus reacciones. Aunque Selena tenía su encanto, no había nada de especial en ella. Y su cuerpo desnudo no tendría que haberlo afectado tanto, ya que carecía de la exuberancia que él prefería en las mujeres.

Sin embargo, misteriosamente le ocurría algo con ella. Aún no sabía qué, pero los comentarios de Paulie lo habían llenado de rabia.

Empezaban a llegar los invitados, que se dirigían al campo donde tendría lugar la gran fiesta, el mismo donde había habido otra fiesta la noche anterior y donde habría otra más en cuanto a alguien se le ocurriera una excusa. Leo miraba sonriente desde su ventana.

– ¿Listo para pasarlo bien? -le gritó Barton cuando bajaba las escaleras.

– Para eso siempre estoy preparado ¿Pero podemos pasar antes por el establo?

– Si quieres. Pero no tienes de qué preocuparte. Ella estará bien.

– Elliot es un macho.

– No me refería a Elliot -comentó Barton.

La medicina antiinflamatoria debía de haber hecho efecto y el caballo parecía tranquilo. De camino a la barbacoa pasaron por el garaje y Leo vio la furgoneta de Selena y los restos del remolque.

– Ha tenido días mejores -comentó su amigo-. Y es un milagro que haya durado tanto.

Leo subió a la furgoneta y lo que vio allí lo sorprendió.

Se consideraba un hombre que podía vivir con pocas cosas, pero el interior de la casa de Selena lo asustó. Había un colchón apenas lo bastante largo para que pudiera dormir, un hornillo pequeño y una zona de lavarse. Lo mejor que se podía decir del sitio era que es taba muy limpio.

Se dio cuenta de que su experiencia de vida dura había sido la de un hombre rico con una especie de juguete.

Por duras que fueran las condiciones, siempre podía regresar a una vida cómoda cuando se cansara de jugar. Pero para ella no había escape. Esa era su realidad.

¿Por qué había elegido una vida errante que parecía ofrecerle tan poco?

Y había otra cosa muy clara. El accidente la había privado de casi todo lo que tenía.

Pero no tuvo mucho tiempo para pensamientos sombríos. La hospitalidad de Texas le abrió los brazos y él se echó alegremente en ellos, disfrutando de cada momento y diciéndose que ya tendría tiempo de descansar más tarde. Entre la abundancia de comida, bebida, música y chicas guapas con las que bailar, las horas pasaban sin darse cuenta.

En algún momento se preguntó cómo estaría Selena y si volvería a tener hambre.

Llenó un plato con bistec y patatas, tomó unas latas de cerveza bajo el brazo y se dirigió hacia la casa. Pero algo lo hizo mirar antes en los establos, donde encontró a la joven mirando a ElIiot.

– ¿Cómo está? -preguntó Leo.

Selena dio un salto.

– Está mejor. Se ha tranquilizado mucho.

Ella también estaba mejor. Sus mejillas tenían color y le brillaban los ojos. Leo le mostró el plato y ella miró el bistec con ansia.

– ¿Es para mí?

– Claro que sí. Vamos afuera.

Encontró un haz de heno firme y se sentaron juntos. Le pasó una cerveza y ella echó la cabeza hacia atrás y la bebió casi de un trago.

– ¡Oh, qué bien sienta! -suspiró.

– Hay mucha más -comentó él-. Y también mucha más carne. ¿Por qué no se une a la fiesta?

– Gracias, pero no.

– ¿Aún no le apetece divertirse?

– No es eso. Estoy mejor y he dormido bien, pero la idea de toda esa gente mirándome y pensando que mi voz no está bien… que nada está bien…

– ¿Quién dice que no esté bien?

– Yo. Esta casa… todo esto me da escalofríos.

– ¿Nunca ha estado en una casa así?

– Oh, sí, muchas veces, pero no entrando por la puerta principal. He trabajado en sitios parecidos fregando suelos, limpiando la cocina, cosas así. Aunque prefería trabajar en los establos.

– ¿Y cuándo fue eso? Habla como si fuera una anciana, pero no puede tener más de cuarenta.

– ¿Más de…? -vio el brillo malicioso de sus ojos y se echó a reír-. Si no estuviera sentado entre la cerveza y yo, le daría un puñetazo.

– Me gusta una mujer que tiene claras sus prioridades. ¿Entonces no tiene cuarenta años?

– Tengo veintiséis.

– ¿Y cuándo fue toda esa historia antigua?

– He cuidado de mí misma desde los catorce.

– ¿No tenía que haber estado en la escuela a esa edad?

Selena se encogió de hombros.

– Supongo que sí.

– ¿Qué fue de sus padres?

Ella tardó un momento en contestar.

– Me crié en casas de acogida… en varias.

– ¿Quiere decir que es huérfana?

– Posiblemente no. Nadie sabía quién era mi padre. No sé si lo sabría mi madre. Lo único que sé de ella es que era muy joven cuando me tuvo, no pudo arreglárselas y me dejó en una casa de acogida. Supongo que tenía intención de a buscarme, pero no le fue posible.

– ¿Y luego qué? -preguntó Leo.

– Más casas.

– ¿Casas? ¿En plural?

– La primera no estaba mal. Allí descubrí a los caballos. Después de eso, supe que tenía que estar con caballos. Pero el viejo murió y vendieron el rancho y tuve que ir a otra parte. La segunda estuvo mal. La comida era mala y me explotaban mucho, incluso quitándome de la escuela para trabajar. Al final me rebelé y me echaron. Dijeron que era incontrolable y supongo que tenían razón. Pero no me apetecía nada dejarme controlar.

– ¿Pero no hay leyes para impedir ese tipo de situaciones?

Selena lo miró como si estuviera loco.

– Claro que hay leyes -dijo con paciencia-. Y también inspectores para que se encarguen de que se cumplan.

– ¿Y entonces?

– De todos modos ocurren cosas malas. Algunos inspectores son buena gente, pero tienen demasiado trabajo. Y otros solo ven lo que quieren ver porque quieren terminar pronto el trabajo.

Hablaba con ligereza, sin amargura, como si describiera la vida en otro planeta. Leo estaba horrorizado. Su vida en Italia, un país donde los lazos familiares son todavía muy fuertes, parecía un paraíso en comparación.

– ¿Qué ocurrió después? -preguntó.

Ella se encogió de hombros.

– Otra casa más, no muy diferente. Me escapé, me pillaron y me llevaron a una institución hasta que apareció otra casa. Esa duró tres semanas.

– ¿Y luego qué?

– Esa vez me aseguré de que no me encontraran. Tenía catorce años y podía pasar por dieciséis. No creo que me buscaran mucho tiempo. Eh, este bistec es muy bueno.

Leo aceptó el cambio de tema sin protestar. ¿Por qué iba a querer ella hablar de su vida si había sido así?

Capítulo 3

Ahora que su miedo por Elliot había remitido, Selena empezaba a relajarse y a recuperar su actitud de vivir el presente.

– ¿Hace mucho que está con ElIiot? -preguntó Leo.

– Cinco años. Conseguí trabajo haciendo un poco de todo en los rodeos y se lo compré barato a un hombre que me debía dinero. Él pensaba que la carrera de Elliot había terminado, pero yo creía que todavía podía dar mucho de sí si lo trataban bien. Y yo lo trato bien.

– Y supongo que él lo agradece.

La joven se levantó y fue a acariciar el morro del animal, que se apretó contra ella.

Leo se levantó también y anduvo por el establo, mirando a los animales, que le devolvían la mirada.

– Usted entiende de caballos -dijo ella, acercándose-. Se nota.

– He criado unos cuantos en casa.

– ¿Dónde está su casa?

– En Italia.

– Entonces es cierto que es extranjero.

– ¿No se me nota en el acento? -sonrió él.

Selena se encogió de hombros. Sonrió también.

– Los he oído mucho más raros.

Fue como si con su sonrisa hubiera salido el sol. Leo, que quería hacerla reír, empezó a forzar adrede el acento italiano. Le besó una mano con aire teatral.

– Bella signorina, permítame hablarle de mi país. En Italia sabemos apreciar la belleza de las mujeres.

Ella lo miró atónita.

– ¿En Italia hablan así?

– No, por supuesto que no -dijo él; volvió a su voz normal Pero así es como esperan que hablemos cuando estamos en el extranjero.

– El que espere eso es que está loco.

– Bueno, yo he conocido a unos cuantos locos. Las ideas que tiene mucha gente de los italianos son muy tópicas. No todos vamos por ahí pellizcando traseros.

– No, solo guiñan el ojo a las mujeres en la autopista.

– ¿Quién hace eso?

– Usted lo hizo cuando el coche del señor Hanworth me adelantó. Vi que me miraba y me guiñaba el ojo.

– Solo porque usted me lo guiñó primero.

– No es cierto.

– Sí lo es.

– No lo es.

– Yo la vi.

– Fue un truco de la luz. Yo no guiño el ojo a desconocidos.

– Y yo no se lo guiño a desconocidas a menos que ellas lo hagan antes.

De pronto Selena se echó a reír, y el sol pareció salir de nuevo. Leo le tomó la mano y volvió con ella al haz de heno en el que estaban sentados. Abrieron dos cervezas.

– Hábleme de su casa -dijo ella-. ¿En qué parte de Italia?

– En la Toscana, la parte norte, cerca de la costa. Tengo una granja. Crío caballos, tengo vides, monto en el rodeo.

– ¿Rodeos en Italia? ¿Me toma el pelo?

– Para nada. Tenemos una ciudad pequeña llamada Grosseto, donde todos los años hay un rodeo, con desfile por la ciudad incluido. Allí hay un edificio que tiene las paredes cubiertas de fotos de los vaqueros de allí. Hasta que cumplí los seis años, yo pensaba que todos los vaqueros eran italianos. Cuando mi primo Marco me dijo que venían de Estados Unidos, lo llamé mentiroso. Tuvieron que separarnos nuestros padres.

Hizo una pausa para escuchar la risa de ella.

– Al final, tuve que venir a ver los rodeos auténticos.

– ¿Tiene familia aparte de su primo?

– Sí. Aunque no esposa. Vivo solo con Gina.

– ¿Es su novia?

– No, tiene más de cincuenta años. Cocina, limpia y me cuenta que nunca encontraré esposa porque ninguna mujer joven soportará las corrientes de mi casa.

– ¿Las corrientes son muy malas?

– En invierno sí. Gruesos muros de piedra y adoquines en el suelo.

– Parece muy primitivo.

– Supongo que lo es. Se construyó hace ochocientos años y, en cuanto termino de reparar algo, surge otra cosa. Pero en verano es hermoso. Entonces agradeces la piedra que te conserva el frío. Y cuando sales por la mañana y miras el valle, hay una luz suave que no se ve en ningún otro momento. Pero tienes que salir en el momento indicado, porque solo dura unos minutos. Luego cambia la luz, se vuelve más dura, y si quieres volver a ver la magia, tienes que esperar a la mañana siguiente.

Se detuvo, algo sorprendido de hablar tanto y de la vena casi poética que envolvía sus palabras. Se dio cuenta de que ella lo miraba con interés.

– Cuénteme más cosas -le dijo-. Me gusta oír hablar a la gente de lo que aman.

– Sí, supongo que lo amo -repuso él pensativo-. Me gusta mucho, aunque a veces es duro e incómodo. En la época de la cosecha tienes que levantarte al amanecer y te acuestas destrozado, pero no me gustaría vivir de otro modo.

– ¿Tiene hermanos?

– Un hermano más joven -sonrió Leo-, aunque técnicamente, Guido es el mayor. De hecho, legalmente yo apenas existo, porque resultó que mis padres no estaban casados, aunque nadie lo sabía en aquel momento.

– ¿Quiere decir que usted también es bastardo? -preguntó ella.

– Sí, supongo que sí.

– ¿Y le importa?

– Ni lo más mínimo.

– A mí tampoco -repuso ella-. Te deja como más libre, puedes ir a donde quieras, hacer lo que quieras y ser lo que quieras. ¿No le parece?

Al ver que no respondías se volvió a mirarlo y lo encontró echado hacia atrás, con los ojos cerrados y el cuerpo estirado en una actitud de abandono. El cambio horario al final había podido con él.

Selena iba a despertarlo pero se contuvo. Por primera vez podía contemplarlo a conciencia y decidió aprovechar la ocasión.

Le gustaron su frente amplia, semioculta ahora por un mechón de pelo, las cejas anchas y los ojos oscuros. Le gustaron también la nariz recta y los labios curvos y algo maliciosos que prometían delicias a las mujeres de espíritu valiente.

Se preguntó si ella era valiente. En los rodeos corría casi cualquier riesgo y lo hacía riendo. Pero con la gente era distinto eran más difíciles de entender que los caballos y podían hacer mucho más daño que cualquier caída.

Y sin embargo, quería ver sonreír a Leo de nuevo y ser valiente con él.

Le gustaba su acento italiano, su modo de pronunciar algunas palabras. Quería conocerlo mejor, descubrir más partes de su cuerpo proporcionado y volver a ver sus hombros anchos y su torso fuerte. Miró sus manos y su piel se llenó del recuerdo de esos dedos largos tocando su desnudez al levantarla de la bañera. Casi tenía la sensación de que la tocaban en ese momento.

¿Pero a quién pretendía engañar? Todo el mundo sabía que a los italianos les gustaban las mujeres con curvas, con figura de reloj de arena.

La vida era muy dura.

Elliot gimió con suavidad y el sonido bastó para despertar a Leo. Abrió los ojos cuando el rostro de ella seguía cerca del suyo y sonrió.

– He muerto e ido al Cielo -musitó-. Y usted es un ángel.

– No creo que a mí me manden al Cielo. A menos que alguien cambien las normas de admisión.

Los dos se echaron a reír y ella se acercó a Elliot, que volvía a gemir.

– Está celoso porque cree que me dedica más atención a mí -comentó Leo.

– No tiene motivos para estar celoso y lo sabe -repuso ella-. Él es mi familia.

– ¿Dónde vive?

– Donde quiera que Elliot y yo estemos en ese momento.

– Pero tendrá una especie de base donde se quede cuando no viaja.

– No.

– ¿Quiere decir que viaja continuamente?

– Sí.

– ¿Sin un lugar al que volver? -preguntó él, horrorizado.

– Hay un sitio donde estoy empadronada y pago impuestos. Pero no vivo allí, vivo con Elliot. Él es mi casa además de mi familia. Y siempre lo será.

– No puede serlo siempre -señaló él-. No sé cuántos años tiene, pero…

– No es viejo -dijo ella con rapidez-. Parece más viejo de lo que es porque está un poco machacado, nada más.

– Sí, claro. ¿Pero cuántos años tiene?

Selena suspiró.

– No lo sé con seguridad, pero aún no está acabado -apoyó la mejilla en el morro de Elliot. No te conocen como yo -susurró, y apartó la cabeza para que Leo no viera la angustia que la invadía.

Pero Leo la veía, y el corazón le dolía por ella. Aquel animal mayor era el único cariño que la joven tenía en el mundo.

De pronto parecieron abandonarla las fuerzas y él se acercó deprisa a sostenerla.

– Se acabó, tiene que irse a la cama. No discuta porque no pienso aceptar una negativa.

Le sujetaba la cintura con firmeza por si ella tenía otras ideas, pero la joven estaba demasiado cansada rara discutir y se dejó llevar a la casa y luego a su cuarto.

– Buenas noches -le dijo él en la puerta-. Que duermas bien -añadió, atreviéndose a tutearla.

– Tú no lo entiendes -le confió ella en voz baja-. No puedo dormir en esa cama. Siempre que me muevo, se balancea.

El hombre sonrió.

– Te entiendo muy bien. Si no estás acostumbrada, puede ser peor que las piedras. Pero tendrás que intentar soportar estas comodidades. Te acostumbrarás.

– Yo no -repuso ella convencida, antes de entrar en el cuarto.

Leo se quedó mirando la puerta cerrada, confuso por los sentimientos extraños que lo invadían. Quería seguirla al dormitorio, no por nada físico, sino para pedirle que le contara sus problemas y prometerle que él los arreglaría.

La parte física ya tendría lugar más adelante, cuando se hubiera ganado el derecho.

Amanecía ya cuando se fueron los últimos invitados y los miembros de la casa se retiraron a sus habitaciones.

Leo se sentó en la cama con una sensación de cansancio placentero. La última parte de la noche había incluido whisky de sobra y en ese momento se sentía en paz con el mundo.

Pero eso no le impidió oír los pasos que se detuvieron justo fuera de la habitación de Selena. Hubo una pausa y luego se oyó el ruido suave de la puerta al abrirse. A Leo se le pasó el cansancio y salió al pasillo a tiempo de ver a Paulie a punto de entrar en el cuarto de la joven.

– ¡Qué maravilla! -dijo Leo-. Los dos estábamos tan preocupados que no podíamos dormir hasta estar seguros de que Selena se encuentra bien.

Paulie le dedicó una sonrisa vidriosa.

– No se debe descuidar a los invitados.

– Eres un ejemplo para todos nosotros.

Leo entró en la estancia y dio la luz. Los dos miraron sorprendidos la cama vacía.

– Esa tonta ha vuelto al establo -murmuró Leo.

– No, estoy aquí -dijo un bulto en el suelo.

Leo encendió la luz de la mesita y vio que el bulto se separaba en varias partes, que incluían una manta, una almohada y Selena, que tenía el pelo alborotado y los miraba sorprendida.

– ¿Qué ocurre? -se sentó-. ¿Ha pasado algo?

– No. Paulie y yo estábamos tan preocupados por ti que hemos venido a ver cómo estás.

– Sois muy amables -repuso ella, que enseguida adivinó la verdad-. Estoy bien.

– Está bien, Paulie. Ya puedes irte a dormir -Leo se sentó en el suelo al lado de la joven.

– Bueno, yo…

– Buenas noches, Paulie -dijeron los otros dos al unísono.

Este les dedicó una mueca burlona y salió por la puerta.

– Podía haberme defendido sola -comentó Selena.

– Cuando estés bien, seguro que sí -repuso él con tacto-. Pero esperemos hasta entonces. No me gusta Paulie.

– A mí tampoco, pero esta es la tercera vez que acudes en mi rescate y no quiero que pienses que soy una inútil.

– Después del día que has tenido, tienes derecho a ser un poco inútil.

– Nadie tiene derecho a eso.

– Perdona.

– No, perdona tú -dijo ella con aire contrito-. No pretendía ser grosera. Sé que tú intentabas ser amable, pero tanto rescate se está convirtiendo en una mala costumbre.

– Prometo no volver a hacerlo. La próxima vez te abandonaré a tu destino, te lo juro.

– Hazlo.

– ¿Estás bien en el suelo?

– He soportado la cama todo lo que he podido -protestó ella-, pero es una locura Cada vez que me doy la vuelta, subo tres metros en el aire. Esto es mucho mejor.

– Más vale que me vaya antes de que me quede dormido -de pronto se sintió mareado-. ¿Dónde estoy? ¿Ha terminado la fiesta?

– Creo que sí -sonrió ella, comprensiva-. ¿El whisky era bueno?

– El whisky de Barton siempre es bueno.

– ¿Quieres que te ayude a volver a tu habitación?

– Puedo arreglármelas. Cierra tu puerta cuando salga.

Pero entonces recordó que no había llave y suspiró.

– ¿Qué haces? -preguntó ella, al ver que se acercaba a la cama y retiraba una manta y una almohada.

– ¿Qué crees tú que hago? -se tumbó en el suelo, pegado a la puerta-. Así no podrá abrirla.

– Has prometido que la próxima vez me abandonarías a mi destino -le recordó ella, indignada.

– Lo sé, pero no puedes creer nada de lo que digo.

El sueño se apoderaba rápidamente de él. El último pensamiento coherente que tuvo fue que al día siguiente tendría que sufrir por aquello.

Pero ella estaría segura.

Se despertó sintiéndose mejor de lo que esperaba después de lo que recordaba de la barbacoa. Oía ya el despertar de la casa y supuso que sería seguro dejar sola a Selena.

Era mejor que se marchara antes de que se despertara, porque no sabía qué decirle. En su interior se burlaba de sí mismo por lo que llamaba su «vena caballerosa».

Eso era algo que no había hecho nunca en su vida. Las mujeres cuya compañía buscaba eran como él: querían diversión, risas, placer sin complicaciones, pasarlo bien sin que hubiera corazones rotos. Y siempre había funcionado de maravilla.

Hasta entonces.

Ahora de pronto se ponía a actuar como un caballero andante, y eso lo preocupaba.

Pero caballero andante o no, se arrodilló a su lado y estudió su rostro. El color había mejorado desde la noche anterior y veía que dormía como él, ajena al mundo y como un animal satisfecho.

Se había quitado la gasa, por lo que el golpe de la frente destacaba contra la blancura de la piel. Tenía un rostro curioso, que en ese momento, con el sueño borrando la cautela y el recelo, le daba aire de niña vulnerable.

Pensó en lo que le había contado la noche anterior y comprendió que había visto demasiado mundo en algunos aspectos y demasiado poco en otros.

Sintió un impulso fuerte de besarla, pero casi al instante se alegró de no haberlo hecho, ya que ella abrió los ojos. Unos ojos maravillosos, grandes y profundos como el mar, que hacían que se desvaneciera la niña de antes.

– Hola -dijo él-. Ya me voy. Cuando me duche, bajaré e intentaré que parezca que he dormido en mi cuarto. Quizá tú deberías también fingir que has dormido en la cama. Por Delia.

– ¿Crees que se ofendería?

– No, creo que temería que la cama no fuera lo bastante blanda y no quiero ni pensar en lo que podrías encontrarte esta noche.

Se echaron a reír y él la ayudó a levantarse. Ella llevaba una camisa de hombre que le llegaba casi hasta las rodillas.

– ¿Cómo te encuentras esta mañana? -preguntó Leo.

– Genial. Acabo de pasar la noche más cómoda de mi vida.

– ¿En el suelo?

– Esta alfombra es muy gruesa. Es perfecta.

– Cruza lo dedos para que no me vean salir de aquí.

– Me asomaré al pasillo.

Abrió un poco la puerta y le hizo señas de que todo iba bien. Leo tardó solo un instante en volver a la seguridad de su cuarto. Creyó oír risitas adolescentes, pero seguramente era solo paranoia suya.

Se duchó y vistió y de pronto se le ocurrió algo que, sin hacerlo adrede, había dado a Selena la impresión de ser casi tan pobre como ella. Lo había visto con ropa. desgastada, le había oído hablar de la vida dura y le había dicho que era hijo ilegítimo.

Pero había olvidado decirle que su tío era el conde Calvani, con un palacio en Venecia, y que su familia era millonaria. Lo que él llamaba su granja era una finca de rico y, si ayudaba con el trabajo duro, era porque le gustaba.

Y no le había dicho todo aquello porque tenía el convencimiento instintivo de que haría que ella lo mirara mal.

Recordaba lo que había dicho justo después del accidente, lo de que todos eran iguales y circulaban con sus coches de lujo como si fueran los dueños de la carretera.

El coche que él tenía en la Toscana era un todoterreno pesado, apropiado para las colinas de su tierra. Un coche de trabajador, pero de trabajador rico que siempre compraba lo mejor. En eso era un auténtico Calvani y ahora su instinto de supervivencia le decía que eso sería terrible a ojos de Selena.

¿Y por qué correr el riesgo de que lo mirara mal si solo estaría allí un par de semanas y después no volverían a verse?

Al final hizo lo único sensato que podía hacer.

Apartó aquel pensamiento de su mente y decidió concentrarse en otra cosa.

Pasó el día con Barton, visitando el rancho. Barton criaba ganado por dinero y caballos por amor; y entrenaba a unos y otros para el rodeo.

Leo miró un caballo marrón rojizo, musculoso, criado especialmente por su velocidad en las carreras cortas.

– Hermoso, ¿verdad? -dijo Barton-. Nació aquí, se lo vendí a la esposa de un amigo y volví a comprarlo cuando ella dejó el rodeo para tener hijos.

– ¿Podemos llevárnoslo al establo? -preguntó Leo pensativo.

Barton asintió.

– Amigo mío -dijo un rato después-. Te estás metiendo hasta el cuello.

– Vamos, tú sabes lo que dirá la gente del seguro. Echarán un vistazo a Elliot y otro a la furgoneta y cuando se cansen de reír, ofrecerán diez centavos.

– ¿Y a ti qué te importa? Tú no tuviste la culpa.

– Ella lo perderá todo.

– Sí, ¿pero a ti qué te importa?

Leo apretó los dientes.

– ¿Podemos ir más deprisa?

Cuando llegaron, encontraron a Selena sentada en los escalones de su furgoneta, mirando el suelo con aire sombrío mientras las dos chicas intentaban consolarla y Paulie cacareaba algo cerca de ella.

– El veterinario dice que no podrá montar a Elliot la semana que viene -les dijo Carrie-. Si lo intenta, puede hacerle mucho daño.

– Claro que no lo montaré -intervino Selena enseguida-. Pero ahora no tendré ocasión de ganar nada y creo que le debo tanto que…

– Vamos, vamos; de eso nada -le dijo Barton-. El seguro…

– El seguro me pagará una carretilla y un burro -repuso ella. Se señaló la frente-. Ya he superado esto; puedo afrontar la verdad.

– La verdad no la sabremos hasta que haya hecho un par de carreras -declaró Barton.

– ¿Con qué? Todavía no tengo el burro -se burló ella.

– No, pero puede hacerme un favor -señaló el caballo rojizo-. Se llama Jeepers, tengo un comprador interesado y, si gana un par de carreras, podré subirle el precio. Usted lo monta, él se luce y así salda su deuda conmigo.

– Es muy hermoso -exclamó ella. Acarició al animal-. Aunque no tanto como Elliot, claro -añadió enseguida.

– Claro que no -musitó Leo.

– Está bien entrenado -le dijo Barton. Le contó la historia de la dueña anterior y Selena se escandalizó.

– ¿Renunció al rodeo para quedarse en un sitio y tener hijos?

– Algunas mujeres son así de raras -sonrió Leo.

La mirada de Selena indicaba bien a las claras lo que pensaba de aquella idea.

– ¿Puedo ponerle mi silla?

– Buena idea.

Ella se alejó y Leo se llevó aparte a Barton.

– Háblame de ese comprador misterioso -le dijo. Su amigo lo miró a los ojos.

– Tú sabes muy bien quién va a comprar ese caballo -respondió.

La familia entera apareció para ver a Selena probar al caballo en el coso de pruebas. Instalaron los tres barriles formando un triángulo, uno de cuyos lados tenía treinta metros y los otros dos treinta y cinco.

Cada giro de cuarenta y cinco grados ponía a prueba el equilibrio y la agilidad del caballo además de su velocidad. Jeepers era veloz, pero también sólido como una roca y Selena lo controlaba con manos ligeras y fuertes. Hasta Leo que no era un experto en carreras de barriles, veía que eran una pareja ideal.

Después del último giro, volvieron al centro del triángulo y luego salieron entre los aplausos de la familia.

– Dieciocho segundos -gritó Barton.

A Selena le brillaban los ojos.

– La primera vez no queríamos correr. Pero no tardaremos en bajar a catorce.

Soltó un grito de alegría y los demás se unieron a ella. Leo, que le miraba la cara, pensó que nunca había visto a un ser humano tan plenamente feliz.

Capítulo 4

Selena había dicho que no había excusa para ser una inútil y en los días siguientes demostró que su vida estaba de acuerdo con esa creencia. Practicó con Jeepers una y otra vez hasta conseguir bajar el tiempo de la carrera a los catorce segundos que había prometido.

Barton insistió en que se quedara en el Cuatro-Diez hasta después del rodeo. Tenía sentido, ya que Elliot se recuperaba despacio y ella no tenía dinero para ir a otro sitio, pero Barton le guiñó el ojo a Leo en privado, con lo que daba a entender que la oferta no se debía solo a su bondad.

– Está todo en tu cabeza -gruñó Leo-. Me gusta y quiero ayudarla, sí. Maldita sea, nadie la ha ayudado antes de nosotros. Pero eso no significa…

– Por supuesto que no -Barton se alejó silbando. Leo tenía la horrible sospecha de que los sucesos de la primera noche habían trascendido de algún modo a toda la casa, lo que significaba que quizá Carrie y Billie lo habían visto después de todo. Paulie estaba firmemente convencido de que había habido algo, ya que lo trataba con frialdad.

Leo pasaba todas las noches por el establo, sabedor de que encontraría allí a Selena dándole las buenas noches a Elliot. Tardaba bastante en hacerlo y Leo estaba convencido de que pretendía convencer al animal de que él era el primero a pesar de Jeepers. A veces se quedaba toda la noche.

Pero esa noche había algo distinto. Cuando abrió la puerta del establo, en lugar de los murmullos suaves de ella, oyó ruido de pelea.

Tardó poco en ver a los dos contendientes. Selena intentaba impedir los avances de Paulie, que no aceptaba una negativa.

– Vamos, deja de hacerte la tonta. He visto cómo me miras y sé cuándo una mujer quiere eso.

Intentó sujetarla y Leo juró entre dientes y se dispuso a saltar sobre él como un caballero andante que acudiera al rescate de una dama en apuros.

Pero aquella dama no necesitaba su ayuda. Paulie lanzó un grito y retrocedió agarrándose la nariz mientras ella se soplaba los nudillos.

– Muy bien -musitó Leo-. Tomaré nota de que no debo molestarte. No es que pensara hacerlo, pero ahora me doy por advertido.

– Él se lo ha buscado -repuso Selena, todavía soplando.

– Sin ninguna duda.

El humor de ella cambió con brusquedad.

– Pero yo no tenía que haberlo hecho. ¡Oh, Señor, ojalá no lo hubiera hecho!

– ¿Por qué? -preguntó Leo-. ¿Por qué no? Supongo que ha tenido que ser divertido pegar a Paulie. Yo estoy verde de envidia.

– Pero ahora me echarán de aquí. Y Elliot no está listo para marcharse. ¿Crees que si pido disculpas…?

Leo la miró de hito en hito. Aquello era lo último que esperaba de ella.

– ¿Pedir disculpas? ¿Tú?

– Todavía no puedo mover a Elliot. Déjame hablar con ese hombre.

– No, déjame a mí.

Leo se acercó a donde Paulie estaba de pie parado, con la mano todavía en la nariz.

– ¿Cómo va eso? -preguntó con aire afable.

Paulie bajó la mano con cuidado y mostró la nariz enrojecida y los ojos llorosos.

– ¿Has visto lo que ha hecho?

– Sí, y también lo que has hecho tú. Yo diría que has salido muy bien parado.

– Esa perra…

– Bueno, puedes vengarte -observó Leo, estudiando con interés la nariz herida-. Corre a mamá y dile que te ha pegado una mujer. Yo seré tu testigo. De hecho, me aseguraré de que la historia se sepa en todo Texas. Seguramente saldrá en los periódicos. Claro que querrán una foto tuya tal y como estás ahora.

Hubo un silencio mientras Paulie digería las implicaciones de todo aquello y miraba con desprecio a los otros dos alternativamente.

– ¿Por quién me tomas? -preguntó al fin.

– Si te dijera por lo que te tomo, estaríamos aquí toda la noche.

Paulie decidió, sabiamente, ignorar el comentario.

– Ella es una invitada aquí. Naturalmente, no diré nada.

– Sabía que lo verías así. Caballero hasta el final. Y si alguien te pregunta cómo te has hecho eso, puedes decir que has pisado un rastrillo. O diles que he sido yo, no me importa.

– Pero a mí sí -protestó Selena-. Tú no te vas a llevar el mérito. Si no puede ser mío, tendrá que decir que ha sido un rastrillo.

Leo sonrió, encantado con ella.

– Así me gusta -dijo con suavidad.

– Estáis los dos locos -declaró Paulie.

Salió del establo sin volverles la espalda y echó a correr en cuanto cruzó la puerta.

– Gracias -dijo Selena con fervor-. Has estado genial.

– Me alegro de haberte ayudado. Tenía que haberle pegado yo, pero no parecías necesitarme.

– Oh, eso puedo hacerlo sola -dijo ella, con buen ánimo-. Lo que me confunden son las palabras. Tú sabías lo que tenías que decir para que no hablara. Yo nunca sé qué decir.

– Se te dan mejor los puños, ¿eh?

– He tenido más práctica.

Leo pareció considerar seriamente el tema.

– Yo habría esperado que fueras más bien a por el rodillazo en el bajo vientre.

Ella lo miró a los ojos.

– Utilizo las armas de que disponga.

– Supongo que este tipo de cosas te suceden a menudo.

– Hay hombres que creen que una mujer que viaja sola es caza segura. Yo solo les demuestro que se equivocan.

Hablaba con ligereza, como aceptando implícitamente los riesgos. Leo pensó en su vida solitaria, siempre moviéndose con el único cariño de un caballo. Sin embargo, sabía que si notaba su preocupación por ella, lo miraría con incredulidad y posiblemente lo acusara de ser un sentimental.

Se le ocurrió entonces que ella ni siquiera se daba cuenta de que estaba sola. No había conocido otra cosa. Y eso le dolió mucho.

Selena lo observaba, intentando leer sus pensamientos. La molestaba no ser capaz de hacerlo. Con otros hombres no le costaba tanto.

Sacudió la mano, flexionó los dedos y él la tomó y la masajeó con sus palmas fuertes. Selena sintió que la envolvía una sensación de paz.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó él.

– Perfectamente.

– Hasta la próxima vez.

– Eh, no me has salvado tú, me he salvado yo misma -dijo ella enseguida.

– ¿Quieres dejar de ponerte a la defensiva? ¿Soy yo tu enemigo?

Ella negó con la cabeza y le sonrió. Leo cedió a un impulso más fuerte que él y la rodeó con sus brazos. La acunó con cuidado, anhelando abrazarla así siempre, desesperado por besarla, pero consciente de que no debía hacerlo cuando ella era tan vulnerable.

Selena oía los latidos del corazón de él y el sonido la confortaba. Habría sido muy fácil apoyarse en aquel hombre grande y generoso y dejarle compartir sus problemas.

Si ella hubiera sido otra clase de mujer. Pero no era así.

Levantó la vista y vio que él tenía una expresión preocupada.

– ¿Qué sucede? -susurró.

Leo bajó la frente hasta apoyarla en la de ella.

– Nada -dijo-. Estaba pensando… No, no pasa nada.

– Leo…

Él apartó la cabeza con rapidez.

– Tienes que dejar de dormir aquí fuera -la soltó y retrocedió un paso-. Es muy fácil para él pillarte aquí.

Selena sintió una punzada de decepción por su alejamiento.

– También puede hacerlo en la casa -dijo-, a menos que tú vuelvas a dormir pegado a mi puerta.

– No, eso no es buena idea -comentó él con desesperación. Sabía que no podía confiar en sí mismo hasta ese punto-. Vámonos -salió delante, manteniendo cierta distancia.

Durante el camino a la casa, ella se dijo que no debía perder la cabeza. ¿Y qué si no se sentía atraído por ella? Ya lo sabía. Y si no se hubiera dejado llevar por fantasías tontas, se habría ahorrado aquel dolor.

Cuando llegaron a la casa, Delia les salió al encuentro para contarles que el pobre Paulie había pisado un rastrillo y se había golpeado la nariz.

Leo buscó a Selena a la mañana siguiente.

– Vamos a montar -dijo-. Quiero probar uno de los caballos de Barton en larga distancia.

Tenía otro motivo, pues había urdido con Barton llevársela de allí hasta que se fueran los asesores del seguro. Intuía lo que dirían estos y necesitaba tiempo para aclarar sus pensamientos.

Su modo de correr alrededor de los barriles lo había impresionado. Ahora podía verla cabalgar por el placer de hacerlo y pensó que montaba de un modo muy elegante y natural, como si formara un solo ser con el caballo. Pensó en una yegua de temperamento fuerte que tenía en su casa y deseó poder presentarlas.

Echaron carreras. Él montaba un animal más fuerte, pero solo la venció por los pelos. Selena sabía sacar el máximo partido a su caballo y Jeepers se sentía a gusto con ella.

Encontraron un arroyo y se tumbaron bajo los árboles con la cerveza y los perritos calientes que habían llevado consigo. Selena respiró hondo y pensó en lo maravilloso que resultaba estar así, con el sol, el agua brillante y la sensación de haber cabalgado durante kilómetros.

Sabía que lo que en realidad le gustaba era estar con él. Pero tenía que ser fuerte y aceptar que la atracción no era mutua.

– ¿Estás bien ahora? -preguntó él con gentileza.

– Sí, me siento muy bien -repuso ella, con sinceridad-. Es curioso. Con todas las cosas que deberían preocuparme… y no puedo pensar en ellas. Siguen estando ahí, pero… como algo vago, en la distancia.

– Bueno, en este momento no puedes hacer nada sobre eso -dijo él-, así que, ¿por qué no dejarse llevar? Puede que luego las afrontes mejor.

– Lo sé, pero… -soltó una risita nerviosa-. No es propio de mí. Normalmente me preocupo mucho por todo. No sirve de nada, pero lo hago.

Leo asintió.

– Preocuparse es una pérdida de tiempo.

– Tú no eres de los que dan mil vueltas a todo, ¿verdad?

Leo sonrió y movió la cabeza.

– Si ocurre, ocurre. Si no ocurre, tal vez sea lo mejor.

– Te envidio. A mí todo me importa muchísimo. Es como… -guardó silencio. Tampoco era propio de ella comunicar lo que sentía. Pero había algo en Leo que la sacaba de detrás de sus barreras, a lugares por los que no se había aventurado nunca. Por eso era un hombre peligroso.

– ¿Como qué? -preguntó él con una sonrisa.

– Nada -retrocedió ella.

Pero él le cortó la retirada. Le tomó una mano con gentileza.

– Dímelo -le pidió.

– No. He olvidado lo que iba a decir -rió ella. Leo enarcó las cejas, retándola en silencio a correr el riesgo, a decírselo.

– Es como si me pasara la vida andando por una cuerda floja encima de un precipicio -se decidió ella-. No dejo de pensar que llegaré al otro lado, pero… -movió las manos. No le resultaba fácil hablar.

– ¿Y qué te espera al otro lado? -preguntó él.

Selena lo miró a los ojos y movió la cabeza.

– No estoy segura de qué haya otro lado. Y si lo hay, no llegaré nunca.

– En eso te equivocas, siempre hay otro lado, pero tienes que saber lo que quieres encontrar allí. Simplemente no lo has decidido aún. Cuando lo hagas, verás el extremo lejano. Y llegarás a él.

– Si no me caigo antes. A veces me siento débil.

– Yo no puedo imaginarte débil.

– Porque grito mucho para ocultarlo. A veces, cuanto más grito, más débil me siento por dentro.

– No te creo. Eres muy valiente.

– Gracias, pero tú no me conoces.

– Es curioso, pero tengo la sensación de que sí. Cuando nos vimos en la autopista y me gritaste, fue como si llevaras toda la vida gritándome.

Ella soltó una carcajada.

– Sí, gritar se me da bien.

– A mí no me importa -Leo le soltó la mano y apoyó la espalda en un árbol con aire satisfecho, como un hombre que ya tiene todo lo que la vida puede ofrecer.

– ¿A ti no te da miedo nada? -preguntó ella.

– Las malas cosechas, el mal clima. Las ciudades grandes. La maldad y la injusticia.

Selena asintió con vigor.

– Oh, sí.

– ¿Qué quieres hacer con tu vida? -preguntó él de repente.

– Lo que hago.

– ¿Pero al final?

– Dime tú cuándo vendrá el final y yo te diré lo que estaré haciendo.

– Me refiero a que no puedes seguir así eternamente. Un día será demasiado para ti y tendrás que asentarte.

La joven hizo una mueca.

– ¿Quieres decir con pipa y zapatillas?

– Bueno, la pipa si no quieres no -rió él.

– Un hogar. No, gracias. No es para mí. A mí las cuatro paredes me enloquecen. Y quedarme en un sitio quieta me enloquece aún más.

– ¿Y la soledad?

Selena soltó una risita incrédula.

– Yo no estoy sola, soy libre. No, no, no lo digas.

– ¿No diga qué?

– Eso de que la soledad y la libertad son lo mismo y que no se sabe dónde empieza una y acaba otra y que si podré reconocer la diferencia antes de que sea tarde, etcétera, etcétera, etcétera.

– Ya te lo han dicho antes, ¿eh?

– Una docena de veces. Es un gran tópico.

– Bueno, muchos tópicos son ciertos. Por eso se convierten en tópicos.

– Pero yo estoy hablando de libertad. De que nadie me diga lo que tengo que hacer, de que nadie espere nada de mí excepto Elliot, pero a él lo quiero, así que no importa.

– Pero también puedes llegar a querer a una persona -sugirió Leo con cautela-. Tal vez tanto o más de lo que quieres a Elliot.

– No, la gente es complicada. Tienes que cuidarte las espaldas continuamente. Elliot es mejor. Con él es fácil.

– Yo creo que te burlas de mí.

– No. Prefiero a un caballo cualquier día. Anoche en el establo, por ejemplo, ¿te imaginas a un caballo intentando abrazarme y diciéndome que sabe lo que en realidad quiero?

– Sí, ya oí lo que dijo Paulie -musitó Leo con disgusto-. Tenías que haberle pegado con los dos puños.

– No era necesario. Captó el mensaje con uno solo y no me gusta la violencia innecesaria. Es un desperdicio y me hace daño en las manos -añadió con malicia-. Nunca uses dos puños si puedes lograr lo mismo con uno. Eso lo aprendí muy pronto.

– Supongo que has aprendido muchas cosas que la mayoría de las mujeres no necesitan saber nunca.

Selena asintió.

– Aún no has contestado a mi pregunta -insistió él-. ¿Qué harás cuando tengas que renunciar a los rodeos?

– Comprarme una granja y criar caballos.

– ¿Y eso no implica vivir todo el tiempo en un sitio?

– Puedo salir a acampar a veces.

– ¿Estarás sola en esa granja?

– No, habrá caballos.

– Ya sabes a lo que me refiero; deja de intentar eludir el tema.

– ¿Quieres decir si me habré atado a un marido? De eso nada. ¿Para qué? ¿Tener a alguien que me vuelve loca y saber que yo lo vuelvo loco a él?

– No siempre es así -repuso él con cautela, porque había sostenido muchas veces lo mismo y lo asustaba defender ahora el otro lado-. Hay personas que pueden llevarse bien mucho tiempo. A veces incluso se aman. Es verdad. Puede ocurrir.

– No lo dudo. Al principio. Luego ella tiene un niño, pierde la figura, él se aburre y empieza a beber, ella protesta, él se enfada y ella protesta más.

– ¿Así era la vida en tus casas de acogida?

– Una tras otra. Dondequiera que iba, siempre ocurría lo mismo. Y puedes quedártelo, yo no lo quiero.

– ¿No crees que dos personas puedan amarse de por vida?

Selena soltó una carcajada.

– Leo, eres un sentimental. Crees en esas cosas.

– Soy italiano -repuso él, a la defensiva-. Se espera que creamos en esas cosas.

– No me digas. Y seguro que crees que el amor dura para siempre. ¡Oh, vaya, eres increíble! Aunque es mejor frase que la de Paulie.

Leo no contestó. Ella lo miró después de un rato y vio que estaba enfadado.

– ¿Qué he dicho? -preguntó la joven, confusa.

– Si tú no lo sabes, no puedo decírtelo yo. Pero lo intentaré. Tú crees que no soy mejor que Paulie, que te cuento esto para asaltarte luego en el establo. Muchas gracias.

– Yo no quería decir…

– Yo creo que sí. Todos los hombres son iguales a tus ojos porque no te tomas la molestia de levantar la vista.

Se levantó de un salto y subió la cuesta alejándose del arroyo. Al final de la cuesta había una roca y él se sentó en ella y miró al frente con rabia.

Selena lo miró de hito en hito, furiosa con él, consigo misma y con el mundo. No se le había ocurrido que podía herirlo. La vida difícil que había llevado la había enseñado a ser directa, no sutil. Si uno quería algo, se lanzaba a por ello, porque nadie se lo iba a regalar. Había aprendido las destrezas necesarias para sobrevivir, pero no las de la seducción, y por primera vez se le ocurrió que faltaba algo importante en su armadura.

Subió la cuesta hasta quedar justo debajo de él y la alivió ver que ya no parecía enfadado. No temía su enfado, pero era su gentileza la que empezaba a tejer conjuros en torno a su corazón.

Él la ayudó a terminar de subir para que pudiera sentarse a su lado.

– No estás enfadado conmigo, ¿verdad?

– ¡Grrrr! -dijo él, gruñendo como un oso.

Ella soltó una risita, se agarró al brazo de él con los dos suyos y apoyó la cabeza en su hombro.

– Lo siento, Leo. Siempre hago lo mismo. Primero hablo y luego pienso.

– ¿Tú piensas?

– A veces un poco.

– Tienes que enviarme una entrada. Seguro que es todo un acontecimiento.

Selena liberó una mano el tiempo suficiente para darle un puñetazo en el brazo y volvió a adoptar la misma posición.

Él volvió la cabeza para poder ver todo lo posible de la cara de ella y le tomó una mano.

– No era mi intención compararte con Paulie -dijo ella-. Sé de sobra que tú no eres como él, no intentas besar a la fuerza.

Leo habló con suavidad:

– Yo no he dicho que no quiera besarte.

– ¿Qué has dicho? -preguntó ella.

– Nada.

La conversación se volvía peligrosa. Estaba a punto de confesar lo que quería en realidad y romper la delicada red de confianza que estaba construyendo entre ambos. Pensó en lo que seguramente descubrirían cuando regresaran al rancho y supo que tenía que proteger esa red a toda costa.

– Quizá es hora de volver -dijo.

Regresaron despacio, con el sol bajando por el horizonte. Cuando entraron en el patio, Leo intercambió una mirada con Barton y supo que sus peores miedos se habían cumplido.

– Ella misma lo dijo -le confió su amigo cuando Selena no los oía-. Han echado un vistazo a la furgoneta y se han partido de risa. Oh, pagarán una pequeña liquidación, pero no le comprarán partes nuevas.

– Eso lo decide todo -dijo Leo-. Hay que pasar al plan B.

– No sabía que había un plan B -comentó su amigo.

– El plan A es el que acaba de fallar. El B es…

Tomó a su amigo del brazo y lo apartó más aún de la puerta del establo, por lo que lo único que Selena oyó desde el interior fue el rugido de Barton:

– ¿Te has vuelto loco?

Capítulo 5

Leo tenía intención de participar en el rodeo de Stephenville. Con lo que Barton denominaba «más valor que sentido común», estaba decidido a montar un toro.

– Solo un toro -arguyó-. ¿Qué mal puede hacer?

– Te puedes romper el cuello. ¿No te parece bastante?

Estaban desayunando con la familia y, como se sentaban en extremos opuestos de la mesa, los demás miraban alternativamente a uno y otro, como espectadores de un partido de tenis. Jack, que estudiaba hasta en la mesa, sacó la nariz del libro y empezó a llevar el tanteo.

– Barton, sé lo que hago -insistió Leo.

– Quince cero -cantó Jack-. Sirve Leo.

– No tienes ni idea de lo que haces.

– Empate a quince.

– Solo se necesita práctica.

– ¿Y me vas a decir que has practicado en Italia? La primera noticia de que allí tengan toros.

– Quince treinta.

– Solo tengo que practicar con tu toro mecánico.

– ¿Y que sea culpa mía? De eso nada.

– Vale -suspiró Leo-. Entonces tendré que apuntarme sin practicar, me romperé el cuello y será culpa tuya.

– Eso es un golpe bajo -rugió Barton.

– Deja que lo haga, papá -le suplicó Carrie.

– ¿Tú quieres que le pase algo? Creía que te gustaba.

– ¡Papá! -exclamó la chica, avergonzada.

Selena había disfrutado de la escena hasta ese momento, pero sintió lástima de la adolescente, sobre todo cuando esta se ruborizó intensamente. Al menos estaba segura de que Leo fingiría que no había ocurrido nada.

Pero vio con sorpresa que él hacía justo lo contrario.

– ¿Ves?, hay alguien que me apoya -anunció-. Carrie, tú crees que puedo hacerlo, ¿verdad?

– Sí -dijo ella, desafiante.

– ¿Y no crees que me romperé el cuello?

– Creo que lo harás muy bien.

– Ahí lo tienes, Barton. Escucha a mi amiga. Sabe lo que dice.

Selena vio que el rubor de Carrie remitía y sonrió para sí. En pocos segundos, Leo había convertido su «enamoramiento» adolescente en una amistad que valoraba abiertamente.

La envolvió una sensación de felicidad, que no sabía que la bondad de Leo con otra persona podía causarle. Era como recibir un regalo personal. Cuanto mejor se portaba con otras personas, más feliz la hacía a ella.

Barton cedió a regañadientes y, después de desayunar, todos fueron hasta el toro mecánico, una máquina eléctrica que intentaba lanzar al suelo al que la montaba y con la que se podía practicar bien. Tenía una variedad de velocidades, empezando por el nivel uno, para principiantes, y Barton, para disgusto de Leo, insistió en empezar por el más bajo.

Leo pasó el primer nivel sin problemas y, alentado, pasó al siguiente, donde también consiguió agarrarse.

– ¿No es maravilloso? -susurró Carrie a Selena-. Jamás adivinarías que es la primera vez que lo hace.

– Sí lo adivinaría -sonrió Selena.

– Bueno, tú ya me entiendes.

– Sí.

Jack se unió a ellas con otro libro en la mano.

– ¿Queréis saber cuántas son las probabilidades de que Leo muera la primera vez que…?

– ¡No! -dijeron las dos al unísono.

Un grito de Billie les hizo volver la cabeza a tiempo de ver a Leo salir despedido por los aires, aterrizar de golpe y quedarse quieto.

Carrie enterró el rostro en las manos.

– No puedo mirar. ¿Está bien?

– No lo sé -respondió Selena, con una voz que no parecía suya-. No se mueve.

Tenía la horrible sensación de que el tiempo se había detenido y echó a correr hacia donde estaba Leo.

Cuando llegó hasta él, Leo lanzó un sonido horrible, que repitió una y otra vez y ella reconoció los síntomas de un hombre que se ha quedado sin aliento en el cuerpo.

Se arrodilló a su lado justo cuando empezaba a incorporarse. Incapaz de hablar todavía, se agarró a ella, lanzando respingos y soplando. Selena lo sujetó lo mejor que pudo.

Cuando pasó el ataque, se quedó apoyado en ella jadeando y aparentemente agotado. Pero luego miró a los demás, que se habían concentrado a su alrededor, y sonrió con malicia.

– Os dije que podía hacerlo -dijo.

A partir de ese momento empezó la cuenta atrás para el rodeo. La ciudad se llenaba de gente, Barton recibía una riada constante de compradores que miraban sus excelentes caballos, asentían con la cabeza y sacaban la cartera. Delia, una buena anfitriona, se hallaba en su elemento dando fiestas y supervisando el suministro de ropa vaquera y recuerdos para el puesto que pondría ella.

La etiqueta era muy estricta. Los jinetes debían llevar sombrero vaquero, camisa de manga larga y botas camperas. Leo, que no tenía nada de eso, fue a la ciudad a mirar entre la ropa de Delia, con intención de abastecerse tanto para ese rodeo como para el de Grosseto, cuando volviera a casa.

– Te queda muy bien -le dijo Carrie, que lo miraba con admiración con su sombrero nuevo y sus botas decoradas.

– No hay nada como un sombrero nuevo para impresionar -repuso Leo, animoso-. Ponte tú uno.

Le puso un sombrero en la cabeza y luego hizo lo mismo con Billie y Selena, sonrió con satisfacción y sacó su tarjeta de crédito.

– Delia, me llevo también esos tres.

Así consiguió comprarle un regalo a Selena sin ofenderla. Había pensado mucho en el modo de hacerlo.

A veces practicaban juntos. Leo estaba decidido a montar un toro aunque fuera lo último que hiciera en la vida.

En apariencia, sencillo. El objetivo era permanecer ocho segundos en el lomo de un toro y sobrevivir al intento.

– ¿Crees que lo conseguirás? -le preguntó la joven una noche, cuando regresaban a la casa.

– ¿Tú crees que lo conseguiré?

– No.

– Yo tampoco. No me importa. Solo lo hago para divertirme. No soy ninguna amenaza para alguien que tenga que ganarse la vida.

– Eso es cierto -sonrió ella.

– Vale, vale, no hace falta que me lo recuerdes.

Leo había pasado del toro mecánico al viejo Jim, un toro de verdad. El problema era que Jim se había reblandecido con la edad. Le gustaba la gente y Leo le cayó bien al instante, lo cual resultaba agradable en cierto modo, pero lo inutilizaba para la tarea que se esperaba de él. Leo podía permanecer ocho segundos encima de Jim, pero Selena también. Y Delia. Y Carrie. Y Jack.

Selena practicaba con fervor, corriendo entre los barriles con Jeepers, con el objetivo de mantener su tiempo en catorce segundos, o incluso bajarlo aún más.

– ¿Esa es la marca dorada? -preguntó Leo.

– Aquí sí -dijo ella-. Los barriles no son iguales en todos los rodeos. A veces están a más distancia y eso puede ser un circuito de diecisiete segundos. Pero los barriles a esta distancia deberían hacerse en catorce. Jeepers puede hacerlo. Lo que pasa es que todavía no estamos habituados el uno al otro. Aún cometo errores con él.

Como si quisiera probar lo que decía, hizo un giro muy cerrado y aterrizó en la arena.

Leo, que la miraba desde la valla, echó a correr en su dirección, pero ella se levantó enseguida, saltó a la silla y volvió a intentarlo, esa vez con más cuidado. Leo se retiró.

– Pensé que podías haberte hecho daño -le dijo cuando ella desmontó.

– ¿Yo? ¿Con esa caída de nada? Las he tenido peores. Y seguramente las tendré también peores en el futuro. No tiene importancia.

– ¿No podrías ser a veces frágil y vulnerable como las demás mujeres? -suspiró él.

Selena soltó una carcajada.

– Leo, ¿de qué planeta sales tú? Las mujeres ya no son frágiles y vulnerables -le dio una palmada en el hombro y él tuvo la impresión de que le crujían todos los huesos del cuerpo.

¿Qué podía hacer con una mujer así? Solo le quedaba esperar, seguro de que la vena de ternura estaba allí, aunque oculta por su armadura, sabedor de que, si ocurría algo, sería solo cuando ella estuviera preparada.

– Vamos a echarnos pomada -dijo ella.

– Yo te echo a ti si tú me echas a mí -propuso él, esperanzado.

Selena rió y le dio un puñetazo en el brazo. Barton estaba en su despacho, esperando su regreso y, cuando los vio, hizo una seña a Leo.

– Sal conmigo -dijo este a Selena-. Hay algo que quiero que veas.

En el patio había una minicaravana, funcional, nada lujosa, pero un palacio comparada con la vieja de Selena. Unido a ella había un remolque de caballos de aspecto sólido.

– Son tuyos -dijo Barton-. Para sustituir a los que perdiste.

– ¿Los ha pagado el seguro? -preguntó ella.

– La verdad es que no quiero acudir a mi seguro por esto -repuso el ranchero-. Hace años que no he tenido que pedir nada y si acudo ahora a ellos, bueno… a la larga me resultará más barato sustituir lo que dañé.

– Pero eso no lo entiendo -comentó Selena-, Los daños de tu coche… no puede ser más barato que…

– Déjame eso a mí -la interrumpió Barton-. Es más barato porque… así es como funciona.

– Pero Barton…

– Las mujeres no entienden de estas cosas.

– Yo entiendo…

– No, tú no entiendes nada. Lo he estudiado bien y no quiero más discusiones. Te quedas a Jeepers, te llevas los vehículos y estamos en paz.

– ¿Me los vas a regalar? -preguntó ella, confusa-. Pero no puedo aceptarlos. Los míos no eran tan buenos…

– Pero te llevaban de un sitio a otro. Y estos harán lo mismo.

– Pero…

– Es lo que te mereces -terminó él.

– Pero Jeepers…

– Le gustas. Trabaja bien contigo. Y en el remolque caben dos caballos, así que, cuando Elliot se recupere, te puedes llevar a ambos.

– Ya no tardará mucho -dijo ella con firmeza.

– Claro que no. Pero hasta entonces, puedes trabajar con Jeepers.

Leo los observaba en silencio. Aunque ella no estaba dispuesta a admitirlo, todos sabían que los días de Elliot en los rodeos habían terminado.

Dejó a Selena mirando su nuevo hogar y alcanzó a Barton, que volvía a la casa.

– Casi lo estropeas todo -murmuró.

– No es culpa mía. Era normal que sospechara. He tenido que improvisar.

– «Las mujeres no entienden de estas cosas» -se burló Leo-. Ningún hombre que quiera seguir vivo dice ya eso.

Barton lo miró.

– Muy bien, hazlo tú mejor. Prueba a decirle la verdad. Dile que lo pagas tú todo a ver cómo reacciona.

– ¡Shhh! -exclamó Leo temeroso-. No tiene que saberlo. Me desollaría vivo.

– Estupendo. Entonces ya sabemos dónde estamos. ¿Te vas a quedar aquí fuera hablando toda la noche o vienes a la casa a tomar un whisky?

– Voy a la casa a tomar un whisky.

El primer día del rodeo todos madrugaron mucho. Delia y sus hijas cargaron montones de ropa en la camioneta. Barton revisó una lista de contactos con los que pensaba hacer negocios. Jeepers fue cepillado hasta sacarle brillo y conducido al remolque.

Leo entró en el establo en busca de Selena. Como esperaba, la encontró acariciando a Elliot y murmurándole con ternura.

– Tienes que comprender que esto no es para siempre. Jeepers es un buen caballo, pero tú eres tú. Con él nunca será como contigo. Volveremos a montar juntos, te lo prometo.

Apoyó la mejilla en el morro del animal.

– Te quiero, viejo bruto. Más que a nadie en el mundo. ¿Me oyes?

Leo intentó retroceder sin hacer ruido pero no lo consiguió. Selena levantó la vista.

– ¿Quién es ahora la sentimental? -preguntó él con amabilidad.

– Yo no. Solo me pongo en su lugar. ¿Has pensado lo que debe ser para él ver que cepillan a otro caballo y que me lo llevo para montarlo en su lugar? ¿Crees que no lo sabe?

– Supongo que sabe todo lo que piensas.

– Y yo sé todo lo que piensa él.

– ¿Y qué vas a decirle si ganas?

Ella se giró hacia él y lo miró con una intensidad casi dolorosa.

– ¿Crees que puedo ganar?

– ¿Tanto significa? -preguntó él, estudiando su rostro.

– Lo significa todo. Tengo que ganar algo de dinero para poder ir al próximo rodeo y luego al siguiente. Es mi vida. Lo es todo.

– Bueno, si no ganas, yo puedo… -se detuvo porque ella le había puesto los dedos en la boca.

– No lo digas. No quiero caridad y no aceptaré dinero tuyo.

Leo mantuvo un silencio prudente. No era el mejor momento para decirle lo mucho que ya le había dado.

– Después de todo, ¿por qué vas a correr tú ese riesgo conmigo? -preguntó ella-. Supón que no puedo devolverte el dinero. ¿Qué pasaría entonces?

– Selena, yo no estoy en las últimas económicamente, como tú. ¿Qué tiene de malo dejar que un amigo te ayude? No hay ninguna ley que diga que tienes que ser independiente todo el tiempo.

– Sí la hay. La aprobé yo. Es mi ley, la ley por la que vivo, y no puedo cambiarla. O lo hago sola o no hay trato.

– Selena, aceptar ayuda no es una debilidad.

– No, pero apoyarse en ella sí. Si crees que siempre habrá alguien a tu lado, te vuelves débil. Porque tarde o temprano, no será así.

Leo frunció el ceño.

– Si de verdad piensas así, que el Cielo te ayude.

– Leo, ¿por que discutimos? Hace un día maravilloso. Nos vamos a divertir mucho y yo voy a ganar. No puedo perder.

El hombre la miró con la cabeza inclinada a un lado.

– ¿Por qué no puedes perder?

– Porque he tenido mi milagro. ¿Recuerdas cuando nos conocimos en la autopista?

– Continúa.

– Antes de eso, había estado con Ben, que es un viejo amigo mío que me había arreglado la furgoneta. Me dijo que necesitaba un milagro o un millonario, pero yo le dije que no quería millonarios. No sirven para nada.

– ¿Y preferías el milagro? -preguntó Leo con una sonrisa.

– Exacto. Le dije que sabía que el milagro me saldría al encuentro.

– ¿Y así fue?

– Tú sabes que sí. Barton estaba en la autopista y estábamos destinados a encontrarnos.

Leo dejó de sonreír.

– ¿Barton?

– Bueno, ¿no fue un milagro que resultara ser un hombre bueno, con conciencia, que no eludió su responsabilidad como habrían hecho tantos otros?

– Pero es millonario, no lo olvides.

– Ah, bueno, debe haber uno o dos millonarios buenos. Lo que importa es que se portó muy bien, lo que demuestra que es un hombre muy decente.

– Claro.

– Así que ya tuve mi milagro. Y ahora voy a ganar.

– Yo también. Vale, deja de reírte. Puedo aguantar ocho segundos en el viejo Jim; ya me viste ayer.

– Claro, y también lo vi aceptar sobornos de tu mano. El viejo Jim es un gatito. Pero en la arena no lo montarás a él -se apartó de su alcance-. No montarás nada mucho rato.

– Ya estás otra vez. Yo pensaba que éramos amigos y tú me tratas así.

Selena volvió enseguida a su lado y le puso ambas manos a los lados de la cabeza.

Leo, lo siento mucho. No pretendía herirte después de lo bien que te has portado conmigo. Solo era una broma…

– Eh, ya lo sabía.

– ¿Seguro? A veces puedo ser terrible. No es mi intención, pero eso no me detiene.

Leo, que sabía lo que era hacer cosas que no tenía intención de hacer diez segundos antes, asintió comprensivo.

– Dime que no te he herido -le suplicó ella-. Eres mi mejor amigo y no quiero que te enfades conmigo.

Leo la abrazó por la cintura. No se sentía herido en absoluto, pero consiguió mirarla con tristeza. Después de todo, nadie podía culparlo por aprovechar al máximo la situación, ¿verdad?

– No estoy enfadado -dijo.

– Tampoco estás herido, ¿verdad? -preguntó ella, que lo entendía cada vez mejor. Pero no retiró las manos, que bajó hasta su cuello, ni se resistió cuando él la atrajo hacia sí.

– Me has dado de pleno en el corazón, desde luego.

Ella no contestó, sino que lo miró con malicia.

– Selena -comentó él-, me estás sometiendo a mucha presión.

– ¿Y crees que debería hacer algo al respecto?

– Sí, lo creo de verdad.

Ella echó a un lado la cabeza.

– Bueno, me he cansado de esperar que hagas tú algo -dijo. Y lo besó en la boca.

Tal y como él había imaginado, los labios de ella eran dulces e incitadores, aunque con un asomo de algo que no tenía nada de dulce: algo especiado, desafiante, picante como la pimienta. Ella no era ninguna ingenua, sino una mujer decidida, que sabía lo que hacía.

A Selena le daba vueltas la cabeza. No había sido su intención hacer eso, pero había algo que necesitaba saber y de pronto no había podido controlar más la impaciencia. Besarlo en la boca fue un gesto tanto de exploración como de desafío.

En seguida comprendió que habría sido mejor esperar. Ninguna mujer que tuviera un día duro por delante podía permitirse aquel tipo de distracción. Y la culpa era solo suya, porque siempre había sabido que aquel hombre determinado acapararía toda la atención de una mujer.

Leo parecía sentir lo mismo, pues la abrazaba con una gentileza que no ocultaba su fuerza. Selena quería saberlo todo sobre aquella fuerza. La sentía en los labios, que probaron los suyos con cautela para adivinar su verdadero significado y luego la asaltaron de un modo que la excitó.

Pensó mareada que no podía seguir con aquello. El momento no podía ser peor.

– Leo…

– Sí.

Desde fuera llegó el grito de Barton:

– ¿Hay alguien ahí dentro? Nos vamos.

Leo la soltó con un gemido.

– Aprecio a Barton, pero…

Selena volvió a la tierra y se dio cuenta de que había estado a punto de lanzarlo todo por la borda por aquel hombre. Se controló con un gran esfuerzo.

– No, tiene razón. Tenemos que dejar esto.

– ¿Sí?

– Perdemos… energía vital -sentía que su energía vital desaparecía solo con la proximidad de él.

– Yo no creo que perdamos nada.

– Ya habrá tiempo más adelante. Por ahora tenemos que prepararnos psicológicamente para el gran día. Hombros rectos y cabeza alta. Cree en ti mismo.

– Me resulta más fácil creer en ti. Tú vas a ganar. Tienes a Jeepers y catorce segundos, que nunca creí que los harías.

– Sabía que podía hacerlo -sonrió ella, excitada-. Es un caballo fantástico. Es rápido, fuerte…

– Ten cuidado. Has dicho eso delante de Elliot. Puede acomplejarse.

– ¡Oh, eres…!

Le dio un puñetazo en el brazo, él le pasó un brazo por los hombros y salieron juntos.

Capítulo 6

Llegar al lugar del rodeo era como entrar en un pueblo. Estaba la arena, en la que tenían lugar los eventos, el área donde entregaban y guardaban los caballos hasta que estuvieran listos, y la zona de venta, donde instalaban puestos docenas de personas, Delia entre ellas.

Leo había llegado a la arena con Selena y juntos habían llevado a Jeepers a su apartado. Después fueron al puesto de Delia, donde Leo volvió a ceder al impulso de comprar.

– ¿Para quién son? -le preguntó Selena cuando pagaba unas espuelas muy lujosas y poco prácticas.

– Para mi primo Marco -sonrió él-. No ha subido a un caballo en su vida. Se pondrá furioso.

– A tu modo eres malvado; lo sabes, ¿no?

– Estoy orgulloso de ello. Esto… -levantó una figura de un vaquero a caballo hecha de piedra pintada, una escultura exquisita, llena de vida-. Esto es para mi hermano Guido. Tiene una tienda de souvenirs en Venecia. Esto le enseñará cómo debe hacerse.

– ¿Qué vende él?

– Máscaras venecianas fundamentalmente. Y lámparas de góndola. Las ponen encima de los televisores. Algunas tocan «O sole mio» cuando las enciendes.

– Me tomas el pelo.

– No.

– No deberías ser duro con un hombre que intenta ganarse la vida.

– Le va muy bien -repuso Leo, cauto-. Creo que debemos irnos. Empezarán pronto.

Leo se las había arreglado para montar el toro el primer día. Tal y como esperaba, había una gran diferencia entre el viejo Jim y el toro enorme y furioso al que le tocó enfrentarse. Nada en su entrenamiento con el toro mecánico lo había preparado para aquello. Tenía la sensación de que el toro hubiera decidido hacerlo pedazos como castigo por su impertinencia al atreverse a intentarlo.

Y el animal lo zarandeó a conciencia desde el primer segundo.

Pero era un toro considerado.

No lo tiró hasta el tercero.

Cayó con fuerza, pero sobrevivió. Por lo menos la práctica le había enseñado a caer cada vez mejor.

Cuando salía cojeando del coso, oyó el aplauso amable de la multitud, un tributo a su valor por hacer algo que tan mal se le daba y vio que los Hanworth lo aplaudían con entusiasmo de amigos. Todos menos Paulie, cuya mueca de placer era inconfundible.

Pero Selena no se burlaba. Sus ojos brillaban por el placer de que lo hubiera intentado y su sonrisa era una promesa y un recordatorio. Leo le sonrió también con alegría. Por lo que a él respectaba, Paulie podía irse a la porra.

Selena estaba nerviosa detrás de su sonrisa. Cuando Leo había salido volando por encima de la cabeza del toro, ella se había clavado las uñas en la palma hasta que lo vio levantarse.

Después se riñó a sí misma por alterarse tanto sin motivo. ¿Cuántos hombres había visto caer de un toro? Pero ninguno había sido Leo.

Fue a prepararse a su vez. Jeepers la esperaba tranquilo. En la arena de prácticas se habían entendido bien, pero ahora era distinto. Se ajustó el sombrero Stetson hasta comprobar que estaba firmemente sujeto. Perder un sombrero podía costar puntos muy valiosos. No tanto como derribar un barril, pero los suficientes para perjudicarla.

Había cinco amazonas delante de ella, y todas lo hicieron bien.

– Vale -le dijo a Jeepers-. El truco está en no dejarse asustar. Tú eres… nosotros somos tan buenos como ellos. ¡Vamos, muchacho! ¡Vamos a demostrárselo!

Cuando sonó la campana, salió volando de la línea de meta en dirección al primer barril del triángulo, un giro cerrado, pero no demasiado, que dejaba a Jeepers espacio para moverse. Lo rodearon y pasaron al siguiente giro y luego al último, antes de ir hacia la línea de meta entre aplausos de la multitud.

Leo la esperaba fuera de la arena y miraron juntos a la siguiente amazona.

– No se puede comparar contigo -dijo él-. Ni ella ni las demás.

– Pero la siguiente es muy buena. Jan Dennem. He competido muchas veces contra ella y siempre ha ido por delante.

– Esta vez vencerás tú -dijo Leo con confianza. Ambos contuvieron el aliento durante catorce segundos interminables y Jan cruzó la línea una décima de segundo detrás de Selena.

– ¡Sí! -gritaron los dos, abrazados.

La siguiente concursante era muy rápida. Una verdadera amenaza. Al acercarse al último barril iba medio segundo por delante de Selena, pero entonces…

El barril cayó al suelo y brotó un rugido de la multitud.

Las dos siguientes fueron más lentas. Selena seguía en cabeza.

– Falta una -dijo-. No puedo soportarlo. ¿Leo? Al ver que no contestaba, lo miró y vio que tenía cruzados los dedos de ambas manos y movía los labios con los ojos cerrados.

– Estoy rezando -dijo cuando los abrió-. Nunca se sabe.

Ella soltó una risita nerviosa.

– ¿Dios sigue los rodeos?

– No se pierde ni uno.

Hubo un aplauso cuando la última concursante salió volando al ruedo.

– No puedo mirar -Selena enterró la cara en el pecho de Leo, que la abrazó-. ¿Qué está pasando?

– Primer barril, es rápida pero menos que tú. Segundo barril, ahora el tercero…

Los vítores de la multitud se hicieron ensordecedores. Leo soltó un gemido, la abrazó con fuerza y apoyó la cabeza en la suya.

– ¡Oh, no! -gritó ella-. ¡No, no, no!

– Por una décima de segundo. Lo siento, carissima.

Ella levantó la cabeza.

– ¿Cómo me has llamado?

– Carissima. Es italiano.

– Sí, ¿pero qué significa?

– Bueno…

Mientras se preguntaba si debía arriesgarse a decirle que la palabra significaba «querida», oyeron un grito de Barton, felicitándola y compadeciéndola al mismo tiempo.

Pasó el momento y Leo se quedó reflexionando que la persona que dudase estaba perdida. O si no perdida, al menos sí obligada a esperar otra oportunidad.

El grupo volvió esa noche contento al rancho. Delia había hecho mucho negocio, Selena había recibido dinero por el segundo premio y Leo había permanecido sobre el toro tres segundos completos. Todo aquello era motivo de celebración, y lo celebraron hasta altas horas.

A pesar de su derrota, Selena era feliz. El segundo premio era más cuantioso que de costumbre. Leo la encontró sentada en el porche mirando el dinero.

– ¡Soy rica, soy rica!

– ¿Cien dólares es ser rica? -preguntó él.

– Es un rescate de reyes. Bueno, vale, de un rey pequeño. ¿Y quién quiere rescatar a un rey de todos modos? Por mí que los secuestren a todos.

Estaba ebria con su éxito y reía mientras hablaba.

– Es evidente que no crees en la realeza -observó Leo.

– ¿Quién los necesita? Ni a la gente con títulos.

– ¿Te refieres a los nobles? -preguntó él, que pensaba que la conversación estaba tomando un giro peligroso-. ¿Abajo la malvada aristocracia? ¡Ay! -se frotó el hombro.

– ¿Qué te pasa? -preguntó ella rápidamente-. ¿Te duele el cuello o el hombro?

– Más bien todo el cuerpo -repuso él-. Pero creo que el cuello un poco más.

– Déjame ver -se colocó detrás de él y le frotó el cuello-. Así no puedo. Tienes que quitarte la camisa.

Lo ayudó a quitársela y empezó a masajearle el cuello, los hombros y la espalda con dedos muy diestros.

– Gracias -dijo él-. Eh, se te da muy bien esto.

– Lo hago mucho.

– ¿Se lo haces a todo el mundo? ¿No hay personal médico que se encargue de eso?

– Sí, pero cuando no podemos pagarlo, nos lo hacemos unos a otros.

Leo pensó en aquello, que no le gustaba mucho. Pero los dedos de ella lo calmaban mucho y al fin decidió sentirse afortunado.

– En Italia sí tenéis, ¿verdad? -preguntó ella.

– ¿Qué?

– Aristócratas. Cuidado, no te muevas así o te puedo hacer daño.

– ¿Me he movido? No ha sido adrede -la palabra «aristócratas» lo había pillado desprevenido-. Italia es una república, pero aún tenemos algunos -contestó con cautela.

– ¿Los has visto alguna vez? ¿Has hablado con ellos cara a cara?

– No son una especie de reptiles, Selena.

– Eso es justo lo que son. Deberían estar encerrados en un zoológico.

– Pero tú no sabes nada de ellos.

– ¿Y tú?

– Sé que algunos no son tan malos.

– ¿Por qué los defiendes? Deberías estar de mi lado. Abajo la aristocracia, arriba los trabajadores.

– ¿Y te gustaría enviarlos a todos a la guillotina?

Selena movió la cabeza.

– No. Yo les haría ensuciarse las manos en el campo con trabajadores como nosotros.

– Tú no sabes si yo soy un trabajador -dijo él-. ¿Quién sabe lo que hago cuando estoy en Italia?

La joven dejó lo que estaba haciendo y le tomó una mano. Era grande y callosa.

– Claro que lo sé -dijo-. Esta es una mano de trabajador. Tiene cicatrices.

Era cierto, pero los campos en los que Leo trabajaba eran suyos y le procuraban una fortuna mayor que la de Barton. Su engaño le pesaba y de repente ya no fue capaz de soportarlo más.

– Selena…

Ella no pareció oírlo. Le había vuelto la mano y la sostenía con gentileza. Levantó la vista y lo sorprendió el candor inocente de su mirada. Había un brillo en sus ojos que parecía deslumbrarlo; apartó rápidamente la vista.

– ¿Qué ocurre? -preguntó ella con gentileza.

– Nada, yo… -le dedicó una sonrisa forzada-. Me duele todo el cuerpo. Mañana voy a estar destrozado. Creo que es hora de que me retire. Y tú también. Ha sido un día muy largo.

– Sí, es verdad -musitó ella-. Y muy duro.

La última noche del rodeo estaba prevista una barbacoa en casa de los Barton y una caravana de vehículos los seguía a su regreso al rancho.

Leo sentía una insatisfacción extraña. Se marchaba al día siguiente, pero no estaba preparado para eso. Allí había empezado algo que no había terminado, y no podía precipitar acontecimientos porque no conocía bien sus propios sentimientos.

Selena se le había metido en el corazón como ninguna otra mujer, pero entre ellos había diferencias, diferencias de estilo de vida, de país, de idioma. Ni siquiera buscaban el mismo tipo de futuro. Solo un gran amor podía vencer tantos problemas. ¿Y cómo esperar un amor así de una mujer que parecía no creer en el amor?

La idea de decirle adiós le dolía mucho. Confiaba en que a ella le ocurriera lo mismo, pero era imposible saberlo. Y quizá la respuesta estaba allí.

Desde la noche en que le masajeó la espalda se habían visto muy poco y él se sentía casi abrumado por su anhelo de verla, y por saber que no había sido del todo sincero con ella.

Al día siguiente del masaje había ido a un quiropráctico, que lo manipuló aquí y allá, le dijo que la próxima vez no fuera tan tonto y le cobró cien dólares.

En ese momento se cambiaba para la fiesta. De abajo llegaba ruido de música y risas y se asomó a la ventana. De la barbacoa salía humo oloroso, habían colgado luces entre los árboles y la música parecía llamarlo.

Selena ya estaba allí. La veía en el centro de un grupo pequeño y pensó que su futuro ahora sería más brillante y la ayuda que le había dado daría su fruto, aunque ella no lo supiera; aunque lo olvidara del todo y no volviera a pensar en él en toda su vida.

Bajó a unirse a la fiesta, donde había muchas cosas que podían distraerlo, desde comida, a whisky o mujeres hermosas. Pero de pronto había perdido el apetito y no quería beber. Seguía a Selena con los ojos; bailaba cuando no tenía más remedio, pero procuraba no perderla de vista.

Barton, como buen anfitrión, pedía a ratos brindis y rondas de aplausos. Leo se unió al aplauso que le dedicaron a Selena y levantó su vaso mirándola. Ella le de volvió el gesto.

Cuando todos volvían a bailar, se abrió paso hasta ella y vio que le brillaban los ojos.

– Me siento muy bien -dijo ella, feliz-. ¡Oh, Leo, si supieras lo bien que me siento!

– Me alegro mucho -musitó él con ternura-. Siempre he querido que te sintieras así.

– Acaban de entrevistarme para el periódico local por mis dos éxitos.

Después de haber quedado segunda en la carrera de barriles del primer día, quedó vencedora el segundo día y el tercer día volvió a llevarse el último premio. El último día había habido una carrera grande para las diez mejores competidoras de los días anteriores. Y se había hecho de nuevo con la victoria.

– ¿Sabes cuánto dinero tengo ahora? -preguntó maravillada.

– Sí, lo sé. Me lo has dicho. Y cuídalo.

– Es más de lo que he tenido junto en mi vida.

– ¿Qué vas a hacer con él?

– Participar en más rodeos. Con esto puedo tener para los próximos seis meses.

– ¿Y luego?

– Para entonces espero tener suficiente para el próximo año. Estoy en racha.

Y todo aquello no parecía indicar que tuviera intención de incluirlo de algún modo en sus planes.

Chocó vasos con ella y se alejó para meter a Carrie en el baile. Bailaron hasta que los dos acabaron riendo y sin aliento. Luego iniciaron el vals juntos.

– ¿Lo has conseguido? -preguntó Carrie.

– ¿Qué?

– Selena. ¿Está tan loca por ti como tú por ella?

Desde el día en que Leo había acudido a ella en la discusión sobre montar el toro, la chica había pasado a adoptar el papel de hermana comprensiva.

– Claro que no está loca por mí.

– Pero tú por ella sí.

– ¡Carrie, por favor!

– Vale. Pues me ha parecido verla buscándote y pensaba apartarme con discreción, pero si…

– Eres un encanto.

La besó en la mejilla y se volvió. Selena lo miraba con una sonrisa en los labios.

– Todavía no has bailado conmigo -dijo.

Carrie se alejó, como había prometido, y Leo y Selena bailaron un rato en silencio, pensando los dos que al día siguiente a esas horas habrían seguido ya caminos separados.

Selena estaba muy confusa. Había dicho adiós otras veces, pero nunca como aquella. Intentaba mostrarse práctica. Lo único que tenía que hacer era aguantar hasta que él se fuera y olvidarlo luego. No debería ser difícil olvidar a un hombre que vivía en el otro lado del mundo. Pero el corazón le decía que él no estaría ya nunca lejos porque ella lo llevaría consigo en todo momento durante el resto de su vida.

Cambió la música. De pronto un violín solitario empezó a tocar una melodía melancólica de anhelos y despedidas. No volvería a verlo nunca. Lo estrechó con fuerza y el corazón le dolió.

Con los ojos cerrados, no veía adónde la guiaba él. Solo sabía que bailaban, girando y girando, mientras los sonidos caían en intensidad. Siguió bailando en un sueño en el que solo existían ellos dos, girando y girando.

– Selena…

El susurro de su nombre le hizo abrir los ojos y encontró el rostro de él muy cerca del suyo.

– Selena -repitió acariciándole la cara con su aliento-. Sí -murmuró.

La besó en la boca con una ferocidad nacida de la desesperación. Ella se escurría entre sus dedos y abrazarla era como intentar retener un tesoro.

Selena respondía con la misma fiereza. Desde el momento en que se conocieron sabía que tenía que ocurrir algo entre ellos y había tardado demasiado. Ahora no podía soltarlo; tendría su hora de felicidad fuera cual fuera el precio y después la acompañaría su recuerdo.

Su vida le había enseñado poco en términos de amor y ternura. Lo que sabía lo había descubierto sola. Y ahora ocurría algo en su interior que era completamente nuevo. Hasta ese momento no sabía que estar en brazos de un hombre podía procurar tanta alegría y tristeza a la vez que no sabía cuál de las dos cosas era mayor. Pero no importaba. Estaba viva a sentimientos y sensaciones que no lamentaría nunca, por mucho dolor que le costaran. Y habría dolor. La vida sí le había enseñado eso.

Había besado a otros hombres, pero nunca de ese modo. Él era un hombre que seguramente había tenido muchas mujeres y, sin embargo, había una inocencia curiosa en su contacto como si él también experimentara algo por primera vez. A pesar de la pasión fiera, se percibía también la ternura, como si su cariño por ella fuera para él más importante que ninguna otra satisfacción.

Y sin embargo, la deseaba con locura. Ella lo notaba en el temblor de su cuerpo grande y fuerte, en el modo en que subía y bajaba su pecho. La excitaba saber que tenía aquel efecto en él. Lo deseaba con la misma intensidad y le devolvía el beso con toda la pasión de la que era capaz.

Fue él el que interrumpió el beso, la tomó por los hombros y la apartó unos centímetros para poder mirarla a los ojos.

– Hemos elegido un mal momento -dijo-. Quizá deberíamos…

– ¿Deberíamos qué? ¿Ser sensatos? ¿Quién quiere ser sensato?

– Bueno, yo no, pero tú… Selena, mañana… -se detuvo.

– Sí -susurró ella-. Sí.

El ruido de fondo se acercaba cada vez más. Vítores, risas, canciones, invitados alegres en los últimos gritos de placer antes de empezar a abandonar la fiesta. Leo miraba desesperado hacia donde la luz y el ruido avanzaban hacia él, rodeándolo.

– Eh, mira quién está escondido debajo de los árboles.

– ¿Quién es ella, Leo?

Él rió con fuerza, intentando eludir la pregunta. Alguien le puso una copa en la mano y la aceptó. Todo el mundo besaba a todo el mundo.

Cuando se volvió en busca de Selena, ella había desaparecido.

Pareció que transcurría una eternidad hasta que se despidieron todos, pero al fin todo quedó en silencio y Leo respiró hondo. Tal vez aún pudieran pasar un momento a solas y responder algunas de las preguntas que habían surgido debajo de los árboles.

Pero no había ni rastro de Selena. Después de las promesas que contenía su beso, lo había dejado.

Subió a su cuarto intentando ver un camino en medio de la confusión. No tenía ninguna intención de llamar a la habitación de ella. El próximo movimiento tendría que ser suyo.

O eso se decía. Pero sí llamó con suavidad a la puerta de su cuarto y, cuando no obtuvo respuesta, llamó más fuerte. Tampoco hubo respuesta.

Entró en su habitación. Miró el paisaje por la ventana, sabedor de que había sido una estupidez atreverse a soñar cuando se marchaba al día siguiente. Era demasiado tarde para que ocurriera algo. Lo mejor era ser sensato.

No supo qué le hizo darse cuenta de que no estaba solo en el cuarto. No fue algo tan definitivo como el sonido de una respiración, pero sí un cambio sutil en la atmósfera. Tendió la mano hacia la lámpara y una voz susurró en la oscuridad.

– No enciendas la luz.

– ¿Dónde estás? -preguntó él.

Selena no respondió, pero al momento siguiente dos brazos suaves rodearon su cuello y un cuerpo desnudo y delgado se apretó contra él.

– ¿Estabas aquí todo el tiempo? -preguntó él.

– Sí.

Desde el primer día le había parecido una gacela, una ninfa, tan delicada era su constitución. Ahora en la oscuridad, sus manos descubrían lo que sus ojos ya sabían, y encontraba la belleza con la que había soñado desde aquel momento.

Los dedos de ella le abrieron los botones de la camisa y buscaron su pecho, la leve subida y bajada de sus músculos, que acarició con las palmas.

– Si no piensas llegar hasta el final, estás haciendo algo muy peligroso -gimió Leo.

– Yo nunca empiezo algo que no piense terminar -murmuró ella.

Mientras hablaba, le bajaba poco a poco la camisa por los brazos, hasta que él no pudo soportarlo más y se la quitó de golpe. Entonces pudo estrecharla contra sí, regodeándose en la sensación de su piel suave contra la de él. Cerró los ojos.

Terminó de desnudarse lo más deprisa que pudo. Fueron abrazados hacia la cama y juntos se dejaron caer en ella, Selena encima de él.

– ¿Recuerdas cuando estuvimos así?

– El primer día cuando te saqué de la bañera. ¿Cómo olvidarlo?

– Pero no terminamos así.

– Por mí sí lo habríamos hecho.

– Por mí también.

– ¿Así de pronto?

– Así de pronto.

Reía como una sirena que hubiera atraído al fin a su presa al interior de su círculo, y a él no le importaba. Estaba dispuesto a ser la presa, o lo que hiciera falta, con tal de que acabaran de aquel modo.

Sus manos acariciaban todo el cuerpo femenino, disfrutando de su fuerza, sus movimientos fluidos y lo que ella le hacía.

– Creía que aún estabas dolorido -se burló ella.

– Recupero mi energía por segundos.

Selena empezó a cubrirlo de besos. Parecía conocerlo ya, comprender por instinto las pequeñas caricias que lo volvían loco. Cuando Leo se sentó despacio, sosteniéndola en su regazo, los, dedos de ella encontraron de inmediato el punto del cuello donde el más leve contacto podía hacerlo temblar. Desde entonces solo era cuestión de tiempo que descubriera también lo vulnerable que era su espina dorsal.

– Bruja -gruñó él.

– Mmmmm.

De pronto ya no pudo soportarlo más. Se dio la vuelta con una carcajada profunda, la colocó de espaldas y se situó encima.

– He pensado en esto hasta casi volverme loco -gimió.

– ¿Y por qué hemos perdido tanto tiempo? -susurró ella.

– ¿Qué importa eso? Ahora estamos aquí.

La besó por todas partes, celebrando sus pechos, su cintura, sus piernas largas y esbeltas. Ella estaba preparada para él y cuando la penetró, lanzó un suspiro de alegría.

Su forma de amar era como él… fuerte y entregada, lo que le faltaba de sutileza lo suplía con generosidad, y daba más de lo que tomaba. Sus movimientos lentos aumentaban el placer de ella, volviéndolo más intenso y hermoso. Tenía el control necesario para contenerse, para dárselo todo antes de dejarse ir.

Y luego fue como nada en el mundo había sido jamás. Solo por unos momentos. No lo suficiente. Ella quería mucho más y nunca dejaría de desearlo. Mientras los latidos de su corazón recuperaban el ritmo normal, sabía que él podía volver a acelerarlos solo con una palabra.

Se abrazaron con fuerza, esa vez no con pasión, sino con alegría, y se echaron a reír con ganas.

Y de pronto ya no fue divertido, sino solo hermoso y pleno, y ya no eran ellos mismos por separado, sino una entidad distinta formada por los dos.

Y al día siguiente tendrían que despedirse.

Selena sabía con anterioridad que Leo sería un hombre fácil de amar, pero nunca había estado tan segura de ello como cuando la abrazó después de hacer el amor y apoyó el rostro en su cuerpo como si necesitara algo más de ella que el puro placer físico.

Y ella pensó que aquello era jugar sucio. ¿Cómo iba a mantener su independencia de espíritu si él se comportaba así?

Pero cuando estuvo segura de que él dormía, lo abrazó, le acarició el pelo y lo besó una y otra vez en una pasión de ternura y despedida.

Capítulo 7

Lo peor de los aeropuertos era tener que llegar pronto, porque así las despedidas se prolongaban dolorosamente. Selena pensó que era aún peor si se esperaba que la otra persona dijera algo, sin estar segura de qué. Y fuera lo que fuera, él no lo dijo.

Ella lo llevó hasta el aeropuerto de Dallas. Comprobaron la hora del vuelo para Atlanta, facturaron el equipaje y buscaron un bar. Pero Leo se levantó de pronto y dijo:

– Ven conmigo.

– ¿Adónde vamos? -preguntó ella.

– Quiero comprarte un regalo antes de irme y acabo de darme cuenta de lo que tiene que ser.

Tiró de su mano hasta una tienda que vendía teléfonos móviles.

– Una mujer que se mueve tanto como tú necesita uno de estos.

– Antes no podía pagarlo.

Se sintió feliz por un momento de que él quisiera mantener el contacto, pero ninguna felicidad podía sobrevivir al hecho de que marchaba y quizá no volviera a verlo nunca.

Escogieron juntos un teléfono y él le pagó treinta horas de llamadas. Ella anotó el número en un trozo de papel y Leo se lo guardó en la cartera.

– Tengo que pasar la aduana.

– Todavía no -dijo ella-. Tenemos tiempo para otro café.

Tenía la espantosa sensación de que todo se precipitaba hasta el borde de un precipicio. Ella era la única que podía haberlo parado, pero no sabía cómo. No podía pronunciar las palabras, no las había dicho nunca, apenas las conocía.

La noche anterior había hecho todo lo posible por mostrarle lo que sentía. Ahora tenía roto el corazón y solo podía preguntarse por qué él parecía tan distante.

Pasó los últimos minutos mirándolo, intentando recordar cada línea, cada entonación de su voz.

Él se marchaba. Y la olvidaría.

Ella nunca había lucido una sonrisa tan brillante.

– ¿Los pasajeros…?

– Creo que es ese -Leo se puso en pie.

Selena lo acompañó casi hasta la puerta. Él le tocó la cara con gentileza.

– No me habría gustado perderme esto por nada del mundo -dijo.

– ¿No? -ella le dio un puñetazo en el brazo-. Me olvidarás en cuanto la azafata te haga un mohín.

– Nunca te olvidaré, Selena -dijo él, muy serio.

Por un momento pareció que iba a añadir algo. Ella esperó, con el corazón latiéndole con fuerza, pero él se limitó a inclinarse y besarla en la mejilla.

– No me olvides tú -dijo.

– Ya puedes llamar a ese teléfono para asegurarte de ello.

– Lo haré.

Volvió a besarla y se alejó. Por mucho que la joven lo intentaba, no podía encontrar en esos besos ningún eco de la noche anterior. Entonces era un hombre que pensaba solo en una mujer, absorto en ella, que daba y recibía placer; y no solo placer, también ternura y afecto. Ahora era un hombre que quería irse a casa.

En la puerta se volvió y la despidió agitando el brazo. Ella le devolvió el gesto y mantuvo la sonrisa en el rostro gracias a una gran fuerza de voluntad.

Luego él se marchó.

Selena no se fue enseguida, sino que esperó en la ventana hasta que salió el avión y lo observó desaparecer en el cielo.

Volvió entonces al aparcamiento y se sentó al volante.

¡Qué demonios! Eran barcos que se habían cruzado en la noche y nada más. Ante ella se extendía un futuro más brillante que nunca. Y era en eso en lo que tenía que pensar.

Golpeó el volante con fuerza. Era la primera vez en su vida que se decía mentiras.

Pero necesitaba una mentira reconfortante que la ayudara a superar ese momento.

– Tenía que haberle dicho algo -musitó en voz alta-. Algo para que lo supiera. Entonces a lo mejor me había pedido que me fuera con él. Oh, ¿a quién intento engañar? Podía habérmelo pedido de todos modos, pero ni se le ha pasado por la cabeza. No llamará. El teléfono ha sido un regalo de despedida. Deja de ser tan tonta, Selena. No puedes llorar en un aparcamiento.

El viaje de Atlanta a Pisa se hacía interminable. Leo intentaba dormir, pero no podía. Bajó del avión mareado de cansancio y de camino a la salida no dejó de bostezar. Resultaba extraño estar en su propio país.

Se dirigió a la fila de taxis; estaba tan absorto en calcular cuánto tiempo tardaría en llegar a su casa, que no prestaba atención al ruido que hacía alguien detrás de él. No supo qué lo atacó, ni cuántos eran, aunque testigos posteriores declararon que cuatro. Solo supo que de repente estaba en el suelo y unos desconocidos lo registraban.

Gritos, ruido de pasos que corrían. Se sentó y se tocó la cabeza, preguntándose por qué había tanta policía por allí. Unas manos lo ayudaron a incorporarse.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó.

– Le han robado, señor.

Lanzó un gemido y buscó el lugar donde debería estar su cartera. Estaba vacío. La cabeza le dolía demasiado para permitirle pensar con claridad. Alguien llamó a una ambulancia y lo llevaron a un hospital cercano.

Cuando despertó a la mañana siguiente, vio a un policía al lado de su cama con la cartera robada en la mano.

– La hemos encontrado en un callejón -dijo.

Como era de esperar, la cartera estaba vacía. El dinero, las tarjetas de crédito, todo había desaparecido. Pero lo que de verdad afectó a Leo fue que también había desaparecido el trozo de papel con el número de Selena.

Renzo, su capataz, fue a buscarlo al hospital y lo llevó a Bella Podena. En cuanto se vio entre las colinas de la Toscana, empezó a relajarse. Fuera cual fuera el tormento de su vida, su instinto le decía que era bueno estar en casa, donde crecían sus viñas y yacían sus campos de trigo bajo un sol benevolente.

Sus empleados lo apreciaban porque les pagaba bien, confiaba en ellos y les dejaba hacer su trabajo. En la última parte del trayecto, lo saludaban agitando la mano y le gritaban que se alegraban de verlo.

Las tierras de los Calvani eran extensas. Los campos de los últimos kilómetros eran suyos e incluso había un pueblo, Morenza, una comunidad pequeña de casas medievales, que estaba situado en propiedad de los Calvani, al pie de la ladera que conducía a la casa de Leo.

Su calle empinada se curvaba en torno a la iglesia y a un estanque pequeño, antes de salir del pueblo y subir entre viñas plantadas en la ladera para que les diera el sol.

En la cima estaba la casa, también medieval, hecha de piedra, con una vista magnífica sobre el valle. Entró en ella con una sensación de satisfacción, dejó las maletas en el suelo y miró a su alrededor, las cosas familiares que amaba.

Allí estaba Gina, con su plato predilecto preparado y listo para servirse. Su vino favorito estaba a la temperatura exacta. Sus perros predilectos lo recibían con alegría.

Comió mucho, besó a Gina en la mejilla para darle las gracias y fue al cuarto que usaba como despacho, desde donde dirigía sus propiedades. Un par de horas con Enrico, el secretario que supervisaba el papeleo en su ausencia, le demostró que Enrico podía arreglarse muy bien sin él. No hizo más preguntas. Al día siguiente recorrería los campos con hombres que se sentían tan cerca de la tierra como él mismo.

Pasó las dos horas siguientes hablando por teléfono con su familia y poniéndose al corriente. Después salió, con un vaso de vino en la mano, a mirar el pueblo, donde se encendían ya las luces. Permaneció mucho rato de pie, escuchando el viento entre los árboles y el sonido de campanas que resonaban en el valle y pensó que nunca había conocido tanta paz y belleza. Y sin embargo…

Era una bienvenida perfecta a un lugar perfecto. Pero de pronto se sentía más solo que nunca en su vida.

Se fue a la cama e intentó dormir, pero fue inútil, así que se levantó y bajó al despacho. En Texas era por la mañana temprano. Barton contestó al teléfono.

– ¿Selena sigue ahí por casualidad? -preguntó, esperanzado.

– No, se marchó justo después que tú. Vino aquí, recogió a Jeepers y se marchó. ¿Verdad que estuvo genial? Jeepers era el caballo que necesitaba. Con ese animal se convertirá en una estrella.

– Estupendo, estupendo -Leo intentaba mostrarse animoso, pero por algún motivo que no deseaba explorar, no le gustaba oír habar de los éxitos de ella a medio mundo de distancia-. ¿Te ha llamado?

– Llamó ayer para preguntar por Elliot. Le dije que está bien.

– ¿Preguntó por mí?

– No, no te mencionó para nada. Pero seguro que si la llamas…

¿Y por qué narices iba a llamarla si no le importaba lo bastante para que preguntara por él?

– No puedo llamarla. Me robaron y perdí el papel con su número de teléfono. ¿Puedes dármelo?

– Te lo daría si lo tuviera. No sé cómo ponerme en contacto con ella.

– ¿Puedes explicárselo la próxima vez que llame y decirle que se ponga en contacto conmigo?

– Desde luego.

– ¿Te dijo adónde se dirigía?

– Creo que a Reno.

– Le dejaré un mensaje allí.

Intentó concentrarse en su próxima visita a Venecia para la boda de Guido, su medio hermano, con Dulcie, su prometida inglesa. El día anterior habría otra boda, en la que su tío, el conde Francesco Calvani, se casaría con Liza, su ama de llaves de otro tiempo y el amor de su vida. Esa ceremonia sería íntima, con poca gente.

Antes esperaba con ganas un acontecimiento familiar alegre, pero ahora, de pronto, no estaba de humor para bodas.

¿Dónde se encontraba Selena? ¿Por qué no lo llamaba? ¿Había olvidado tan fácilmente su noche juntos?

Envió correos electrónicos a la página web del rodeo de Reno, en los que detallaba sus movimientos de los días siguientes y dejaba el número de teléfono de la casa de su tío en Venecia y el de su móvil. Le recordaba también el número de su casa.

Se aferró hasta el último momento a la esperanza de que ella lo llamaría. Pero el teléfono permaneció en silencio, y al fin tuvo que salir para Venecia.

Leo no estaba acostumbrado a sufrir. Era raro que una mujer saliera de su vida si él no quería. Pero si ocurría, se mostraba positivo. El mundo estaba lleno de mujeres alegres con las que pasar el tiempo. Sin embargo, ahora esa idea no conseguía animarlo.

Tomó el tren de Florencia a Venecia, donde lo esperaba una lancha de la familia para llevarlo al palacio Calvani, en el Gran Canal. Allí encontró a la familia comiendo. Besó a Liza y a su tío, a Dulcie, Harriet y a Lucia, la madre de Marco. Guido y su primo Marco también estaban presentes. Cuando terminó de saludarlos a todos, se sentó a comer.

Intentó comportarse como siempre y tal vez engañó a sus parientes masculinos, pero las mujeres tenían más intuición y, cuando terminó la comida, Dulcie y Harriet lo acorralaron en el sofá como un par de perros pastores que espantaran a un león y se sentaron una a cada lado de él.

– Al fin la has encontrado -dijo Harriet.

– ¿A quién?

– Ya sabes a quién. A la mujer que te ha cautivado.

– ¿Cómo se llama? -preguntó Dulcie.

Leo dejó de fingir. De todos modos, no podría engañarlas.

– Se llama Selena -admitió-. La conocí en Texas. Estábamos los dos en el rodeo.

– ¿Y? -preguntaron las dos al unísono.

– Y ella se cayó. Y yo también.

– O sea que tenéis algo en común -asintió Dulcie.

– Un matrimonio de almas gemelas -corroboró Harriet.

Leo recordó la dulzura de Selena, la fuerza de su cuerpo delgado, que tan delicado parecía en sus brazos.

– Fue maravilloso -dijo con brusquedad.

– Tenías que haberla traído aquí para presentárnosla -le dijo Harriet.

– Ese es el problema. Que no sé dónde encontrarla.

– ¿Pero no os disteis el nombre y la dirección? -preguntó Dulcie.

– No tiene dirección. Va por los rodeos y vive donde está en ese momento. Tenía el número de su móvil, pero me robaron la cartera con el papel dentro. He intentado localizarla por internet, pero no lo consigo. Puede que no vuelva a verla.

Las dos mujeres lo miraron con simpatía, pero Leo sospechaba que encontraban la historia graciosa. Y tal vez lo era. Leo Calvani, semental y espíritu libre, cautivado por una chica que se había evaporado. Divertidísimo.

Después de un rato se unió a los demás hombres, pero su compañía tampoco consiguió reconfortarlo. Dos novios próximos y un prometido no eran lo que necesitaba en aquel momento de desconsuelo.

El grupo se fue disgregando lentamente. Guido y Dulcie se marcharon juntos. Marco y Harriet salieron a pasear por las calles de Venecia. Leo salió al jardín, donde encontró a su tía Lucia sentada tranquilamente mirando las estrellas.

– Supongo que Marco y Harriet decidirán una fecha en cualquier momento -dijo Leo, sentándose a su lado.

– Eso espero. Sé que han salido juntos ahora, así que espero que vuelvan con la fecha.

– Te apetece mucho ese matrimonio, ¿verdad? -preguntó él con curiosidad-. Aunque no sea exactamente un matrimonio de amor.

– ¿Quieres decir que es arreglado? Sí, lo hice yo, no lo niego.

– ¿No habría sido mejor dejarle elegir a la novia?

– Me temo que habría tenido que esperar eternamente. Marco debe tener a alguien o acabará sus días solo, y eso sería terrible.

– Hay cosas peores que estar solo, tía.

– No, mi querido muchacho. No las hay.

Leo no pudo contestar. Por primera vez en su vida, pensaba que aquello era verdad.

– Y creo que tú lo estás descubriendo, ¿verdad? -preguntó la mujer con gentileza.

Leo se encogió de hombros.

– Es algo transitorio. He estado demasiado tiempo fuera. Ahora he vuelto y hay mucho trabajo… -se interrumpió.

– ¿Cómo es ella?

Volvió a contar su historia, aunque esa vez dedicó más tiempo a describir a Selena. Por una vez le salían con facilidad las palabras y consiguió hablar de la dulzura debajo de la armadura, de cómo la había ido descubriendo despacio y cómo lo había cautivado.

– La quieres mucho, ¿verdad? -preguntó Lucia.

– No, no creo que sea eso exactamente -se apresuró a defenderse él-. Lo que pasa es que no puedo dejar de preocuparme por ella. No tiene a nadie que la cuide. Nunca ha tenido a nadie. Solo a gente que la utilizaba. La única familia que tiene es Elliot. Por eso le parte el corazón pensar que el caballo pueda estar acabado. Porque aparte de él, está sola.

– Y según tú, tiene un buen puño izquierdo.

– Oh, en ese terreno puede cuidar de sí misma. Pero está sola por dentro. Creo que nunca he conocido a una persona tan completamente sola. Cree que no le importa, cree que es más feliz así.

– Tal vez lo sea. Tú mismo has dicho que hay cosas peores.

– Me equivocaba. Cuando pienso en ella pasando años así… engañándose pensando que es feliz, aislándose cada vez más…

– Seguramente no ocurrirá eso. Conocerá a un joven agradable y se casará con él. Dentro de unos años volverás a encontrártela y tendrá dos niños y otro en camino.

– Eres muy lista, tía -sonrió Leo-. Sabes que yo no quiero eso.

– Me pregunto qué quieres en realidad.

– Sea lo que sea, no creo que lo consiga.

Se apagaban ya las luces en el Gran Canal y el palacio empezaba a cerrar para la noche. Leo se levantó y ayudó a incorporarse a Lucia.

– Gracias por escucharme -dijo-. Me temo que Dulcie y Harriet me han encontrado un poco payaso.

– Bueno, tu vida ha estado llena de relaciones breves -comentó Lucia-. Pero si Selena es la mujer indicada, volverás a encontrarla. Aunque yo creo que está loca si no viene ella a buscarte a ti.

– Puede que ella no quiera encontrarme -contestó Leo, sombrío-. Y aunque quisiera, ¿de qué me serviría? Ella no quiere una vida corriente, vivir en un lugar con un marido e hijos.

– No sabía que tus pensamientos hubieran llegado tan lejos.

– No lo han hecho -se apresuró a decir él-. Hablaba en general.

– Oh, comprendo.

– A ella le gusta la carretera, ir de un sitio a otro sin saber nunca lo que te traerá el mañana. Así que probablemente no podría hacerla feliz de todos modos.

– Deja ya de hablar así. Si vuestro amor está destinado a ser, será. Mañana hay una boda y nos vamos a divertir todos mucho.

Cuando Selena llegó al patio del Cuatro-Diez, era ya tarde. Barton la estaba esperando.

– He oído que estuviste muy bien en Reno.

– Acabaré siendo millonaria -dijo ella-. Barton, ¿ocurre algo?

– Me llamó Leo.

– ¿Ah, sí?

– No finjas que no te importa. Yo creo que estás tan alterada como él.

– ¿Y por qué tengo que estar alterada?

– Porque él perdió tu número. Está como loco, ha llamado un montón de veces, te ha dejado mensajes para que lo llames tú.

– Pero yo no sabía…

– No. Yo tuve que salir unos días, así que dejé recado de que te lo dijeran si llamabas. Por desgracia, la persona a la que se lo encargué fue Paulie. No sé si es simplemente olvidadizo o si hay algo más -la miró a los ojos-. ¿Esto puede tener algo que ver con la vez que Paulie pisó un rastrillo?

– Bueno, no quería decírtelo porque fuiste muy bueno conmigo…

– Si te sirve de algo, yo también he querido pegarle muchas veces.

– Se propasó un poco y yo… bueno…

– ¿Fuiste tú? ¿No Leo?

– Claro que fui yo. Leo llegó cuando la pelea había terminado. Pero quizá fui demasiado lejos.

– Yo no diría eso -sonrió Barton-. Pero hiciste bien en no decírselo a su madre. Se toma muy a pecho esas cosas. Vaya, vaya, así que ahora se ha vengado.

– Quizá debería llamar a Leo ahora -Selena parecía abstraída.

– ¿No quieres hacerlo?

– Claro que sí, pero está muy lejos y en su país será otra persona.

– Pues entonces vete a buscarlo a su país. Averigua si puede ser tu país. Selena, cuando un hombre no deja de llamar y se agita tanto como este, es que tiene cosas que decirle a una mujer que no puede decir por teléfono.

– ¿Quieres decir que debería ir a Italia?

– No está en el otro lado de la luna. Tú sabes que yo cuidaré de Elliot y de Jeepers en tu ausencia.

Selena no contestó y Barton empezó a cacarear como una gallina.

– Yo no soy gallina.

– En el ruedo no, desde luego Nunca he vista a nadie mas valiente Pero esa es la parte fácil. El mundo da mucho más miedo. Quizá deberías pensar en eso.

***

Para cuando Leo volvió a casa, había casi conseguido convencerse de que las cosas eran mejor así. Era el modo que tenía el destino de decirle que Selena y él no habían nacido para estar juntos.

La boda había sido dura para él. Ver a su hermano tan feliz con Dulcie lo había hecho sentirse muy descontento con su vida.

Lo que no significaba que estuviera pensando en casarse él. La sola idea de imaginarse a Selena con el vestido de satén y encaje blanco que había llevado Dulcie le había bastado para poner las cosas en perspectiva. Selena seguramente se casaría con un sombrero Stetson y botas camperas.

Cuando llegó a casa casi había conseguido aceptar que lo habían pasado muy bien juntos, pero todo había acabado. Y que además era lo mejor. No quería seguir pensando en ella.

Gina acababa de terminar de hacer su cama. Lo saludó y fue a buscar el plumero que había dejado al lado de la ventana.

– Renzo quiere verlo esta tarde -dijo-. Me pregunto quién será esa.

– ¿Quién? -Leo se acercó a ella en la ventana que daba al camino que subía desde Morenza.

Una figura alta, con vaqueros y camisa, y dos bolsas en las manos, se dirigía hacia la casa, deteniéndose a veces a mirar hacia arriba con la mano cubriendo los ojos a modo de visera. Estaba muy lejos para verle la cara, pero Leo reconocía todo lo demás, desde el modo en que movía las caderas al andar hasta el ángulo de la cabeza cuando la echaba hacia atrás.

– Debe de ser forastera por aquí, porque… ¿Señor?

Leo ya no estaba en la habitación. Gina lo oyó bajar deprisa las escaleras y un instante después apareció abajo; corría tan deprisa que la mujer pensó que iba a caer de cabeza al valle.

La joven soltó las bolsas y echó también a correr, y al momento siguiente ambos estaban abrazados, ajenos al resto del mundo.

– Celia -gritó Gina a una de las doncellas-. Tenemos una invitada. Deja lo que estés haciendo y prepárale una habitación.

Miró de nuevo por la ventana.

– Aunque no creo que la use mucho -murmuró, sin apartar la vista de las dos figuras abrazadas.

Capítulo 8

– Dime que no estoy soñando, que estás aquí de verdad.

– Estoy aquí, estoy aquí. Tócame -Selena reía y lloraba a la vez.

Leo la apretó con fuerza y la besó repetidas veces por toda la cara.

– Te he imaginado tantas veces subiendo este camino que creía que era un truco de la luz.

– Esta vez no. ¡Oh, Leo! ¿De verdad te alegras de verme?

Él no pudo contestar. Le fallaban las palabras. ¿Si se alegraba de verla? Solo sabía que el nudo que sentía en la garganta le impedía hablar.

– Estás llorando -dijo ella, maravillada.

– Desde luego que no. Yo no lloro -se burló él. Pero tenía los ojos húmedos y no se los secó. Era latino, lo habían criado para que no se avergonzara de sus sentimientos y no tenía ningún deseo de ocultárselos a aquella mujer.

Le tomó el rostro entre las manos y la miró con ternura antes de darle un beso largo en la boca. Ella respondió poniendo el corazón en la caricia, sabedora de que ese era el motivo de que hubiera hecho un viaje tan largo y nada podía apartarla de allí.

Algo se movió detrás y luego a un lado. Bajó la vista y se vio rodeada de cabras. Bajaban por la ladera, rodeándolos y un cabrero sonriente hizo un gesto de saludo.

– Buenas noches, Franco -le dijo Leo, también sonriente.

Pensó que pronto todo el valle hablaría de su encuentro. Pero no le importó nada.

Colocó una de las bolsas de Selena debajo de un brazo, tomó la otra en la mano y le pasó el otro brazo en torno a los hombros. Siguieron subiendo juntos la colina.

– ¿Está tu familia de visita? -preguntó Selena, al ver caras en todas las ventanas.

– No, son… -se detuvo justo antes de decir: «las criadas»-. Dos de las chicas son sobrinas de Gina -dijo. Era cierto. Cuando necesitaba emplear a una persona nueva, se lo decía a Gina, que siempre proponía a alguien de su extensa familia.

Los rostros desaparecieron y cuando llegaron a la puerta estaba solo Gina, con una sonrisa de bienvenida. Les explicó que la habitación de la señorita estaba preparada y que enseguida llegarían refrescos de la cocina.

Gina se alejó y Leo abrazó de nuevo a Selena y apoyó la cabeza en su pelo.

– ¿Cómo es que ya me ha preparado una habitación? -preguntó ella.

– Te ha visto subir por la ladera y cuando luego… bueno, supongo que ya todo el mundo sabe lo nuestro.

Selena estuvo a punto de preguntarle qué era «lo nuestro», pero lo dejó pasar. Ella tampoco conocía la respuesta. Era lo que había ido allí a averiguar. Por el momento solo importaba la alegría que la embargaba al volver a estar con él. Se había atormentando durante el viaje pensando que él no querría verla allí.

El autobús la había dejado al lado del estanque de patos, en Morenza, desde donde pudo ver la casa situada en la cima de la cuesta. Había un taxi antiguo esperando y podía haberse limitado a señalar la casa al conductor, pero no se atrevió a hacerlo por si Leo la rechazaba y tenía que volver enseguida.

Por eso subió andando, muerta de cansancio, hasta que una figura familiar y muy querida salió volando a su encuentro y la abrazó llorando de alegría. Entonces supo todo lo que necesitaba saber.

Leo le mostró la habitación que acababan de preparar y de camino allí, ella miró la casa con sus pesadas paredes de piedra. Era tal y como él le había contado, pero mucho más grande.

Su habitación también era amplia, con suelo de madera pulida y la cama más grande que había visto en su vida, con un cabecero de castaño tallado. Las ventanas estaban protegidas con pesadas contraventanas de madera para que no entrara el calor y cuando Gina las abrió, Selena salió a un balcón que daba al valle y al paisaje más hermoso que había visto en su vida. Las colinas se perdían a lo lejos, mezclándose su verde con el azul del cielo.

Todavía hacía bastante calor para cenar fuera, viendo ponerse el sol. Gina les sirvió sopa de pescado, una mezcla de calamares, gambas y mejillones, ajo, cebollas y tomates. Selena tuvo la sensación de estar en el paraíso.

– Cuando volví, me encontré a Barton muy agitado -dijo; tomó un sorbo de vino blanco-. Le había dejado un mensaje a Paulie, que olvidó dármelo.

– ¿Pero mi atractivo irresistible te atrajo hasta aquí? -aventuró él.

– He venido a ver el rodeo de Grosseto -repuso ella con firmeza-. A nada más.

– ¿Nada que ver conmigo?

– Nada que ver contigo. No te hagas ilusiones.

– No, señora.

– Y deja de sonreír así.

– No sonreía.

– Sonreías como un gato que acaba de tragarse la nata. Que haya cruzado medio mundo para venir a buscarte no significa nada. ¿Comprendes?

– Claro. Y que yo haya pasado las últimas semanas entrando en páginas web como un loco para intentar encontrarte tampoco significa nada.

– Muy bien.

– Muy bien.

Guardaron silencio y se contemplaron mutuamente con alegría.

– Has vuelto a hacerlo -dijo ella-. Cuando he llegado, me has llamado carissima, pero no me has dicho lo que significa.

– En italiano, cara significa «querida» -dijo él-. Y cuando añades el issima, es una especie de énfasis, el superlativo de lo que quieres decir.

Selena lo miraba.

– Y por lo tanto -Leo le tomó la mano-, cuando llamas a una mujer carissima

De repente le resultaba muy duro. En el pasado había usado esa palabra con ligereza, casi sin significado. Pero ahora todo era distinto.

– Significa que es más que querida para él -repuso-. Significa…

Lo interrumpió la llegada de Gina a por los platos.

– Tagliatelle con calabaza, señor -dijo.

Leo sonrió y guardó silencio. Ya habría tiempo más tarde para decir todo lo que quería decir.

Terminaron la comida con miel de la Toscana y pastel de nueces. Para entonces, a Selena se le cerraban los ojos. Leo le tomó la mano y la llegó arriba. Se detuvo ante la habitación de ella.

– Buenas noches, carissima -dijo con suavidad.

– Buenas noches.

La besó en la mejilla y se marchó.

Permaneció despierto la mayor parte de la noche. Saber que ella dormía en la habitación de al lado hacía que sintiera que tenía un tesoro bajo su techo. El tesoro era suyo y lo conservaría aunque para ello tuviera que luchar con el mundo entero.

Se despertó al amanecer y se acercó a la ventana. Abrió las contraventanas y salió al balcón. Seguía maravillado por la llegada de ella y quería mirar el camino que subía desde el pueblo.

Una sombra en el balcón de al lado lo hizo mirar allí. Selena estaba en el balcón y no lo miraba a él, sino el valle, con el rostro absorto, como si estuviera en otro mundo.

Levantó la cabeza el tiempo suficiente para dedicarle una sonrisa y volvió a quedarse absorta en la contemplación del valle.

Leo lo entendió entonces.

Se puso la bata y fue al cuarto de ella, se acercó al balcón y le puso las manos en los hombros. Ella se apoyó contra él y Leo la rodeó con sus brazos a la altura del pecho y la mantuvo así, lleno de una satisfacción que no había conocido nunca.

Una luz suave empezaba a cubrir el valle, débil al principio, luego cada vez más intensa. Por unos momentos, fue una luz mágica, como de otro mundo.

Luego cambió, se volvió más dura, más firme, más prosaica. Y solo quedó el recuerdo de la anterior.

Selena suspiró con satisfacción.

– Eso era lo que quería -dijo-. Desde que me hablaste de esa luz, he anhelado verla.

– ¿Y qué te parece?

– Es tan hermosa como asegurabas. Lo más hermoso que he visto en mi vida.

– Mañana volverá a verse -dijo él-. Pero ahora…

La llevó con gentileza hasta la cama, donde ambos encontraron otro tipo de belleza.

Leo había imaginado muchas veces el momento en que presentaría Selena a Peri, la yegua que había querido vender unos meses atrás, pero cuya elegancia y espíritu lo habían impulsado a conservarla en espera de la persona indicada.

Esa persona era Selena. Siempre lo había sospechado y lo supo de cierto cuando presenció el amor a primera vista que se dio entre las dos. Para entonces se consideraba ya una especie de experto en flechazos.

Pasaban los días montando por campos y viñedos, y las noches uno en brazos del otro.

– Quédate aquí -le dijo él una noche cuando terminaron de hacer el amor-. No vuelvas a dejarme.

Ella hizo un movimiento y él se apresuró a añadir:

– Hazte cargo de los caballos. Cuida de mí… Las dos cosas o una de ellas, como prefieras.

Selena se incorporó sobre un codo y le miró la cara. Las contraventanas estaban abiertas y la luz de la luna llenaba la habitación.

– Ya era hora de que terminaras de decirme lo que significa carissima -musitó.

Se colocó encima de él.

– Si eres mi carissima -dijo Leo-, eres más querida para mí que él resto del mundo. Eres mi amor, mi adorada, la única que existe para mí.

Una semana después fueron a Morenza, una zona en el sur de la Toscana, cerca de la costa. A menudo se la conocía como «la Toscana del Salvaje Oeste», porque allí se criaban muchas cabezas de ganado y se valoraba todavía la destreza del vaquero tradicional.

Cada año se celebraba un rodeo que consistía en un desfile por las calles de la vecina ciudad de Grosseto y un espectáculo que duraba toda una tarde. Leo llevó a Selena a la ciudad a presentarle a los organizadores, a los que describió sus méritos con palabras muy elogiosas.

Selena entonces le dio también una sorpresa, al mostrarle una foto de él montando el toro.

– Conozco a un hombre que hace fotos de todo, no solo de los ganadores -le explicó-. Y tenía esta tuya. Estás muy bien, ¿verdad?

Estaba magnífico. Con un brazo levantado en el aire, la cabeza hacia arriba y el rostro sonriente y con expresión de triunfo.

– Nadie diría que al segundo siguiente estaba en el suelo -comentó.

Uno de los organizadores contempló la foto y tosió con respeto.

– Quizá, señor, pueda hacer una demostración en nuestro rodeo.

– Me parece que no -se apresuró a decir Leo-. En Texas hay toros muy especiales. Los crían por su bravura.

– No creo que aquí lo decepcionáramos, señor. Tenemos un toro que ya ha matado a dos hombres…

Leo tardó diez minutos en conseguir evadirse, mientras Selena se partía de risa.

– Le he dicho que tú correrás los barriles -le dijo él cuando se alejaban.

– Me parece bien. Pero no será lo mismo si tú no montas el toro.

– Piérdete.

La familia de Leo nunca se había desplazado al rodeo. Aquel año, sin embargo, aparecieron masivamente, porque para entonces ya sabían todos que Leo, el amante de las mujeres con formas voluptuosas, había caído víctima de una joven angulosa con figura de palo y pelo de fuego. Y un temperamento a juego.

El grueso de la familia Calvani se dirigiría a la granja, con intención de pasar la noche antes de seguir hasta Grosseto. Solo faltaba Marco. El conde y la condesa de Calvani viajarían desde Venecia con Guido y Dulcie.

Leo sabía que no podía retrasar más tiempo el momento de la verdad. Tenía que confesárselo todo a Selena… su riqueza y su relación con un título de nobleza. No sabía cuál de las dos cosas la horrorizaría más.

Pero los sucesos se precipitaron antes de que tuviera tiempo de planear una estrategia. Selena fue una mañana a buscarlo a su despacho.

– ¿Estás aquí? -preguntó.

Abrió la puerta un poco más. Leo no estaba, pero se oía su voz en el pasillo de más allá y entró en la estancia a esperarlo.

Algo le llamó entonces la atención.

Encima de la mesa había varias fotografías y la curiosidad la empujó a mirarlas.

Eran fotos de una boda y recordó que Leo había ido hacía poco a la boda de su hermano Guido. Estaban los novios y, a su lado, Leo, vestido como no lo había visto nunca.

Vestido impecablemente con frac y sombrero alto. ¿Y qué? Todo el mundo vestía así en las bodas. Pero de fondo había otras cosas que no podían pasarse por alto. Candelabros, cuadros antiguos, espejos de marco dorado. La ropa sentaba perfectamente como no sentaría nunca la ropa de alquiler. Y la gente poseía esa confianza especial que daba el dinero y el estatus.

Sintió algo raro en la boca del estómago.

– Acaban de llegar.

Leo estaba de pie en el umbral y le sonreía de aquel modo especial suyo que conseguía hacerle olvidar todo lo demás.

– Permíteme que te presente a mi familia -dijo. Se acercó a las fotos-. Estos son mi hermano Guido y Dulcie. Estos dos personajes de aquí son el padre y el hermano de ella, y no seré yo el que llore si no vuelvo a verlos en mi vida. Este de aquí es mi primo Marco, con su prometida, Harriet. Y este hombre es mi tío Francesco, con su esposa, Liza.

– ¿Qué es ese sitio detrás de vosotros? ¿Alquilasteis el ayuntamiento?

– No -repuso él-. Es la casa de mi tío.

– ¿Qué? ¿Él vive ahí? Parece un palacio.

– Supongo que es lo que es -contestó él con ligereza.

– ¿Qué quieres decir?

– Se llama el Palacio Calvani. Está en el Gran Canal, en Venecia.

– ¿Tu tío vive en un palacio? ¿Es de la realeza?

– No, no, nada de eso. Solo es conde.

– ¿Qué has dicho? No he entendido la última palabra.

– Es conde -repitió Leo de mala gana.

Selena lo miró de hito en hito.

– ¿Estás emparentado con un conde?

– Sí, pero por el lado equivocado -le aseguró él, como un hombre que argumenta circunstancias atenuantes para un delito.

– Pero ellos te conocen, ¿verdad? Eres parte de la familia.

Leo suspiró.

– Mi padre era hermano del tío Francesco. Si su matrimonio con mi madre hubiera sido válido, yo sería… bueno, el heredero.

Selena lo miró escandalizada.

– Pero no lo fue -la tranquilizó él-. Así que no lo soy. Ese es el problema de Guido, no el mío. Y está furioso. Como si yo tuviera la culpa. Lo desea tan poco como yo. Lo único que he querido siempre ha sido esta finca y la vida que llevo aquí. Tienes que creerme.

– Dame una razón para que deba creer una sola palabra de lo que me digas.

– Vamos. Yo nunca te he mentido.

– Pues, desde luego, tampoco me has dicho nunca la verdad.

– ¿Y tú me contaste la historia de tu vida desde el primer día?

– Sí.

– No estás usando la lógica -protestó él-. Si yo fuera tan pobre, ¿cómo es que conocía a Barton e iba a visitarlo?

– Me dijiste que le habías vendido caballos. Y en estos tiempos se pueden conseguir billetes de avión baratos. Y hay otra cosa. Este sitio, la gente, la tierra… por lo que tú decías, yo creía que tenías una granja pequeña alquilada, pero todo esto es tuyo, ¿verdad?

– Nunca he dicho que no lo fuera.

– ¿Y qué más cosas tienes? Eres el patrón de todo esto, ¿verdad? No solo aquí, sino en el pueblo y hasta la mitad del camino a Florencia.

– Más -confesó él con aire miserable.

– Eres más rico que Barton, ¿verdad?

Leo se encogió de hombros.

– No lo sé. Es probable.

– Yo creía que eras un hombre del campo, pero eres más bien un magnate.

– Soy un hombre del campo.

– Eres un magnate del campo.

Selena estaba pálida.

– Leo dime la verdad por primera vez Como eres de rico.

– ¡Maldita sea, Selena! ¿Te vas a casar conmigo solo por mi dinero?

– No me voy a casar contigo, arrogante…

– No pretendía decir eso y lo sabes.

– Todo aquello que te dije sobre que los millonarios no eran personas auténticas…

– Ahora sabe que te equivocabas.

– ¡Las narices! Jamás habría imaginado que tú pudieras hacerme algo así.

– ¿Qué he hecho? -imploró él a la habitación-. ¿Puede alguien decirme lo que he hecho, por favor?

– Has fingido ser lo que no eres.

– Por supuesto -gritó él-. Porque no quería correr el riesgo de perderte. ¿Crees que no lo sabía? Claro que lo sabía. A los cinco minutos de conocerte, sabía que eras una mujer ilógica sin sentido común. No quería espantarte y por eso jugué según tus reglas. Ni siquiera podía decirte que había… -se detuvo con los pies al borde del precipicio.

– ¿Decirme qué?

– No me acuerdo -vio los ojos de ella fijos en los suyos-. Está bien. La furgoneta y el remolque de caballos… los compré yo.

– ¿Los compraste… tú?

– Y a Jeepers. Selena, los del seguro se habrían reído de ti. Tú misma lo sabías. Era el único modo de que pudieras volver a la carretera. Yo solo esperaba que no te enteraras… o que no te enfadaras mucho si te enterabas -la miró, sin atreverse a creer lo que veía en su cara-. ¿Te ríes?

– ¿Quieres decir… -se atragantó ella -que el milagro eras tú y no Barton?

– Sí, yo, no Barton.

– No me extraña que te pusieras verde cuando te dije eso.

– Podría haberlo matado -confesó Leo-. Quería decirte la verdad, pero no podía, porque sabía que no querrías deberme nada. Pero se me ha ocurrido una cosa. Nos casamos y ese es mi regalo de boda. Y así está todo bien.

Selena lo miró fijamente.

– Lo dices en serio, ¿verdad?

– Bueno, si te casas conmigo, todo ese dinero también será tuyo, y entonces tendrás que callarte.

La joven permaneció un rato pensativa.

– De acuerdo, trato hecho.

No le dijo entonces que lo quería. Se lo dijo más tarde aquella noche, cuando él dormía pacíficamente a su lado. Tenía un sueño profundo, así que ella podía acariciarle el pelo, besarlo sin que se diera cuenta y susurrarle las palabras que no sabía decirle cuando la oía.

Otra noche él llevó vino y melocotones y se sentaron a comer y hablar.

– ¿Cómo llegó aquí tu familia? -preguntó ella-. Si sois condes de Venecia, ¿qué hacéis en la Toscana?

– Mi abuelo, el conde Angelo, se enamoró de una mujer toscana llamada Maria Rinucci. Esto -señaló el valle -era su dote. Como tenía la propiedad de Venecia para dejársela a su hijo mayor y heredero, mi tío Francesco, dejó esta otra en herencia a Bertrando y Silvio, sus hijos pequeños.

Hizo una pausa.

– Silvio optó por recibir su parte en metálico y se casó con la hija de un banquero de Roma. Marco es hijo de ellos. No lo verás la semana que viene porque creo que ha ocurrido algo entre Harriet, su prometida inglesa, y él. Ella ha vuelto a Inglaterra y él la ha seguido para intentar convencerla. Esperemos que la traiga de vuelta para nuestra boda.

Le acarició la mejilla.

– A Bertrando le gustaba vivir en el campo -siguió diciendo-, así que vino aquí y se casó con Elissa, una viuda, y me tuvieron a mí. Ella murió poco después de mi nacimiento y mi padre volvió a casarse con Donna, la madre de Guido. Pero luego resultó que Elissa no era viuda, como creían todos, sino que seguía casada con su primer marido. Por lo tanto, yo era ilegítimo y Guido y yo cambiamos las herencias.

– No te imaginas cuánto me alegro. Porque si no, tú y yo… No podría casarme contigo si tuvieras un título. Va contra mis principios. Además, a tu familia no le gustaría como condesa.

– Tú no sabes nada de ellos. Olvida todos esos prejuicios. No comemos en platos de oro.

– ¡Qué pena! Estaba deseando hacerlo.

– ¿Quieres callarte y dejarme terminar? Y no me mires así o se me olvidará lo que iba a decir.

– Bueno, hay cosas más interesantes que hacer que…

Leo le apartó la mano.

– Cuando termine. Mi familia no es como tú piensas. Lo único que les importará será que nos queramos. Guido y Dulcie acaban de casarse por amor, y el tío Francesco también. Esperó cuarenta años a que ella le diera el sí y se negó a casarse con ninguna otra. Ella también tenía ideas raras, pero él es un hombre paciente. Yo, sin embargo, no lo soy. Si crees que voy a esperar cuarenta años a que te entre el sentido común, estás loca. Y ahora, ¿qué decías de cosas más interesantes…?

Capítulo 9

Selena había intentado tomárselo con ligereza, pero conocer a la familia de Leo la ponía más nerviosa de lo que hubiera querido admitir. Él le había dicho que tenía la cabeza llena de tópicos, y en parte era cierto. Tenía miedo de hacer o decir algo que avergonzara a Leo; prefería montar a un toro que arriesgarse a hacer el ridículo.

La casa fue puesta patas arriba. Leo y Selena se retiraron a habitaciones más pequeñas, en la parte de atrás de la casa, para dejarles las mejores a sus tíos y a Guido y Dulcie.

Selena miraba con sorpresa cómo Gina preparaba la casa con la ayuda de dos doncellas, una cocinera y dos chicas del pueblo. La ponía nerviosa que la sirvieran.

– Bueno, ahora eres la señora de la casa -le dijo Leo-. Despide a todo el mundo y hazlo tú, si te apetece.

– ¿Ah, sí? -preguntó ella.

Leo la miraba divertido.

– También puedes cocinar, si quieres.

– ¿Has probado mi comida?

– El otro día me preparaste un sándwich y todavía me levanto por las noches. Déjales hacer su trabajo y tú ocúpate de lo tuyo, que son los caballos.

Con los caballos era todo más sencillo. Sabía lo que esperaban de ella. Por desgracia, también le recordaban a Elliot, lo que le producía ataques de nostalgia. Y la grandeza de la casa, cuando Gina terminó de transformarla, le hacía también añorar su pequeña autocaravana y viajar con Elliot por horizontes lejanos con el dinero justo para llegar a la próxima parada y confiando luego uno en el otro para ganar más.

Allí también había horizontes lejanos, pero le parecían menos salvajes ahora que sabía que pertenecían a Leo y, por extensión, también a ella. En un horizonte que le pertenecía no había misterio. Y tampoco emoción.

Pero apartaba aquellos pensamientos. Sabía que la visita de la familia era importante para Leo, así que, cuando este sugirió que podía comprarse un par de vestidos, no protestó. Eligió prendas lo más sencillas posibles, porque se sentía insegura y no quería llamar la atención.

El conde Francesco Calvani había decidido viajar desde Venecia en su limusina, porque pensaba que resultaría más cómodo para su adorada Liza, a la que no le gustaban los trenes.

Guido y Dulcie viajaban en su coche deportivo. Pararon a comer en Florencia y llegaron a Bella Podena por la tarde.

– Estábamos deseando verte -dijo Guido cuando abrazó a Selena.

A ella le cayó bien en el acto. Se parecía muy poco a su hermano, pero sus ojos tenían el mismo brillo.

Dulcie era casi tan delgada como ella, pero con una masa de rizos rubios que Selena le envidió en secreto. También la abrazó y le dijo que se alegraba de que pronto fueran a ser hermanas. Selena empezó a relajarse.

Más tarde se congregaron fuera para recibir al conde y la condesa. Cuando paró la limusina, salió el chofer y procedió a abrir una de las puertas.

De ella bajó una mujer bajita de rostro fino y delgado. Selena tuvo la impresión de que estaba muy tensa.

El conde salió del vehículo y sonrió a su esposa, que le devolvió la sonrisa y le puso una mano en el brazo. Entraron todos en la casa, donde se hicieron las presentaciones.

El conde Francesco Calvani poseía el encanto de la familia. Abrazó también a Selena como a una hija y le habló en un inglés excelente. Liza le sonrió, le estrechó la mano y le dijo unas palabras de bienvenida que tuvieron que traducir al inglés. Selena le dio las gracias con palabras igual de pomposas, que el conde tradujo al italiano.

Las dos mujeres se miraron a través de un abismo.

Selena, como señora de la casa, acompañó a Liza a su habitación, pero por suerte Dulcie fue con ellas y les hizo de traductora. Cuando al fin consiguió escapar, dando gracias al Cielo por ello, tuvo la horrible impresión de que la condesa hacía lo mismo.

Tenía la sensación de estar perdida en un desierto; todo lo que hacía le parecía mal, a pesar de que Leo le sonreía y le decía que lo hacía muy bien.

Su vestido parecía aburrido al lado de la elegancia sencilla de la condesa y de la belleza exuberante de Dulcie. Cuando Gina la llevó al comedor para que aprobara la colocación de la mesa, tuvo la impresión de que Gina sabía que todo aquello era un misterio para ella y la despreciaba por eso.

– Está todo de maravilla -dijo con desesperación.

– La comida está lista, señorita.

– En ese caso, supongo que debo traer a la gente.

Comunicó el mensaje a Leo, que hizo el anuncio. Sabía que debería haberlo hecho ella, pero prefería montar un toro a invitar a aquella compañía a «su» comedor. Empezaba a preguntarse cuándo habría un vuelo de vuelta a Texas.

Las cosas mejoraron un poco cuando se encontró hablando con Dulcie. Intercambiaron historias sobre su vida antes de los Calvani y a Dulcie le encantó lo que Selena le contó.

– Siempre me han encantado las películas del Oeste -dijo-. ¿De verdad hacéis esas cosas?

– Montar sí. Yo no uso el lazo, aunque sé hacerlo. Me enseñó un vaquero y dijo que era bastante buena.

– ¿Vas a usar el lazo mañana en Grosseto?

– Las mujeres no hacen eso en los rodeos. Solo participamos en las carreras de barriles.

Dulcie la miró con malicia.

– ¿Crees que los organizadores de Grosseto lo saben?

– Eres mala -sonrió Selena.

Guido y Leo miraban con satisfacción a sus mujeres desde el otro lado de la mesa.

– Siempre lo hacemos -observó Guido.

– ¿Qué? -preguntó su hermano.

– El tío Francesco dice que los Calvani siempre elegimos lo mejor, la mejor comida, el mejor vino, las mejores mujeres. Los dos lo hemos hecho bien.

La comida fue soberbia. El conde felicitó a la cocinera y a continuación declaró que la boda, por supuesto, tendría lugar en la basílica de San Marcos, en Venecia.

– Selena y yo hemos pensado en la parroquia de Morenza -dijo Leo.

– ¿Una parroquia? -el conde parecía no saber qué decir-. ¿Un Calvani casándose en un pueblo?

– Esta es nuestra casa -declaró Leo con firmeza-. Es lo que queremos los dos.

– Pero…

– No, tío.

El conde parecía dispuesto a seguir hablando, pero la condesa le puso una mano en el brazo y dio algo que Selena no entendió, aunque sí oyó su nombre.

– De acuerdo -dijo el hombre-. No diré nada más.

Dio una palmadita a su esposa en la mano y le respondió en el mismo lenguaje que había usado ella.

Selena pensó que no había que ser un genio para saber lo que habían dicho. La condesa no entendía a qué venía tanta discusión. San Marcos era demasiado bueno para Selena Gates. Y el conde se había mostrado de acuerdo con ella.

Por suerte, todos querían retirarse temprano para estar descansados al día siguiente. Normalmente Selena dormía sin problemas, pero aquella noche permaneció despierta durante horas, preguntándose qué hacía allí.

Salieron temprano para Grosseto y Leo instaló a la familia en un hotel desde el que podían ver el desfile. Selena y él fueron directamente al lugar de encuentro de donde partiría este.

Los dos iban vestidos con prendas del puesto de Delia, camisas vaqueras abrochadas hasta el cuello, botas de vaquero, cinturones con grandes hebillas de plata y sombreros Stetson.

El desfile fue impresionante. La banda municipal apareció en pleno, los jinetes poseían el esplendor rudo de personas que llevaban una vida dura y usaban a diario el lazo y los caballos.

Después del desfile, todo el mundo se desplazó a un campo cercano, para las competiciones de la tarde. La primera fue la doma del caballo. Leo se había apuntado y no lo hizo mal, aunque no ganó nada. Luego, instalaron los barriles y una voz habló de Selena por el altavoz y predijo que completaría el circuito en menos de catorce segundos.

Aquello suponía un gran reto, ya que los barriles estaban muy separados para eso y Peri carecía de experiencia. Las dos hicieron lo que pudieron y tardaron catorce segundos y medio, lo que no impidió que el presentador gritara «catorce segundos» cuando terminaron. Y la alegre multitud aceptó su palabra.

Si Selena creía que allí terminaba todo, la esperaba una sorpresa. La siguiente prueba era la de enlazar terneras y alguna persona traviesa la había apuntado. Guido siempre juró que no había sido él.

Al igual que Leo, consiguió arreglárselas para no quedar en muy mal lugar y la tarde terminó en medio de una buena atmósfera. Los Calvani la vitorearon hasta enronquecer, todos menos la condesa, que aplaudió sin mucho ruido.

Había una docena de puestos de comida que vendían especialidades y todos comieron libremente, hasta la condesa, que devoraba con placer.

– Ella es de esta zona -le explicó Leo-. Y no tiene a menudo ocasión de disfrutar de la auténtica comida toscana.

Cuando llegaron de vuelta a casa, todos tenían hambre de nuevo, y los pensamientos de Selena habían vuelto a cruzar el Atlántico.

– Me tomaría un perrito caliente -suspiró.

– Podemos hacerlos -dijo Gina-. ¿Qué se necesita?

– Salchichas y panecillos.

– Panecillos tenemos. Las salchichas las enviaré a buscar.

– Pero es tarde. Las tiendas están cerradas.

– Enviaré a Sara. El carnicero es tío suyo.

Media hora después, volvió la doncella con los mejores productos de su tío. Selena hizo perritos calientes al estilo toscano y todos declararon que eran excelentes.

Hasta la condesa comió dos. Y le sonrió y le dio las gracias en italiano.

Después, mientras tomaban café y bebían vino, Dulcie le dijo:

– Eres tal y como esperaba.

– ¿Sabías algo de mí? -preguntó Selena, sorprendida.

– Cuando Leo volvió de Texas, no hablaba de otra cosa; decía que eras maravillosa y que ya no tenía tu número de teléfono. Se estaba volviendo loco. Si no llegas a venir tú, estoy segura de que habría ido él a buscarte.

Selena levantó la vista y vio que Leo las miraba y sonreía avergonzado.

– Ahora ya lo sabes -dijo.

– Siempre lo he sabido -se burló ella-. Sabía que no podías resistirte a mí.

– Por otra parte -musitó él-, fuiste tú la que vino en mi busca.

– De eso nada. Yo vine al rodeo.

– Claro que sí.

– Claro que sí.

– Bien, ahora ha pasado -dijo él-. Puedes irte si quieres.

Pero se levantó y le puso una mano en el hombro.

Los demás los miraban sonrientes.

– Pues me iré -dijo ella, desafiante.

– Muy bien, vete -apretó la presión de la mano.

– Me voy.

– Bien.

– Bien.

– Vamos, acabad de una vez, necesito una copa -protestó Guido, exasperado.

Todos trasnocharon mucho, poco deseosos de ver terminar la noche. Un brindis siguió a otro hasta que al fin se fueron a la cama.

A la mañana siguiente partieron las visitas, con la promesa de volver a verse pronto en la boda. Hasta la condesa sonrió y besó a Selena en la mejilla, y esta empezó a pensar que se había preocupado sin motivo. Permaneció al lado de Leo hasta que desapareció el último coche y luego fueron a trabajar.

Era la temporada de la cosecha y Leo tenía que recoger la uva y la aceituna, así que no habría tiempo para la boda hasta más adelante. A Selena la fascinaba aquel aspecto de su vida y pasaba largas horas a caballo, montando con él.

Regresaban de noche, cansados pero contentos. El nerviosismo de la joven disminuía gradualmente. No había nada que temer y aquella vida feliz continuaría siempre.

***

La llamada de teléfono llegó una mañana de improviso. Selena salió de la ducha y vio a Leo preocupado.

– Ha llamado el tío Francesco. Quiere que lo dejemos todo y vayamos a Venecia ahora, en este mismo momento.

– Está loco. Estamos con la uva.

– Ya se lo he dicho, pero ha dicho que es urgente.

– ¿Crees que quiere discutir de nuevo contigo lo de la boda?

– Espero que no sea eso. Le he dicho muchas veces que nos casaremos en Morenza.

– ¿Y vas a ir a Venecia ahora?

– Vamos a ir los dos. Tengo que hablar con Renzo y luego sacaré el coche -lanzó un gemido-. ¿Por qué no podía decirme al menos lo que ocurre?

Cuando se acercaban a la ciudad, Selena preguntó:

– Si las calles de Venecia están bajo el agua, ¿dónde aparcaremos el coche?

– En la Plaza de Roma dejamos el coche y tomamos una lancha el resto del camino.

– ¿Una góndola?

– No, no funcionan como taxis, solo hacen viajes para los turistas. El tío nos enviará su lancha.

Pero cuando llegaron allí se encontraron con que los esperaba Guido con una góndola.

– Había olvidado que te gusta hacerte pasar por gondolero -sonrió Leo. Miró a Selena-. Tiene amigos gondoleros que le prestan el barco cuando le apetece trabajar un poco.

Guido metió sus maletas en la góndola y ayudó a subir a Selena.

– Tú escondes algo, hermano -sonrió Leo.

– ¿Quién yo?

– No te hagas el inocente. ¿Qué sabes tú que yo no sepa?

– Las cosas que yo sé y tú no llenarían un libro -repuso Guido-. No me culpes a mí. Es la vida. El destino.

Se pusieron en marcha y poco después entraban en el Gran Canal.

– Ahí vive el tío -Leo señaló un edificio a la derecha.

El palacio Calvini era un edificio monumental, con decoraciones de piedra en la fachada. Cuando entraron, había un montón de sirvientes para ayudarlos y la gran casa pareció envolverlos. Selena se apretó contra Leo.

– Lo sé -dijo este-. A veces yo también creo que no voy a salir con vida.

La joven soltó una risita y se sintió mejor. Si estaban juntos, no podía pasar nada.

Cuando vio su habitación, abrió mucho los ojos.

– Es tan grande como una pista de tenis -susurró a Leo-. Nos perderemos en ella.

– «Nos» no -corrigió él-. Mi habitación está en el otro extremo del pasillo.

– ¿No nos han puesto juntos? ¿Por qué?

– Porque no estamos casados. Tenemos que comportarnos.

Selena vio entonces algo que la sobresaltó.

– Leo, ¿quién es esa y qué hace con mi maleta?

– Es la doncella de Liza -dijo Dulcie, que apareció detrás de ella-. La ha enviado para que te ayude.

– ¿Por que cree que no puedo arreglármelas sola?

– No seas tan susceptible -dijo Dulcie-. Lo hace como un cumplido, porque eres una invitada honorable.

Selena pensó que podía tratarse de eso o también de un insulto sutil, un modo de decirle que la condesa sabía que no tendría doncella propia. El problema con aquella gente era que no sabía por dónde tomarlos.

Había contado con el apoyo de Leo, pero no tardó en darse cuenta de que él solo la comprendía a medias. Estaba con su familia, los quería y compartían pensamientos que no necesitaban palabras. Lo llamaban «el granjero», pero era con afecto, era uno de ellos de un modo que Serena no podía esperar serlo nunca.

A partir de ese momento veía significados ocultos por todas partes. Cuando la condesa fue a buscarla a su habitación para acompañarla personalmente a la cena, ¿fue un cumplido o un modo de decirle que era demasiado tonta para encontrar el camino?

Pero ella no se dejaría intimidar.

Respiró hondo y aceptó el asiento de honor, en ángulo recto con la condesa. Después se las arregló bastante bien con las copas y los cubiertos.

La comida era soberbia y ni siquiera su susceptibilidad morbosa podía convertirla en un insulto. Empezaba a relajarse cuando hubo una pequeña conmoción en la puerta y la familia Calvani se levantó en masa para recibir a un hombre y una mujer.

– ¡Marco! -gritó el conde con alegría-. ¡Harriet!

Tanto el hombre como la mujer eran altos y elegantes.

– No sabía si podríais llegar -dijo el conde, que se acercó a abrazarlos.

– Hemos conseguido encontrar sitio en un vuelo -repuso Marco-. No íbamos a perdemos la gran ocasión. ¿Habéis…?

– No, todavía no -lo interrumpió el conde-. Venid los dos; quiero presentaros al miembro más reciente de la familia.

Selena y Leo se miraron confusos a través de la mesa. ¿Gran ocasión?

A la joven le cayó bien Harriet, que se sentó a su lado y empezó a charlar entre bocado y bocado.

– Me alegro mucho de que Leo y tú hayáis terminado juntos -dijo.

– Ya le he contado lo mucho que hablaba de ella -intervino Dulcie.

– Sí.

– Lo cierto es que las dos os reísteis de mí -dijo Leo. Sonrió a Harriet-. Pero lo de Marco es peor. Tienes que haberlo afectado mucho para que te siguiera a Londres de ese modo y haya permanecido semanas allí. ¿Cuándo te vas a casar con él?

– Tendrá que ser pronto -rió Harriet-. Me va a dar la tienda como regalo de boda. Tengo una tienda de antigüedades -le contó a Selena-. El problema es que soy terrible en los negocios, pero Marco me ha enseñado «sentido común financiero».

– ¿Antigüedades? -preguntó Selena, mirando a su alrededor.

– Sí -asintió Harriet-. Estas cosas. Aquí se me hace la boca agua. Está lleno de historia y belleza. Se podría resumir la historia de Venecia en esta casa, la gente, las ocasiones…

Selena ya no la oía. Estaba deprimida. Por un momento había esperado encontrar un espíritu afín en Harriet, alguien que también se sintiera allí como pez fuera del agua. Y ahora resultaba que estaba tan en su salsa como los Calvani. Ella encajaría bien en la familia y Selena no.

Pero al menos le quedaba Dulcie, la detective privada, la chica trabajadora que había tenido que trabajar para ganarse la vida.

Tenía que aferrarse a aquel pensamiento porque empezaba a darse cuenta de que había cosas que no podía compartir con Leo porque, sencillamente, no las comprendía.

Y eso era lo peor de todo.

Capítulo 10

La comida tocaba a su fin. Se habían llevado los platos y en la mesa estaban ya el café y los licores. Se produjo un vacío en la conversación, como si todos reconocieran que había llegado el momento.

– ¿Todo el mundo tiene un vaso? -preguntó el conde-. Espléndido, porque tengo algo que anunciar.

Sus ojos se posaron en Leo y Selena.

– Como sabéis -continuó-, pronto iremos todos a la Toscana para el matrimonio de nuestros queridos Leo y Selena. Una ocasión alegre, que se volverá más alegre todavía por lo que tengo que deciros.

Hubo una pausa. Parecía no saber bien cómo continuar.

– Esta noche quiero hablaros de otra boda -siguió Francesco-. Una que pensábamos… ha habido una confusión todos estos años, pero ahora que las cosas están claras…

Miró a Guido.

– Díselo tú. Es tu historia.

Guido se puso en pie y se dirigió a Leo.

– Tío Francesco intenta decirte que hace muchos años hubo un error con el matrimonio de tu madre. No había estado casada antes, así que el matrimonio con nuestro padre era válido y tú eres legítimo.

Selena vio que Leo palidecía. Luego soltó una carcajada.

– Muy gracioso, hermanito. Siempre has sido un bromista.

– No es una broma -le aseguró Guido-. Está todo probado. Aquel hombre que apareció vivo y dijo que Elissa era su esposa… Nunca estuvieron casados. Franco Vinelli se había casado antes en Inglaterra. Era actor en una compañía de la Comedia del Arte e iban de gira por todas partes.

Soltó una risita.

– Se casó con una inglesa y cuando terminó la gira, la abandonó. Parece que pensó que una ceremonia civil en Inglaterra no tendría validez en Italia.

– Y tenía razón -repuso Leo con firmeza-. En aquellos días no habría sido reconocida aquí.

– Lo fue -le dijo su hermano-. Había un acuerdo internacional que especificaba que si un matrimonio era válido en el país en el que se contraía, tenía que ser reconocido en cualquier otro de los que firmaron el acuerdo. Tanto Inglaterra como Italia lo habían firmado, así que el matrimonio era válido aquí. Cuando se casó con Elissa ya estaba casado, lo que significa que ella era libre de casarse con nuestro padre. Su matrimonio fue legitimo y tú también.

– ¿Y quién puede probar eso después de tanto tiempo?

– No es tan difícil.

– Y supongo que tú lo has hecho.

– Claro. Nunca he querido todo esto y nunca he fingido quererlo. Es todo tuyo.

Leo miraba a su alrededor con aire de sentirse atrapado.

– Eso son tonterías y tienes que olvidarlas.

– Es la ley -rugió el conde-. No se puede olvidar. Tú eres mi heredero y así es como debe ser. Siempre has sido el hijo mayor…

– El hijo mayor ilegítimo.

– Ya no -le recordó Marco.

– Tú no te metas en esto. Es demasiado tarde para cambiar nada. Yo no creo en esas supuestas pruebas. No soportarían el escrutinio de un abogado.

– Ya lo han hecho -replicó Guido-. Han pasado por abogados, notarios, archivos de registros ingleses…

– ¿Y qué dice Vinelli?

– Murió el año pasado. No tenía familia y la gente cercana a él no conocía su matrimonio inglés.

– Tiene que haber alguien.

– Solo hay archivos.

– Seguro que has pensando en todos los detalles -dijo Leo con rabia.

– Seguro que sí.

– Te encanta esto, ¿verdad?

– No sabes hasta qué punto.

– Para ti es fácil, porque… -Leo miró a Selena, que estaba pálida-. ¿Y nosotros qué? -preguntó, tomándole la mano.

Ella se incorporó y se quedó de pie a su lado. Los otros parecieron darse cuenta entonces de que algo iba mal.

– Bueno, debo decir que esperaba más alegría -comentó el conde-. Creía que sería un gran día.

– No es maravilloso que le den la vuelta a tu vida -declaró Leo-. Y si nos disculpáis, Selena y yo vamos a retirarnos. Tenemos que hablar.

Salieron de la mano y, cuando ya no podían verlos, echaron a correr y no pararon hasta llegar a la habitación de él.

– Leo, no pueden hacernos esto.

– No temas, no se lo permitiré.

Pero su voz sonaba insegura y ella sintió un escalofrío.

– Sé que hay personas que soñarían con esto -dijo con voz ronca-. Dirían que estamos locos. De pronto eres un hombre importante con una gran herencia. ¿Por qué no nos alegramos?

– Porque es una pesadilla -repuso él-. Yo conde cuando sólo quiero ser un hombre del campo. ¿Tú quieres ser condesa?

– ¿Bromeas? Preferiría ser moza de establo.

Se abrazaron, buscando confianza en el otro, pero conscientes los dos de que luchaban contra algo que podía sofocarlos.

Hubo una llamada en la puerta. Dulcie asomó la cabeza.

– Tu tío quiere verte en su despacho -le dijo a Leo-. Hay papeles que quiere enseñarte.

– Voy.

Las dos mujeres se quedaron solas.

– ¿Qué sientes tú con todo esto? -preguntó Selena.

Dulcie soltó una carcajada y se encogió de hombros.

– Estoy harta de títulos. A mi madre nunca le ha gustado ser condesa.

– ¿Tú madre es condesa?

– Mi padre es un conde inglés.

– ¿Y vivís así? -señaló a su alrededor.

– ¡Cielo Santo, no! -rió la otra-. Nunca teníamos dinero. Mi padre se lo jugaba todo. Por eso trabajaba como detective privado. No podía hacer otra cosa. Un título no te cualifica para un trabajo serio -miró a Selena-. ¿Qué te ocurre? ¿Estás enferma?

– No, pero he entrado en una casa de locos.

Hubo otra llamada a la puerta. Esa vez era Harriet. La seguía un sirviente con un carrito en el que había champán. Dulcie empezó a servirlo y Harriet se sentó en un sofá y se quitó los zapatos.

– No os imagináis la conmoción que hay abajo -declaró-. Guido y Leo casi llegan a las manos. Oh, por cierto, Liza podía haber subido conmigo, pero dice que está cansada y ha ido a acostarse. Creo que la preocupa su inglés. No lo habla muy bien y tiene miedo de ofenderte -le dijo a Selena.

La joven pensó que la excusa de la condesa no era muy buena. Así funcionaba aquella gente. No se atrevían a expresar directamente su disgusto, preferían inventar historias.

Bebió con ansia el champán, que de pronto necesitaba más de lo que pensaba.

Leo esperó a que la casa quedara en silencio antes de salir de su cuarto. Necesitaba estar con Selena.

Pero cuando abrió la puerta de su habitación se encontró la cama vacía y ni rastro de su prometida. Encendió la luz para asegurarse y luego la apagó y fue a la ventana. Ante él estaba el Gran Canal, silencioso, misterioso, melancólico en su belleza. Muchos hombres le envidiarían aquella herencia, pero él prefería el campo abierto.

Vio algo por el rabillo del ojo y miró hacia el lugar en que el palacio formaba un ángulo recto. A través de unos ventanales vio una figura de blanco cruzando las habitaciones. Salió deprisa de la estancia y bajó hacia allí.

Encontró al fantasma en el salón de baile, andando a lo largo de los ventanales que iban desde el techo al suelo. Hojas de oro decoraban los marcos y del techo colgaban candelabros gigantes.

Pronunció su nombre con suavidad y ella se volvió a mirarlo. A pesar de la penumbra, veía lo bastante de su rostro para saber que estaba alterada. Se abrazaron con fuerza.

– No puedo hacerlo -gimió ella-. No puedo.

– Claro que puedes -la calmó él-. Puedes hacer todo lo que te propongas.

– No es cierto; puedo hacer muchas cosas, pero esto me aplastaría.

– No estaríamos atrapados aquí todo el tiempo…

– Al final acabaríamos aquí -se apartó de él y empezó a andar con nerviosismo-. Mira esta habitación. Dulcie se sentiría a gusto aquí porque se crió en un sitio parecido. Harriet estaría bien porque está lleno de antigüedades. Pero yo me paso el tiempo confiando en no chocar con nada.

– Con el tiempo sería distinto -musitó él-. Cambiarás…

– Tal vez no quiera cambiar. Quizá me parece que no tiene nada de malo ser como soy.

– Yo no he dicho…

– No, y no lo dirás nunca. Pero lo cierto es que, aunque nadie lo diga, venimos de mundos muy diferentes y lo sabes.

– Eso ya lo hemos superado antes.

– Sí, por la finca. Por la tierra y los animales y todo eso que amamos. Daba igual de dónde veníamos porque íbamos en la misma dirección, pero ahora…

– No tenemos que pasar mucho tiempo aquí. Todavía tenemos la finca.

– ¿De verdad? ¿No pasa a ser ahora de Guido?

– A él no le interesa el campo. Se la compraré. Y si es necesario, venderé algunas de las antigüedades de este sitio. Todas, si hace falta.

– ¿Y vivimos en la finca y dejamos vacío el palacio ancestral de tu familia? Tú sabes que no -se mesó los cortos cabellos-. Si esto estuviera en otro sitio, podrías mudarte al palacio y comprar tierra alrededor, ¿pero qué puedes hacer en Venecia?

– Por favor, carissima.

– No me llames así.

– ¿Por qué?

– Porque todo ha cambiado.

– ¿Tanto que no puedo decirte que te quiero más que a mi vida? Yo tampoco quiero esto, ¿pero no será soportable si te tengo a ti?

– ¡Calla! -Selena se tapó los oídos con las manos.

– ¿Por qué no puedo decirte que tu amor lo es todo para mí? -preguntó él con dureza-. ¿Por qué no puedes decir tú lo mismo?

– No lo sé -susurró ella al fin-. Leo, perdóname, pero no lo sé. Te… te quiero.

– ¿De verdad? -preguntó él, con voz más dura aún.

– Sí, te quiero, te quiero. Por favor, intenta comprender…

– Comprendo que sólo me quieres en ciertas condiciones. Cuando las cosas se ponen feas, ya no te basta con el amor.

Soltó una risita amarga.

– Es irónico, ¿no crees? Si perdiera todo mi dinero, podría contar con tu amor, pero si soy rico, me vuelves la espalda y te preguntas si vale la pena amarme.

– No es eso.

– Pobre o rico, soy el mismo hombre, pero tú sólo puedes quererme si llevamos la vida que deseas. Y yo también quiero esa vida. Tampoco quiero esto.

– Pues déjalo. Diles que no aceptas. Volvamos a la finca a ser felices.

– Tú no lo entiendes. Eso no se hace así. Ahora esto es mi responsabilidad para con mi familia y para con la gente que trabaja para nosotros y depende de nosotros. No puedo volver la espalda a todo eso.

La tomó con gentileza por los hombros y la miró a los ojos.

– Querida, sigue siendo una lucha, solo que diferente. ¿Por qué no puedes apoyarme en esto como harías en el caso contrario?

– Porque los dos lucharíamos contra un enemigo distinto y acabaríamos peleando entre nosotros. En cierto sentido, ya lo hacemos.

– Esto es sólo una pequeña discusión…

– Pero tú has disparado el primer tiro de la guerra hace un momento. ¿No lo has notado? «Tú no lo comprendes». Tienes razón. Y habrá millones de cosas que no comprenderé pero tú sí. Y tú no comprenderás las cosas que son importantes para mí y acabaremos diciéndonos mil veces al día «tú no lo comprendes».

Guardaron un silencio temeroso.

– No hablemos más esta noche -dijo él al fin-. Los dos nos hallamos en estado de shock. Vamos a dejarlo para cuando estemos más tranquilos.

– De acuerdo. Hablaremos cuando lleguemos a casa.

Aquello les daba al menos un respiro. Por el momento podían esconderse de lo que ocurría.

Leo la acompañó de vuelta a su habitación y en la puerta la besó en la mejilla.

– Procura dormir bien -dijo-. Vamos a necesitar de todas nuestras fuerzas.

Se alejó cuando ella cerró la puerta, sin que ninguno de los dos hiciera nada por seguir juntos.

Leo pasó el día siguiente encerrado con su tío, Guido y un grupo de abogados, mientras Dulcie y Harriet enseñaban Venecia a Selena. Esta intentaba disfrutar de la excursión, pero las calles estrechas y los canales la asfixiaban.

Entraron en San Marcos, donde Dulcie y Guido se habían casado hacía poco. Selena miró la iglesia y se sintió como una hormiga. Era un edificio magnifico, espléndido, pero la hacía sentirse muy pequeña.

Pensó en la iglesia pequeña de Morenza y se alegró de que su boda fuera a tener lugar allí y no en ese lugar que la aplastaba.

Dulcie parecía entenderla, ya que cuando salieron, dijo:

– Venid conmigo.

Y guió a las otras dos hasta una plaza cercana donde había vaporetti, los barcos autobuses de los venecianos.

– Tres hasta el Lido -dijo al hombre de la taquilla-. Vamos a pasar el día en la playa -anunció a las otras dos.

Selena empezó a animarse durante el viaje por la laguna. Después de tantos callejones volvía a estar en terreno abierto. Y cuando llegaron al Lido, la isla larga que bordea la laguna y que posee una de las mejores playas del mundo, vio el mar y se animó todavía más. ¡Eso sí eran espacios abiertos!

Compraron bañadores y toallas en las tiendas de la playa, se sentaron debajo de una sombrilla gigante y se untaron crema unas a otras.

Luego, corrieron por la playa para nadar en el mar. A Selena le encantó. Se había pasado la vida trabajando, y tontear al sol y en las olas sin más objetivo que pasarlo bien era una experiencia nueva. Empezó a pensar que quizá Venecia no estuviera tan mal después de todo.

Pero cuando terminó el día y hubo que volver, le dio la impresión de que el gran palacio la esperaba para tragársela.

Encontró a Leo triste pero resignado.

– No hay salida -dijo-. He pasado el día examinando mi futuro con abogados y contables. Están buscado el modo de que pueda compensar económicamente a Guido sin tener que vender la finca.

– ¿Podrán hacerlo?

– Si lo hago a lo largo de varios años, sí.

– ¿Y qué piensa Guido de eso?

– Dice que hagamos lo que me parezca mejor. Le da igual. Está tan contento de haberme cargado con esto que es como un niño de vacaciones. Y detrás de ese encanto juvenil hay un hombre de negocios astuto. Con su tienda de regalos gana una fortuna. Pero, por supuesto, tengo que darle lo que le pertenece.

– ¿Y conservarás la finca?

– Sí, pero la vida cambiará para nosotros.

– Para nosotros -asintió ella-. Quizá tenía que haber estado contigo en vez de que me enviarais a jugar.

– No creo que nadie intentara excluirte, es solo que todos hablábamos en italiano y no lo habrías entendido.

– Claro -sonrió ella.

– Quiero decir que ni los abogados ni los contables hablan inglés, y habríamos tenido que traducir.

– No importa. Tienes razón. No me concierne a mí, ¿verdad?

– Todo lo que me sucede a mí te concierne a ti -repuso él-. Lo siento. Quizá habría sido mejor que estuvieras.

– Perdona -dijo ella con voz ronca. Lo abrazó-. Hago muy mal en quejarme cuando tú también lo pasas mal.

– Quédate a mi lado -le pidió él, estrechándola con fuerza-. No me dejes luchar solo con esto.

– No lo haré.

– Tengo algo que confesar -suspiró Leo-. El tío ha empezado de nuevo con la boda. Dice que tiene que ser en San Marcos. Le he dicho que depende de ti.

– Ah, muy bien. Échame a mí la culpa -sonrió ella-. Más vale que aceptes. No puedes empezar tu nueva vida luchando con tu familia.

– Gracias, carissima. Mañana nos iremos de aquí.

– Todo irá mejor en casa -insistió ella.

Pero tenía miedo, y podía ver que a él le sucedía lo mismo. Era como si hubiera un demonio en el suelo entre ellos, obligándolos a girar a veces para eludirlo, pero sin que ninguno admitiera que estaba allí.

La condesa era quien más nerviosa la ponía. Su inglés era tan malo que no podían comunicarse excepto a través de un intérprete, y Selena no sabía cómo interpretar su incomodidad. Podía ser timidez o desaprobación. No lo sabía.

Al día siguiente, la condesa se acercó a ella antes de que se marcharan. No había nadie más presente y llevaba un diccionario en la mano.

– Quiero hablar… contigo -dijo con un tono que mostraba que recitaba una frase ensayada.

– ¿Sí?

– Las cosas son distintas… ahora… tu matrimonio… tenemos que hablar.

– Lo sé -repuso Selena con pasión-. No hace falta que me lo diga, lo sé. ¿Cómo puedo casarme con él? Usted no quiere que lo haga y tiene razón. Este no es mi sitio. Este no es mi mundo. Lo sé.

El rostro de la condesa adoptó una expresión tensa. Respiró con fuerza. Al momento siguiente se oyeron pasos en el suelo de mármol y se apartó.

Apareció el resto de la familia, que las rodeó. Se despidieron de todos y subieron a la lancha.

Capítulo 11

En la finca encontraron el alivio de tener que ocuparse de las cosechas de uvas y aceitunas. Los carros pasaban entre las hileras del campo, llenándose poco a poco de lo mejor que podía ofrecer la tierra. Selena estaba presente, a veces con Leo y a veces sola. Cuando estaba sola también podía comunicarse con la gente, porque la mayoría chapurreaba algo de inglés y ella empezaba a conocer palabras del toscano, que usaba de un modo que divertía a todos. Así iba forjando vínculos con ellos.

Y mientras veía bajar el sol pensaba que tal vez todo aquello fuera para nada. Porque, ¿quién sabía cómo estarían las cosas al año siguiente? ¿Quién sabía qué parte de la finca sería todavía propiedad de Leo? Todos aquellos amigos nuevos que hacía y con los que se sentía más cómoda que en el palacio grandioso de su nueva familia, ¿cuántos de ellos la considerarían todavía amiga pasados unos meses?

Percibía que ellos también estaban preocupados. No dejaban de hacerle preguntas, porque era la novia de su patrón y, por lo tanto, tenía que conocerlo bien. ¿Cómo decirles que tenía la impresión de que ya no lo conocía? La camaradería instintiva que habían disfrutado siempre parecía ahora solo un recuerdo.

Y además, lo veía menos porque lo llamaban continuamente a Venecia para que resolviera una cuestión u otra. Él le había jurado que las cosas cambiarían poco, pero los dos sabían ya que no podría cumplir su promesa. Se veía arrastrado centímetro a centímetro a un camino que ella no podía seguir.

Selena dormía a menudo en su habitación para ocultar que a veces se despertaba luchando por respirar. Tenía la sensación de vagar por un laberinto del que no había salida, solo caminos que eran cada vez más estrechos hasta que desaparecían del todo, llevándosela consigo.

Llamó al Cuatro-Diez y preguntó ávidamente por noticias de la familia Hanworth. Paulie se había ido a Dallas a empezar otra empresa de Internet… o eso decía, pero Barton le contó que un marido celoso había merodeado una temporada por allí lanzando amenazas contra Paulie si se atrevía a volver.

Billie se iba a casar con su novio, Carrie ejercitaba a Jeepers y habían recibido dos ofertas por él. Si Selena no iba a volver…

– No -dijo ella rápidamente-. Si no es bastante el dinero que te mando…

– Es más que suficiente -repuso Barton, ofendido-. ¿Crees que te negaría comida para un caballo?

– Sé que no. Habéis sido muy buenos conmigo, pero no quiero aprovecharme de eso…

– ¿Para qué están los amigos? Si no quieres que venda a Jeepers… Pero es un buen corredor y ahora se está desperdiciando.

– Lo sé, pero… aguántalo un poco más, por favor. ¿Cómo está Elliot?

– Muy bien. Carrie lo monta y dice que es encantador.

– Es cierto.

Colgó y fue a la cocina a hablar con Gina de la cena, pues Leo volvía ese día de Venecia. Después fue al despacho y trabajó en la parte administrativa de la granja de caballos.

Luego, enterró la cabeza en las manos y lloró.

Cuando llegó Leo estaba ya oscuro pues las noches eran cada vez más cortas. Cenó con placer, pero cuando Selena le preguntó qué tal el viaje, no dijo gran cosa.

Ella sabía lo que significaba eso. Poco a poco se iba dejando arrastrar al mundo de su familia y no sabía cómo decírselo.

Después de cenar subieron juntos las escaleras y, una vez en el cuarto de él, Leo la abrazó y besó con pasión. El deseo estaba siempre presente, tal vez más intenso ahora que era el único modo en que se comunicaban. Se desnudaron mutuamente con ansia, anhelando la unión que era todavía perfecta y en la que no había problemas.

Después, ella se quedó dormida en sus brazos; pero en cuanto se durmió, todo cambió. Soñó que luchaba por abrirse paso entre una espesura que se cerraba cada vez más a su alrededor, sofocándola. Despertó luchando por respirar.

– Carissima… -Leo se incorporó y encendió la lámpara de la mesilla-. ¡Despierta, despierta!

La abrazó y le acarició el pelo hasta que dejó de temblar.

– No pasa nada -murmuró-. Estoy aquí. Abrázate a mí; solo ha sido una pesadilla.

– No podía respirar -musitó ella-. Todo se cerraba sobre mí y no podía abrirme paso.

– Has tenido otras veces esa pesadilla, ¿verdad? -dijo él con tristeza-. Te veo dar vueltas en la cama y sé que eres desgraciada. Y luego, a la noche siguiente, insistes en que durmamos separados. Pero nunca me lo cuentas. ¿Por qué no lo compartes conmigo?

– No es nada -dijo ella con rapidez-. Solo un sueño. Abrázame.

Se abrazaron juntos largo rato.

– ¿Me vas a dejar? -preguntó él con suavidad.

En el largo silencio que siguió, sintió que la oscuridad cubría su corazón.

– No -repuso ella, al fin-. Creo que no… pero… tengo que volver una temporada. Sólo un tiempo.

– Sí -repuso él-. Sólo un tiempo.

Al día siguiente la llevó al aeropuerto de Pisa. Llegaron tarde y los pasajeros del vuelo para Dallas estaban embarcando ya.

– Tengo que darme prisa -dijo ella.

– ¿Lo llevas todo?

Ella soltó una risita.

– Me lo has preguntado muchas veces.

– Sí.

– Por favor, los pasajeros…

– Selena, no te vayas -dijo él de repente.

– Tengo que hacerlo.

– No, no tienes. Si te vas, no volverás. Es aquí donde tenemos que arreglar esto. No te vayas.

– Ese es mi vuelo.

– ¡No te vayas! Sabes tan bien como yo lo que ocurrirá si te vas.

Ella lo miró a los ojos.

– Lo siento, lo siento -las lágrimas bajaban por sus mejillas-. Lo he intentado, pero no puedo… Leo, lo siento. Lo siento.

Echó a correr y, en la puerta de embarque, se volvió a mirarlo una última vez. Ya no lloraba, pero la miseria de su rostro reflejaba la que sentía él. Por un momento pensó que se echaría atrás. Pero luego desapareció.

El invierno era una temporada fuerte en la tienda de regalos. Guido había elegido los artículos del año siguiente y estaba ocupado mostrando sus productos a los clientes. Dos semanas más tarde tenía una muestra tan grande que el único lugar en el que podía montarla era el palacio Calvani. El conde había gruñido algo sobre la «indignidad» de todo aquello, pero había dado su consentimiento.

Y durante los preparativos, Guido encontró tiempo para ir a Roma con Dulcie y compartir su buena noticia.

Después de dos días en Roma, celebrándolo con Marco y Harriet, que contaban ya los días para su boda, y con Lucia, que estaba en la gloria, se dirigieron a Bella Podena.

– Así que voy a ser tío -dijo Leo, brindando con ellos.

Era la quinta vez que lo hacía. La primera vez lo habían hecho todos los miembros de la casa, y los orgullosos futuros padres estaban inmersos en una nube de felicidad.

Pero Dulcie se sentía algo incómoda con su alegría. Percibía que la de Leo era algo forzada. En un momento en que ambos llevaban platos a la cocina, pues Gina se había acostado, le tocó el brazo y le preguntó con gentileza:

– ¿Has tenido noticias?

Leo negó con la cabeza.

– Volverá -dijo Dulcie-. No ha pasado mucho tiempo…

– Un mes, una semana y tres días -repuso él.

– ¿Sabes dónde está?

– Sí, he empezado a seguirle la pista por Internet otra vez. Le va bien.

– ¿No has hablado con ella?

– La llamé una vez. Estuvo muy amable.

– Llámala otra vez y dile que venga a casa -repuso Dulcie con firmeza.

Pero Leo movió la cabeza.

– Tiene que ser como ella quiera. No puedo quitarle su libertad.

– Pero todos perdemos nuestra libertad por la persona que amamos. O una parte de ella por lo menos.

– Sí, y eso está bien, si la entregas con alegría. Pero si es por coacción, no puede funcionar. Si no vuelve a mí por voluntad propia, no se quedará.

– ¿Y si no vuelve por que no sabe hasta qué punto la quieres?

Leo sonrió con tristeza.

– Lo sabes.

– ¡Oh, Leo!

Dulcie lo abrazó con fuerza. Él apoyó la cabeza en su hombro y ella lo acarició con ternura.

Guido, que entraba en la cocina con platos, se paró en el umbral.

– ¡Mi esposa en brazos de mi hermano! -anunció-. ¿Tengo que estar celoso, salir de aquí arrastrándome y pegarme un tiro?

– ¡Oh, déjate de tonterías! -le ordenó su esposa.

– Sí, querida.

– Todo saldrá bien -le dijo Dulcie a Leo.

– Por supuesto que sí -repuso este.

– No está nada bien -le dijo Dulcie a su esposo cuando se disponían a acostarse-. Gina me ha contado que a veces se queda en la ventana mirando el camino por donde la vio llegar la primera vez. Es casi como si esperara verla aparecer de nuevo por arte de magia.

– ¡Condenada mujer! -exclamó Guido-. ¿Por qué le hace esto?

– No dejes que Leo te oiga decir ni una palabra contra ella -le aconsejó Dulcie, acurrucándose contra él-. Él la comprende. Dice que tiene que buscar sola el camino a casa, que si no lo hace así, es que no es de verdad su casa.

– Eso es muy profundo para Leo. Antes sólo pensaba en caballos, cosechas y mujeres alegres, y no necesariamente en ese orden.

– Pero ha cambiado. Hasta yo lo he visto, y eso que no lo conocía mucho antes. Te diré una cosa. Leo cree que los sentimientos de ella son más importantes que los suyos.

– ¡Ojalá pensara yo lo mismo! -suspiró Guido-. La verdad es que me siento culpable. Si hubiera dejado las cosas como estaban…

– ¿Y qué otra cosa podías hacer? Los archivos estaban ahí. Son ellos los que tienen que buscar su propia salvación.

– ¿Y si fallan? ¿Qué ruido es ese?

Se levantó y fue a la ventana, desde donde miró un granero grande, del que salía una voz suplicante. Una luz débil salía por una de las ventanas.

– Parece Leo -agarró una bata-. ¿A qué está jugando? Debería estar en la cama.

Dulcie se puso también la bata y siguió a su esposo hasta el granero. La puerta estaba abierta.

En el interior, el heno llegaba hasta el techo, justo debajo del cual había un saliente. Había una escalera apoyada en uno de los soportes y Leo subía por ella hasta el final, que quedaba un trozo por debajo del saliente.

– ¿Qué pasa ahí arriba? -le gritó Guido.

– Es un búho. Está atrapado. Creo que se ha hecho daño en el ala.

– ¿No está seguro ahí arriba?

La voz de Leo le llegó débilmente.

– No puede volar en busca de comida y tiene crías. Estoy intentando bajarlos a todos.

– ¡Cuidado! -le gritó Guido asustado-. Es peligroso. ¿No tienes una escalera más larga?

– La están arreglando. Estoy bien. Solo me falta un poco.

Había llegado ya arriba y estaba al mismo nivel de los pájaros. Guido, que miraba desde abajo, vio una cara blanca de búho.

– ¿Se encuentra bien? -preguntó Dulcie, al lado de su esposo.

– Tiene serrín en la cabeza, pero eso no es nuevo -repuso Guido.

– Se puede caer de ahí -dijo ella, preocupada-. ¿Y todo por un búho?

– Desde su punto de vista, es su búho. Y él cuida de todo lo suyo.

Un susurro de triunfo les anunció que Leo había tenido éxito. Sostenía al búho herido en una mano y se apoyaba en la otra. Retrocedía con mucho cuidado, incapaz de ver por dónde iba.

– ¿Me falta mucho para la escalera? -preguntó.

– Un trozo -le dijo Guido-. Pero no puedes hacerlo con una mano ocupada.

Guido estaba ahora al lado de la escalera. Leo dejó al pájaro con gentileza en el heno y empezó a bajar, buscando el escalón superior con los pies. Cuando lo encontró, tendió las manos hacia el búho, pero este se asustó de pronto a agitar las alas y consiguió ponerse fuera de su alcance.

– No seas difícil -le suplicó Leo-. Unos minutos más y los dos estaremos a salvo.

– Déjalo -le pidió Dulcie desde abajo-. Es demasiado… ¡Leo!

Leo intentó atrapar al búho. Todo ocurrió muy de prisa. Perdió el contacto con la escalera, intentó desesperadamente hacer pie y cayó al vacío.

Después de Dallas, Selena había planeado dirigirse a Abilene, donde siempre le había ido bien, pero cambió de idea y decidió volver a Stephenville, a ver a Elliot.

Con Jeepers había formado un vínculo más profundo de lo que habría creído posible, pero Elliot era su familia. Había estado con ella en la época en que no tenía ni un centavo y, desde su punto de vista, había sido él el que le presentara a Leo.

No quería admitir para sí que también lo hacía por tener ocasión de ver a los Hanworth y hablar de Leo. Se esforzaba por mostrarse fuerte y sensata a ese respecto. Puesto que había tomado la decisión de sacarlo de su vida, no debía hablar de él.

Pero si surgía el tema, podía aliviar un poco el dolor que la acompañaba día y noche. La tentación de quedarse a su lado había sido abrumadora. La había combatido tanto por el bien de él como por el suyo propio. Estar a su lado año tras año, fallándole, sin comprender jamás las cosas que importaban en su mundo, y ver cómo aparecía en sus ojos la desilusión… eso habría sido insoportable.

Varias veces empezó a marcar su número, pero siempre consiguió parar a tiempo y colgar antes de terminar.

Casi oscurecía ya cuando llegó al Cuatro-Diez, más tarde de lo que esperaba porque había parado dos veces por el camino para pensar si debía seguir o no adelante. Había luces en la casa, y cuando llegó al patio, se abrió la puerta y Barton salió corriendo a su encuentro.

– Entra deprisa -le dijo con voz tensa-. El hermano de Leo está aquí.

– Barton, ¿ha ocurrido algo?

– Te lo contará Guido. Date prisa.

Selena entró rápidamente. Guido estaba allí. Al verla se levantó y ella vio que estaba muy pálido.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó.

– Leo tuvo una caída -dijo él.

– ¿Y? -preguntó ella, angustiada.

– Estaba en la parte alta del granero, intentando rescatar a un búho herido… ya sabes cómo es… y perdió pie y… cayó casi catorce metros.

– ¡Oh, Dios! Por favor, Guido; dime que está vivo.

– Si, pero no sabemos cuando volverá a andar.

Selena se llevó las manos a la boca. Leo, el hombre que nunca se sentaba si podía estar de pie, nunca andaba si podía correr… Leo en una silla de ruedas, o algo peor. Se volvió para que Guido no pudiera ver que se esforzaba por no llorar.

– He venido a llevarte a casa -dijo Guido-. Te necesita, Selena.

– Por supuesto. Oh, ¿por qué no me has llamado? Podría estar ya en camino.

– Sinceramente, no sabía si vendrías. He venido para llevarte a la fuerza, de ser necesario.

– Claro que irá -dijo Barton-. Déjalo todo aquí, Selena. Elliot y Jeepers estarán bien con nosotros. Vete, muchacha.

Los llevó él mismo al aeropuerto. Guido tenía ya billetes de avión.

– Te dije que no pensaba aceptar una negativa y hablaba en serio.

– ¿De verdad creías que no iría si Leo me necesita?

– No sé si me habrías creído por teléfono.

– Pero has venido hasta aquí a buscarme -musitó ella.

– Tenía que hacerlo. No sé cómo estará él, pero sé que tienes que estar allí.

Dormitó la mayor parte del viaje y Selena viajó inmersa en sus pensamientos. Estaba confusa. Hasta que no volviera a ver a Leo de nuevo no sabría lo que pensaba.

Un coche los llevó desde el aeropuerto de Pisa hasta el hospital. Selena se clavaba las uñas en la palma. Ahora que había llegado el momento, la aterrorizaba lo que iba a encontrarse. Los últimos metros hasta la habitación de Leo le parecieron interminables.

Guido abrió la puerta del cuarto y se hizo a un lado para dejarla entrar.

La joven miró la cama. Allí no había nadie.

– ¿Selena?

La voz procedía de la ventana. Se volvió y lo vio apoyado en muletas, con una pierna escayolada.

– ¿Selena? -dio un paso vacilante hacia ella y al instante siguiente estaba en sus brazos.

Fue un beso extraño, abrazados, sin atreverse a apretarse mucho, pero fue el beso más tierno que habían compartido.

– ¿Qué haces aquí? -preguntó él al fin, cuando pudo hablar.

– Tu hermano…

Leo soltó una risita.

– ¿Ya está otra vez con sus trucos?

Selena se volvió hacia Guido, que los miraba con inmensa satisfacción.

– Tú me dijiste que no podía andar.

– Y no puede -repuso Guido con inocencia-. Por eso tiene muletas. Se rompió el tobillo.

– ¿Se rompió…?

– Otro hombre se habría matado en una caída así. Pero el diablo cuida de los suyos y Leo aterrizó en un haz de paja.

Salió de la habitación y los dejó solos.

– Has vuelto conmigo -dijo él con voz ronca-. Abrázame.

Ella lo hizo; Leo no pudo reprimir un quejido.

– No importa -dijo-. Lo único que importa es que has vuelto y te vas a quedar. Sí, te vas a quedar -dijo con rapidez, antes de que ella pudiera discutir-. No volverás a dejarme. No podría soportarlo.

– Yo tampoco podría -dijo ella con fervor-. Ha sido terrible estar sin ti. Intentaba convencerme de que había hecho lo correcto, luego cambiaba de idea y pensaba en venir, y después tenía miedo de avergonzarte porque quizá habías encontrado a otra persona…

– Estúpida mujer -dijo él con cariño.

– Vamos -musitó ella-. Tienes que estar en la cama.

Lo ayudó a quitarse la bata. Debajo su pecho estaba desnudo, excepto por algunas gasas, y ella dio un respingo al ver la multitud de golpes y moratones que tenía.

– No importa, están mejorando -dijo él.

Se tumbó en la cama, agotado.

– Si no te importa subirme la sábana… ¿Selena? No llores.

– No lloro -gimió ella.

– ¿No?

– No. Tú sabes que no lloro nunca y no te atrevas a… Oh, ¿tú has visto eso? ¡Oh, querido, querido…!

Leo la abrazó y la besó en la frente.

– Parece peor de lo que es -declaró-. Sólo son unas cuantas contusiones. Bueno, hay un par de costillas rotas, pero nada para lo que podía haber sido.

Guido entró en la habitación sin que ninguno de los dos se diera cuenta.

– Pensé que no volvería a verte -dijo Leo-. Es como un sueño hecho realidad. ¿Cómo pudiste dejarme?

– No lo sé. Pero no volveré a hacerlo.

Una semana después estaba en su casa, tras haber prometido a los médicos que se metería en la cama en cuanto llegara y haber pasado el primer día en el coche, que conducía Selena, recorriendo sus tierras.

– Y ahora te vas a la cama como prometiste -dijo ella con firmeza cuando llegaron a la casa.

– Sólo si tú me acompañas.

– No estás lo bastante bien para eso.

– Estoy lo bastante bien para abrazarte -dijo él-. Eso es lo que más he echado de menos. ¿No lo sabes?

Se movía ya con más facilidad y, cuando se instaló en la cama, pudo abrazarla sin quejarse mucho.

– ¿Estarás bien para el viaje de la semana que viene? -preguntó ella.

– Claro, Venecia no está lejos y no me perdería la boda de Marco por nada del mundo. Y no temas, que ellos se casen en San Marcos no quiere decir que todo el mundo vaya a darnos la lata para que hagamos lo mismo. Comprenden que queramos casarnos aquí -suspiró-. Estoy deseando que ocurra. Podemos ir mañana a la iglesia a hablar de ello.

Silencio.

– ¿Querida? ¿Ocurre algo?

– No apresuremos las cosas.

– Bueno, yo no puedo apresurar nada, ¿verdad? Mírame. Tengo que ponerme bien del todo porque quiero disfrutar del día de nuestra boda, pero no tardaré mucho…

– No me refería a eso -ella se sentó en la cama-. Leo, yo te quiero, por favor créeme. Y ahora que he vuelto, no volveré a irme porque fue demasiado doloroso. Pero en cierto sentido, nada ha cambiado. Lo que antes estaba mal lo sigue estando.

Hubo una pausa.

– No te dejaré, lo juro, pero… no puedo casarme contigo.

Capítulo 12

Gina preparó para desayunar una variedad de platos, que obligó a comer a Leo hasta que este acabó suplicando misericordia.

– Ya recojo yo -dijo Selena-. Sé que tienes mucho que hacer.

– Sí, señorita.

– Ya está -dijo Leo cuando se quedaron solos-. Gina te ha aceptado como su señora. Por lo que a ella respecta, es un tema cerrado.

– Gina me halaga. Sabe que yo no sabría llevar una casa.

– Por supuesto, es su trabajo. El tuyo es dejárselo todo a ella. ¿Pero no te has dado cuenta de que ahora te pregunta a ti y no a mí? -apoyó los dedos en el dorso de la mano de ella-. Señora Calvani -murmuró.

– Leo, te dije anoche…

– Esperaba que fuera una pesadilla -gimió él-. Te fuiste tan deprisa…

– Tú no decías nada.

– Quería fingir que no había ocurrido. Selena, por favor, olvidemos lo de anoche.

– No puedo casarme contigo -insistió ella-. No podría ser una condesa aunque mi vida dependiera de ello. Tu tío no vivirá eternamente. ¿Y qué pasará cuando heredes? Un día querrás ser un conde con todo lo que implica. Venecia, el palacio, la sociedad, todo.

– ¿Yo? -preguntó él, horrorizado-. Selena, por favor, soy un hombre de campo. No puedo criar caballos en Venecia. Se ahogarían.

Pero su intento por bromear fue infructuoso. El rostro de Selena permanecía tan terco como siempre.

– No puedo creerlo -dijo él-. Pensaba que habíamos decidido que nos amábamos y estaríamos siempre juntos. ¿O me he perdido algo?

– No, querido mío, yo te amo. ¡Oh, Leo, si supieras cuánto te quiero! Me quedaré, pero no así.

– Pues lo siento mucho, porque así es como yo soy -repuso él con dureza.

– Pero yo no puedo ser así -dijo ella.

Y de pronto el foso volvió a estar presente entre ellos, como si nunca hubieran vuelto a juntarse.

Parchearon las grietas para ir a Venecia para la boda. Allí sonrieron e interpretaron a la perfección sus papeles. El palacio estaba lleno de invitados y Selena se alegró de poder perderse entre la multitud. Leo y ella habían acordado no hablar a la familia de sus diferencias, y recibieron más de una indirecta para que fijaran de una vez la fecha. Pero les resultaba más fácil lidiar con eso que decir la verdad.

Y Selena sabía que Leo confiaba en que, si no decían nada, ella acabara olvidando su resolución.

En la gran basílica de San Marcos vio llegar a la novia y supo que Harriet se encontraba a gusto en aquel entorno grandioso. Dio la mano al hombre que amaba y él la miró a los ojos llenos de emoción. Su felicidad parecía llenar la iglesia y alcanzar a todos los presentes.

Selena buscó los ojos de Leo. Y creyó ver reproche en ellos, como si la acusara de negarle la misma felicidad. Apartó la vista. ¿Por qué no podía comprender que lo que hacía lo hacía por los dos?

A medida que avanzaba la velada, buscó a Leo, pero este se había encerrado en el despacho del conde con otros hombres. Y permaneció allí hasta que ella se hubo acostado.

Al día siguiente se despidieron y, durante el viaje, él dormitó mientras ella conducía. Salieron ya tarde, así que había oscurecido cuando llegaron a casa. Selena le dijo a Gina que podía acostarse y fueron a buscar la cena que les había preparado.

– Se lo has dicho, ¿verdad? -preguntó ella, mientras destapaban los platos.

– No hacía falta. Sabían que pasaba algo raro.

– O sea que ahora lo saben. Quizá sea lo mejor.

– Selena, ¿nada de lo que pasó allí significa nada para ti? ¿No viste el compromiso que aceptaban Marco y Harriet con el otro? Por eso es importante el matrimonio. Sin eso, no hay compromiso. Yo creía que entre nosotros había compromiso, pero tú ahora me dices que no. ¿Qué futuro podemos tener así?

– Haremos nuestro propio futuro, a nuestro modo…

– ¿A tu modo, quieres decir? Yo te quiero. Quiero que seas mi esposa.

– Es imposible.

– Solo es imposible si tú lo haces imposible -respiró hondo-. A mí lo que me resulta imposible es seguir así.

– ¿Qué estás diciendo?

– Digo que te quiero y que estoy orgulloso de ti. Que quiero salir de la iglesia contigo del brazo y decirle al mundo que tú eres la mujer que he elegido y la que me ha elegido a mí. Y espero que tú quieras lo mismo…

– Continúa.

Leo lo dijo, aunque fue como si le arrancaran las palabras a la fuerza.

– Si no es así, es que no tenemos nada y lo mejor será que vuelvas a casa.

– ¿Me estás echando, Leo?

Él golpeó la mesa con la mano.

– ¡No, maldición! -rugió-. Quiero que te quedes. Quiero que me quieras, que te cases conmigo y que tengamos hijos. Quiero pasar el resto de mi vida contigo. Pero tiene que ser casados. ¿A ti eso te suena a que te echo?

– A mí eso me suena a ultimátum.

– Está bien; lo es. Si me quieres la décima parte de lo que siempre has dicho, cásate conmigo. No puedo ceder en esto. Es demasiado importante para mí.

– ¿Y qué pasa con lo que es importante para mí?

– No he oído hablar de otra cosa excepto de lo que es importante para ti, y he intentado entenderlo aunque eso me ha hecho pasar un infierno. Ahora me toca a mí decirte lo que quiero.

Selena miró a aquel hombre al que creía conocer. Leo al fin había perdido los estribos, no del modo medio humorístico en que lo había visto rugir de frustración, sino con furia genuina. Sus ojos brillaban, pero se pasó las manos por el pelo e intentó calmarse.

– Perdona -dijo-. No era mi intención gritar.

– No me importan los gritos -repuso ella, sincera-. Yo también puedo gritar a mi vez. Se me da bien.

– Sí, lo sé -dijo él, tembloroso-. A mí tampoco me importan los gritos. Es el silencio lo que no soporto.

– Hay muchos ahora -asintió ella.

Dio un paso hacia él. Se abrazaron y se besaron con pasión.

– No vuelvas a asustarme así -dijo ella-. Pensaba que iba en serio.

– Va en serio -Leo la soltó.

– No, Leo, por favor… escucha…

– Te he escuchado ya mucho -repuso él con firmeza-. No puedo hacerlo a tu modo. Tu ya eres mi esposa aquí -se tocó el corazón-. No puedo vivir diferente por fuera. No puedo llevar una vida dividida.

– ¿Y de verdad me echarías de aquí?

– Querida mía, si intentáramos hacerlo a tu modo, nos distanciaríamos muy pronto y nos separaríamos desgraciados. Nos quedarían sólo recuerdos amargos. Es mejor separarse ahora, cuando aún queda amor que recordar.

– Oh, eres…

Se volvió y empezó a golpearse la cabeza contra la pared. Leo la sujetó y la estrechó contra sí.

– A mí también me apetece hacer eso -dijo-, pero sólo consigues que te duela la cabeza.

– ¿Qué vamos a hacer? -preguntó ella llorando.

– Vamos a comer algo y luego vamos a hablar como personas civilizadas.

Pero no podían hablar. Cada uno había dejado clara su posición y los dos reconocían que el otro era inamovible. ¿Qué más quedaba por decir?

Los dos se alegraron de irse a la cama en sus habitaciones separadas, pero después de un par de horas de dar vueltas y no poder dormir, Selena se vistió y bajó.

No encendió ninguna luz, pero fue de una habitación a otra en silencio, pensando si se iría pronto. Habría sido fácil aceptar casarse con él, pero la convicción de que ambos pagarían un precio muy alto por ello se lo impedía. Correría el riesgo por sí misma, pero no por él.

Se sentó en un sofá cerca de la ventana y se quedó dormida.

La despertó una mano que se posaba en su hombro.

– Despierta, querida -dijo Leo.

– ¿Qué hora es?

– Las siete de la mañana. Tenemos visita. Mira.

Dos coches que reconocían subían por la cuesta.

– Es la familia -dijo Leo-. ¿Por qué nos han seguido?

Salieron a la puerta. Los coches se detuvieron y Guido y Dulcie fueron los primeros en saltar al suelo. En el segundo coche viajaban el conde y la condesa.

– Venimos por un asunto muy importante -anunció el conde Calvani-. Mi esposa insiste en que debe hablar con Selena. Los demás sólo somos su séquito.

– Entrad -dijo Leo-. Hace frío aquí fuera.

Gina les sirvió café caliente en el interior. Selena estaba confusa. ¿Por qué quería verla la condesa? ¿Por qué la miraba con tanta urgencia?

– ¿Quiere decirme alguien lo que ocurre? -preguntó.

– Vengo a verte -dijo Liza despacio-, porque hay cosas… -vaciló, frunció el ceño -cosas que sólo yo puedo decir.

– Nosotros estamos aquí para ayudar -declaró Dulcie-. Por si le falla el inglés a Liza. Está estudiando mucho en tu honor y, en la medida de lo posible, quiere decirte esto personalmente.

– Lo intenté antes -dijo Liza-. Pero entonces… yo no tengo las palabras… y tú no escuchas.

– Cuando fuiste a Venecia la primera vez -dijo Dulcie-. Liza intentó hablar contigo, pero saliste corriendo.

– No hacía falta que me dijera que soy la persona equivocada para Leo -declaró Selena-. Yo ya lo sabía.

– ¡No, no, no! -exclamó Liza con firmeza. Miró a la joven de hito en hito-. Tú deberías hablar menos, escuchar más. ¿Sí?

– Sí -contestó Leo al instante.

Selena sonrió inesperadamente.

– Sí -dijo.

– Bien -musitó Liza-. Vengo a decirte que… tú haces algo terrible… como hice yo. Y no debes.

– ¿Qué es eso terrible que hago? -preguntó Selena con cautela.

– Después de lo que nos dijo Leo, anoche tuvimos una reunión familiar -intervino Guido-. Y todos pensamos que teníamos que venir aquí e intentar inculcarte algo de sentido común. Pero Liza más que nadie.

– Ven conmigo -dijo Liza con firmeza. Dejó su taza y se dirigió a la puerta.

– ¿Puedo ir yo? -preguntó Leo.

Liza lo miró.

– ¿Puedes guardar silencio?

– Sí, tía.

– Entonces ven -salió por la puerta.

– ¿Qué hace? -preguntó Selena.

– No lo sé -repuso Leo-. Puedes confiar en ella.

Las siguió hasta el coche. Liza entró mientras Dulcie se sentaba al volante.

– Cruza Morenza y tres kilómetros más allá hay una granja.

Dulcie siguió las instrucciones y pronto se encontraron rodeados de campos, con algún que otro edificio bajo. Los demás los seguían.

– Ahí -Liza señaló una granja.

Dulcie llevó el coche hasta la casa. Un hombre de mediana edad levantó la vista y saludó a Liza. Selena no oyó lo que dijeron. Liza dejó atrás la casa y se dirigió a un establo de vacas situado detrás.

Era un edificio largo y lleno de animales, pues habían llegado a la hora de ordeñar.

Liza se volvió a Selena.

– Yo nací aquí -dijo.

– ¿Quiere decir en la casa? -frunció el ceño.

– No, quiero decir aquí, donde estamos ahora. Mi madre era sirvienta y vivía aquí con los animales. En aquellos tiempos había pobres que vivían así. Y nosotras éramos muy pobres.

– Pero… -Selena miró a su alrededor.

– Yo no nací en una familia noble. ¿No lo sabías?

– Sí, sabía que no nació con título, pero esto…

– Sí -asintió Liza-. Esto. En aquellos días había… gran separación entre ricos y pobres -hizo un gesto amplio con las manos-. Y mi madre no estaba casada. Nunca dijo el nombre de mi padre y cayó una gran deshonra sobre ella. Estamos hablando de hace setenta años. No era como ahora.

Hizo una pausa, pensativa.

– Mi madre murió cuando era niña y me pusieron a trabajar en la casa. Siempre me dijeron que tenía suerte de contar con comida y trabajo. Era una bastarda y no tenía derechos. No me enseñaron nada.

Suspiró.

– Maria Rinucci me salvó. Esta tierra… era su dote cuando se casó con el conde Angelo Calvani. Se compadeció de mí y me llevó a Venecia con ella. Así conocí a mi Francesco.

Su rostro se cubrió de luz al volverse a mirar al conde, que la contemplaba sonriente.

– ¡Si lo hubieras visto entonces! -dijo-. Era joven y guapo y me amaba. Y por supuesto, yo a él. Pero… era inútil. Tenía que casarse con gran dama. Me lo pidió y le dije que no. ¿Cómo podía casarse conmigo? Le dije que no cuarenta años. Y creo que cometí gran error. Y ahora vengo a decirte que… no hagas el mismo error.

– Pero Liza… -musitó Selena-. Usted no sabe…

– No seas estúpida -repuso la condesa-. Claro que lo sé. La gente cree que debe de ser… maravilloso ser Cenicienta. Yo digo no. A veces… una carga.

– Sí -comentó Selena, aliviada de que alguien lo entendiera-. Sí.

– Pero si es tu destino -continuó Liza con fiereza-, tienes que aceptar esa carga… o le rompes el corazón al Príncipe Azul.

Tomó la mano de su esposo, que la miraba con ojos llenos de amor.

– La gente nos ve y piensa que nuestra historia es romántica y tiene un final feliz -siguió Liza, con tristeza-. Pero no ven aquí… -señaló su pecho -mi amargo arrepentimiento de que nuestro amor sólo se haya realizado al final. Podíamos haber sido felices hace mucho… haber tenido hijos. Pero yo perdí todos esos años porque di mucha importancia a cosas que no la tienen.

Leo se había acercado hasta situarse al lado de Selena. Liza lo vio y sonrió.

– En tu vida no te han valorado y por eso no has aprendido a valorarte. ¿Cómo puedes así entender a Leo, que te valora más que a nada? ¿Cómo puedes aceptar su amor si crees que no eres digna de ello?

– ¿Es eso lo que piensa? -preguntó Selena, confusa.

– ¿Alguna vez te ha querido alguien más?

Selena movió la cabeza.

– No, nadie. Tiene razón. Creces pensando que no tienes derecho a casi nada… y cuando Leo dijo que me quería, yo pensaba que se había equivocado y que un día se despertaría y se daría cuenta de que sólo soy yo.

– Solo tú -repitió Liza-. La mujer que adora, la primera a la que le ha pedido que se case con él. Y espero que la última. No lo hagas sufrir como yo a mi Francesco. Confía en él y en su amor. No cometas mi error y desprecies tu felicidad hasta que casi sea demasiado tarde.

Selena miró a Leo, que la observaba con ansiedad. La enormidad de lo que había estado a punto de hacerle la conmovió y no pudo reprimir las lágrimas.

– Te quiero -dijo con voz ronca-. Te quiero mucho… y nunca he entendido nada.

– Lo que pasa es que no sabías nada de familias -dijo él con ternura-. Ahora lo sabes.

Era querida. La familia entera le abría el corazón y los brazos… a ella, que nunca había tenido parientes.

– Cásate conmigo -dijo él enseguida-. Déjame oírtelo decir.

Selena no lo dijo. Sólo podía asentir vigorosamente con la cabeza. Leo la abrazó.

– Nunca te dejaré marchar -prometió.

Fijaron la fecha de la boda lo antes posible, antes de que se instalara el invierno. El conde Francesco estaba tan contento que cedió en el tema de San Marcos y aceptó encantado la iglesia de Morenza.

Un batallón de limpieza empezó a preparar la casa para el día indicado.

Por parte del novio estaba toda la familia Calvani, que ahora eran también familia de Selena. Ella invitó a Ben, el amigo leal que la había mantenido en la carretera el tiempo suficiente para conocer a Leo, y a su esposa Martha. Les envió los billetes de avión y Leo y ella fueron a buscarlos al aeropuerto.

La boda no habría estado completa sin los Hanworth, todos menos Paulie, que tenía algo mejor que hacer. Leo fue a buscarlos solo y dejó a Selena con Ben y Martha.

– Quiero darte esto antes de que lo olvide -dijo la joven, tendiéndole un sobre a Ben.

Este dio un grito al ver el cheque que le entregaba.

– Es mucho.

– Es el dinero que seguro que te debo si sumamos todos los años. ¿Crees que no sabía que reducías mucho las facturas? Y tú no podías permitírtelo.

– ¿Puedes permitírtelo tú? Has debido de ganar todas las carreras del mundo.

– No son todo ganancias. Ahora trabajo para Leo, con sus caballos.

– ¿Y te paga?

– Por supuesto que me paga. Soy muy buena en lo que hago. Y eso no es barato.

– Bien, supongo que has encontrado tu sitio. Siempre se te han dado bien los caballos. Mira lo que conseguiste hacer con Elliot. Nadie lo habría hecho tan bien.

– Oh, no sigas. Lo único que no es perfecto en todo esto es que he abandonado a Elliot.

– Pero dijiste que lo cuidaba ese Hanworth que llega esta tarde.

– Y así es. No le faltará de nada, pero se preguntará por qué no vuelvo. Y hablando de volver, ¿dónde está todo el mundo? Ya deberían haber llegado.

A medida que avanzaba el día, Selena tenía la impresión de que todos participaban de un secreto del que solo ella estaba excluida. Las doncellas cuchicheaban y se alejaban al acercarse ella. Gina le preguntó si Leo le había dado ya su regalo de boda.

– Aún no -contestó ella, sorprendida.

– Tal vez lo haga hoy -observó Gina, que se alejó sonriente.

Pasaron las horas. Empezaba a estar muy nerviosa. ¿Por qué no llegaban de una vez?

Gina se acercó a ella al final de la tarde.

– Señorita, creo que debe mirar por la ventana. Hay algo que tiene que ver.

Selena obedeció. Un grupo de gente avanzaba hacia la casa. Reconoció a Barton, Delia y el resto de la familia. Pero también reconoció una figura que no esperaba volver a ver.

– ¡Elliot! -gritó. Salió corriendo de la casa.

Leo encabezaba la marcha, llevando a Elliot de la brida, y sonrió al verla. Los demás también sonreían. Selena corrió a abrazar el cuello del caballo.

– ¿Lo habéis traído con vosotros? -preguntó a la familia Hanworth.

– Sí -declaró Barton-. Leo y yo lo organizamos todo y él juró que no te diría nada.

Selena abrazó a la familia con entusiasmo.

– Por eso hemos tardado tanto -le explicó Leo-. Ha sido un jaleo conseguir pasarlo por la aduana. Por cierto, la oferta por Jeepers sigue abierta.

– Véndelo -le dijo la joven a Barton-. Tienes razón, es un corredor y necesita estar activo. Elliot… -besó el morro del animal -solo necesita descanso y cariño.

Los Calvani llegaron al día siguiente, y en seguida se entendieron con los Hanworth. Selena vio que Liza se sentía algo abrumada en la fiesta ruidosa que siguió y se la llevó a la cama.

– Gracias por todo -le dijo-. ¿De verdad crees que puedo ser condesa?

– Al viejo estilo no -repuso la mujer-, pero ya es de otra época. Lo harás a tu estilo y eso es lo que importa.

– ¿Una condesa vaquera?

– Eso me gusta -contestó Liza-. Te admiré mucho en el rodeo. Es una pena que sea demasiado vieja para aprender a montar -se rieron y luego se puso seria-. Sólo hay una cosa que te haga condesa y es el amor de un conde. No lo olvides.

Abajo Selena encontró a los hermanos discutiendo por dinero. Guido no quería aceptar nada de Leo si eso podía perjudicar a la finca.

– ¿Y quién va a querer vivir en el palacio cuando lo hayas vendido todo? -preguntó.

– Yo no quiero vivir allí -replicó Leo-. Tío, por favor, procura vivir mucho tiempo.

– Haré lo que pueda -repuso el conde, imperturbable-, pero este problema no desaparecerá conmigo, así que más vale que lo arregléis ahora.

– Yo no quiero vivir en el palacio -repitió Leo con terquedad.

– Pues no lo haremos -intervino Selena-. Que viva Guido allí.

Todos se volvieron a mirarla.

– Guido, tú no quieres el título ni todo lo que conlleva, pero te gusta Venecia y te encanta el palacio, ¿verdad? -preguntó Selena.

– Verdad.

– Y te vendrá muy bien para tu negocio -miró a Leo-. Él se queda allí y nosotros vamos en ocasiones especiales. Tú le pones un alquiler y lo descuentas de la compensación económica que tienes que darle. Así el palacio no se queda vacío y arregláis la cuestión del dinero. Y todo el mundo contento.

Los hermanos se miraron en silencio.

– Tu novia es una mujer inteligente -sonrió Guido.

– ¿Qué os había dicho? -gritó el conde-. Los Calvani siempre buscan a las mejores esposas.

La boda fue un acontecimiento auténticamente familiar, con todo el pueblo por familia. Cuando Leo salió con Selena de la iglesia y dieron tres vueltas al estanque de los patos, porque siempre lo hacían así en Morenza, echó a andar cuesta arriba seguido por todo el pueblo y todos sus empleados.

La multitud los vitoreó en la verja de la casa antes de alejarse hacia el salón público donde les habían preparado un banquete. Leo los habría invitado encantado a la casa, pero no había sitio para todos.

Selena se preguntó en cierto momento qué habría ocurrido si Guido no la hubiera llevado a Italia con un engaño. Cuando la fiesta empezaba a decaer, creyó su deber recordárselo a su esposo.

– Me parece que le debemos mucho a Guido. Si no llega a ser por su mentira, ahora no estaríamos aquí.

Leo levantó la copa hacia su hermano.

– Supongo que eso es verdad.

– Los venecianos lo llevamos en la sangre -dijo Guido con buen ánimo. De no ser porque había bebido mucho champán, seguramente no habría dicho las siguientes palabras-: Todos tenemos esa habilidad para inventar, falsificar…

Hubo un silencio repentino, en el que parecieron resonar sus últimas palabras.

– ¿Falsificar? -repitió Leo-. ¿Qué quieres decir con falsificar?

Todo el mundo miraba a Guido.

A Guido, que había descubierto las pruebas que hacían legítimo a Leo. A Guido, que había jurado escapar al título a cualquier precio.

A Guido, el maestro de trucos y conjuros, el mago de máscaras e ilusiones. El Veneciano.

– ¡Oh, no! -gimió Leo-. ¡Tú no me habrías hecho eso! Dime que no.

Su hermano lo miró con aire inocente.

– ¿Quién, yo?

– Sí, tú, hermano. Tú, embustero, traidor…

Dejó su copa y echó a andar hacia Guido, que retrocedió con cautela.

– Vamos, Leo. No hagas nada de lo que puedas arrepen…

– No me arrepentiré de nada de lo que te haga.

Pero lo detuvo el último sonido que esperaba oír allí. Selena estalló en carcajadas. Los demás se relajaron y empezaron a sonreír.

– Selena, carissima

– ¡Oh, Dios mío! Esto va a acabar conmigo. Hacía años que no oía nada tan bueno.

– Bueno, me alegra que te parezca gracioso…

– Lo gracioso es tu cara, querido mío -le sujetó la cabeza con ambas manos y lo besó riendo todavía.

Su risa era contagiosa y Leo no pudo evitar unirse a ella.

– ¿Pero te das cuenta de lo que nos ha hecho Guido? Falsificó esas pruebas.

– ¿En serio? ¿Estás seguro? No lo ha confesado.

– Y nunca dirá si es cierto o no -observó Marco-, pero yo apuesto a que es inocente, aunque me duela encontrarlo inocente de algo.

Guido se pasó un dedo por el cuello de la camisa.

– Yo creo que lo que ocurrió es que se enteró del matrimonio de Vinelli en Inglaterra y contrató a un ejército de investigadores privados para descubrirlo. Después de todo, tenemos una detective en la familia -miró a Dulcie-. ¿No lo pusiste tú en contacto con otros?

Guido tomó la mano de su esposa y murmuró:

– No digas nada.

– Muy listo -dijo Marco-. Bien, esa es mi teoría, por si sirve de algo.

– ¿Tú crees que es auténtica y no una falsificación? -le preguntó Leo.

– Dudo de que él falsificara nada, aunque te hará pensar que lo hizo solo para burlarse de ti.

– Le romperé todos los huesos del cuerpo -prometió Leo.

Guido se colocó fuera de su alcance.

– Nada de violencia -dijo-. Recuerda que espero un hijo.

– Y ahí es donde te vengarás tú -le dijo Marco a Leo.

– ¿A qué te refieres? -preguntaron los dos hermanos al unísono.

– Los niños suelen ser lo contrario de los padres. A Guido le estaría bien empleado que su hijo quisiera todas las cosas a las que él ha renunciado alegremente. Quizá tenga muchas cosas que explicar algún día.

– Pero tú has dicho que no falsificó nada -le recordó Leo.

– Bueno, no creo que ni Guido llegara tan lejos.

– ¿Pero cómo podemos estar seguros? -gimió Leo.

– Fácil -repuso Marco-. Busca en el registro de Inglaterra. Creo que allí encontrarás la respuesta.

– No lo hagas -dijo Selena-. Es mejor no saberlo. Así no es todo aburrido y predecible.

– ¿Te comprenderé alguna vez? -preguntó Leo.

– Ya lo haces -contestó ella-. Me has comprendido siempre, incluso cuando no me comprendía yo.

– Tenía el premio -dijo ella con suavidad-. Y estuve a punto de perderlo. Pero no volveré a hacerlo. Lo conservaré toda mi vida, siempre, siempre.

Lucy Gordon

***